Desde abajo, por la izquierda y con la Tierra
2 de febrero de 2016
Por
Arturo Escobar (en Lobo suelto)
El pensamiento crítico latinoamericano está más vibrante y dinámico que nunca. Las contribuciones teórico-políticas para repensar la región reverberan a lo largo y ancho del continente, en los encuentros de los pueblos, en las mingas de pensamiento, en los debates de movimientos y colectivos, en las asambleas de comunidades en resistencia, en las movilizaciones de jóvenes, mujeres, campesinos y ambientalistas, y sin duda también en algunos de aquellos sectores que tradicionalmente se han considerado los espacios del pensamiento crítico por excelencia, tales como las universidades, la academia y las artes.
Un listado de las tendencias más notables del
pensamiento crítico latinoamericano tendría que incluir, entre otras, las
críticas a la modernidad y a la teoría decolonial; los feminismos autónomos,
decoloniales, y comunitarios; la diversa gama de debates ecológicos y de
economías alternativas, incluyendo la ecología política, la economía social y
solidaria (ESS), las economías comunales; las posiciones autonómicas; otras y
nuevas espiritualidades; y las diferentes propuesta de transiciones
civilizatorias, el posdesarrollo, el Buen Vivir, y el post-extractivismo. Más
importante aún, toda
genealogía y catálogo del pensamiento latinoamericano debe incluir las
categorías, saberes, y conocimientos de las comunidades mismas y sus
organizaciones como uno de las expresiones más potentes del pensamiento crítico.
Esta última proposición constituye el mayor desafío para el pensamiento crítico
latinoamericano dado que la estructura epistémica de la modernidad (ya sea
liberal, de derecha o de izquierda) se ha erigido sobre el borramiento efectivo
de este nivel crucial del pensamiento, y es precisamente este nivel el que
emerge, hoy en día, con mayor claridad y contundencia.
Un análisis de la
coyuntura regional y planetaria y de cómo ésta se refleja en los debates
teórico-políticos del continente nos lleva a postular las siguientes hipótesis.
Primero, que el pensamiento crítico latinoamericano no está en crisis, sino en
efervescencia. Segundo, que los conocimientos de los pueblos en movimiento, de
las comunidades en resistencia y de muchos movimientos sociales están en la
avanzada del pensamiento para las transiciones, y
cobran una relevancia inusitada
para la reconstitución de mundos ante las graves crisis ecológicas y sociales
que enfrentamos, más aun que los conocimientos de expertos, las instituciones y
la academia. (Aclaro que esto no
quiere decir que estos últimos sean inútiles, sino que
ya son claramente insuficientes
para generar las preguntas y pautas para enfrentar las crisis).
Para verlo de esta manera, sin embargo, es
necesario ampliar el espacio epistémico y social de lo que tradicionalmente se
ha considerado el pensamiento crítico latinoamericano para incluir, junto al
pensamiento de la izquierda, al menos dos grandes vertientes que desde las
últimas dos décadas han estado emergiendo como grandes fuentes de producción
crítica: aquella vertiente que surge de las luchas y pensamientos ‘desde abajo’,
y aquellas que están sintonizadas con las dinámicas de la Tierra. A estas
vertientes las llamaremos ‘pensamiento autonómico’ y ‘pensamiento
de la Tierra’, respectivamente. Mencionemos por lo pronto que el
primero se refiere al pensamiento, cada vez más articulado y discutido, que
emerge de los procesos autonómicos que cristalizan con el Zapatismo pero que
incluyen una gran variedad de experiencias y propuestas a lo largo y ancho del
continente, desde el sur de México al suroccidente de Colombia, y desde allí al
resto del continente.
Todos estos movimientos enfatizan la reconstitución de lo
comunal como el pilar de la autonomía. Autonomía, comunalidad y territorialidad
son los tres conceptos claves de esta corriente. Con pensamiento de la Tierra,
por otro lado, nos referimos no tanto al movimiento ambientalista y a la
ecología sino a aquella dimensión que toda comunidad que habita un territorio
sabe que es vital para su existencia: su conexión indisoluble con la Tierra y
con todos los seres vivos. Más que en conocimientos teóricos, esta dimensión se
encuentra elocuentemente expresada en el arte (tejidos), los mitos, las
prácticas económicas y culturales del lugar, y en las luchas territoriales y por
la defensa de la Pacha Mama. Esto no la hace menos importante, sino quizás más,
para la crucial tarea de todo pensamiento crítico en la coyuntura actual, a la
cual nos referiremos como ‘la reconstitución de mundos’.
Así, quisiera
definir el pensamiento crítico latinoamericano como el entramado de tres grandes
vertientes: el pensamiento de la izquierda, el pensamiento autonómico y el
pensamiento de la Tierra. Estas no son esferas separadas y preconstituidas sino
que se traslapan, a veces alimentándose mutuamente, otras en abierto conflicto.
Mi argumento es que hoy en día tenemos que cultivar las tres vertientes,
manteniéndolas en tensión y en diálogo continuo, abandonando toda pretensión
universalizante y de poseer la verdad. Dicho de otra manera, a la formula
zapatista de luchar “desde abajo y por la izquierda”, hay que agregar una
tercera base fundamental, “con la Tierra” (hasta cierto punto implícita en el
zapatismo).
El pensamiento de la izquierda y la
izquierda del pensamiento
Qué tantas cosas es la izquierda: teoría,
estrategia, práctica, historia de luchas, humanismo, íconos, emociones, canción,
arte, tristezas, victorias y derrotas, revoluciones, momentos bellos y de
horror, y muchas otras cosas. Cómo no seguir inspirándonos en los momentos más
hermosos de las luchas revolucionarias socialistas y comunistas a través de su
potente historia; al menos para mi generación, cómo no seguir conmoviéndose por
la carismática figura del Che, o de un Camilo Torres esperando la muerte con un
fusil en la mano que nunca disparó, figuras éstas que continúan engalanando las
paredes de las universidades públicas de Colombia y el continente y que aún nos
hacen sonreír al verlas. Cómo no pensar en el bello e intenso rojo de las
banderas de las movilizaciones campesinas y proletarias de otrora, de campesinos
aprendiendo a leer con los ubicuos libritos rojos, esperando marchar por el
derecho a la tierra. Cómo no incorporar en toda lucha y en toda teoría los
principios de justicia social, los imaginarios de igualdad de clase, y los
ideales de libertad y emancipación de la izquierda revolucionaria.
A nivel teórico, es imperante reconocer las
múltiples contribuciones del materialismo dialéctico y el materialismo
histórico, su renovación en el encuentro con el desarrollismo (dependencia), el
ambientalismo (marxismo ecológico), el feminismo, la teología de la liberación,
el postestructuralismo (Laclau y Mouffe), la cultura (Stuart Hall) y lo
poscolonial. Sin embargo, aunque esta amplia gama de teorías sigue siendo
claramente relevante, hoy en día, reconocemos con facilidad los inevitables
apegos modernistas del materialismo histórico (como su aspiración a la
universalidad, la totalidad, la teleología y la verdad que se le cuelan aun a
través del agudo lente analítico de la dialéctica). Más aún, no se puede
desconocer que vamos aprendiendo nuevas formas de pensar la materialidad, de la
mano de la ecología económica, las teorías de la complejidad, la emergencia, la
autopoiesis y la auto-organización y de las nuevas formas de pensar la
contribución de todo aquello que quedó por fuera en la explicación modernista de
lo real, desde los objetos y las ‘cosas’ con su ‘materialidad vibrante’ hasta
todo el rango de lo no-humano (microrganismos, animales, múltiples especies,
minerales), que tanto como las relaciones sociales de producción son
determinantes de las configuraciones de lo real. En estas nuevas ‘ontologías
materialistas’ hasta las emociones, los sentimientos, y lo espiritual tienen
cabida como fuerzas activas que producen la realidad.
Quisiera recalcar dos nociones de este breve
recuento. Por un lado, la ruptura de los nuevos materialismos con el
antropocentrismo de los materialismos de la modernidad. Del otro, y como
corolario, el ‘desclasamiento epistémico’ a que se ven abocadas aquellas
vertientes que usualmente consideramos de izquierda. Por desclasamiento
epistémico me refiero a la necesidad de abandonar toda pretensión de
universalidad y de verdad, y
una apertura activa a aquellas otras formas de
pensar, de luchar y de existir que van surgiendo, a veces con claridad y
contundencia, a veces confusas y titubeantes, pero siempre afirmativas y
apuntando a otros modelos de vida, en tantos lugares de un continente que
pareciera estar cercano a la ebullición. Este desclasamiento convoca a los
pensadores de izquierda a pensar más allá del episteme de la modernidad, a
atreverse a abandonar de una vez por todas sus categorías más preciadas,
incluyendo el desarrollo, el crecimiento económico y el mismo concepto de
‘hombre’. Los conmina a sentipensar con
la Tierra y con las comunidades en resistencia para rearticular y enriquecer su
pensamiento.
El pensamiento desde
abajo
Un fantasma recorre el continente: el fantasma
del autonomismo.
El autonomismo, es una fuerza teórico-política
que comienza a recorrer Abya Yala/Afro/Latino-América de forma sostenida, contra
viento y marea y a pesar de sus altibajos. Surge de la activación política de la
existencia colectiva y relacional de una gran variedad de grupos subalternos
–indígenas y afrodescendientes, campesinos, pobladores de los territorios
urbanos populares, jóvenes, mujeres solidarias. Es la ola creada por los
condenados de la tierra en defensa de sus territorios ante la avalancha del
capital global neoliberal y la modernidad individualista y consumista. Se le ve
en acción en tantas movilizaciones de las últimas dos décadas, en encuentros inter-epistémicos, en mingas de pensamiento, cumbres de los pueblos, y en
convergencias de todo tipo donde los protagonistas centrales son los
conocimientos de las comunidades y los pueblos que resisten desde las lógicas de
vida de sus propios mundos. Involucra a todos aquellos que se defienden del
desarrollo extractivista porque saben muy bien que “para que el desarrollo
entre, tiene que salir la gente”. Son los que luchan, como sostienen los
zapatistas, por un mundo donde quepan muchos mundos. Aquellos “que ya se
cansaron de no ser y están abriendo el camino” (M. Rozental), de los sujetos de
la digna rabia, de todas y todos los que luchan por un lugar digno para los
pueblos del color de la Tierra.
A nivel teórico, el autonomismo se relaciona
con una gran variedad de tendencias, desde el pensamiento decolonial y los
estudios subalternos y postcoloniales hasta las epistemologías del sur y la
ecología política, entre otros. Tiene un parentesco claro con nociones tales
como la descolonización del saber, la justicia cognitiva y la inter-culturalidad.
Pero su peso teórico–político gravita en torno a tres grandes conceptos: autonomía, comunalidad y territorialidad,
sólo el primero de los cuales tiene alguna genealogía en las izquierdas,
especialmente en el anarquismo. El autonomismo tiene su razón de ser en la
profundización de la ocupación ontológica de los territorios y los mundos-vida
de los pueblos-territorio por los extractivismos de todo tipo y por la
globalización neoliberal. Esta ocupación es realizada por un
mundo hecho de un mundo (capitalista,
secular, liberal, moderno, patriarcal), que se arroga para si el derecho de ser
‘el Mundo’, y que rehúsa relacionarse con todos esos otros mundos que se
movilizan cada vez con mayor claridad conceptual y fuerza política en defensa de
sus modelos de vida diferentes. El autonomismo nos habla de sociedades en
movimiento, más que de movimientos sociales (R. Zibechi, refiriéndose a la ola
de insurrecciones indígeno-populares que llevaran al poder a Evo Morales), y
podríamos hablar con mayor pertinencia aun de mundos
en movimiento, porque aquello que emerge son verdaderos mundos
relacionales, donde prima lo comunal sobre lo individual, la
conexión con la Tierra sobre la separación entre humanos y no-humanos, y el buen
vivir sobre la economía.
En el lenguaje de la ‘ontología política’,
podemos decir que muchas luchas étnico-territoriales pueden ser vistas como
luchas ontológicas – por la defensa de otros modelos de vida. Interrumpen el
proyecto globalizador de crear un mundo hecho de un solo mundo. Dichas luchas
son cruciales para las transiciones ecológicas y culturales hacia un
mundo en el que quepan muchos mundos (el
pluriverso). Constituyen la avanzada de la búsqueda de modelos alternativos de
vida, economía, y sociedad. Son luchas que enfrentan ‘entramados comunitarios’ y
‘coaliciones de corporaciones transnacionales’ (Raquel Gutiérrez A.), buscando
la reorganización de la sociedad sobre la base de autonomías locales y
regionales; la autogestión de la economía bajo principios comunales, aun si
articuladas con el mercado; y una relación con el Estado pero solamente para
neutralizar en lo posible la racionalidad del estado. En resumen, son luchas que
buscan organizarse como los poderes de una sociedad otra, no-liberal, no-estatal
y no-capitalista.
La autonomía es de esta forma una práctica
teórico-política de los movimientos étnico-territoriales – pensarse de
adentro hacia afuera, como dicen algunas líderes afrodescendientes
en Colombia, o cambiando
las tradiciones tradicionalmente y
cambiando la forma de cambiar, como dicen en Oaxaca. “La
clave de la autonomía es que un sistema vivo encuentra su camino hacia el
momento siguiente actuando adecuadamente a partir de sus propios recursos”, nos
dice el biólogo Francisco Varela, definición que aplica a las comunidades.
Implica la defensa de algunas prácticas así como la transformación e invención
de otras. Podemos
decir que en su mejor acepción la autonomía es una teoría y práctica de la
inter-existencia, una herramienta de diseño para el pluriverso.
El objetivo de la autonomía es la realización
de lo comunal, entendida como la creación de las condiciones para la
autocreación continua de las comunidades (su autopoiesis) y para su acoplamiento
estructural exitoso con sus entornos cada vez más globalizados. Las nociones de
comunidad están reapareciendo en diversos espacios epistémico-políticos,
incluyendo las movilizaciones de indígenas, afrodescendientes y campesinos,
sobre todo en México, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú. Cuando se habla de
comunidad se usa en varios sentidos: comunalidad, lo comunal, lo
popular-comunal, las luchas por los comunes, comunitismo (activismo
comunitario). La comunalidad (la condición de ser comunal) constituye el
horizonte de inteligibilidad de las culturas de la América profunda e igualmente
de luchas nuevas, aun en contextos urbanos; es una categoría central en la vida
de muchos pueblos, y continua siendo su vivencia o experiencia más fundamental.
Todo concepto de comunidad en este sentido se entiende de forma no esencialista,
comprendiendo ‘la comunidad’ en toda su heterogeneidad e historicidad, siempre
surtiéndose de la ancestralidad (el tejido relacional de la existencia comunal),
pero abierta hacia el futuro en su autonomía.
Como dicen los comuneros indígenas misak del
Norte del Cauca de Colombia, hay que “recuperar la tierra para recuperarlo todo
… por eso tenemos que pensar con nuestra propia cabeza, hablando nuestro propio
idioma estudiando nuestra historia, analizando y transmitiendo nuestras propias
experiencias así como la de otros pueblos” (Cabildo Indígena de Guambia, 1980,
citado en Quijano 2012: 257). O como lo expresan los nasa en
su movilización, la minga
social y comunitaria, "la palabra sin acción es vacía. La acción sin
la palabra es ciega. La acción y palabra sin el espíritu de la comunidad son la
muerte".
Autonomía, comunalidad, territorio, y relacionalidad aparecen aquí
íntimamente ligados, constituyendo todo un marco teórico-político original
dentro de esta segunda vertiente del pensamiento crítico de Abya
Yala/Afro/Latino-América.
El pensamiento de la Tierra
La relacionalidad – la forma relacional de ser,
conocer y hacer – es el gran correlato de la autonomía y la comunalidad. Así
puede verse en muchas cosmovisiones de los pueblos, tales como la filosofía
africana del Muntu o concepciones de la Madre Tierra como la Pachamama, Ñuke
mapu, o Mama Kiwe, entre
muchas otras. También está implícita en el concepto de crisis civilizatoria,
siempre y cuando se asume que la crisis actual es causada por un modelo
particular de mundo (una ontología), la civilización moderna de la separación y
la desconexión, donde humanos y no humanos, mente y cuerpo, individuo y
comunidad, razón y emoción, etc. se ven como entidades separadas y
autoconstituidas.
Las ontologías o mundos relacionales se
fundamentan en la noción de que todo ser vivo es una expresión de la fuerza
creadora de la tierra, de su auto-organización y constante emergencia. Nada
existe sin que exista todo lo demás (“soy porque eres”, porque todo lo demás
existe, dicta el principio del Ubuntusurafricano).
En las palabras del ecólogo y teólogo norteamericano Thomas
Berry, “la Tierra es una
comunión de sujetos, no una colección de objetos”. El
Mandato de la Tierra del que hablan muchos activistas nos conmina por
consecuencia a ‘vivir de tal forma que todos puedan vivir’. Este mandato es
atendido con mayor facilidad por los pueblos-territorio: “Somos
la continuidad de la tierra, miremos desde el corazón de la tierra”
(Marcus Yule, gobernador nasa).
No en vano es la relación con la Tierra central a las luchas indígenas, afro, y
campesinas en el contexto actual.
Desde esta perspectiva, el gran desafío para la
izquierda y al autonomismo es aprender a sentipensar con la Tierra. Escuchar
profundamente tanto el grito de los pobres como el grito de la Tierra (L. Boff, Laudato
Si). Es refrescante pensar que de las tres vertientes mencionadas la
más antigua es esta tercera. Viene desde siempre, desde que los pueblos
aprendieron que eran Tierra y relación, expresiones de la fuerza creadora del
universo, que todo ser es ser-Tierra. Podemos decir, sin caer en anacronismo
alguno, que las ‘cosmogonías’ de muchas culturas del mundo son el pensamiento
primigenio de la Tierra. Es el pensamiento cosmocéntrico de los tejidos y
entramados que conforman la vida, aquel que sabe, porque siente, que todo en el
universo está vivo, que la conciencia no es prerrogativa de los humanos sino una
propiedad distribuida en todo el espectro de la vida. Es el pensamiento de
aquellos que defienden la montaña contra la minería porque ella es un ser vivo
(M. de la Cadena), o los páramos y nacimientos de agua porque son el origen de
la vida, con frecuencia lugares sagrados donde lo humano, lo natural, y lo
espiritual se funden en un complejo entramado vital.
El pensamiento de la tierra subyace las
concepciones de territorio. “Tierra
puede tener cualquiera, pero territorio es otra cosa”, dicen algunos mayores
afrodescendientes en el Pacífico colombiano, gran territorio
negro. El territorio es el espacio para la enacción de mundos relacionales. El
territorio es el lugar de aquellos que cuidan la tierra, como lucidamente lo
expresaran las mujeres de la pequeña comunidad negra de La Toma en el Norte del
Cauca, movilizadas contra la minería ilegal de oro: “A las mujeres que cuidan de
sus territorios. A las cuidadoras y los cuidadores de la Vida Digna, Sencilla y
Solidaria. Todo esto que hemos vivido ha sido por el amor que hemos conocido en
nuestros territorios. Nuestra tierra es nuestro lugar para soñar con dignidad
nuestro futuro. Tal vez por eso nos persiguen, porque queremos una vida de
autonomía y no de dependencia, una vida donde no nos toque mendigar, ni ser
víctimas” (Carta abierta de Francia Márquez, líder de La Toma,
abril 24 del 2015). Marchando y defendiendo sus derechos, las mujeres de La Toma
afirman que “el territorio
es la vida y la vida no se vende, se ama y se defiende”.
También encontramos
el pensamiento de la Tierra en la cosmoacción de muchos pueblos indignas. El
Plan de Vida del pueblo misak,
por ejemplo, se explica como una propuesta de “construcción y reconstrucción de
un espacio vital para nacer, crecer, permanecer y fluir. El plan es una
narrativa de vida y sobrevivencia, es la construcción de un camino que facilita
el tránsito por la vida, y no la simple construcción de un esquema metodológico
de planeación” (en: Quijano
2012: 263). Por esto, muchos
pueblos describen su lucha política como ‘la liberación de la Madre Tierra”. La
pregunta clave para estos movimiento es: ¿cómo
mantener las condiciones para la existencia y la re-existencia frente al embate
desarrollista, extractivista y modernizador? Esta
pregunta y el concepto de liberación de la Madre Tierra, son potentes conceptos
para toda práctica política en el presente: para la izquierda y los procesos
autonómicos tanto como para las luchas ambientales y por otros modelos de vida.
Vinculan justicia ambiental, justicia cognitiva, autonomía, y la defensa de
mundos (J. Martínez-Alier, V. Toledo).
Para nosotros, los
urbano-modernos, que vivimos en los espacios más marcados por el modelo liberal
de vida (la ontología del individuo, la propiedad privada, la racionalidad
instrumental y el mercado), la relacionalidad constituye un gran desafío, dado
que se requiere un profundo trabajo interior personal y colectivo para
desaprender la civilización de la desconexión, del economismo, la ciencia y el
individuo. Quizás implica abandonar la idea individual que tenemos de práctica
política radical. ¿Cómo tomamos en serio la inspiración de la relacionalidad?
¿Cómo re-aprendemos a inter-existir con todos los humanos y no-humanos? ¿Debemos
recuperar cierta intimidad con la Tierra para re-aprender el arte de sentipensar
con ella? ¿Como hacerlo en contextos urbanos y descomunalizados?
¿Salir de la modernidad?
El desclasamiento epistémico de la izquierda
implica atreverse a cuestionar el desarrollo y la modernidad. Solo de esta forma
podrá el pensamiento de izquierda participar en pensar y construir las
transiciones civilizatorias que se adumbran desde el pensamiento autonómico y de
la Tierra. Como es bien sabido, el progresismo de las últimas dos décadas ha
sido profundamente modernizador, y su modelo económico está basado en el núcleo
duro de premisas de la modernidad, incluyendo el crecimiento económico y el
extractivismo.
Tanto en el Norte Global como en el Sur Global,
el pensamiento de las transiciones tiene muy claro que las transiciones deben ir
más allá del modelo de vida que se ha impuesto en casi todos los rincones del
mundo con cierta visión dominante de la modernidad. Salir de la modernidad solo
se logrará caminando apoyados en las tres vertientes mencionadas. Sanar la vida
humana y la Tierra requieren de una verdadera transición “del período cuando los
humanos eran una fuerza destructiva sobre el planeta Tierra, al
período cuando los humanos establecen una nueva presencia en el planeta de forma
mutuamente enriquecedora” (T. Berry). Significa caminar decididamente hacia una
nueva era, que algunos denominan como ‘Ecozoica’ (la casa de la vida; T. Berry/L.
Boff). El
cambio climático es solamente una de las manifestaciones más patentes de la
devastación sistemática de la vida por la modernidad capitalista.
La liberación de la madre Tierra, concebida
desde el cosmocentrismo y la cosmoacción de muchos pueblos-territorio, nos
invitan a ‘disoñar’ el diseño de mundos. Este acto de disoñacion y
de diseño tiene como objetivo reconstituir el tejido de la vida, de los
territorios, y de las economías comunalizadas. Como lo dice un joven misak,
se trata de convertir el dolor de la opresión de siglos en espereza y está en la
base de la autonomía. Para los activistas afrocolombianos del Pacífico, tan
impactado por las locomotoras desarrollistas, esta región es un Territorio de
Vida, Alegría, Esperanza, y Libertad. Hay un sabio principio para la práctica
política de todas las izquierdas en la noción de tejer
la vida en libertad.
Las tres vertientes presentadas
no constituyen un modelo aditivo sino de múltiples articulaciones. No son
paradigmas que se reemplazan nítidamente unos a otros. Queda claro, sin embargo,
la necesidad de que la izquierda y el autonomismo (y el humano) devengan Tierra.
El humano
‘post-humano’ – aquel ‘humano’ que emerja del final del antropocentrismo – habrá
de aprender de nuevo a existir como ser vivo en comunidades de humanos y
no-humanos, en el único mundo que verdaderamente compartimos que es el planeta.
La re-comunalización de la vida y la
re-localización de las economías y la producción de los alimentos en la medida
de lo posible – principios claves de los activismos y diseños para la transición
– se convierten en principios apropiados para la práctica teórico-política del
presente. En esto yace la esperanza; al fin y al cabo, “la esperanza no es la
certeza de que algo pasará, sino de que algo tiene sentido, pase lo que pase”
(G. Esteva).
Aquellos que aun insistan en la vía del
desarrollo y la modernidad son suicidas, o al menos ecocidas, y sin duda
históricamente anacrónicos. Por el contrario, no son románticos ni ‘infantiles’
aquellos que defienden el lugar, el territorio, y la Tierra; constituyen la
avanzada el pensamiento pues están en sintonía con la Tierra y entienden la
problemática central de nuestra coyuntura histórica, las transiciones hacia
otros modelos de vida, hacia un pluriverso de mundos. No podemos imaginar y
construir el postcapitalismo (y el postconflicto) con las categorías y
experiencias que crearon el conflicto (particularmente el desarrollo y el
crecimiento económico). Saltar al Buen Vivir sin completar la fase de
industrialización y modernización es menos romántico que completarla, ya sea por
la vía de la izquierda o de la derecha. No
podemos construir lo nuestro con lo mismo … lo posible ya se hizo, ahora vamos
por lo imposible (Activistas
indígenas, campesinos y Afrodescendientes, Tramas y Mingas por el Buen Vivir,
Popayán, 2014).
Podremos atrevernos a afirmar que Abya Yala/Afro/Latino-América
hoy presenta al mundo, en la complejidad de su pensamiento crítico en las tres
vertientes tan esquemáticamente resumidas, un modelo diferente de pensar, de
mundo, y de vida. En esto – y a pesar de todas las tensiones y contradicciones
entre las vertientes y al interior de cada una de ellas – radicaría ‘la
diferencia latinoamericana’ para la primera mitad del Siglo XXI. Algo que si
podemos decir con certeza, con la gran Mercedes Sosa, es que pueblos,
colectivos, movimientos, artistas e intelectuales caminan la palabra ‘por la
cintura cósmica del sur’ en ‘la región más vegetal del tiempo y de la luz’ que
es el hermoso continente que habitamos. Gracias a la vida, que nos ha dado
tanto…
Fuente:
Así, quisiera
definir el pensamiento crítico latinoamericano como el entramado de tres grandes
vertientes: el pensamiento de la izquierda, el pensamiento autonómico y el
pensamiento de la Tierra. Estas no son esferas separadas y preconstituidas sino
que se traslapan, a veces alimentándose mutuamente, otras en abierto conflicto.
Mi argumento es que hoy en día tenemos que cultivar las tres vertientes,
manteniéndolas en tensión y en diálogo continuo, abandonando toda pretensión
universalizante y de poseer la verdad. Dicho de otra manera, a la formula
zapatista de luchar “desde abajo y por la izquierda”, hay que agregar una
tercera base fundamental, “con la Tierra” (hasta cierto punto implícita en el
zapatismo).
Quisiera recalcar dos nociones de este breve
recuento. Por un lado, la ruptura de los nuevos materialismos con el
antropocentrismo de los materialismos de la modernidad. Del otro, y como
corolario, el ‘desclasamiento epistémico’ a que se ven abocadas aquellas
vertientes que usualmente consideramos de izquierda. Por desclasamiento
epistémico me refiero a la necesidad de abandonar toda pretensión de
universalidad y de verdad, y
una apertura activa a aquellas otras formas de
pensar, de luchar y de existir que van surgiendo, a veces con claridad y
contundencia, a veces confusas y titubeantes, pero siempre afirmativas y
apuntando a otros modelos de vida, en tantos lugares de un continente que
pareciera estar cercano a la ebullición. Este desclasamiento convoca a los
pensadores de izquierda a pensar más allá del episteme de la modernidad, a
atreverse a abandonar de una vez por todas sus categorías más preciadas,
incluyendo el desarrollo, el crecimiento económico y el mismo concepto de
‘hombre’. Los conmina a sentipensar con
la Tierra y con las comunidades en resistencia para rearticular y enriquecer su
pensamiento.
A nivel teórico, el autonomismo se relaciona
con una gran variedad de tendencias, desde el pensamiento decolonial y los
estudios subalternos y postcoloniales hasta las epistemologías del sur y la
ecología política, entre otros. Tiene un parentesco claro con nociones tales
como la descolonización del saber, la justicia cognitiva y la inter-culturalidad.
Pero su peso teórico–político gravita en torno a tres grandes conceptos: autonomía, comunalidad y territorialidad,
sólo el primero de los cuales tiene alguna genealogía en las izquierdas,
especialmente en el anarquismo. El autonomismo tiene su razón de ser en la
profundización de la ocupación ontológica de los territorios y los mundos-vida
de los pueblos-territorio por los extractivismos de todo tipo y por la
globalización neoliberal. Esta ocupación es realizada por un
mundo hecho de un mundo (capitalista,
secular, liberal, moderno, patriarcal), que se arroga para si el derecho de ser
‘el Mundo’, y que rehúsa relacionarse con todos esos otros mundos que se
movilizan cada vez con mayor claridad conceptual y fuerza política en defensa de
sus modelos de vida diferentes. El autonomismo nos habla de sociedades en
movimiento, más que de movimientos sociales (R. Zibechi, refiriéndose a la ola
de insurrecciones indígeno-populares que llevaran al poder a Evo Morales), y
podríamos hablar con mayor pertinencia aun de mundos
en movimiento, porque aquello que emerge son verdaderos mundos
relacionales, donde prima lo comunal sobre lo individual, la
conexión con la Tierra sobre la separación entre humanos y no-humanos, y el buen
vivir sobre la economía.
El objetivo de la autonomía es la realización
de lo comunal, entendida como la creación de las condiciones para la
autocreación continua de las comunidades (su autopoiesis) y para su acoplamiento
estructural exitoso con sus entornos cada vez más globalizados. Las nociones de
comunidad están reapareciendo en diversos espacios epistémico-políticos,
incluyendo las movilizaciones de indígenas, afrodescendientes y campesinos,
sobre todo en México, Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú. Cuando se habla de
comunidad se usa en varios sentidos: comunalidad, lo comunal, lo
popular-comunal, las luchas por los comunes, comunitismo (activismo
comunitario). La comunalidad (la condición de ser comunal) constituye el
horizonte de inteligibilidad de las culturas de la América profunda e igualmente
de luchas nuevas, aun en contextos urbanos; es una categoría central en la vida
de muchos pueblos, y continua siendo su vivencia o experiencia más fundamental.
Todo concepto de comunidad en este sentido se entiende de forma no esencialista,
comprendiendo ‘la comunidad’ en toda su heterogeneidad e historicidad, siempre
surtiéndose de la ancestralidad (el tejido relacional de la existencia comunal),
pero abierta hacia el futuro en su autonomía.
Como dicen los comuneros indígenas misak del
Norte del Cauca de Colombia, hay que “recuperar la tierra para recuperarlo todo
… por eso tenemos que pensar con nuestra propia cabeza, hablando nuestro propio
idioma estudiando nuestra historia, analizando y transmitiendo nuestras propias
experiencias así como la de otros pueblos” (Cabildo Indígena de Guambia, 1980,
citado en Quijano 2012: 257). O como lo expresan los nasa en
su movilización, la minga
social y comunitaria, "la palabra sin acción es vacía. La acción sin
la palabra es ciega. La acción y palabra sin el espíritu de la comunidad son la
muerte".
Autonomía, comunalidad, territorio, y relacionalidad aparecen aquí
íntimamente ligados, constituyendo todo un marco teórico-político original
dentro de esta segunda vertiente del pensamiento crítico de Abya
Yala/Afro/Latino-América.
El pensamiento de la tierra subyace las
concepciones de territorio. “Tierra
puede tener cualquiera, pero territorio es otra cosa”, dicen algunos mayores
afrodescendientes en el Pacífico colombiano, gran territorio
negro. El territorio es el espacio para la enacción de mundos relacionales. El
territorio es el lugar de aquellos que cuidan la tierra, como lucidamente lo
expresaran las mujeres de la pequeña comunidad negra de La Toma en el Norte del
Cauca, movilizadas contra la minería ilegal de oro: “A las mujeres que cuidan de
sus territorios. A las cuidadoras y los cuidadores de la Vida Digna, Sencilla y
Solidaria. Todo esto que hemos vivido ha sido por el amor que hemos conocido en
nuestros territorios. Nuestra tierra es nuestro lugar para soñar con dignidad
nuestro futuro. Tal vez por eso nos persiguen, porque queremos una vida de
autonomía y no de dependencia, una vida donde no nos toque mendigar, ni ser
víctimas” (Carta abierta de Francia Márquez, líder de La Toma,
abril 24 del 2015). Marchando y defendiendo sus derechos, las mujeres de La Toma
afirman que “el territorio
es la vida y la vida no se vende, se ama y se defiende”.
También encontramos
el pensamiento de la Tierra en la cosmoacción de muchos pueblos indignas. El
Plan de Vida del pueblo misak,
por ejemplo, se explica como una propuesta de “construcción y reconstrucción de
un espacio vital para nacer, crecer, permanecer y fluir. El plan es una
narrativa de vida y sobrevivencia, es la construcción de un camino que facilita
el tránsito por la vida, y no la simple construcción de un esquema metodológico
de planeación” (en: Quijano
2012: 263). Por esto, muchos
pueblos describen su lucha política como ‘la liberación de la Madre Tierra”. La
pregunta clave para estos movimiento es: ¿cómo
mantener las condiciones para la existencia y la re-existencia frente al embate
desarrollista, extractivista y modernizador? Esta
pregunta y el concepto de liberación de la Madre Tierra, son potentes conceptos
para toda práctica política en el presente: para la izquierda y los procesos
autonómicos tanto como para las luchas ambientales y por otros modelos de vida.
Vinculan justicia ambiental, justicia cognitiva, autonomía, y la defensa de
mundos (J. Martínez-Alier, V. Toledo).
La liberación de la madre Tierra, concebida
desde el cosmocentrismo y la cosmoacción de muchos pueblos-territorio, nos
invitan a ‘disoñar’ el diseño de mundos. Este acto de disoñacion y
de diseño tiene como objetivo reconstituir el tejido de la vida, de los
territorios, y de las economías comunalizadas. Como lo dice un joven misak,
se trata de convertir el dolor de la opresión de siglos en espereza y está en la
base de la autonomía. Para los activistas afrocolombianos del Pacífico, tan
impactado por las locomotoras desarrollistas, esta región es un Territorio de
Vida, Alegría, Esperanza, y Libertad. Hay un sabio principio para la práctica
política de todas las izquierdas en la noción de tejer
la vida en libertad.
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