Una libertad nada
libre
30 de agosto de 2016
Por Marcelo Colussi(Rebelión)
I
Durante los
años de La propaganda de Occidente (eufemismo por decir “mundo capitalista”) pregonaba insistentemente que más allá de esa frontera ideológica (¡y militar!) que dividía el mundo, reinaba la más completa falta de libertad y desasosiego, mientras que, por aquí, teníamos el reino de la bonhomía y
Hoy por hoy asistimos a una compleja y muy bien estructurada
tecnología del manejo de las mentalidades colectivas; del circo, dicho en otros
términos. De hecho, se habla de una guerra de cuarta generación, término
acuñado por el estratega militar estadounidense William Lind en 1989 para
referirse a este tipo de lucha donde no hay un enfrentamiento directo entre dos
cuerpos combatientes regulares, sino que se trata de dominar al oponente por
medio de todo tipo de ardid, entrando allí el manejo de lo mediático, de la
psicología colectiva, de la
verdad. En otras palabras, se retoma aquella máxima de los
nazis de “Una mentira repetida mil veces termina haciéndose una verdad”. En la
guerra la primera víctima es la verdad, se ha dicho. No caben dudas que la
guerra social sigue, aunque nos habían dicho que las luchas de clases ya habían
terminado (aunque nunca nos dijeron exactamente cuándo y de qué modo).
II
Un niño de nueve años me preguntó los otros días qué es la libertad. ¡Pregunta por demás difícil de responder! ¿Cómo explicarlo convincentemente? Se me vino a la imaginación esto del mundo dividido en los “libres” y los “no libres”. ¿Esclavos habría que decir, con mayor precisión? Siguiendo esa lógica, si somos libres, obviamente no somos esclavos.
Pero ahí empezaron los problemas: vivimos en países libres, pero ¿libres de qué? De poder elegir, pensé rápidamente. ¿Elegir qué? Si es a las autoridades de gobierno, eso es tan relativo que no me atreví de manifestárselo a mi infantil interlocutor. Uno elige a quienes lo van a gobernar por un cierto tiempo, entendiendo que ellos son nuestros representantes.
¿Lo son? ¿Me representan? Lo reflexioné seriamente, y no me atreví a mentirle a mi inquisidor. Nuestras autoridades gubernamentales no nos representan en lo más mínimo, por supuesto. ¿Cuántas veces por mes, o por semestre, o por año -bueno…, digámoslo claramente: ¿cuántas veces en la vida?- un funcionario electo por voto popular nos consulta algo para luego, supuestamente representándonos, transformarlo en una acción de gobierno? Creo que nunca. Es por ello que no pude decirle a mi joven demandante que allí había libertad. Podemos elegir libremente a un mentiroso que manejará las palancas de la estructura estatal, y terminado su período no habré cambiado en mucho. ¿Eso es libertad: ir a votar? No me pareció correcto decir eso.
Quise enfocar la respuesta, entonces, por el lado económico. Soy libre, claro, de “hacer dinero” si lo deseo. Onassis lo hizo en su momento, o Bill Gates, según nos cuenta
¡En lo que consumimos! Ahí pude encontrar ese nivel de libertad con el que tanto se nos bombardea. “Estamos condenados a ser libres”, había dicho Jean-Paul Sartre. Por tanto, parece ser que con esto de comprar lo que me plazca podemos encontrar la verdadera libertad. Aunque pensándolo bien… ¿es cierto eso? ¿Por qué consumimos lo que consumimos?
Si lo profundizamos, no parece muy libre todo esto. Consumimos ¿enfermizamente? una cantidad creciente de productos solo porque nos lo imponen. ¿Para qué tomamos bebidas gaseosas? ¿O por qué cambiamos los modelos de aparatos de la industria moderna cada cierto tiempo? (refrigeradoras, teléfonos móviles, hornos a microondas, automóviles, computadoras, y una larga, casi interminable lista de productos). Me pregunto seriamente: ¿alguien decide con libertad el modelo de teléfono que hay que usar, por ejemplo? Pareciera que no. Las modas, la presión de la publicidad, la corriente que nos arrastra, nos fuerza en casi todas (¿en todas?) las decisiones de compra de algún bien o servicio.
Pero algo más profundo aún: ¿de dónde salió eso que compramos lo que queremos, con total libertad? En todo caso, en los opulentos países del Norte (que albergan apenas el 10% de la población planetaria), existe un alto poder de compra. En los del Sur (¡el grueso de la Humanidad!), a duras penas se sobrevive. Como alguien expresó alguna vez: “en el Norte se discute sobre la calidad de vida; en el Sur…, sobre su posibilidad”. Por más que los escaparates estén llenos de mercaderías y tenga toda la libertad del mundo para comprar lo que quiera, el bolsillo me dice que eso no es así. La libertad, una vez más, queda en entredicho.
¿Entonces: qué es la libertad? Se me hacía difícil encontrar la respuesta adecuada para mi joven interrogador. ¡Pero la encontré!
III
¡La libertad
de locomoción! Podemos irnos libremente de un lugar a otro. Esa es la libertad
que tenemos. Y reflexioné que en los países aquellos de la ignominia, de la
noche eterna donde no había libertad, los que estaban detrás de la “bochornosa
Cortina de Hierro”, su población tenía que escapar si quería
Aunque…, bien pensado: eso no es exactamente así. En los países
pobres de lo que antes se llamaba Tercer Mundo (pero que ahora, aunque no se
les llame así, siguen siendo pobres), la gente no puede viajar con tanta
facilidad precisamente. Comprar un boleto aéreo es cosa seria, muy seria.
Averigüé un poco, y en nuestros pobres países del Sur (que son la amplísima
mayoría del mundo) muy buena parte de sus habitantes nunca subió a un avión. En
todo caso, si viajan, en general lo hacen como migrantes irregulares a los
países más prósperos. Y así vemos corrientes monumentales de pobres que se van
arriesgando su vida, cruzando mares o desiertos en condiciones de alto peligro,
para buscar el “sueño” de algún país tentador. ¿Eso es la libertad?
La verdad, no
me atreví a decirle a mi interlocutor que eso es la libertad, porque me pareció
muy frágil Me empecé a encontrar sumamente contrariado por no poder darle una respuesta convincente y bien fundamentada a quien me había interrogado. Pero ¿es que no somos libres de nada entonces? ¡Y finalmente creí haberlo encontrado!: ¡el suicidio!
Yo, y solamente yo, puedo decidir lo que hago con mi vida. Suicidarse es el más alto indicador de libertad. Había encontrado la respuesta, y estaba ya casi listo para dársela a quien me había preguntado..., pero siempre hay un aguafiestas.
Por un lado, me dijo un sacerdote amigo que no es de buen católico suicidarse, que dios no desea eso, y que quien lo hace -contrariando la voluntad divina, que es la única instancia que puede disponer de nuestras vidas- no va al cielo sino que arderá eternamente en el infierno.
¡Y no sólo eso! Otra amiga, psicoanalista ella, me dijo que no es
cierto que esa es una decisión voluntaria. “La sombra del objeto ha caído sobre
el Yo”, me explicó para fundamentar el suicidio. Fórmula, por cierto, que no
entendí bien, pero que se me aclaró cuando me dijo que, según Freud, el
iniciador del psicoanálisis, “nadie es dueño en su propia casa”. Es decir: que
nuestras aparentes decisiones voluntarias no son tales. Y me puso como ejemplo
para graficarlo el nombre propio: algo que nos hace ser lo que somos, que nos
acompaña toda la vida, lo más propio que tenemos, no lo elegimos nosotros.
¡Patético! ¿no? Nuestros actos, nuestras conductas, nuestras decisiones más
personales, aparentemente libres, no son tales; continuamente hay una vida
psicológica que, aunque digamos racional, no depende de nuestra voluntad: ¡es
inconsciente! Y me explicó que eso lo vemos en los sueños, en los actos
fallidos, en el chiste, pero fundamentalmente en los síntomas, las inhibiciones
y las angustias que nos acompañan. No soy libre de decidir mi vida…, ni mi
muerte.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=21609730 de agosto de 2016
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