Los ojos de Nicolás interpelan a la
justicia
23 de noviembre de 2016
El flequillo rubión casi le
toca los ojos. Que son grandes y negros. La chomba celeste con cuello blanco
que Gladys le puso esa tarde y el fondo venenoso de los tomatales están en las
pancartas de este día. Los ojos grandes y oscuros de Nicolás Arévalo miran esta
mañana a la Justicia. La
miran y la interpelan.
Su imagen, eternamente congelada en sus cuatro años, es
también un informe forense. Es una autopsia que dice que el endosulfán
le corroyó el hígado y los pulmones. Que le tocó ser el sacrificio infantil que
exige el modelo, minotauro que espera las ofrendas con las fauces
abiertas y babeantes.
Por
Silvana Melo para APe
Nico estaba condenado a un anonimato inexorable.
Campesino, en medio de la soledad rural de Lavalle, vecino inmediato de las
tomateras, crecería a los tumbos esquivan do
el veneno y sería, acaso, peón del productor o del fumigador. Son escasas las
alternativas de la vida en esas coordenadas remotas de Corrientes. Pero haber
pisado con sus pies descalzos un charco de desagote de tóxicos en el Paraná le
derogó cualquier posibilidad de futuro. Su prima, Celeste Estévez, respiró el
veneno pero no le penetró por la
piel. Por eso está viva hoy. Con todas sus secuelas. Pero a
Nicolás, una oleada rabiosa del capitalismo más artero lo transformó en la
primera muerte de los agrotóxicos, en abril de 2011. Al segundo suplicio de los
tomatales lo sufriría José Rivero, un año después. También tenía cuatro años.
Desde hoy el tribunal ventilará públicamente que la aplicación de venenos para matar bichos y malezas
se lleva, como daño colateral, la vida de los niños. Y a los que perdona les
lega un futuro acotado, de pulmones insuficientes, de sangre a la que le cuesta
circular, de piernas frías como Celeste.
Nicolás y Celeste
vivían sitiados por el Paraná y los tomatales. La casita rural, puesta sobre el
campo con pocas vecindades, un buen día vio crecer los sembradíos alrededor. Y
un día peor los tomatales rodearon la casita, se metieron en el patio y las
derivas de las fumigaciones entraban en casa sin pedir permiso, bañaban las
cabezas de los niños e intoxicaban el barro con el que se construyen castillos
con puentes levadizos donde ningún guerrero logra entrar. Pero la muerte sí.
Nicolás y Celeste jugaban en el patio tomado, que no tenía
frontera. Y él se metió en el barro del charco de desagote. Porque hay pocas
cosas más maravillosas que meter los pies desnudos en el barro a los cuatro
años. O a los seis de Celeste. Pero ella miró desde afuera. Ambos aspiraron el
veneno. Nicolás lo incorporó a través de la piel. Como José
Rivero, que un año después vio morir a los perros y a los cerdos mientras
amasaba la tierra húmeda en el patio. Pocos días después, los pájaros mareados
lo vieron morir a él, en mayo de 2012.
El endosulfán fue
prohibido después de la muerte de Nicolás. Siempre se espera un martirio para
mellar las armas del asesino.
Julián Segovia es el abogado de la familia. Pertenece a Infancia Robada, la organización de Martha
Peloni. Recuerda para APe que "Celeste estuvo en lista de espera para un
transplante hepático”. Pero pudo llegar al Garrahan donde le practicaron una
hemofiltración. Y le salvaron la vida. “Tiene secuelas como dolores, mala
circulación y enfriamiento de las piernas.” Por eso la justicia que se pide es
por la muerte de Nicolás y por las lesiones sufridas por Celeste. Que son
permanentes. El endosulfán, si se inhala, se traga o se absorbe a través de la
piel, afecta directamente el sistema nervioso central.
Nada les ha sido
sencillo a los padres de Nicolás. Tuvieron que “recorrer 2 kilómetros hasta la
salita de primeros auxilios, 10 kilómetros hasta Santa Lucía y, luego 17 kilómetros hasta
Goya, más los 300 hasta la capital correntina, para buscar en 5 centros de
salud un diagnóstico” (Mu, noviembre de 2012) que sólo sinceró la autopsia. Perdieron
tiempo con evaluaciones falsas y hasta acusaciones de descuido. Cinco años
después la Justicia abre apenas su casa para que entre Nicolás, flequillo
rubión que casi le tapa los ojos y chomba celeste de cuello blanco, congelado
en su pancarta de cuatro años. Nicolás, en una interpelación sistémica brutal,
desafía a la justicia, pequeño y tan frágil.
El acusado es Ricardo Nicolás Prieto, horticultor. Un
nombre. Que se diluye y se vuelve multitud en los expedientes de Monte Maíz,
Bovril, San Salvador; de las zonas sojeras de Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos. En
los niños con malformaciones, con cáncer, con piel de cristal, con pulmones de
catarro eterno. Un nombre que si hay condena será una pequeña victoria. Pero excarcelable.
El primer juicio por
la aplicación de agrotóxicos condenó al agricultor Francisco Parra y al
aeroaplicador Edgardo Pancello, por las fumigaciones ilegales en el barrio
Ituzaingó anexo, Córdoba. La condena estuvo fundada en la Ley Nacional de Residuos
Peligrosos N° 24.051. La muerte de una chiquita vecina de una fábrica de
bioetanol en Córdoba también está encuadrada en la misma norma legal. Mucho más
dura, dicen los especialistas, que el propio Código Penal.
Prieto, su nombre y su desdén por la vida al regar con químicos tóxicos el aire, la
infancia, los pájaros, la tierra y el río, puede convertirse en la primera
condena por homicidio con el arma de los venenos sistémicos. Pero la
responsabilidad de los desmontes para el monocultivo, de la transgénesis como
política, de las fumigaciones indiscriminadas, de las malformaciones, del
cáncer, de la piel de cristal, de los pulmones con catarro eterno, de las
muertes de Nicolás y José y de tantos otros niños cuya intoxicación nadie
avaló, de los emblemas vivientes como Fabián Tomasi, de la languidez de los
bosques y del suelo, de los pájaros y la tierra, es mucho más amplia, más
arriba, más estructural. Los Prietos y los Parra pagarán con un disgusto menor
tanta muerte y tanto dolor. Pero los que mueven la maquinaria sistémica están
de pie. Fuertes y entonados.
Sin embargo Abigail,
Leila, Joan, Nicolás, José, Celeste, los hermanitos Portillo, Olivia y decenas
más no nacieron alrededor del veneno por nada. Estuvieron allí, sufrieron,
sufren, murieron, están, para poner nombre y cara y pancarta y desafío a
quienes se sientan siempre a la diestra de los poderosos. Para dejarles en
claro que son multitud. Ternura. Bandera. Emblema de algo que vendrá y será
distinto. Y será.
Fuente: http://www.anred.org/spip.php?article13215
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