El fin del
relato progresista
en América
Latina
Por Salvador
Schavelzon
¿Se
puede hablar de final de ciclo para los gobiernos progresistas en América
Latina? Cuando hace poco se sucedieron triunfos electorales en Uruguay, Brasil,
El Salvador y Bolivia, la pregunta pareció disiparse. Pero ella vuelve por
otros caminos. No necesariamente el de también recientes derrotas en grandes
ciudades o regiones de Brasil, Ecuador, Argentina o Bolivia. Éstas han tenido
cierto peso simbólico, pero parecen remitir a un nuevo equilibrio más que a la
interrupción del apoyo a nivel nacional. Lejos de las urnas, más bien, un
posible momento de cambio todavía indeterminado parece sentirse en el
agotamiento de un modelo y en la transformación interna de la narrativa política
progresista, plurinacional o bolivariana.
Tanto a la izquierda como a la derecha del
espacio político en que los gobiernos progresistas se establecen como centro,
asistimos una reorganización de fuerzas y movilización en varios países. El
mapa de la situación política no es homogéneo ni puede generalizarse, pero cierta inquietud se transmite desde la razón “gobernista”,
término utilizado en Brasil para referirse a la defensa militante del gobierno,
que no asume ni la más mínima crítica.
En ese país, después de las primeras medidas de gobierno que siguieron
al triunfo por mínima diferencia en las elecciones de octubre de 2014, el “gobernismo”
muestra una notable dificultad para sostener el “relato” en que se sustenta.
De hecho, quizás sea Brasil donde el problema
del fin de ciclo se muestra con mayor claridad. Al final, las movilizaciones
opositoras de cuño expresivamente conservador en Argentina y Venezuela se
vienen sucediendo sin que el apoyo hacia los gobiernos deje de ser firme y
probablemente suficiente para ganar otra elección. Fuertes movilizaciones
campesinas e indígenas en Ecuador y Bolivia, por otra parte, no horadan hasta
ahora el voto mayoritario de Morales y Correa. En Brasil, las últimas
mediciones de abril y mayo sobre imagen positiva de Dilma Rousseff llegaron al
7% en uno de los grandes institutos y en cerca de 10% en otros. Lula da Silva,
probable candidato para 2018, no deja de ser afectado por el descontento. Es
que, además de una oposición indignada, la crítica al gobierno alcanzó rápidamente
la masa de votantes propios.
Para el “gobernismo” más cínico, sin embargo, el neoliberalismo es una
fase ya dejada atrás y la falta de popularidad se debe exclusivamente, tanto a
una crisis en la que no tienen responsabilidad, como al trabajo de los grandes
medios.
BRASIL. En realidad, la popularidad de Dilma
Rousseff ya había sido baja en el estallido de junio de 2013 y durante la copa
del mundo, dos momentos en que la indistinción del PT (Partido de los
Trabajadores) con el poder empresarial y los partidos conservadores con los que
cogobierna, o de la oposición, se mostraban evidentes desde las calles. Esta
imagen de frente conservador, donde el progresismo se integra, es la base de la
situación política que quiebra el relato.
En sentido opuesto, la elección presidencial de
2014 permitió al PT recuperar sus votantes históricos en una notable polarización
del electorado, que eliminó a Marina Silva asociándola al neoliberalismo, y a
Aecio Neves a fuerza del foco en lo social. Un voto desencantado, sin embargo,
fue seguido por una verdadera indignación frente al armado del gabinete
de ministros y las primeras medidas. La Presidenta asumió políticas de ajuste y
austeridad, en sentido notablemente contrario de lo prometido en la campaña
electoral que todavía resonaba en los oídos.
Por intermediación de Lula,
el PT incorporó al responsable económico del programa de la oposición, y dio
lugar a un recorte de gastos que pesaría especialmente sobre la clase
trabajadora y la
educación. Otro nombramiento de impacto fue el de Katia Abreu en el
Ministerio de Agricultura, homenajeada tiempo antes por los pueblos indígenas
con el premio de “Miss Motosierra de Oro”, por su papel en la defensa de crímenes
ambientales y el avance del agronegocio sobre tierras indígenas, dos causas de
amplia sensibilización en la ciudad.
Al mismo tiempo, los gestos hacia los mercados
no sirvieron para neutralizar manifestaciones de cientos de miles que pedían la
destitución de Dilma, que con un discurso anticorrupción señaliza la
posibilidad de un cierre del ciclo por el camino más conservador. Estas voces
que salieron a la calle se expresan también en un congreso donde aumenta la
influencia de la bancada “de la Bala, el Buey y la Biblia (BBB)”, con control
de la Cámara de Diputados y con mucho más influencia sobre el gobierno que los movimientos
sociales. Sectores conservadores en la base del gobierno y la oposición
consiguieron que el gobierno frenara iniciativas educativas antihomofóbicas en
curso, y se preparan esta semana para aprobar una enmienda constitucional que
reduzca a 16 años la edad de la mayoría penal, después de haber aprobado la
generalización de la tercerización, antes restringida, para todos los sectores
de la economía.
Habiéndose alejado del proyecto de
cambios que lo llevó al poder, sin capacidad para movilizar ni para frenar
institucionalmente reformas conservadoras, y siendo partícipe de las mismas en
algunos casos, como el del deterioro de los derechos del trabajo, el fin de
ciclo se da con el progresismo en el comando, que
incluso podrá volver a ganar desde un enfrentamiento electoral con los sectores
con los que, en realidad, cogobierna.
MODELO. Aunque una derrota en Venezuela o
Argentina sería significativa para la liga de presidentes del espacio que
inauguró Chávez en 1999 y que hoy gobierna varios países, el fin de ciclo pasa por la aceptación de un modelo
conservador, evaluado como condición necesaria para la estabilidad y
continuidad política. Las encuestas y el cálculo electoral determinan así
el proyecto político, que tiende al culto de lo institucional y la tecnocracia,
aunque mantenga un discurso que construye su electorado a partir del énfasis en
lo social. En Argentina, en ese sentido, el
kirchnerismo se dispone a defender en la campaña a un candidato que nunca gozó
de su confianza, pero que se acepta por medir mejor en las encuestas. Daniel
Scioli, lanzado políticamente por Carlos Menem, demuestra que el peronismo
sigue siendo más que el kirchnerismo y se presenta desde posiciones políticas
que no se diferencian de las de sus rivales del espacio conservador.
La
vieja política también se introduce en el MAS de Bolivia, desde una visión
hegemonista que lo empeña hace tiempo a recurrir a figuras mediáticas o
recicladas de la oposición, como si las decisiones electorales y acuerdos no
tuvieran consecuencias en la gestión y rumbo político. Así,
se abandonan objetivos que vayan más allá de la ocupación de las instituciones,
sustituyendo la movilización popular por la incorporación de posiciones,
visiones y demandas del enemigo, dejando atrás los tiempos que siguieron a la
elección de Evo Morales en que hubo intentos de proponer reformas más
contundentes o cuestionar la forma y funcionamiento del Estado, más allá de
quien ocupara el sillón.
La imposibilidad de regeneración y vuelta a los orígenes, por otra
parte, se limita desde la propia dinámica del sistema político, que financia
las campañas desde el sector empresarial; o en la dependencia estatal de
ingresos producto del peor desarrollo y el extractivismo, base también de
alianzas espurias con caudillos locales y capital multinacional, sin
responsabilidad ni horizonte más allá de la búsqueda del retorno más rápido
posible de las inversiones. Buena parte de las políticas
sociales son fruto de estos ingresos, por lo que la marca y popularidad de
estos gobiernos se asocia íntimamente con estos tipos de explotación económica
sumamente dependiente del precio internacional y con consecuencias ecológicas
desastrosas.
En un balance, deben destacarse medidas
importantes, como el avance en la articulación regional; la declaración de
inconstitucionalidad de las leyes de impunidad de la dictadura y la asignación
universal por hijo en Argentina; algunos elementos de las constituciones de
Bolivia y Ecuador; negociaciones soberanas de la deuda; reducción de la pobreza
y la intervención social y de infraestructura en barrios. El final de ciclo
también se relaciona con la interrupción de esas agendas, sin embargo, con un
aumento de la pobreza en Argentina, y de la desocupación en Brasil, además de
los límites de las luchas emprendidas, que no incorporan en el reconocimiento
de derechos y defensa de garantías a las periferias y pueblos indígenas que
enfrentan grandes obras y expulsión de territorios. Algunos tabús de esta época
se rompieron con negociaciones de pactos bilaterales en Ecuador, y con el
encarcelamiento de opositores en Venezuela. El balance
también es negativo en la prometida industrialización y salida del modelo de
economía primaria dependiente de precios de commodities.
DESARROLLO. A la hora de hablar de
modificaciones estructurales de la desigualdad y la matriz económica, los gobiernos progresistas parecen transformados por el poder
y las instituciones, antes que lo inverso. Mientras recetas ortodoxas
anuncian nuevamente su llegada, alejan definitivamente la posibilidad de
fortalecer procesos que desde el Vivir Bien apuesten por otro desarrollo. Al
mismo tiempo, un nuevo marco ideológico, asumido por buena parte del
progresismo para encarar la fase política actual, garantiza popularidad y la
permanencia en el poder, pero a costo de abandonar principios anticapitalistas
y demandas venidas de las movilizaciones que abrieron el ciclo político
progresista. Esto es claro si vemos el avance de tres elementos: la ideología
del consumo, el consenso del desarrollo y la agenda política traída por
sectores religiosos.
La propaganda “gobernista” presenta el
crecimiento en índices de consumo como acceso de millones a la clase media.
Además de abandonar agendas campesinas, indígenas y obreras, la discusión deja
de lado la revisión de prioridades en la economía y la forma de distribución —que
continúa beneficiando mayormente a los más ricos. Tampoco complementa el acceso
al consumo con un acento en el acceso a salud, educación y transporte de
calidad, que permanecen ajenos a las mayorías.
La llegada del papa Francisco al Vaticano, días después de la muerte de
Chávez, ya cosechó retrocesos en la legislación progresista, frenando cambios
en el Código Civil argentino, y dando legitimidad a la ruptura de gobiernos con
luchas de minorías que históricamente la izquierda defendió, cortando
incipientes avances en algunos países. La transformación que convirtió a
Bergoglio de autoridad de una iglesia conservadora que cierra muestras de arte
o no asume una posición crítica durante la dictadura, a líder del progresismo,
no habla solamente de una operación comunicacional, sino también del fin de
ciclo del progresismo como lo conocimos hasta ahora.
Consumo y agenda conservadora se conectan con la incorporación
de un punto de vista estatal e hiperpresidencialista, articulando con
identidades políticas nacionalistas, con sus variantes batllistas (doctrina política
y económica iniciada por José Batlle y Ordóñez) en Uruguay, peronista en
Argentina, emenerrista en Bolivia, cuando no de las propias dictaduras, si nos
enfocamos en el modelo desarrollista adoptado.
Quizás deba tomarse en serio la propuesta de
fundar una nueva internacional liderada por el papa Francisco, presentada por
Gianni Vattimo y aplaudida por actores del progresismo “gobernista” nucleado en
el Foro por la Emancipación y la Igualdad, en marzo de 2015 en Buenos Aires.
Rafael Correa, en esa dirección, asumió este año una defensa sobreactuada y
repentina contra lo que llamó “agenda abortista”, para impedir la regulación
legislativa de este tema, y de “ideología de género” contra derechos de minorías.
El posicionamiento se suma a sus ya clásicas diatribas contra ambientalistas e
indígenas.
CONSERVADORES. La política que interviene en los
antagonismos sociales, raciales y de ímpetu descolonizador, es así sustituida
por valores conservadores desde una idea de confraternización y conciliación,
que en el fondo deja de lado la lucha contra la desigualdad, más allá del
asistencialismo que encuadra y desmoviliza a los sectores populares desde el
paternalismo estatal o religioso.
El nuevo horizonte viene acompañado de un
tratamiento de la disidencia como radicalismo contrario a los intereses de la nación. En el plano
geopolítico, el aumento de la represión y criminalización de disidentes se
articula con la visión hacia oriente, acercándose en el discurso y la economía
a regímenes autoritarios como el de Rusia y China, también ya desprovistos de
un horizonte anticapitalista y emancipador.
Sustituyendo clase trabajadora
y movimientos sociales o indígenas por familia y clase media, el progresismo y
la izquierda en el poder dejan de serlo por el camino de la seguridad y el
consumo de nuevos nacionalismos desarrollistas. Este movimiento es claro en Nicaragua,
donde Daniel Ortega y el sandinismo regresan al gobierno en 2007. El
acercamiento con la iglesia que lo enfrentó en los 70 se da junto a la aprobación
de una ley que prohíbe el aborto en cualquier situación. A finales del 2014, el
congreso aprueba también, sin debate ni socialización de información, una ley
que da origen a la construcción de un canal interoceánico, cediendo derechos
soberanos por 50 años a una empresa china, reprimiendo y criminalizando
campesinos y poblaciones que serán desplazadas. El ciclo político también se
interrumpe cuando la política del desarrollo acerca a gobiernos bolivarianos,
progresistas o de izquierda a las gestiones nacionalistas y liberales del Perú,
Colombia o México, sin distinción en la instrumentalización del poder estatal
para garantizar un modelo para nada progresista.
Más que un horizonte anti o post
extractivista como alternativa de poder en un nuevo ciclo, vemos aparecer
nuevas derechas con discursos renovados “para la gente” y “post-ideológicos”
con la bandera que perdió la izquierda de la ética contra la corrupción. Sin
participación y búsquedas de otra política que conecten luchas territoriales
con luchas en las ciudades, el nuevo ciclo acabará cediendo lugar a un régimen
autista e individualista que combine o alterne un nacionalismo social de
discurso religioso y un republicanismo individualista de discurso antiestatal
indignado.
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