México: razón de Estado y
resistencia de los pueblos
18 de febrero de 2014
Es urgente darle horizonte a todas las luchas indígenas y recuperar la
propuesta de autonomía contenida en el gran pacto constitutivo que se
expresa en los Acuerdos de San Andrés, como una alternativa para
reconstruir territorios.
Por
Magdalena
Gómez
Tras dos
décadas de lucha por el reconocimiento de sus derechos, los caminos de
la movilización indígena se transformaron: la mayoría de los pueblos
hacen del repliegue una estrategia para fortalecer su autonomía. También
las demandas sufren reacomodos y redimensionamiento. Hoy está claro que
el proceso de juridicidad de los pueblos indígenas se topa con la
indisposición de los Estados a optar por su profunda transformación y
dar paso plenamente al componente pluricultural históricamente negado;
en lugar de ello, algunos optan por apropiarse del discurso para diseñar
más que un traje, un disfraz, para decirlo a la manera de Lowenstein.
En esta
aparente imposibilidad hay un elemento cierto, que es la profundización
de las políticas neoliberales que hicieron de los antiguos Estados
Nación una mera ficción. Ahí se asienta el necesario redimensionamiento
de las luchas sociales: pelean de cara al Estado pero con la mira puesta
en las transnacionales, que no requirieron de proceso constituyente
alguno -fuera de los aparatos en que se han convertido organismos como
el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Mundial, entre otros.
Conceptos como el de Democracia, o lugares comunes como la llamada
Reforma del Estado, aparecen en el escenario anunciando transiciones y
transformaciones que repiten el síndrome de la exclusión para los
pueblos indígenas al trivializar los reconocimientos constitucionales y
legales, reduciéndolos a compilaciones de normas cargadas de expresiones
huecas.
Si nos acercamos a los diversos países de la región y los vemos por la ventana indígena, encontraremos escenarios comunes, independientemente de la ausencia o presencia de normas constitucionales, legales o de derecho internacional. Por ejemplo, paradójicamente la tierra ya no vale tanto por sus fines agropecuarios como por su utilización para megaproyectos. Se impone en los Estados la tendencia a ubicar la vía para superar la crisis económica en la explotación de recursos naturales de los territorios indígenas, por medio de concesiones forestales, mineras, turísticas, hidroeléctricas. Ello sin garantizar siquiera el ejercicio del derecho a la consulta a favor de los pueblos indígenas antes de tomar decisiones que les afecten, como establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Mucho menos aparece viable el ejercicio del derecho al consentimiento libre e informado reconocido por la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas en Naciones Unidas.
Si bien aún
existen particularidades en los procesos nacionales, éstas se refieren a
las maneras en que administran las políticas o a la reacción de las
sociedades nacionales o la clase política frente a ellas. En los hechos
nos encontramos de cara a las definiciones y programas del BID y del
Banco Mundial, que no dejan lugar a dudas sobre su visión acerca del rol
actual de los antiguos Estados nacionales -hoy transformados en lógica
neoliberal.
Ese es el
marco que sustituyó a lo que antaño denominamos “el Estado-Nación” o el
proyecto emanado de la Revolución mexicana. El Estado nacional, en la
nueva lógica, garantiza la preeminencia del
capital y legisla a modo para facilitar su inserción
en terrenos que ponen en riesgo la
supervivencia misma de los pueblos indígenas, pues en los hechos su
derecho sobre el territorio se encuentra ausente y ello no se subsana al
considerarles retóricamente “preferentes” frente a la competencia con
las transnacionales.
En ese
contexto, observamos el reforzamiento de la privatización mediante la
emisión de sucesivas leyes centradas en la biodiversidad. Se perfila
paulatinamente la desaparición del espacio propio del derecho público al
colocar al Estado como simple promotor y certificador de las operaciones
“privadas” de los inversionistas (lo cual no implica la desaparición del
Estado, sino el abandono de sus responsabilidades de intervención para
garantizar los derechos económicos, políticos, sociales y culturales,
particularmente de las grandes mayorías que han sido marginadas y
excluidas).
Vale aclarar
que no es una ofensiva local. El capitalismo se está recomponiendo a
través de esas nuevas maneras de intervenir y ocupar los territorios
ancestrales de los pueblos.
Sin embargo, felizmente la realidad tiene otros escenarios, “bolsones de resistencia” como les han llamado los zapatistas mexicanos (porque los hay de otros países). Desde ahí y desde las redes que pacientemente se van tejiendo, se organizan para detener el empuje neoliberal que esta vez ya no sólo busca excluirlos, sino virtualmente eliminarlos. Las comunidades y los pueblos son quienes más han encabezado movimientos de resistencia en México y en el resto del continente.
Hoy más que
nunca carecemos de bases para concebir a las luchas indígenas de manera
aislada respecto al rumbo que toma el perfil neoliberal, pues sus
territorios son asediados ya no para lograr su despojo, sino para
conseguir la explotación de los recursos mediante otras vías.
A lo largo y
ancho del país encontramos pueblos organizados contra las concesiones
mineras, que provocan despojos territoriales y promueven el divisionismo
en torno al magno engaño del llamado “progreso”. Así, encontramos en
Oaxaca al Congreso Autónomo Cuicateco, que intenta resignificar su
identidad y rearticularse; a la Asamblea del Istmo en Defensa de la
Tierra y el Territorio, que lucha contra las transnacionales y su mega
proyecto eólico del Istmo de Tehuantepec (y que son apoyadas con un
discurso oficial en torno a la supuesta mitigación del cambio
climático). Se dice a las comunidades que esta energía es una respuesta
al agotamiento de mantos petrolíferos, y se enfatiza la importancia de
las energías renovables en el contexto del agotamiento de las energías
no renovables. Se entrega el territorio sin siquiera consultar a los
pueblos –inclusive, actualmente el territorio ya repartió entre las
grandes empresas transnacionales de la energía: Iberdrola, Unión Fenosa,
Eléctrica de Francia. Coexisten varios pueblos originarios en esos
territorios (winizá, mixes, zoques, chontales). Los intermediarios
oficiales llegan a las comunidades para convencerlos de la ocupación de
sus tierras, señalando que sus tierras no valen nada y que los proyectos
son del Estado mexicano y se realizarán aún en contra de su voluntad,
por lo que es preferible aceptar “contratos”, sobre sus tierras ejidales
y comunales.
Por otra parte,
el pueblo wirrárika -ubicado en Durango, Jalisco, Nayarit, San Luis
Potosí y Zacatecas- se mantiene en unidad, pues en esta nueva etapa del
despojo se enfrentan a la amenaza de mineras, como la First Majestic
Silver, a su territorio espiritual. Para ellos, se amenaza con el
exterminio de una cultura resguardada por mucho tiempo. Ahora quieren
destruir los cimientos, señalan: “Nuestra raíz como pueblo, la pérdida
de una cultura milenaria, la sabiduría está en peligro. Wirikuta es uno
de los centros sagrados donde vamos año con año porque así nos
mandaron”.
Hacia el norte
encontramos las batallas del pueblo yaqui contra el Acueducto
Independencia y las de los rarámuris de Choreáchi y de Coloradas de la
Virgen contra el despojo territorial, sea sobre recursos hídricos o
forestales.
Al sur está el
ejido Tila, en Chiapas, que continúa defendiendo las resoluciones
jurídicas favorables que logró tras varias décadas.
Toda esta serie de amenazas se ciernen sin consentimiento previo de las comunidades afectadas, y el colmo es que el Estado exige a las víctimas del despojo que demuestren con peritajes en qué medida se afectará la tierra en los próximos 60 años, por qué veneran, por qué es importante el lugar sagrado. El Estado no entiende, denuncian los pueblos. Si entendiera un poco se atrevería a indagar si se puede impunemente destruir esos territorios. Si el Estado ataca a los pueblos, señalan, necesitamos la unidad de todos para detener la devastación contra la madre tierra, pues a todos nos corresponde defender el planeta. Y pese a todo, los pueblos insisten en que apuestan tanto a la movilización como a la lucha legal, pues sus territorios están protegidos por un derecho histórico y se disponen a ofrecer peritajes tradicionales y pruebas antropológicas para probar la importancia de los ritos y de los lugares rituales.
Por otra parte,
en Chiapas se impulsa el llamado reordenamiento territorial para el
despojo. Antes se llamaba Plan Puebla-Panamá y ahora se llama
Mesoamérica. Uno de los mecanismos fue el proyecto del ex gobernador
Juan Sabines de las ciudades rurales, que son formas de concentrar a la
gente, “urbanizarla” y meterla a la lógica del consumo. Mientras, las
Juntas de Buen Gobierno zapatistas resisten frente a la guerra de baja
intensidad y la contrainsurgencia: divisionismo promovido igual por los
partidos políticos y por los paramilitares, mediante programas y
proyectos que no mitigan la pobreza.
Y así podemos
enumerar despojos como el que entraña la construcción de la presa El
Zapotillo, donde la comunidad de Temacapulín ha dado la batalla legal y
pese a sus triunfos, la obra continúa, o Santa María Ostula, en
Michoacán, con su cauda de víctimas por defender sus tierras . Mientras,
en la Montaña de Guerrero pese a su larga y estratégica lucha mediante
la Policía Comunitaria, ahora enfrentan -junto a la deforestación- la
amenaza minera en sus territorios. Los núcleos agrarios decidieron el
rechazo a las concesiones.
Hoy existen
contados casos que han logrado enfrentar y detener la embestida estatal.
De manera destacada se encuentra el proyecto de los Caracoles zapatistas
con sus autonomías de hecho, así como la oposición a la construcción de
la presa La Parota, en Guerrero; y el municipio autónomo en Cherán,
Michoacán, que logró instaurar un gobierno propio y arrancar al Estado
su legitimación y reconocimiento, lo que les permitirá consolidar la
ruta en defensa de sus bosques -y pese a ello con enorme realismo se
preguntan ¿hasta dónde podemos caminar con la ley y hasta donde se
tuerce?
Por otra
parte, las crecientes movilizaciones
indígenas en regiones que conjugan extrema pobreza y marginación social
y política está generando una tendencia de criminalización muy grave y
creciente, que consiste en valorar la problemática indígena bajo un
esquema de seguridad nacional, en lugar de proponerse, incluso en lógica
de gobernabilidad, el fortalecimiento del Estado de Derecho con la
ampliación del marco constitucional que propicie la participación
directa de estos pueblos en la definición y ejecución de políticas
nacionales. Estamos ciertos que un viraje así es impensable con el
actual modelo económico.[1]
Relacionado con
este asedio a los territorios indígenas encontramos un notorio
incremento de migración a zonas urbanas marginales, uniéndose con
aquellos igualmente excluidos. Desde esos espacios buscan la
reidentificación colectiva dentro de las estrategias de sobrevivencia.
En los hechos se forman comunidades fuera de los territorios originales,
incluso fuera de sus países, aunque la mayoría de ellas mantiene la
vista y el interés puesto en ellos. No hay renuncia, se trata de
traslados involuntarios definidos por la necesidad de sobrevivencia.
Los pueblos
indígenas están dando la batalla jurídica y encuentran que no existen
condiciones de justiciabilidad para los derechos adquiridos. En el plano
interno hay ausencia de mecanismos para obligar a los Estados a cumplir
con sus compromisos internacionales, cuyos organismos tienen mecanismos
de control muy débiles o inoperantes, como es el caso de la OIT.
Desde sus
diversos espacios, estos pueblos han hecho una contribución importante
para plantear el reto por la reforma del Estado. Ante todo se requiere
romper la lógica vigente que consiste en reconocer derechos a los
pueblos indígenas, siempre y cuando no los ejerzan.
Por todo ello
es urgente darle horizonte a todas estas luchas y recuperar la propuesta
de autonomía contenida en el gran pacto constitutivo que se expresa en
los Acuerdos de San Andrés, como una alternativa para reconstruir
territorios. Urge romper el ciclo de resistencias meramente reactivas y
trascender el cerco frente a los otros sectores sociales igualmente
afectados como los jóvenes y los trabajadores. Ello entraña superar
tanto procesos de autosegregación de los pueblos indígenas como posturas
racistas y discriminatorias presentes en sectores sociales que se
consideran de izquierda o progresistas.
Hoy más que
nunca se hace necesario insistir en que no se puede hablar de democracia
en este país sin la plena articulación de los pueblos indígenas con el
conjunto de los movimientos sociales en el marco de un proyecto nacional
contrahegemónico.
A 18 años de la
firma de los Acuerdos de San Andrés, observamos que han sido la base de
las diversas experiencias autonómicas en el país, a contrapelo de la
política de Estado que faltó a su palabra y camina en contra para llevar
adelante la profundización de su proyecto neoliberal en curso. Estamos
conscientes de que no se puede esperar una rectificación de fondo, pues
implicaría la renuncia a ese proyecto, lo que no aparece en el horizonte
inmediato.
Nota:
[1] Casos
planteados en reunión con movimientos indígenas realizada el 30 de
noviembre de 2011 en el IIE UNAM.
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