El 68 mexicano, 50
años después
2 de agosto de 2018
Por Manuel Aguilar Mora (Rebelión)
¿Por qué si los
Estados Unidos prosiguen la bárbara
guerra de Vietnam y la URSS invade
Checoeslovaquia
con el mayor descaro, sin importarle a ninguno
las censuras ni la indignación de la opinión
pública mundial,
no se iba permitir el gobierno de Díaz Ordaz
consumar
la espantosa matanza de Tlatelolco,
sin cuidarse para nada
del honor de México en el extranjero?
José Revueltas, “Carta abierta a los
estudiantes presos”, escrita en octubre de 1968, un poco antes que su autor
fuera detenido por la policía diazordacista y encarcelado en Lecumberri con los
estudiantes a los que había dirigido la carta.
Las conmemoraciones, más cuando son centenarias o cincuentenarias
como ésta de los acontecimientos de 1968, son rituales complejos. Pueden ser
irrelevantes, incluso vacíos pero también hay ocasiones en que desempeñan
momentos de reflexión importante. En este caso se trata de uno de los momentos
estelares del siglo XX, un año en el que surgió a la superficie ese proceso de
revolución mundial que, subterráneo, se viene preparando y realizando desde la
irrupción de la sociedad globalizada del capitalismo y cuya codificación fue
proclamada en el texto político revolucionario más influyente y leído de la
historia, el Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels.
A diferencia de otros países en los que la celebración del
cincuenta aniversario de los acontecimientos de 1968 puede carecer de
relevancia, en México es muy previsible que el próximo 2 de octubre se realicen
actos y manifestaciones masivas importantes en todo el país. De hecho durante
los cincuenta años transcurridos desde entonces el “¡2 de octubre no se
olvida!” como han coreado ese día todas las generaciones de jóvenes que se han
manifestado anualmente llenando con su brío la plaza de las Tres Culturas en
Tlatelolco para rendir tributo a los mártires de la masacre de hace cincuenta
años.
Precisamente hace cincuenta años, el 26 de julio de 1968 estalló en
pleno centro histórico de la Ciudad de México el conflicto político que cimbró
al país y lo puso en sintonía con los conmocionantes acontecimientos
internacionales. El ’68 mexicano, en especial su sangrienta tragedia final en
Tlatelolco, fue en realidad el último gran jalón de la serie de sucesos que
estremecieron al mundo en ese año cúspide de los agitados años de la década de
los sesenta.
La dimensión internacionalista
El año se había iniciado en enero y febrero con un hecho que
produjo un choque político de dimensiones planetarias. El combate que arrasaba
Vietnam con la ocupación de medio millón de tropas del ejército de Estados
Unidos llegó a un momento crucial que pareció incendiar al mundo. A pesar de la
parafernalia de su armamento y del salvajismo de sus métodos (en el conflicto
murieron un millón de vietnamitas y se arrojó un caudal de bombas sobre Vietnam
equivalente al de todas las bombas arrojadas en el Segunda Guerra Mundial), el
gobierno de Washington no lograba apagar el incendio de la guerra de liberación
nacional del pueblo vietnamita y en esos días se confrontó con una ofensiva
militar de tales dimensiones (la ofensiva del Tet, nuevo año vietnamita) que, a
pesar de las apocalípticas bajas de los combatientes que llegaron incluso a
ocupar durante varias horas la embajada estadounidense en Saigón, constituyó
una contundente victoria política de las fuerzas insurgentes. Ese mensaje fue
recibido y así se inició la serie de hechos que marcaron a 1968 como el año en
que el mundo pudo cambiar de base.
En Estados Unidos las escenas tremendas de la guerra del sureste
de Asia fueron presenciadas en las pantallas de televisión. El sentimiento
antibélico estadounidense escaló niveles inauditos que se reflejaron en
multitudinarias protestas en las principales ciudades que obligaron a Lyndon
Johnson a cambiar al general de sus tropas y a renunciar a su reelección como
presidente. La lucha de la población negra se recrudeció con motivo del
asesinato de Martin Luther King y el país se confrontó a su peor crisis
política desde la guerra civil de la época de Lincoln.
Las erupciones del volcán vietnamita se esparcieron por todo el
mundo. Un amplísimo y poderoso sentimiento antiimperialista contra la política
estadounidense prendió, en especial entre la juventud. De Japón
a Alemania, de Inglaterra a Brasil, cientos de miles de jóvenes, en especial
estudiantes, ocuparon las calles y se solidarizaron con el combate épico de los
campesinos y trabajadores vietnamitas. Esa fue la primera fuente de la
internacionalización de las luchas de 1968, su matriz antiimperialista. A
partir de allí escalaron otros niveles y en mayo sobrevino el ejemplo más
espectacular que nadie había previsto ni de lejos: el mayo francés. A
principios de mayo, varias huelgas universitarias en París y sus alrededores
confrontaron a los estudiantes con los granaderos y súbitamente después de
varios días transcurridos de enfrentamientos de diverso tipo, una noche los
estudiantes tomaron los adoquines de las calles del barrio universitario y
construyeron barricadas para impedir el paso a la policía a sus escuelas y
facultades. La noche de las barricadas incendió París y de inmediato estalló el
14 de mayo la huelga más grande de la historia del capitalismo: 10 millones de
trabajadores pusieron al gobierno de Charles de Gaulle al borde del precipicio.
Con el mayo francés se inició en Europa occidental una auténtica renovación de
las perspectivas revolucionarias que se proyectaron hasta bien entrada la
década de los años setenta: Italia, Portugal, España, surgimiento de nuevas
vanguardias y recomposición del movimiento de los trabajadores.
La historia se escribía no sólo en el “bloque capitalista”.
También se movían las aguas en lo que entonces era “el bloque socialista”
dividido entre la
Unión Soviética y la República Popular
de China. Sólo semanas antes en 1967, el país más populoso del mundo había
experimentado una convulsión revolucionaria con repercusiones internacionales,
la llamada “revolución cultural china” y ya en 1968 los movimientos
democratizadores de trabajadores en los países europeos dominados por las
burocracias de origen estalinista también se hicieron sentir, en especial con
el despertar de la Primavera de Praga en Checoeslovaquia. Por último y de
ningún modo menos importante en octubre de 1967 había sido asesinado por
órdenes de la CIA en Bolivia Ernesto Che Guevara, posiblemente el líder
revolucionario más influyente en esos días cuya convocatoria a “crear uno, dos,
tres muchos Vietnam” había repercutido en los rincones más apartados. Este y
oeste, sur y norte el mundo giraba enfebrecido.
La dictadura perfecta
Ese 26 de julio de 1968, como en los últimos diez años, la
izquierda estudiantil mexicana había organizado las manifestaciones
conmemorativas del inicio de la Revolución cubana. En la Ciudad de México, un
conjunto de dos mil personas partió en la tarde de ese día hacia la Alameda en
pleno centro histórico de la
ciudad. Allí se unieron a su mitin otros tres mil estudiantes
que habían sido brutalmente repelidos por granaderos que les impidieron llegar
a la plaza del Zócalo en donde habían decidido protestar frente al Palacio
Nacional sede del presidente Díaz Ordaz. Se trataba de estudiantes del
Instituto Politécnico Nacional (IPN) quienes habían sido objeto días antes de
una embestida represiva de la policía capitalina con motivo de un pleito
intranscendente entre pandillas juveniles. La represión se había escalado de
tal manera que las bandas policíacas invadieron las instalaciones escolares y
arremetieron incluso contra los profesores. Por supuesto, estas acciones
prendieron en el IPN y la reacción no se hizo esperar. Precisamente esa
manifestación repelida en el Zócalo ese viernes 26 de julio era la culminación
de protestas realizadas los días anteriores. Así la respuesta a las protestas contra
la represión fue más represión, la cual se extendió a todo el centro de la
ciudad tocando a las preparatorias de la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM) las cuales seguían allí instaladas
en el viejo barrio universitario, a sólo una cuadra del Zócalo.
Ese fin de semana el centro histórico permaneció como campo de
batalla. La policía se demostró incapaz de vencer a los estudiantes
atrincherados en los edificios escolares ya no sólo del centro histórico sino
de otros lugares de la
ciudad. Las labores represivas se extendieron y para el fin
de semana habían sido detenidos y encarcelados una mayoría de los miembros de
comité central del Partido Comunista mexicano que los reflejos simples del
anticomunismo reinante culpaban, sin fundamento alguno, de la subversión en
marcha. En la noche del lunes y la madrugada del martes siguiente tuvo lugar el
acontecimiento que con su estallido expandió nacionalmente el conflicto y lo
convirtió en una movilización masiva: a petición de las autoridades federales
intervino el ejército que con un bazukazo derribó el viejo portón del antiguo
edificio de la Rectoria en donde se encontraban los recintos de las
Preparatoria 1 y 3 de la
UNAM. Fue la señal para salir a las calles, la de la primera
gran manifestación del Movimiento estudiantil-popular el 2 de agosto desde la Ciudad Universitaria
de san Ángel, dirigida por las propias autoridades universitarias con el rector
Javier Barros Sierra a la cabeza pero que no pudo llegar al centro histórico
por la muralla del ejército que se interpuso en su recorrido.
Los caminos de la historia fueron tejiéndose esa tarde del 26 de
julio y los días siguientes y la unión de esas dos marchas estudiantiles con
objetivos distintos fue el detonador de un movimiento masivo que se desencadenó
hasta convertirse en el Movimiento estudiantil-popular mexicano. Pero la
historia no es gratuita. La palabra represión ha sido escrita varias veces en
las líneas anteriores. Y para entender los acontecimientos que siguieron es
necesario un breve recordatorio histórico.
Cada proceso nacional inmerso en ese inmenso crisol del estallido
global que fue el del 1968, forjaba su dinámica en una combinación específica
de los determinantes mundiales con las especificidades y peculiaridades
nacionales. Y las peculiaridades mexicanas eran bien evidentes. Se trataba del
determinante fundamental de la política mexicana que constituía la “dictadura
perfecta”, el imperio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la
cúspide de un sistema de partido único de facto, casi totalitario, que sin
embargo se cubría con los ropajes usurpados de una revolución que de 1910-19
había desafiado y derrotado a una de las dictaduras oligárquicas
latinoamericanas más poderosas y feroces, la de Porfirio Díaz.
Pero el PRI, cuyo antecesor fue fundado como Partido Nacional Revolucionario en
1929, se había perpetuado en el poder recurriendo cada seis años a la farsa de
unas jornadas electorales en las que era imposible diluir el hecho de que cada
nuevo elegido a la silla presidencial en la práctica tenía un único y gran
elector: el dedo del presidente en turno que lo designaba como su sucesor.
Precisamente en 1968 el imperio del PRI se encontraba en uno de
sus momentos dorados. Desde el punto de vista económico, el capitalismo
mexicano disfrutaba de un auge considerable que desde entonces ya no ha
repetido: altos índices de crecimiento en la industria y en la agricultura,
estabilidad financiera, mínimo endeudamiento, en síntesis, se trataba de lo que
los apologistas del régimen llamaban con orgullo “el milagro mexicano”. El
PRI-gobierno como se decía entonces, contaba con enormes acervos de estabilidad
también política: controlaba corporativamente sin desafíos importantes al
movimiento obrero y manipulaba a los campesinos con los acervos de una reforma
agraria que a pesar de ser cada vez más insuficiente mantenía márgenes de
maniobra considerable.
Con el sexenio de Gustavo
Díaz Ordaz (1964-1970) la prepotencia priista llegó a niveles muy altos. Como
secretario de Gobernación del gobierno del presidente anterior, Adolfo López
Mateos (1958-1964) y después él mismo como presidente, Díaz Ordaz fue el
cerebro ejecutor de una de las ofensivas reaccionarias más feroces de América
Latina en plena temporada de la guerra fría anticomunista llevada a su
paroxismo por los ocupantes de la Casa Blanca Kennedy ,
Johnson y Nixon. Bajo el pretexto de la lucha contra el comunismo la represión
a las luchas populares había cobrado muchas víctimas (el asesinato del líder
campesino Rubén Jaramillo, su esposa embarazada y familiares), la terrible
ruptura de la huelga de los trabajadores del riel en 1959 con miles de
despedidos, decenas de dirigentes encarcelados durante años. El famoso penal de
Lecumberri era el sombrío símbolo de ese momento albergando a decenas de trabajadores,
estudiantes, médicos, periodistas, profesores, intelectuales y en la cárcel de
mujeres, también había presas políticas. Precisamente Demetrio Vallejo, el
líder ferrocarrilero que llevaba casi diez años entre rejas se convertiría en
el símbolo de los presos políticos cuya libertad se convirtió en la principal
demanda del Movimiento estudiantil-popular.
La dinámica del movimiento
Los movimientos sindicales se habían topado con el muro represivo
implacable: ferrocarrileros, electricistas, petroleros, maestros,
telegrafistas, médicos y antes de 1968 también los estudiantes habían sido
reprimidos en Michoacán, Puebla, Chihuahua, Sonora y la propia Ciudad de
México. El despotismo diazordacista parecía invencible.
La represión iba mostrarse con toda su crudeza: la cuenta macabra
de los caídos se inició desde el mismo 26 de julio y culminó en la masacre del
2 de octubre. No se sabe exactamente cuántos cayeron en Tlatelolco: el vocero
del gobierno de Díaz Ordaz declaró el 3 de octubre que “en los disturbios de
ayer hubo cerca [sic] de 20 muertos, 75 heridos y más de 400 detenidos”, sin
embargo “se garantiza la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos”. Hubo otras
estimaciones. El periodista del diario británico The Guardian, presente en el
país, como muchos otros periodistas internacionales con motivo de la proximidad
de la realización en la Ciudad de México de los Juegos Olímpicos, escribió en
su reportaje de la noche de Tlatelolco que los caídos llegaban a 350. Esta
cifra es la que, por ejemplo, consideró Octavio Paz adecuada y la citó en su
libro sobre Tlatelolco, Postdata. Debe considerarse que en ese año, a excepción
de Vietnam en donde se desarrollaba una guerra, sólo en México se contaron por
centenas las víctimas de la represión en el transcurso de los dos meses y días
que duró el movimiento. Ni la huelga de 10 millones de trabajadores en Francia
tuvo una sola víctima, a excepción de un ahogado en el Sena, ni la invasión
militar soviética en Checoeslovaquia provocó víctimas a excepción del joven que
se inmoló con un galón de gasolina.
En el México antidemocrático de los sesenta, los campus de la
educación superior, en especial los universitarios y politécnicos, eran islas
rebeldes donde pululaban las ideas y polémicas ideológicas. La rebeldía juvenil
se expresaba incluso en las melenas, en la introducción del rock, en las
costumbres sexuales más liberales, todo ello adobado con crecimiento gigantesco
de la matrícula. La
UNAM , el IPN y atrás de ellas las demás instituciones
universitarias se masificaron rápidamente.
El caldo de cultivo surgió para la acción de los grupúsculos, como
despectivamente calificó en ese entonces el Partido Comunista francés a los
sectores politizados y radicalizados que desafiaban al capitalismo, al
imperialismo y, cada vez más, también al estalinismo. Estos grupos abundaban en
la Ciudad
Universitaria , en santo Tomás, en Zacatenco, en Chapingo y se
extendían a las preparatorias y vocacionales. De estos grupúsculos curtidos
desde principios de la década en polémicas y luchas incesantes con los
“reformistas” del Partido Comunista mexicano y las autoridades salieron una
gran parte de los dirigentes de los comités de lucha e incluso de Consejo
Nacional de Huelga (CNH).
Desde un principio el movimiento estudiantil fue político revolucionario.
En el pliego petitorio que enarboló la dirección del movimiento acuerpada en el
Consejo Nacional de Huelga, las dos demandas principales que encabezaban sus
peticiones eran: la libertad de los presos políticos y la derogación del delito
de disolución social del Código Penal, utilizado como instrumento de represión
por el estado contra los opositores. La huelga que se extendió por todos los
planteles de educación media y superior de la Ciudad de México y de muchas
otras ciudades, no se hizo contra las autoridades universitarias o
politécnicas, sino contra las de la Ciudad de México y ante todo contra el
propio presidente Díaz Ordaz, quien recogió el guante y decidió que la
insolencia sería pagada con creces por los estudiantes.
Por supuesto que era una lucha por la democracia en México pero
efectuada de modo plebeyo. La ausencia de los organismos políticos de la
sociedad burguesa, en especial de sus partidos, era evidente. El impulso no
tenía nada de conciliador y negociador con las instituciones de la dictadura:
se exigía un diálogo público, la disolución del cuerpo de granaderos, la
indemnización de los familiares de las víctimas de la represión y la democracia
reinante en el CNH era la directa, representantes sólo de las escuelas y
facultades en huelga (primero tres y después dos por plantel). Y abajo el
músculo del movimiento lo constituían los cientos de brigadas que se
desparramaron por toda la ciudad a las plazas, los parques, los mercados, los
centros comerciales, los cines, los teatros y todo lugar público en donde se
pudiera oír la voz y repartir los volantes explicando al pueblo las razones de la rebeldía. De varias
tumultuosas manifestaciones que se apoderaron de las grandes avenidas e
impusieron su entrada al Zócalo, destacaron dos que sin duda fueron las más
grandes. La del 27 de agosto, realizada dos días después de la invasión
soviética a Checoeslovaquia, en la que la manta que encabezaba a la vanguardia
decía: “Los estudiantes mexicanos repudiamos la invasión de Estados Unidos en
Vietnam y la de los tanques soviéticos a Checoeslovaquia”. Y la “Manifestación del
silencio” del 13 de septiembre en la que el movimiento “contestó”
elocuentemente las amenazas de la terrible represión que anunció Díaz Ordaz en
su Informe Presidencial al Congreso de la Unión el 1° de septiembre.
Y en efecto después vino el 2 de octubre, el macabro
acontecimiento que de inmediato acaparó la atención mundial pues en la Ciudad
de México se encontraban ya decenas de periodistas de todos los países venidos.
El gobierno manipuló lo que más pudo pero el hecho no pudo difuminarse ante las
cataratas de información que lo difundieron. Ni siquiera se pudo diez días
después blindar a los juegos olímpicos del escándalo cuando los dos atletas
negros estadounidenses parados en el podio de honor de las medallas, al
iniciarse las notas del himno de su país, en lugar de oírlo con respeto, lo
desafiaron alzando sus puños al aire con el saludo del poder negro. A su manera
rendían tributo a todo lo que había ocurrido y ocurría ese año en México y en
el mundo.
Esquizofrenia y masacre
La dimensión profunda del Movimiento estudiantil-popular mexicano
de 1968 se explica en última instancia por la reacción terrible que desató y
que culminó criminal y espantosamente en la noche de Tlatelolco. Finalmente la
masacre del 2 de octubre descubre todos los enigmas que pudieran parecer
escondidos. La crudeza de los métodos utilizados por el gobierno de Díaz Ordaz
para dar fin al movimiento costará lo que costará sigue sorprendiendo por su
crueldad y violencia. Ciertamente no seremos quienes le quitemos un ápice de su
responsabilidad criminal a Díaz Ordaz pero las versiones que consideran que la
masacre fue la típica respuesta de la personalidad psicótica del presidente se
quedan cortas ante la magnitud del conflicto. Más correcto es considerar que
aparatos estatales que llegan por la dinámica de la lucha política a niveles de
represión fascista o cuasi fascista moldean a sus dirigentes: Hitler se curtió
como líder durante años en la extrema derecha alemana y en 1933 ya era el
hombre apropiado para la tarea que le asignaba la historia al capitalismo
alemán. Pinochet surgió de las filas de un militarismo chileno profundamente
enraizado en las tradiciones oligárquicas seculares de ese país. Igualmente el
hecho represivo mayúsculo de Tlatelolco se inscribió en la dinámica de los
actos que durante años lo precedieron: asesinatos, desapariciones,
encarcelamientos, ocupaciones militares de talleres y campus, una propaganda
anticomunista vil y calumniosa, etc. No era sólo el odio sin límites de Díaz
Ordaz a quienes se atrevieron a desafiarlo, en Tlatelolco se expresó ante todo
el terror de la camarilla priista ante lo que consideraba el peligro mortal de
los contactos y la influencia cada vez mayores que el Movimiento estudiantil
estaba anudando y expandiendo en los sectores populares, en especial obreros,
un temor a que en México se reeditara una experiencia similar a la del mayo
francés. Y si De Gaulle pudo superar el desafío, Díaz Ordaz y su camarilla
sabían que no podrían.
Fue una señal imposible de ignorar. El régimen priista registró su
primera gran sacudida que anunció el inicio de su larguísima y truculenta
decadencia. Los siguientes presidentes Luis Echeverría y José López Portillo se
encargaron de garantizar en las nuevas circunstancias la sobrevivencia del
régimen. Contando con la inteligencia de muchos funcionarios e intelectuales
reformistas, Echeverría delineó la llamada “apertura democrática” consistente
en mantener firmes las riendas de la represión, ahora ante todo frente a los
numerosos grupos guerrilleros que surgieron en especial en el sur del país y la
concesión de ciertas demandas a los sectores universitarios, todo ello adobado
con una cruda demagogia “tercermundista”. Se forjó así la estrafalaria imagen
de un gobierno con una cara internacional “progresista”, supuestamente opuesto
a las dictaduras militares del cono sur, hospitalario con los refugiados de
esas dictaduras pero que en su política interna desplegaba una “guerra sucia”
implacable contra los grupos guerrilleros, tan cruel y terrible como la de las
primeras. A López Portillo le tocó administrar el auge petrolero que se dio a
fines de los años setenta y principios de los ochenta y que le dotó con el
margen de maniobra necesario para poner en práctica una “reforma política” que
mantuvo la presión democratizadora bajo control durante más de una década,
canalizando hacia vías parlamentarias a gran parte de la oposición.
Cincuenta años después
En los cincuenta años que han transcurrido ciertamente el país ha
cambiado mucho. Precisamente en estos días en que se celebra el cincuentenario
del inicio del Movimiento estudiantil-popular, tuvo lugar otro hito de la lucha
del pueblo mexicano: en las elecciones generales del 1° de julio un tsunami de más
de 30 millones de votos de mexicanos y mexicanas propinaron su peor derrota
histórica a la mancuerna partidaria representante de los amos de México: lo que
la vox populi llama el PRIAN, la unión de los principales partidos de la
derecha, el PRI y el PAN, que constituyeron durante los últimos treinta años el
reciclamiento del régimen presidencialista. Tanto el PAN como el PRI se han
derrumbado cayendo el segundo a una situación de irrelevancia política. El
imperio del PRI finalmente ha sido sepultado.
La victoria electoral aplastante de Andrés Manuel López Obrador
(AMLO) no significa todavía la desaparición del régimen. El régimen se
encuentra en crisis con sus dos principales partidos sostenedores y apoyadores
de los capitalistas seriamente dañados, tal vez sin remedio. El Movimiento de
Regeneración Nacional (Morena) no es todavía un partido estructurado y en él se
han refugiado muchos antiguos priistas y panistas, así como grupos heterogéneos
provenientes de otras orientaciones. Constituye un gran conglomerado cuyo único
común denominador es el caudillo dirigente. AMLO, el gran árbitro, se enfrenta
a la tarea colosal de, al mismo tiempo, tener muy en cuenta a la por él mismo
definida “mafia del poder”, que desde el mismo 2 de julio lo ha rodeado y
aceptado como su nuevo guía, y a los millones de trabajadores y pueblo oprimido
que le ha dado la victoria con inmensas esperanzas de que la situación del país
va experimentar un giro decisivo en favor del bienestar popular.
Cincuenta años después de 1968 se ha producido una situación nueva
de la lucha política cuyos enigmas complejos y profundos son evidentes desde el
primer mes de sucedido el giro electoral del 1° de julio pasado. Se ha abierto
un nuevo capítulo de la historia de México.
No es exagerado concluir que verdaderamente mucho de lo que sucede
hoy tiene sus raíces en las alegres y audaces jornadas de las masas juveniles
que recorrieron las calles de la capital de México y de otras ciudades del
país, cimbrando los palacios y convocando al pueblo a unirse a su lucha por un
México democrático y libertario. Fueron los héroes populares que se ganaron
para siempre un lugar de honor en la memoria colectiva del pueblo mexicano.
Manuel Aguilar Mora es profesor de la Universidad Autónoma
de la Ciudad de México (UACM), militante de la Liga de Unidad Socialista (LUS).
En 1968 integró el Comité de lucha de Filosofía y Letras al lado de José
Revueltas, Luis González de Alba y Roberto Escudero. Fue fundador del Partido
Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Autor de numerosos libros sobre la
historia política y social de México.
Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=244847
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