Soberanía alimentaria
Recuperar el alimento
22 de agosto de 2019.
Periféricamente en un Occidente epistémico, bajo la anestesia
de las promesas siempre frustradas de la urbanidad, con el ensordecedor ruido
de la fe en el progreso cientificista, y el candil cegador de la falsa idea de
desarrollo nos hemos olvidado de los componentes esenciales que nos tejen a la
trama de la vida. Pero
ni siquiera este desgarrador olvido, de por sí grave, es lo más drástico. Esa
amnesia colectiva lleva como correlato intrínseco una encallada tara
civilizatoria por la cual nos obstinamos día a día en dañar a las fuentes
mismas de nuestros soportes elementales que nos permiten devenir organismos
vivientes. Y al hacerlo, bajo una marca profunda de soberbia, celebramos desde
un supuesto deber ser de la historia los éxitos en el avance de una carrera
frenética, que si en algo no tiene competidores es en su capacidad (auto)
destructiva.
Esta
potencia erosiva opera de una vez en varios planos, profundamente entrelazados:
sanitario, ambiental, social, cultural y fundamentalmente -esto es el interés
de estas líneas- en el de las subjetividades políticas. Se hace hincapié aquí
acerca de lo auto-destructivo a partir de observar a uno de esos nodos que
hacen al entramado de eso que llamamos humanidad: pondremos en el centro de
este relato al alimento. Hablaremos de esa fibra nutricia que permite que la
humanidad devenga vida biológico-cultural. Recuperaremos entonces al alimento,
a esa urdimbre que brota en la danza de infinitos procesos entreverados que
surgen del fluir de la luz solar, del agua, de la tierra, del aire, de los
minerales, y de las comunidades humanas y no humanas, para decantar en energía
disponible para nuestros cuerpos, como parte de un tapiz de complejas y
solidarias redes de reciprocidad.
Partamos
de resituar la mirada en lo más terrenal. En esos alimentos que cada día en
menor o mayor medida ingieren en la actualidad buena parte de las mujeres y
hombres que conocemos. O al menos eso que creemos, entendemos, confiamos son
alimentos. O tal vez eso que ya ni siquiera cuestionamos si son o no son
alimentos. Pensemos en una fruta con residuos de veintitantos pesticidas;
un puñado de fideos a base de una harina ultra-refinada producto de un trigo
tratado con agroquímicos que acabará en nuestro intestino; una carne vacuna con origen en
un feed-lot que dejó un suelo muerto cargado de desechos sin capacidad ya de
ser asimilados, y hará otro tanto en nuestro metabolismo; galletas
de fórmula con derivados de soja y de maíz transgénico que para llegar a ser
cosechadosdejaron napas, ríos y cuerpos
de su entorno más próximo cargados de tóxicos y así dialogarán con nuestro sistema
digestivo. ¿Por qué esto deviene norma? ¿Qué mandato justifica esta
cotidianeidad? ¿Cuáles son las consecuencias de tamaña sin-razón-emoción por la
vida propia?
Al menos como primera
propuesta surge revisar nuestra propia humanidad, su andar en esta tierra, y
entonces recordar que, salvo situación fortuita o una primera experimentación,
mujeres y hombres buscaron en la larga marcha humana evitar la ingesta
sistemática –más allá de bebidas o frutos que formaban parte de experiencias
religiosas puntuales- de alimentos que pusieran en riesgo su salud. Más
bien, la pulsión a la vida, entendida esta no en términos individuales sino
como supervivencia de la colectividad, indica todo lo opuesto. Múltiples
trabajos de perfil antropológico, etnográfico, histórico y económico dan cuenta
desde hace siglos de que el alimento era alimento en tanto y en cuanto tenía
como fin satisfacer y cancelar la necesidad fisiológica-cultural de saciar el
hambre de diversas comunidades, brindar las mejores condiciones sanitarias para
adaptarse al territorio habitado, al tiempo que surgía de la labor colectiva y
tenía profundo sentido de arraigo cultural. ¿Cómo alcanzamos este presente de
híper-conocimiento científico-aplicado donde sobran productos derivados del agro en términos de cuotas
alimentarias según los organismos internacionales, y no cesan su hambre los
hambrientos, mientras que otra gran parte de la masa que sí se
alimenta, según los cánones de estas entidades, asiste a marcados procesos de afección en su salud producto de esa
misma supuesta alimentación?¿Cómo nos hemos vaciado de esa intensa
historia que vincula el cuidado de la tierra, de nuestros cuerpos, de nuestras
culturas y nuestras comunidades?
¿Cómo alcanzamos este presente de
híper-conocimiento científico-aplicado donde sobran productos derivados del
agro y no cesan su hambre los hambrientos, mientras que otra gran parte de la
masa que sí se alimenta asiste a marcados procesos de afección en su salud?
¿Cómo nos hemos vaciado de esa intensa historia que vincula el cuidado de la
tierra, de nuestros cuerpos, de nuestras culturas y nuestras comunidades?
Sin dudas que violentos
procesos expropiatorios han hecho la tarea inicial, siempre re-editada en
nuevas geografías, para persistir luego mediante mecanismos insensibilizadores
que nos tornan autómatas sujetos indigestados de sucedáneos, insanos
nutricionalmente, episitemicidas agro-culturalmente, y extremadamente nocivos
ecológicamente. Y como nudo, esos objetos llevan intrínseca la fundamental
huella despolitizadora de la vida, tan claramente expresa en la disputa por el
alimento.
No podemos ya ignorar
que la política se ha basado esencialmente en la forma en las que las
comunidades humanas se han organizado para reproducir la vida en vínculo con su
naturaleza exterior. Esa articulación colectiva, en búsqueda de adaptación a
diversas geografías y ciclos naturales, ha tenido en la obtención del alimento
y del agua sus más elementales sentidos, aunque ya casi no lo recordemos. La
politicidad del alimento y la politicidad de la reproducción de la vida humana
en su más literal sentido material son dos aspectos inseparables. Por tanto se
tornan claves del hacer y, sobre todo, del pensar político, aunque no por
casualidad hayan sido borrados de las páginas más difundidas de la teoría
política. Re-situarnos allí, tal vez, nos permita desandar caminos, para
enfrentar la calamitosa crisis
civilizatoria (climática,
ecológica, migratoria, política, emocional) que atravesamos y encontrar
entonces sí algunas posibles respuestas y propuestas. Será entonces tarea
urgente dotar de sentido político nuestra palabra-territorio en cuestión: el
alimento. Ingerir un objeto cargado de veneno no es saludable. Si no es
saludable entendemos que no es alimento. Un objeto que destruye la tierra sólo
para generar una ganancia abstracta hiere en ese proceso nuestros propios
soportes biofísicos. Por tanto, digámoslo, no es alimento. Un objeto, fruto del
suelo y del trabajo humano, que puede descartarse a gran escala porque no
encontró el mejor precio de mercado o sirve para especular es absolutamente
lesivo en términos sociales. Entonces, claro está, no es alimento. Y así
podríamos continuar.
Pero de lo que se trata
no es de caer en un binarismo vano de quién está en el camino correcto de la
alimentación y quién no. Por el contrario, se trata de la búsqueda sensata del
cuidado siempre sentido en términos colectivos; de asumir que hemos llegado a
este presente cargado de profundas heridas que se nos hacen carne, permean
nuestros imaginarios, y se manifiestan en nuestras inconscientes claudicaciones
cotidianas operadas a través de la alimentación. Es cuestión por tanto de caminar la
senda para recuperar el sentido pleno del alimento, no como objetivo personal
en pos de una dieta de mejor calidad para un cuerpo aislado sino como
impostergable disputa política del retejernos como comunidades que comprenden
su ser parte de esta trama de la vida.
Es desde este punto de
partida que se torna imperioso dejar explícito que eso de lo que hablamos a
diario no es alimento. El alimento socialmente producido como objeto de
lucro (bien de cambio y dudoso bien de uso), atravesado por la génesis
mercantil-colonial, la expansión industrial capitalista, y agravado a niveles
extremos en los marcos del neoliberalismo vigente ha dejado hace tiempo de ser
alimento. Y sus consecuencias eminentemente políticas son cruciales. Porque el
alimento fue y será semilla indispensable del más profundo sentido de la
politicidad de la vida.
El alimento socialmente producido como
objeto de lucro, atravesado por la génesis mercantil-colonial, la
expansión industrial capitalista, y agravado en los marcos del neoliberalismo
vigente ha dejado hace tiempo de ser alimento. Las consecuencias eminentemente
políticas son cruciales, porque el alimento fue y será semilla indispensable
del más profundo sentido de la politicidad de la vida.
Allí se han forjado los
lazos que sostienen a esta especie humana en el planeta, como parte de una
diversa gama de “apoyos mutuos”, como bien ha señalado hace más de un siglo
Kropotkin. El vínculo espiritual inalienable con la tierra (que fue, es y será)
habitada, el trabajo en común, el saber y el sabor colectivo, y el cuidado del
ecosistema (exterior-territorio e interior-cuerpo) se encuentran –en su doble
acepción- en el alimento. Todo eso han intentado, y aún insisten en, socavar
desde arriba, con gran eficacia en inocular la amnesia de crecientes franjas de
“los abajos”.
Cuando
la filósofa y activista hindú Vandana Shiva lanza la idea de ‘monocultivos de
la mente’ para condensar la potencia del agronegocio en términos de
subjetividades invita a revisar los imaginarios que circulan a diario, sea en
forma de noticias, políticas públicas, legislaciones, conversaciones en el
hogar o en el espacio público. “Cosechas récord”; “Gran expectativa por la
entrada de divisas del agro”; “Pujanza de la industria alimentaria: crece la
venta de primeras marcas”, son frases que podemos recrear en base a la
experiencia discursiva hegemónica que nos habita. Estos eufóricos mensajes
celebratorios tienen su reverso en la preocupación de sectores
político-partidarios, académicos y comunicacionales cuando estos indicadores
decaen. Una y otra vez, desde la llamada “opinión pública” alertan por las
alicaídas cifras macro-económicas, como si de forma lineal esos movimientos de
mercado fueran una marca indeleble de un supuesto bienestar. En el medio de esa
propaladora, vaciados se sustancia quedan la agricultura y el alimento. Cuando
la marea de los grandes mercados anda en la buena, según esas concepciones,
poco o nada dicen los aduladores del crecimiento per se sobre los impactos
ecológicos, sanitarios, y subjetivos de esos gráficos al alza. Cuando viene la
mala, claro, mucho menos. En el mejor de los casos, la calidad del alimento,
quién y cómo lo produce, qué entramado social tiene en su composición es un
debate siempre pospuesto, nunca tan urgente como poner un plato de comida para
todes de forma inmediata. Y quién podría oponerse a eso. No es ese el punto en
cuestión. Es que las discusiones no son excluyentes, más bien indefectiblemente
deben darse en simultáneo si es que genuinamente deseamos que la comunidad se
alimente; si anhelamos una salud próspera de los cuerpos y los territorios.
Decía Hipócrates que
“el alimento sea tu medicina”, y en pleno siglo XXI pareciera que buena parte
de las voces hegemónicas, a derecha y buena parte de la izquierda, no han
llegado a comprender del todo la frase. “Que las dietas vuelvan a tener más
fruta, que vuelva a crecer el consumo de carne y pescado, y que aumente la
ingesta de leche”, enfatizan dirigentes político-partidarios, comunicadores y
opinadores varios. Y otra vez, nadie puede oponerse. Frente al brutal saqueo de
arriba, el tiempo alimentario apremia. Pero qué duda cabe de que ya entramos
tarde a la discusión, de que es impostergable dejar de manifiesto si queremos
alimentarnos para sanar o seguiremos con la ingesta de sucedáneos que
multiplican las problemáticas sanitarias a escala masiva. Quién puede
desconocer ya las graves patologías causadas por los alimentos
ultra-procesados, por las micro dosis de pesticidas que ingerimos a diario, por
el sobre consumo de carnes y leches de pésima calidad, saturadas de
antibióticos; de pescados extraídos de ríos teñidos de glifosato y demás
agrotóxicos. La recuperación del alimento no se trata de un tema que deba
quedar reducido a círculos del activismo, que bien pueden marcar otros
horizontes posibles tal como nunca han dejado de hacer comunidades campesinas e
indígenas, pero de lo que se trata es de interpelar y (con)mover
estructuras socio-políticas y emotivas profundas. Claro que los “formadores de
opinión”, decisores de políticas públicas y agentes del mercado, sean
liberales, conservadores o progresistas ignoran esta urgencia o deliberadamente
la niegan. Posponer
esta discusión con la información hoy disponible a mano es temerario; es no
tomar nota de la catástrofe social, ecológica,
sanitaria que implica el actual patrón civilizatorio con un modelo
agro-alimentario brutal como cimiento. Debemos remarcar este negacionismo,
sin dudas, pero sobre todo habrá que orientar el flujo de energías políticas en
una profunda pedagogía por abajo, basada en un hondo sentido del amor, que
retome la politicidad de la vida en la mayor diversidad de ámbitos posibles.
Será este (y ya lo es) un proceso, plagado de complejidad, como lo es la vida
en su devenir. No se plantean aquí instantáneos cambios, movimiento de algunas
piezas y nombres como parte de la (nunca alcanzada) transformación. Esa es la
lógica que prometen siempre desde arriba.
Habrá
entonces que artesanalmente cultivar el suelo para que el retorno del alimento
a nuestras vidas crezca con raíces sanas y duraderas. En la diversa geografía
que habitamos están dadas las condiciones para transitar hacia alimentaciones
diversas, saludables, sostenidas en procesos agro-productivos agroecológicos,
libres de xenobióticos, basados en su gran mayoría en circuitos cortos de
comercio, justos para agricultores y consumidores, con marcado sentido de
solidaridad.
Ya tenemos abono para iniciar el cultivo de nuestros huertos de
futuro porque existen gran cantidad de experiencias que multiplican estas
semillas de esperanza: comunas por la agroecología, cooperativas de huerteras y
huerteros, y redes agrícolas en transición agro-ecológica, colectivos de consumo
consciente, y una infinidad de ejemplos. Que entonces el alimento vuelva a ser
esencia de nuestras humanas existencias, esas que saben del cuidado de la
tierra, del agua, de la biodiversidad, del cuerpo y del espíritu, del hacer en
común para dignificar nuestros sentires y prácticas, y en última instancia
nuestro propio sentido de concebir la densidad política de la vida.
Fuente: https://ardea.unvm.edu.ar/ensayos/recuperar-el-alimento/
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