Continuidades y
rupturas de las estrategias represivas durante el kirchnerismo y el macrismo
16 de marzo de 2016
(Para Marcha
/ Contrahegemonía). Luego de la rebelión popular de diciembre de
2001 y la movilización que finalizó con la masacre del puente Pueyrredón, el
régimen capitalista, con la aparición del kirchnerismo como fracción dirigente
del PJ, supo estabilizar la crisis política, recomponer la institucionalidad,
cooptar a parte del movimiento popular que había estado movilizado hasta el
2001-2002 y transformarse en la expresión más inteligente de la burguesía para
garantizar sus negocios y estabilidad.
Estrategias represivas del kirchnerismo
En un primer momento, el presidente
Néstor Kirchner se dedicó a sumar voluntades, a través de una política de
cooptación y seducción de referentes de los más diversos ámbitos y orígenes,
que pronto conformaron la “transversalidad”, esa especie de protoplasma
kirchnerista que reunió, bajo la consigna del “proyecto nacional y popular”, a
una buena cantidad de referentes y organizaciones, algunos de los cuales se
proclamaban antiimperialistas, anticapitalistas o de izquierda.
Dos fueron los ejes centrales para consolidar esa imagen. Por una
parte, el gobierno asumió pleno protagonismo en la reapertura e impulso de los
juicios contra represores de la dictadura, promoviendo la anulación de las
leyes de impunidad y constituyéndose como querellante, a través de las
secretarías de DDHH nacionales y provinciales, en las principales causas. En la
misma línea, se sucedieron actos de fuerte contenido simbólico, como el retiro
de los cuadros de Videla y otros genocidas del colegio militar, los reiterados
actos en la ESMA, el Parque de la Memoria o Campo de Mayo, inaugurando
monumentos o museos alusivos. La “política de DDHH” expresada en esas y otras
iniciativas, se convirtió, así, en la marca distintiva del gobierno
kirchnerista.
Paralelamente, el gobierno adoptó un
discurso de “no represión”. Encabezados por el propio Kirchner, que a la semana
de asumir declaró: “No quiero criminalizar la
protesta social”[1], todos
los integrantes del gobierno, y en especial los encargados del área de
seguridad, dijeron cosas parecidas. Efectivamente, en los primeros meses de su
gestión, no hubo mayores episodios de represión a movilizaciones o
manifestaciones populares, y ello generó un clima de expectativa. Los piquetes
y cortes de rutas que habían caracterizado los años anteriores, fueron
reemplazados por el acompañamiento casi simbólico a los dirigentes que subían a
los despachos oficiales para reunirse con Kirchner, con su hermana Alicia, con
alguno de los Fernández o con funcionarios de segunda y tercera línea como
Sergio Berni o Carlos Kunkel, y volvían para anunciar las promesas logradas,
con lo que el gobierno no tuvo mucha necesidad de reprimir, pues no había
situaciones de gran confrontación.
Pero, para quien quisiera ver, había
claras señales de que ni el discurso de los derechos humanos, ni la promesa de
no reprimir la protesta social, respondían a otra causa que la necesidad de
legitimación de un gobierno asumido con un muy escaso capital electoral, y que,
una vez logrado el suficiente consenso, el aparato de fuerza estatal retomaría
explícitamente su tarea disciplinadora sobre los trabajadores y el pueblo.
La designación de funcionarios de larga historia represora en sectores clave de
los ministerios, secretarías y direcciones fue una de esas señales inequívocas[2], acompañada por una nueva
versión, políticamente correcta, de la tesis de la “inseguridad ciudadana”, a
la que se sumó una campaña mediática de estigmatización como “violenta” de toda
modalidad de lucha que no se limitara a dialogar con el gobierno para
consensuar “soluciones”. Sería necesario que trascurriera más de un año para
que, al menos en parte, se advirtiera el carácter netamente represor del
gobierno kirchnerista.
Al mismo tiempo que el gobierno
instalaba su discurso de tolerancia a las movilizaciones populares, se
intensificó, por carriles menos oficiales, una campaña dirigida a demonizar
todo tipo de reclamo que no fuera explícitamente dialoguista. Poco a poco, los medios de comunicación construyeron la idea de que
los cortes de rutas, los piquetes y, por extensión, todo tipo de manifestación
callejera, eran actos de naturaleza violenta y antidemocrática. Hábilmente, no
se cuestionaba el derecho a protestar ni la pertinencia de los diferentes
reclamos, sino que el embate se dirigía a las formas y métodos, con el
argumento central de la equivalencia de los derechos de manifestantes y el
“resto de la sociedad”, que sin ser el destinatario de la protesta se veía
entorpecido para circular libremente.
En el clima general de distensión que
se impuso desde esos primeros días de gobierno, los hechos represivos que
ocurrieron entre junio y agosto de 2003 no tuvieron la menor repercusión, o, a
lo sumo, fueron presentados como “desbordes inorgánicos” de algún integrante de
las fuerzas de seguridad[3]. Paralelamente, se
agudizó la persecución de militantes por la vía judicial, especialmente reactivan do expedientes antiguos[4].
Poco después, hubo un sutil cambio en
el discurso, expresado por el ministro de interior Aníbal Fernández que, en
referencia a los piqueteros, dijo: “No
vamos a reprimirlos, pero tienen que desaparecer”[5]. Para entonces, y aunque
los medios lo seguían ignorando, ya
se acumulaban los hechos represivos en todo el país.
El episodio más significativo, y el más
silenciado de todos, ocurrió el 9 de octubre de 2003, en la provincia de Jujuy.
Alrededor de 5.000 personas se movilizaron a la comisaría de Libertador San
Martín, donde cinco días antes había muerto Cristian Ibáñez, de 20 años,
mientras la policía lo torturaba. La manifestación, que reunía prácticamente un
tercio de la población local, fue reprimida con refuerzos llegados de la
capital de la provincia.
La gente se defendió, arrojando piedras a la comisaría. Pronto ,
los efectivos dejaron el armamento antitumulto y empezaron a disparar con balas
de plomo. Luis Marcelo Cuéllar, joven militante de la CCC, cayó fusilado. Fue
tan efectivo el operativo de silenciamiento en torno a ese primer asesinato en
una manifestación durante el gobierno de Néstor Kirchner[6], que el nombre de
Cuéllar, salvo muy puntuales excepciones, no sería mencionado nunca más. Ni
siquiera se lo recordaría cuando, cuatro años después, en el otro extremo del
país, fue asesinado en similar situación el maestro Carlos Fuentealba.
Casi simultáneamente, el gobierno
nacional puso a prueba el consenso. En el mes de octubre de 2003 hubo una serie
de declaraciones y trascendidos de funcionarios, desde el presidente y el jefe
de gabinete, hasta ministros y secretarios de diversas áreas, que delinearon la
nueva estrategia. Ahora, la divisoria establecida era entre la “protesta social
lícita” y la “protesta ideológica”, que, por exclusión, quedaba estigmatizada
como ilícita. Una fuente oficial no identificada lo explicó así al diario
Página/12: “La idea del gobierno es desarticular al piqueterismo (…) dando
trabajo primero a los beneficiarios de los planes Jefas y Jefes de Hogar,
después a los piqueteros sensatos y a los piqueteros amigos (kirchneristas), y
dejar aislados a los piqueteros ideológicos. (…) Al que quede afuera porque
quiera quedarse afuera, lo esperaremos con el Código Penal en la mano”[7].
Unos meses después de ese globo de
ensayo, las declaraciones oficiales, aunque seguían en la línea de la
“tolerancia”, anunciaban el cambio. El ministro del interior, Aníbal Fernández,
aseguró que el gobierno “no va a criminalizar la
protesta social, pero cuando uno se pasa de la raya hay que cumplir con lo que
dice la ley”. Para la misma época, el secretario de seguridad, Alberto
Iribarne, aclaró: “Cuando decimos que no vamos a
criminalizar la protesta social estamos haciendo esa diferenciación: que una
cosa es el delito y otra la protesta social”.
Para mediados de 2004, el riesgo de
cargar con un costo político por reprimir estaba prácticamente conjurado. Desde
su inauguración, el gobierno se propuso no repetir experiencias anteriores como
el Puente de Corrientes, el 20 de diciembre o el 26 de junio, porque sabía que
eso generaría reacciones como las que sufrieron De La Rua o Duhalde. Su
discurso de “no represión”, combinado con la intensa campaña a través de
voceros y aliados mediáticos que denunciaban la supuesta “inacción” del
gobierno frente a la protesta social y exigían una intervención represiva, en
poco más de un año, le permitió pasar a la fase siguiente.
En agosto de 2004, la Subsecretaría de
Seguridad Interior, de la que dependen las fuerzas de seguridad federales,
hasta ese momento dependiente del Ministerio de Justicia, regresó a la órbita
del Ministerio del Interior, bajo la conducción de Aníbal Fernández[8]. Se hizo notar el
agravamiento de las imputaciones hacia los manifestantes, con el uso frecuente
de figuras muchas veces no excarcelables, totalmente desvinculadas de las
supuestas conductas punibles y sobre la base de elementos probatorios
especulativos. A lo largo del año, hubo más de medio centenar de presos políticos
en todo el país, record absoluto desde 1983, imputados por delitos como coacción
agravada, prepotencia ideológica o entorpecimiento de la explotación comercial de un establecimiento que
impedían su excarcelación; el poder judicial intensificó la delegación de las
supuestas investigaciones en las agencias policiales, que aportaban como prueba
sus informes de “inteligencia” y eran miles los procesados con grave riesgo de
ser condenados y encarcelados.
Estaba cumplida la misión de acumular
consenso para reprimir, sin perder el rótulo ya asegurado de “gobierno de los
derechos humanos”. Sobre esa base, la segunda y tercera gestión del gobierno kirchnerista avanzaron
en la utilización de una serie de herramientas represivas que ningún gobierno
democrático anterior usó con tanta intensidad, como las patotas oficiosas y la
militarización territorial. El asesinato del militante del PO
Mariano Ferreyra, en el marco del ataque del grupo de choque de la Unión Ferroviaria
de José Pedraza es ejemplo máximo de la primera, así como los episodios de las
Heras son prueba de la
segunda. La sanción, no de una, sino de siete leyes
“antiterroristas”, en consonancia con las exigencias imperiales, y el
incontestable incremento del gatillo fácil, las detenciones arbitrarias, la
tortura y las muertes en cárceles y comisarías, los fusilados en
manifestaciones (21 entre 2003 y 2015) y los presos políticos que superaron
todo índice desde 1983, marcaron un gobierno que se caracterizó por aplicar toda
la represión necesaria, con todo el consenso posible, con el saldo
objetivo de 3.070 asesinados por el gatillo fácil o en lugares de detención, y
21 fusilados en la represión a manifestaciones populares.
Macrismo: continuidades y rupturas
Con el triunfo electoral de Cambiemos,
por primera vez en la historia reciente la derecha más conservadora llegó al
gobierno por la vía institucional. Por primera vez, también, una misma fuerza
política concentra en sus manos el poder de fuego del aparato federal (PFA,
gendarmería, prefectura, PSA), más los servicios de inteligencia federales,
junto al poderoso aparato bonaerense, el de la CABA, y las demás provincias,
como Mendoza y Jujuy, gobernadas por sus aliados radicales.
Apoyado sobre la firme base construida
en el gobierno anterior, el macrismo rápidamente mostró sus cartas. Además del
perfil de los elegidos para dirigir el área[9], y de los reiterados episodios represivos contra
trabajadores (Cresta Roja, estatales de La Plata, etc.), una de las primeras
medidas en el ámbito de la represión fue el decreto que declaró la emergencia
nacional en seguridad. Su principal consecuencia es que el
poder ejecutivo nacional, y los provinciales que adhieran, pueden, sin siquiera
los tibios controles y formalidades existentes, cambiar el destino de partidas
presupuestarias y hacer contrataciones directas, o sea, tienen libre manejo de
la caja para incrementar el poder de fuego del aparato represivo estatal frente
al “delito complejo y crimen organizado”.
El decreto incluye en ese concepto
varios delitos de los habitualmente usados para la persecución política, como
la asociación ilícita “organizada para cometer delitos por fines políticos”
(art. 210 CP) y la asociación ilícita calificada (art. 210 bis CP) y los
creados por las leyes antiterroristas sancionadas en la década pasada:
asociación ilícita terrorista (art. 41 quinquies CP) y financiación del terrorismo
(art. 306 CP).
La “ley de derribo” de aeronaves, que
naturalmente implica la ejecución sumaria de sus tripulantes y pasajeros, ha
sido quizás el aspecto que más se ha comentado de la norma. No ha recibido
mayor atención mediática, en cambio, que el decreto autorice a convocar
personal retirado de la
Policía Federal , Prefectura, Gendarmería y Policía
Aeroportuaria, con excepción de condenados o procesados por delitos de lesa
humanidad y pasados a retiro por razones disciplinarias. No es menor recordar
que los fusilamientos de gatillo fácil, la aplicación de torturas y otros
hechos represivos en democracia no son calificados por los tribunales como
“delitos de lesa humanidad”, por lo que tranquilamente cualquier represor,
incluso condenado, puede ser reincorporado.
La segunda y central medida del
macrismo en materia de represión fue el Protocolo
de Actuación de las Fuerzas de Seguridad en Manifestaciones Públicas,
aprobado por el Consejo de Seguridad Interior reunido en Bariloche ,
con el consenso ampliamente mayoritario de los gobernadores provinciales. Más
conocido como Protocolo Antipiquetes, el dispositivo en cuestión expresa la
continuidad de un esquema legal represivo que cobró especial relevancia con las
leyes antiterroristas del período kirchnerista y el frustrado intento de una
norma similar en 2014, como lo pidió la por entonces presidenta Cristina
Fernández de Kirchner en su discurso del 1° de marzo en ocasión de inaugurar
las sesiones ordinarias del Congreso.
El decreto establece que las
movilizaciones deberán comunicarse previamente, fijando recorrido y estarán
sujetas a aprobación de la autoridad, pese a lo cual, si las autoridades
deciden levantarlas, se concederán entre 5 y 10 minutos para hacerlo sin el uso
de la fuerza.
Cualquier otra manifestación no anunciada y autorizada, será
considerada espontánea y, como tal, disuelta sin ningún requisito ni intimación
previa.
Se establece un cerco perimetral para
el trabajo de la prensa, que implica, además de la restricción a ese trabajo,
una imposibilidad concreta de filmar y revelar prácticas represivas por fuera
de los registros de las mismas fuerzas. La limitación a la prensa hubiera
impedido, por ejemplo, la actuación determinante del fotógrafo independiente
que retrató el paso a paso criminal de la policía de Duhalde contra Darío y Maxi el 26 de junio de 2002, o el de los periodistas
que filmaron el ataque de la patota de Pedraza en octubre de 2010, que costara
la vida al compañero Mariano Ferreyra.
En una clara reedición del Proyecto X
del anterior gobierno, se autoriza la filmación de las fuerzas represivas para
ser utilizadas en sede judicial y se habilita la filmación de reuniones
previas, o la identificación de los organizadores, con la excusa legal de
prevenir o evitar la comisión de esos delitos como daño o corte de calles.
La unificación de la PFA y la
Metropolitana, y la bendición judicial a las detenciones arbitrarias por el
Tribunal Superior de Justicia de la CABA se inscriben en la misma línea.
Así, con puño de hierro, el
gobierno de Cambiemos va perfeccionando sus herramientas para el control y
disciplinamiento social sobre el pueblo, al tiempo que se apresta a reprimir
con más dureza aún a los trabajadores organizados.
Una vez más, se pone a prueba la
capacidad de lucha organizada de los trabajadores y el pueblo para lograr que
sus urgencias se impongan sobre las del poder. Si esa capacidad se despliega,
si la fuerza de la movilización se multiplica, no habrá protocolo ni represión
que nos pueda.
(*) Militante de Izquierda Revolucionaria y
CORREPI.
Notas(...)
Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/continuidades-y-rupturas-de-las-estrategias-represivas-durante-el-kirchnerismo-y-el-macrismo/
No hay comentarios:
Publicar un comentario