La izquierda y
Venezuela
El retroceso
“nacional-estalinista”
9
de agosto de 2017
Por Pablo Stefanoni (Nueva Sociedad)
Tras un viaje en 1920 a la Rusia
revolucionaria, junto con un grupo de sindicalistas laboristas, el pensador
británico Bertrand Russell escribió un pequeño libro –Teoría y práctica del
bolchevismo– en el que plasmaba sus impresiones sobre la reciente revolución
bolchevique. Allí planteó con simpleza y visión anticipatoria algunos problemas
de la acumulación del poder y los riesgos de construir una nueva religión de
Estado. En un texto fuertemente empático hacia la tarea titánica que llevaban a
cabo los bolcheviques, sostuvo que el precio de sus métodos era muy alto y que,
incluso pagando ese precio, el resultado era incierto. En este sencillo
razonamiento residen muchas de las dificultades del socialismo soviético y su
devenir posterior durante el siglo XX.
A cien años de esa gesta libertaria, no está
mal volver sobre estos problemas. Sobre todo porque la tensión entre democracia
y revolución sigue vigente, aunque, por lo general, la vigencia se manifiesta a
menudo más como farsa que como tragedia, al menos si leemos algunos análisis
sobre la actual coyuntura latinoamericana. El caso venezolano es el más
dramático, ya que se trata de la primera experiencia autodenominada socialista
triunfante luego de la
Revolución Sandinista de 1979. Solo por eso, ya amerita
prestarle atención. Pero, además, es posible que su derrota tenga consecuencias
similares o peores que la derrota electoral sandinista de 1990. No obstante,
los análisis escasean y son habitualmente reemplazados por discursos
panfletarios que no son más que el espejo invertido de los de la derecha
regional.
La convocatoria a una incierta Asamblea
Constituyente parece una fuga hacia delante de un gobierno, el de Nicolás
Maduro, que fue perdiendo apoyo popular tanto en las urnas como en las calles.
Es cierto que las protestas tienen más intensidad en algunos territorios que en
otros, pero la afirmación de que son solo los ricos de Altamira o del este de
Caracas quienes se oponen al gobierno es desmentida por la aplastante derrota
del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) en las elecciones
parlamentarias de 2015. Por eso después ya no hubo elecciones regionales (ni
sindicales en el caso de la estratégica petrolera PDVSA). Y por eso la
Constituyente fue diseñada de tal forma que el voto ciudadano se combinara con
el territorial y el corporativo, en una viveza criolla revestida de principismo
revolucionario. Que este domingo hayan ido a votar (lo que equivalía a votar
por el oficialismo) más electores que en los mejores momentos de la Revolución Bolivariana
habría sido, en efecto, un “milagro”, como lo denominó Nicolás Maduro, incluso
considerando la enorme presión estatal sobre los empleados públicos y quienes
reciben diversos bienes sociales mediante el Carné de la Patria.
Si el populismo tiene un irreductible núcleo
democrático pese a que suele tensar las instituciones, este refiere a un apoyo
plebiscitario del electorado. Sin eso, el poder depende cada vez más del
aparato militar, como ocurre hoy en Venezuela (si Maduro tuviera la mayoría,
podría convocar a un revocatorio, ganarlo y cerrar, al menos transitoriamente,
la crisis política, como lo hicieron en su momento Hugo Chávez y Evo Morales).
En Venezuela, el agravante del poder militarizado es que los militares forman
parte de esquemas de corrupción institucionalizados que incluyen acceso a
dólares al tipo de cambio oficial (para luego cambiarlos en el mercado paralelo
con gigantescas ganancias) o el contrabando de gasolina o de otros bienes
lícitos y posiblemente ilícitos.
Y, para peor, la gestión del Estado devino en
un autoritarismo caótico, con desabastecimiento, cortes de luz, violencia
urbana descontrolada y degradación moral del proceso bolivariano. Atribuir todo
a la “guerra económica” resulta absurdo. Nunca puede explicarse por qué Bolivia
o Ecuador sí han podido manejar sus economías razonablemente bien.
No obstante, una parte de la izquierda regional defiende al
madurismo en nombre de la revolución y de la lucha de clases. El análisis
empírico desapareció y es reemplazado por apelaciones genéricas al pueblo, al
antiimperialismo y a la derecha golpista. Retomando a Russell: digamos que
estamos dispuestos a pagar el precio de los métodos represivos de Maduro, ¿qué
resultado esperamos? ¿Qué esperan quienes, desde posiciones altisonantes,
anuncian que el domingo 30 de julio fue un día histórico en el que triunfó el
pueblo contra la contrarrevolución? ¿Qué cielo queremos tomar por asalto? Resulta sintomático
que la Constituyente no esté acompañada de un horizonte mínimo de reformas y
que se la justifique únicamente en nombre de la paz, lo que deja en evidencia
que se trata de una maniobra y no de una necesidad de la “revolución”.
Resulta difícil creer que, luego del fracaso
o la marginalidad de las diferentes experiencias “anticapitalistas” ensayadas
desde 2004 (cuando Chávez abrazó el socialismo del siglo XXI), pueda
emprenderse hoy algún tipo de horizonte nuevo de cambio social. No es la primera
vez, ni será la última, que en nombre de la superación de la “democracia
liberal” se anule la democracia junto con el liberalismo. No es casual tampoco
que gran parte de la izquierda que sale a festejar la “madre de todas las
batallas” venezolana sea admiradora de Kadafi y su Libro verde. En Libia, el
“líder espiritual” llevó al extremo el reemplazo de la democracia liberal por
un Estado de masas (Yamahiriya) basado en su poder personal –aunque no tenía
cargos formales– y en una eficaz policía secreta que resolvía el problema de la
disidencia.
Se trata de una izquierda que podríamos
denominar “nacional-estalinista”. Un tipo ideal que permite captar un más o
menos difuso espacio que junta un poco de populismo latinoamericano y otro de
nostalgia estaliniana (cosas que en el pasado se conjugaban mal). De esa mezcla sale
una especie de “estructura de sentimiento” que combina retórica inflada,
escasísimo análisis político y social, un binarismo empobrecedor y una especie
de neoarielismo frente al imperio (más que análisis marxistas del imperialismo,
hay a menudo cierta moralina que lleva a entusiasmarse con las bondades de
nuevas potencias como China o con el regreso de Rusia, por no hablar de
simpatías con Bashar al-Assad y otros próceres del antiimperialismo). En la medida en que
la marea rosada latinoamericana se retrae, el populismo democrático que explicó
la ola de izquierda en la región pierde fuerza y esta sensibilidad
nacional-estalinista, que tiene a algunos intelectuales en sus filas –varios de
los cuales encontraron un refugio en la Red de Intelectuales y Artistas en
Defensa de la Humanidad– gana visibilidad e influencia en los gobiernos en
retroceso o en las izquierdas debilitadas. El nacional-estalinismo es una especie
de populismo de minorías que gobierna como si estuviera resistiendo en la oposición. Por eso
gobierna mal.
Hoy es habitual que se compare la Venezuela de
2017 con el Chile de 1973. Claro que los gobiernos democrático-populares
enfrentan reacciones antidemocráticas de las derechas conservadoras muchas
veces apoyadas por Estados Unidos y es necesario enfrentarlas, lo que puede
incluir estados puntuales de excepción. Pero la comparación pasa por alto
algunos “detalles”. Primero, Salvador Allende se enfrentó a unas fuerzas
armadas supuestamente institucionales pero hostiles, de las que salió Augusto
Pinochet. En Venezuela, pese a la existencia de sectores antidemocráticos en la
oposición (hay que recordar el golpe fallido de 2002), las fuerzas de seguridad
están hasta hoy del lado del gobierno. Y su capacidad de fuego sigue intacta.
Por otra parte, el gobierno chileno no estaba
atravesado por la ineficacia y la corrupción interna en los niveles en que lo
está el chavismo actual, donde hoy son estructurales. Quizás la comparación con
Nicaragua puede ser más enriquecedora: allá sí la injerencia imperial fue
sangrienta y criminal, y erosionó muy fuertemente el poder sandinista. ¿Es
comparable con esa ofensiva criminal una sanción económica a Maduro, quien,
sospechamos, no tiene cuentas en EEUU, o la estrategia de los “golpes de cuarta
generación”, que consistirían en la aplicación de un libro del casi nonagenario
Gene Sharp que se puede descargar de internet? El imperio conspira en todos
lados, pero en otros países de la ALBA más o menos bien administrados no faltan
los alimentos en los mercados y, por ejemplo, en el caso de Bolivia, las cifras
macroeconómicas son elogiadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco
Mundial. Mientras los gobiernos mantienen las mayorías, el populismo
democrático mantiene a raya a los nacional-estalinistas porque conserva los
reflejos hegemónicos y democráticos activos y resiste el atrincheramiento
autoritario.
Lo que sí permite trazar puentes entre el
sandinismo tardío y el neochavismo actual es la corrupción como mecanismo de
erosión interna y degradación moral, que en el caso nicaragüense terminó
primero en derrota y luego en un retorno –contra la mayoría de la vieja guardia
sandinista– del matrimonio Ortega-Murillo, hoy atornillado en el poder tras su
conversión al catolicismo provida y a una nueva y estrambótica religiosidad
estatal, combinada con un pragmatismo sorprendente para hacer negocios públicos
y privados –cada vez más imbricados en Nicaragua–. El precio a pagar en Venezuela
¿sería para tener una especie de orteguismo con petróleo? ¿En favor de eso
algunos intelectuales le reclaman a Maduro mano dura contra la oposición?
Claro que para la izquierda es importante
diferenciarse del antipopulismo –con sus aristas antipopulares, revanchistas,
clasistas y también autoritarias–, pero despreciar la perspectiva de la
radicalización democrática, acusando de liberales a quienes observan los
déficits democráticos efectivos y operando en favor de formas de
neoautoritarismo decadente, solo favorece nuevas derechas regionales. En lugar de dar una
disputa por el sentido de la democracia contra las visiones que la reducen a la
libertad de mercado, la pospolítica o un republicanismo conservador, los
nacional-estalinistas la abandonan y se atrincheran en una “resistencia”
incapaz de regenerar la hegemonía que la izquierda conquistó en la “década
ganada”. Lo que se argumentaba en nombre de un “socialismo del siglo XXI” acaba
en una parodia setentista.
Articular socialismo y democracia sigue siendo una agenda pendiente para la
izquierda:
el riesgo contrario, que ya vivimos, es la defensa de la democracia sin
contenidos igualitarios ni proyectos reformistas capaces de erosionar los
procesos actuales de des-democratización. Por eso, en relación con Venezuela,
parte de la socialdemocracia latinoamericana tampoco puede decir algo que vaya
más allá de su apoyo a la oposición nucleada en la Mesa de Unidad Democrática
(MUD). Una
salida pactada en Venezuela no puede basarse únicamente en la normalización de
la democracia política: debe incluir también una defensa de los derechos
económicos populares (una agenda de democracia económica) frente a quienes,
desde la oposición, buscan una salida tipo Temer en Brasil.
Pero frente a los peligros de “temerización”
de Venezuela, los nacional-estalinistas pueden resultar contraproducentes: el
creciente desprestigio del socialismo, gracias al desgobierno de Maduro y la
vuelta de la asociación entre socialismo, escasez y colas, hace que las salidas
promercado ganen terreno y apoyo social. No obstante, la tentación de construir
el socialismo a palos –"si no es con los votos, será con las armas",
Maduro dixit, o “con el mazo dando”, como Diosdado Cabello bautizó a su
programa de televisión–, en nombre de un pueblo abstracto o contra un pueblo
manipulado, sigue captando la imaginación y el entusiasmo de parte de la
izquierda militante continental. Para colmo, no hay ningún socialismo. Pero los
“filtros burbuja” de las redes sociales confirman convicciones y posverdades,
de manera bastante parecida a como operan los (violentos) espacios de
sociabilidad antipopulistas.
Lamentablemente, sin una izquierda más activa
y creativa respecto de Venezuela, la iniciativa regional queda en manos de las
derechas. Analicemos estos procesos con sentido crítico y hagamos todo lo
posible para que Caracas no sea nuestro Muro de Berlín del siglo XXI.
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