Post-progresismo y
horizontes emancipatorios en América Latina
13 de agosto de 2016
Por Massimo Modonesi y
Maristella Svampa (Rebelión)
Pensar el post-progresismo en América Latina se ha vuelto una
urgencia y un imperativo a la luz de la sorpresiva aceleración del fin del
ciclo que viene aconteciendo desde 2015. Así, mientras que algunos gobiernos
progresistas comienzan a transitar sus últimos años de mandato sin que sus
líderes tengan la posibilidad de ser re-reelegidos a la presidencia (como en
Ecuador y Bolivia), otros ya han sido repentinamente desplazados por fuerzas de
derecha (por medio de las urnas en la Argentina o por otros medios, legales
pero ilegítimos en Brasil); o se enfrentan –en minoría parlamentaria- a una
implosión social y económica, como es el caso de Venezuela.
A pesar de la urgencia de la coyuntura, es importante evitar la
trampa dicotómica que presenta de forma recortada el horizonte de lo existente
y de lo posible, entre la continuidad del progresismo actual y la restauración
neoliberal
–como realidad o amenaza-; una trampa que oculta un chantaje orientado a
propiciar un artificial cierre de filas detrás de los líderes y partidos del
progresismo.
En realidad,
a contrapelo de estas representaciones intrasistémicas y conservadoras, es
necesario reconocer y (re)colocar a actores y movimientos sociales y políticos,
sus luchas y sus aspiraciones y prácticas emancipatorias. Lejos de todo
optimismo ingenuo o panfletario, quisiéramos retomar y hacer visible el hilo
rojo de su presencia activa en el reciente proceso histórico latinoamericano como clave para pensar
el post-progresismo más allá del cortoplacismo del ritmo electoral de la
política partidaria y de las alternancias gubernamentales .I. Irrupción e inflexión de los movimientos sociales
Para empezar, recordemos que el arranque del ciclo, entre mediados de los años 90 y el año 2000, tuvo como protagonistas una serie de movimientos y de luchas antineoliberales. Así, en el origen del llamado cambio de época estuvo el tumultuoso y plebeyo conflicto social y no la política institucional ni tampoco la prístina conquista del palacio, como pareciera hacernos creer a posteriori el relato progresista. Los resultados electorales que permitieron la formación de una serie de gobiernos progresistas fueron consecuencia y no causa del cambio de la correlación de fuerzas.
Desde mediados de los años 90, las resistencias sociales
confluyeron en una serie de poderosos movimientos antineoliberales, de distinta
conformación interna social e ideológica, con o sin organizaciones de tipo
sindical o partidario, con o sin liderazgos carismáticos, capaces de acorralar
a los gobiernos neoliberales, cuando no de derribarlos. En consecuencia, aún
con sus apuestas defensivas, sus formas abigarradas y sus prácticas
contradictorias, en América Latina fueron los movimientos populares quienes
abrieron nuevos horizontes desde los cuales pensar la política y las relaciones
sociales, instalando otros temas en la agenda política: desde el reclamo frente
al despojo de los derechos más elementales y el cuestionamiento a las formas
representativas vigentes, hasta la propuesta de construcción de la autonomía
como proyecto político, la exigencia de desconcentración y socialización del
poder (político y económico) y la resignificación de los bienes naturales.
Cabe
destacar empero dos cuestiones. Por un lado, la ampliación de la plataforma discursiva y representativa de
los movimientos sociales en relación con la sociedad se expresó también en una
pluralidad organizativa y temática pocas veces vista, lo cual fue diseñando un campo
multiorganizacional y de referencias ideológicas extremadamente heterogéneo y
complejo en sus posibilidades de articulación. Por otro lado, a lo largo de quince años, los
movimientos sociales fueron configurando un espacio de geometría variable en su
relación con los gobiernos progresistas, en el cual se inscribieron y
conjugaron de modo diferente tres dimensiones fundamentales que atravesaron las
luchas sociales durante el cambio de época: la irrupción plebeya, las demandas
de autonomía y la defensa de la tierra y el territorio.Ciertamente, la irrupción de lo plebeyo en el espacio público rebasó el umbral de la resistencia y la subalternidad de los años anteriores y volvió a poner en el tapete la modalidad histórica o recurrente a la cual apelan los excluidos colectivamente para expresar sus demandas, lo que puede ser denominado como “la política de la calle”, “la explosión de las muchedumbres” [ii] , una modalidad en la que convergen la idea de politicidad de los pobres con la de rebelión y antagonismo. Otra dimensión importante de la acción colectiva, revestida de lo nuevo, fue la demanda de autonomía,que caracterizaría desde los pequeños colectivos culturales hasta grandes conjuntos territoriales u organizaciones de masas. La autonomía, en términos generales, emergió no sólo como un eje organizativo, sino también como un planteo estratégico, que remite tanto a la práctica de “autodeterminación” (dotarse de su propia ley) como a un horizonte emancipatorio. [iii] En sus versiones extremas, este planteo desafió el pensamiento de izquierda más anclado en las visiones clásicas acerca del poder. Asimismo, l a narrativa autonómica nutrió considerablemente unnuevo ethos militante, [iv] colocando como imperativo la desburocratización, el horizontalismo y la democratización de las organizaciones, y alimentando una desconfianza radical respecto de las estructuras partidarias y sindicales, así como de toda instancia articulatoria superior. Por último, otra de las dimensiones constituyentes de los movimientos sociales latinoamericanos ha sido la territorialidad. En términos generales, tanto en los movimientos urbanos como rurales, l a construcción de una territorialidad-otra, opuesta a la dominante, fue emergiendo como un punto de partida ineludible en el proceso de resistencias colectivas y, progresivamente, como una apuesta deliberada por la resignificación y creación de nuevas relaciones sociales.
Hubo así un claro desplazamiento del paradigma socialista
revolucionario que había sido el eje en torno al cual se articularon las luchas
de los años 60 y 70, a
favor de la emergencia de un no-paradigma, un horizonte emancipatorio más
difuso, donde prosperaron posturas de carácter destituyente y de rechazo a toda
relación con el aparato del Estado.
Sin embargo, rápidamente, se asistió al declive de las demandas y
prácticas de autonomía y a l a transformación de la perspectiva plebeya en
populista, la afirmación del transformismo y el cesarismo -decisionista y
carismático- como dispositivos desarticuladores de los movimientos desde abajo.
En medio del cuestionamiento epocal del neoliberalismo, una serie de proyectos
progresistas supieron controlar y monopolizar lo plebeyo, a través de una
política orientada concreta y discursivamente hacía lo social, subrayando su
origen “desde abajo” mientras, al mismo tiempo, verticalizaban la relación con
los movimientos sociales, en el contexto concreto de una sensible y profunda
mutación de la conformación de las clases populares.
El hegemonismo substituyó tendencialmente al autonomismo como práctica estructurante de lo político. Bajo una lógica estrictamente pragmática se procedió a la anexión y fagocitación de toda instancia independiente, a la reducción del pluralismo a una lógica centralizadora que terminaba realizando en las instancias partidarias y gubernamentales y se plasmaba finalmente en la figura del líder carismático. El recurso a los liderazgos resolvió aparentemente el problema de la representación (delegativa) y la participación (controlada) de las masas.
Por la misma razón, no fueron ni el carácter plebeyo de las luchas ni la tan publicitada demanda de autonomía los rasgos aglutinantes en los movimientos contestatarios, pues es claro que éstos sufrieron fuertes reveses políticos en el marco de la consolidación de la hegemonía progresista. Subsumido lo plebeyo, disuelto el autonomismo, el rasgo más persistente, aunque no aglutinante, de la contestación social fue la territorialidad que se trasladó al terreno de lucha contra el neoextractivismo, sobre el cual insistiremos en el último apartado.
II. Las derivas de los progresismos realmente existentes
Al compás de las luchas de movimientos y organizaciones sociales claramente antineoliberales, fueron emergiendo los gobiernos progresistas, los cuales parecían abrir a la posibilidad de concretar algunas demandas de cambio e impulsar una articulación diferente entre Economía y Política, entre Movimientos sociales y Estado y, en algunos casos, entre Sociedad y Naturaleza. No pocos autores escribieron con optimismo acerca del “posneoliberalismo”, “el giro a la izquierda”, o hablaron incluso de una “nueva izquierda latinoamericana”. Lo que primó fue la denominación genérica de “progresismo” –que tradicionalmente evoca una noción de progreso y de socialdemocracia- para designar a estos nuevos gobiernos, abarcando así corrientes ideológicas y perspectivas políticas diversas, desde aquellas de inspiración más institucionalista, pasando por el desarrollismo más clásico, hasta experiencias políticas más radicales, de tinte plebeyo y nacional-popular o que terminaron declarándose socialistas. [v]
El progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar, entre ellos, el cuestionamiento del neoliberalismo, una política económica con algunos rasgos de heterodoxia, la intervención estatal como factor de regulación económica y social, la preocupación o prioridad por la justicia social, la lucha contra la pobreza y una vocación regional y latinoamericanista. Aún cuando los gobiernos de cada país tenían rasgos específicos y concretos diferentes, muy acordes a sus respectivas tradiciones y trayectorias políticas, también existían en el origen y fueron aflorando con el tiempo fuertes trazos comunes que combinaban elementos populistas, cesaristas y transformistas. El regreso del formato populista (de alta intensidad) se evidenciaría en la construcción de un determinado tipo de hegemonía, a través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y la negación de elementos propios de otras matrices contestatarias -la narrativa indígena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas izquierdas autonómicas- las cuales habrían tenido un rol importante en los inicios del cambio de época. [vi] En cuanto a los rasgos transformistas se caracterizaron por la incorporación/asimilación de organizaciones e intelectuales de los grupos subalternos al aparato estatal y gubernamental. [vii]Bajo modalidades diferentes, el elemento transversal es que estas tendencias han reafirmado un proceso controlado desde arriba, donde la modificación del sistema de dominación no se traduce en un cambio en la composición del bloque dominante. [viii] En ese marco, se fue operando una reducción del vínculo político en el cual, como afirma Schavelzon (2016) [ix] los líderes o conductores aparecen como aquellos que “dieron” cosas al pueblo, mientras que los grupos políticos oficialistas y funcionarios se ven a sí mismo como “soldados”.
Dichos formatos son variantes de lo que Gramsci denominaba revolución pasiva, caracterizadas y atravesadas por
fenómenos de cesarismo
progresivo y transformismo, orientados a
promover una modernización conservadora y, al mismo tiempo, desmovilizar y
subalternizar a los actores que habían sido protagonistas del ciclo de lucha
anterior, incorporando parte de sus demandas y asimilando parte de sus grupos
dirigentes. [x]
·
En primer lugar, el carácter posneoliberal y de izquierda es
cuestionable en la medida en que los progresismos latinoamericanos aceptaron el
proceso de globalización asimétrica y con ello las limitaciones propias de las
reglas de juego; lo cual además terminó por colocar cepos a cualquier política
de redistribución de la riqueza y cualquier intento de cambio de la matriz
productiva. Indudablemente, la construcción de hegemonía estuvo asociada al
crecimiento de la economía y la reducción de la pobreza. Por ejemplo,
un informe de la CEPAL acerca de la última década daba cuenta de la caída
global de la pobreza (de 44% a 31,4%), así como del descenso de la pobreza
extrema (de 19,4% a 12.3%). [xi] Entre los ejes del éxito de dichos
gobiernos solía citarse no sólo el aumento de salarios, sino también la
expansión de una política de bonos o planes sociales (programas de
transferencia condicionada), que si bien aparecían como claros herederos de los
´90 (en su carácter asistencial y compensatorio), buscaban desprenderse del
enfoque focalizado típico de la era neoliberal. Sin embargo, al cierre del
ciclo progresista, diferentes estudios muestran que la reducción de la pobreza
no se tradujo por una disminución de las desigualdades. Así, al contrario de lo
que se venía afirmando de que América Latina era la única región del mundo
donde había disminuido la desigualdad, dichas investigaciones -centradas en las
declaraciones fiscales de las capas más ricas de la población-, muestran que la región ha conocido
una concentración mayor de la riqueza. [xii] A esto hay que añadir que los
diferentes progresismos sólo realizaron tímidas reformas del sistema
tributario, cuando no inexistentes, aprovechando el Consenso de los Commodities (en un contexto de captación de renta
extraordinaria), pero sin gravar con impuestos los intereses de los sectores
más poderosos. Por último, más allá del proceso de nacionalizaciones (cuyo
alcance sería necesario analizar en cada caso específico), hay que resaltar las
alianzas económicas de los progresismos con las grandes corporaciones
transnacionales (agronegocios, industria, sectores extractivos).
·
La segunda limitación que cuestiona el carácter posneoliberal y de
izquierda de los progresismos es de índole ecoterritorial y reviste un carácter
sistémico, pues da cuenta que éstos acentuaron la matriz productivista propia
de la modernidad hegemónica, más allá de las narrativa eco-comunitaria que
postulaban al inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador, o de las declaraciones
críticas del chavismo respecto de la naturaleza rentista y extractiva de la
sociedad venezolana. A su vez, la expansión del extractivismo ilustra la
relación inherente entre modelos de (mal)desarrollo, cuestión ambiental y
regresión de la democracia (manipulación del convenio 169 de la OIT,
obstaculización de las consultas públicas, escenarios de criminalización y
deterioro de derechos, en fin, represiones abiertas) .
·
La tercera limitación es de índole político-institucional y
enfatiza la concentración de poder político, la utilización clientelar del
aparato del Estado, el cercenamiento del pluralismo y la intolerancia a las
disidencias. Asimismo, son los movimientos sociales y las izquierdas las
víctimas recurrentes del cierre de espacios políticos y de los procesos de
disciplinamiento social y violación de derechos humanos. Domesticadas las
formas de organización social, la ampliación de la lógica hegemónica se
extendió, bajo el formato conciliador e interclasista propio de los modelos
populistas progresistas de antaño, al incorporar los intereses de las clases
dominantes logrando la adhesión activa o pasiva de una parte de ellas -sin que
dejaran de jugar, a través de la polarización político-ideológica, en favor de
las oposiciones de derecha, en vista de un retorno electoral que puntualmente
ocurrió. En la mayoría de los casos, esta práctica política hegemónica,
desligada de un proyecto emancipatorio, se reveló eficaz en el medio plazo de
una década. Es notable como en este lapso, al margen y por encima de los varios
mandatos constitucionales, salvo parcialmente en el caso del Poder Comunal en
Venezuela, quedara intacto el andamiaje estatal y partidocrático propio del
(neo) liberalismo.
III. Luchas sociales y horizontes emancipatorios
Al margen de sus discutibles logros en clave posneoliberal, de la persistencia y profundización de la matriz primario-exportadora, más aun, de la amplificación de las desigualdades en un contexto de reducción de la pobreza, estos gobiernos contribuyeron a desactivar aquellas tendencias emancipatorias que se gestaban en los movimientos antineoliberales. Desactivación que sólo parcialmente se puede atribuir a la natural tendencia al reflujo en los ciclos de lucha, la apertura de canales institucionales para impulsar demandas y la satisfacción de las mismas, como suelen hacer gobernantes y defensores del progresismo.
Por debajo del deterioro de los índices económicos y en varios casos, del no reconocimiento de la crisis económica (Argentina, Venezuela), en este contexto de despolitización y desmovilización de las clases subalternas, no sorprende que el fin de ciclo del progresismo se de por la derecha y no por un desborde hacia la izquierda.
Al mismo tiempo, la reconfiguración del poder en clave hegemónica
generó otras resistencias y reacciones desde abajo que hay que valorar ya que,
aún en su insuficiencia, son portadoras de rasgos antisistémicos en sí mismas y
constituyen las reservas estratégicas del movimiento social latinoamericano. La
hegemonía progresista latinoamericana ha sido tempranamente agrietada por la
crítica al extractivismo, la cual ha venido enriqueciendo las gramáticas de
lucha e incluso interpelando el discurso más clásico sobre el “poder popular”.
Así, desde organizaciones campesinas e indígenas (los “campesindios”, al decir
de Armando Bartra), movimientos urbanos territoriales, nuevos movimientos
socioambientales, en fin, colectivos culturales y asamblearios de todo tipo, se
fue pergeñando una gramática política contestataria novedosa que apunta a la
construcción de una narrativa emancipatoria, al compás de nuevos
conceptos-horizonte: Bienes Comunes, Buen Vivir, Comunalidad, Posextractivismo,
Ética del Cuidado, Democratización radical, entre otros.
En ciertos
países, la izquierda social y sindical ha comenzado a tender puentes con esta
izquierda campesindia y eco-territorial, retomando problemáticas y conceptos;
en otros países esta conexión aparece de modo más parcial en la medida en que
la izquierda clasista aparece más dominada por una visión todavía muy obrerista
y productivista. Pero el diálogo es tan inevitable que no pocas izquierdas
clasistas hoy comienzan a ampliar su plataforma discursiva, incluyendo
conceptos que provienen de aquellos otros lenguajes y, viceversa, la
politización de la luchas socioambientales las lleva a buscar y encontrar
claves de lecturas que remiten a las mejores tradiciones y prácticas políticas
de las izquierdas del siglo XX.Por otro lado, l a aparente debilidad de las luchas socioambientales reside no tanto en su supuesta marginalidad (el extractivismo amplia sus fronteras cada vez en América Latina); sino en su carácter rural y ligado a pequeñas localidades y, por ende, a su encapsulamiento en la escala local y regional así como a su desconexión con las grandes luchas sindicales y –en menor medida- con las luchas sociales urbanas, en el marco de sociedades mayoritariamente urbanas.
Por otra parte, el paradigma del “poder popular” que promueven ciertos movimientos sindicales y organizaciones urbanas (fábricas recuperadas, movimientos socio-territoriales urbanos, expresiones de economía social popular, entre otros) pese a las contradicciones (la tensión/subordinación con los liderazgos populistas; o su eclosión en el marco de la crisis sistémica, como es el caso de Venezuela), también nos interroga sobre la persistencia y potencialidad de formas de luchas antisistémicas surgidas y alimentadas por sectores populares urbanos.
En todo caso, todo indica que en el nuevo ciclo político estas dos
líneas de acumulación histórica hoy desconectadas (luchas socioambientales,
luchas urbanas y sindicales) cuya trayectoria y espesor difieren según los países
y experiencias, podrían establecer un diálogo mayor, en términos de estrategias
de acción y resistencias a la restauración conservadora y de superación del
progresismo pero también de diálogo en cuanto a la concepción del cambio
civilizatorio y los conceptos-horizonte.
En otro
orden, hay que añadir que en la juventud latinoamericana, a pesar de las
despolitizadoras inercias ligadas al consumismo, se vienen observando señales
de combatividad. En parte porque ya apareció en el escenario político una generación
que no se politizó en las luchas antineoliberales que fueron la condición de
posibilidad de los gobiernos progresistas sino que su politización en clave
opositora necesariamente pasó por desafiar el orden progresista ya instalado y
señalar sus limitaciones. Al mismo tiempo, al no ser radicalmente
antisistémicas, las políticas públicas progresistas mantuvieron intactas por
los menos dos flagelos que atraviesan y tensan el mundo juvenil: la
competitividad y Los conflictos laborales que sacudieron más de un gobierno progresista se nutrieron de la densidad organizacional propia de la forma sindicato pero también del empuje desde abajo, -desde adentro y desde afuera- que le proporcionan el activismo de las franjas juveniles. Además de su contribución al conflicto, en amplios sectores de la juventud latinoamericana se cult
La acumulación de fuerzas y la capacidad de articulación política de estas experiencias es, a todas luces, insuficiente para proyectarlas como alternativa operativa en el terreno de la disputa político-estatal, monopolizado por intereses poderosos y formatos consolidados. Sin embargo, estas luchas contienen prácticas colectivas y trasfondos morales e ideológicos que abren horizontes emancipatorios externos al perímetro delimitado por la oposición progresismo-neoliberalismo. Al mismo tiempo, a nivel societal, su fortalecimiento y consolidación antagonista como contrapoderes le confieren un valor inestimable ya que, en la mediana duración de los cambios de época, frente al evidente desvanecimiento de la ilusión posneoliberal y bajo la amenaza restauradora, es indispensable orientarnos desde abajo, a contrapelo de toda tentación conservadora, esto es, a partir del hilo rojo de la capacidad de resistencia y la vocación emancipatoria de las luchas en curso.
En suma, en medio del pluralismo irreductible y de la convulsión movimientista, en estos años aparecieron algo más que destellos prácticos y teóricos en la búsqueda de vías emancipatorias. Y lo cierto es que, m ás allá de la involución populista de los gobiernos progresistas, más aún, del fin de ciclo al que hoy asistimos con preocupación, estas apuestas emancipatorias, estas diferentes líneas de acumulación de las luchas, continúan formando parte del acervo con el que cuentan las clases subalternas de la región.
M. Modonesi es historiador y sociólogo, Profesor de la UNAM, México; M. Svampa es socióloga y escritora. Investigadora del Conicet, Argentina.Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=215469
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