El genocidio de los rohinyá
Las grandes del
petróleo,
una democracia fallida y los falsos profetas
16 de septiembre de 2017
Por Ramzy Baroud (Middle East
Monitor)
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo
Fernández
Hasta cierto punto, Aung San Suu Kyi es un
falso profeta. Glorificada por Occidente durante muchos años, se convirtió en
un “icono de la democracia” al oponerse a las mismas fuerzas militares que
siguen hoy controlando su país, Birmania, en una época en que la coalición
occidental dirigida por EEUU mantenía en aislamiento a Rangún por su alianza
con China.
Aung San Suu Kyi jugó su papel como se
esperaba que lo hiciera, consiguiendo la aprobación de la Derecha y la
admiración de la
Izquierda. Y por eso ganó el Premio Nobel de la Paz en 1991, incorporándose al elevado
grupo de “Los Mayores”, mientras los medios de comunicación y diversos gobiernos la
promocionaban como figura heroica a emular.
Hillary Clinton la describió en
una ocasión como “esta extraordinaria mujer”. El recorrido de la “Lady ” birmana de ser una
paria política en su propio país, donde estuvo confinada bajo arresto
domiciliario durante quince años, acabó finalmente en triunfo cuando se
convirtió en la líder de Birmania tras una elección multipartidista celebrada
en 2015. Desde entonces, ha visitado muchos países, cenado con reinas y
presidentes, pronunciado discursos memorables, recibido premios mientras iba
limpiando, con perfecto conocimiento de causa, la imagen del muy brutal
ejército al que se había opuesto durante tantos años. (Incluso hoy, el ejército
birmano tiene un poder casi de veto sobre todos los aspectos del gobierno.)
Pero la gran “humanitaria” parece haber
agotado su aura de honestidad cuando su gobierno, ejército y policía iniciaron
una extendida operación delimpieza étnica contra “el pueblo más oprimido sobre
la Tierra”, los rohinyá.
Este pueblo indefenso ha sido sometido a un genocidio sistemático y brutal,
cometido a través del esfuerzo conjunto del ejército, la policía y una mayoría
de nacionalistas budistas birmanos.
Las llamadas “Operaciones de Limpieza” han
matado a cientos de rohinyá en los últimos meses, obligando a más 250.000 seres
llorosos, aterrados y hambrientos a escapar de cualquier manera para poder
salvar la vida. Cientos
de ellos han perecido en el mar o han sido atrapados y asesinados en
la jungla.
Las historias de asesinatos y destrucción
recuerdan la limpieza étnica del pueblo palestino durante la Nakba de 1948. Y no debería sorprendernos
que Israel sea uno de los grandes
proveedores de armas del
ejército birmano. A pesar del extendido embargo armamentístico de muchos países
respecto a Birmania, el ministro de Defensa de Israel, Avigdor Lieberman,
insiste en que su país no tiene intención alguna de interrumpir sus envíos de
armas al despreciable régimen de Rangún, que está utilizando de forma muy
activa esas armas contra sus propias minorías, no sólo los musulmanes del
estado de Rakáin al oeste del país, sino también contra los cristian os del norte.
Uno de los envíos de Israel lo anunció la
compañía israelí Tar
Ideal Concepts en
agosto de 2016. La compañía mostraba con orgullo cómo sus rifles Corner Shot
estaban ya siendo utilizados por el ejército birmano.
La historia de Israel está plagada de ejemplos de apoyos a juntas brutales y
regímenes autoritarios, pero ¿por qué se han posicionado como los guardianes de
una democracia que se mantiene en silencio sobre el baño de sangre en Birmania?
Desde octubre del pasado año, casi un cuarto
de la población rohinyá ha sido expulsada de sus hogares. El resto podría
seguirles en un futuro próximo, convirtiendo un crimen colectivo en una
situación casi irreversible.
Aung San Suu Kyi ni siquiera ha tenido el
coraje moral de expresar unas palabras de compasión hacia las víctimas. En
cambio, sólo hizo una declaración con la que no se comprometía a nada: “Tenemos que cuidar
de todos los que están en nuestro país”. Mientras tanto, su portavoz y otros
voceros lanzaron una campaña vilipendiando a los rohinyá, acusándoles de quemar
sus propias aldeas, de inventar sus propias violaciones, mientras se referían a
los que se atrevían a resistir como “yihadistas”, confiando en vincular el
genocidio en curso con la campaña orquestada por Occidente para difamar a los
musulmanes en todas partes.
Pero informes bien documentados nos ofrecen
algo más que una ojeada de la desgarradora realidad experimentada por los
rohinyá. Un recienteinforme de la ONU detalla el relato de una mujer cuyo
marido había sido asesinado por los soldados en lo que lo ONU describe como
ataques “extendidos y sistemáticos” que “muy probablemente representan crímenes contra la humanidad”.
“Me arrancaron la ropa y me violaron, eran
cinco soldados”, dijo la desconsolada mujer. “Mi bebé de ocho meses no
paraba de llorar de hambre cuando entraron en mi casa porque me tocaba darle de
mamar, pero le callaron con un cuchillo”.
Los refugiados que huyeron hacia Bangladesh
tras un viaje de pesadilla relataron el asesinato de niños, la violación de mujeres y
la quema de aldeas. Algunos de estos relatos han podido verificarse a través de
las imágenes por satélite proporcionadas por Human Rights Watch, que muestran aldeas
destruidas por todo el estado.
En realidad, el horrible destino de los
rohinyá no es que sea algo nuevo del todo. Pero la particularidad que está
mostrando en estos momentos es que Occidente está ahora completamente del lado
del mismo gobierno que perpetra estos actos atroces.
Y hay una razón para eso: el petróleo.
Hereward Holland, informando desde Ramree
Island, escribió sobre la “caza del tesoro escondido de Myammar (Birmania)”.
Depósitos inmensos de petróleo que han
permanecido sin explotar debido a las décadas de boicot occidental al gobierno
de la junta militar están ahora disponibles al mayor postor. Es un momento de vacas
gordas para las grandes de petróleo y están todas invitadas. Shell, ENI, Total,
Chevron y muchas otras están invirtiendo grandes sumas para explotar los
recursos naturales del país, mientras los chinos –que dominaron la economía
birmana durante muchos años- están siendo lentamente expulsados.
En efecto, la rivalidad sobre las riquezas sin
explotar de Birmania está en su apogeo en décadas. Son estas riquezas –y la
necesidad socavar el estatus de superpotencia de China en Asia- lo que ha hecho
que Occidente cambiara de posición e instalara a Aung San Suu Kyi como líder de
un país que no ha cambiado nada en lo fundamental, no ha hecho más que darse un
nuevo nombre para allanar el camino para el regreso de las “Grandes del
Petróleo”.
Pero son los rohinyá quienes están pagando el
precio.
Que la propaganda oficial birmana no les
confunda. Los rohinyá no son extranjeros, intrusos o inmigrantes en Birmania.
Su reino de Arakán data del siglo VIII. Durante los
siglos siguientes, los habitantes de ese reino conocieron el Islam a través de
los comerciantes árabes y, con el tiempo, se convirtió en una región de mayoría
musulmana. Arakán es el actual estado de Rakáin en Birmania, donde viven aún la
mayor parte de los 1,2 millones de rohinyá que se estima hay en el país.
La noción falsa de que los rohinyá vienen de
fuera se inició en 1784, cuando el rey birmano conquistó Arakán y obligó a
cientos de miles a huir. Muchos de los que llegaron a Bengala expulsados de sus
hogares, volvieron finalmente.
Los ataques contra los rohinyá y los
constantes intentos de expulsarlos de Rakáin, se han ido renovando durante
varios períodos de la historia, por ejemplo: en 1942, tras la derrota japonesa
de las fuerzas británicas estacionadas en Birmania; en 1948; en 1962, tras el
golpe de Estado por parte del ejército; en 1977, como resultado de la llamada
“Operación Rey Dragón”, donde la junta militar expulsó de sus hogares hacia
Bangladesh a 200.000 rohinyá, y así sucesivamente.
En 1982, el gobierno militar aprobó la Ley de Ciudadanía que despojaba a los rohinyá de la
ciudadanía, declarándoles ilegales en su propio país. La guerra contra los
rohinyá empezó de nuevo en 2012. Desde entonces, cada uno de los episodios ha
ido siguiendo una narrativa típica: “enfrentamientos comunales” entre budistas
y rohinyá, que han hecho a menudo que decenas de miles del segundo grupo sean
expulsados a la bahía de Bengala, a la selva y, quienes logran sobrevivir, a
los campos de refugiados.
En medio del silencio internacional, sólo unas
pocas respetadas figuras, como el papa Francisco, se han manifestado en apoyo de
los rohinyá en una oración profundamente conmovedora el pasado mes de febrero.
Los rohinyá son “gente buena”, dijo el Papa.
“Son gente pacífica y son nuestros hermanos y hermanas”. Su petición de
justicia no fue nunca atendida.
Los países árabes y musulmanes permanecieron
silenciosos en su mayoría, a pesar de las protestas públicas para que se hiciera algo que pusiera
fin al genocidio.
Informando desde Sittwe, la capital de Rakáin,
el veterano periodista británico Peter Oborne describió lo
que había visto en un artículo publicado por el Daily Mail el 4 de septiembre:
Hará justo cinco años, 50.000 habitantes de
los 180.000 que se estimaba había en la ciudad, pertenecían al grupo étnico
musulmán rohinyá. Hoy quedan menos de 3.000. Y no son libres de andar por las
calles. Están confinados en un gueto diminuto rodeado de alambre de espino.
Guardias armados impiden que puedan entrar visitantes o que puedan salir ellos.
Los gobiernos occidentales, conocedores de esa
realidad a través de sus muchos emisarios sobre el terreno, han ignorado en
cualquier caso unos hechos indiscutibles.
Cuando las corporaciones estadounidenses,
europeas y japonesas hicieron cola para explotar los tesoros de Birmania, todo
lo que necesitaron fue el gesto de aprobación del gobierno de EEUU. La
administración de Barack Obama alabó la “apertura” de Birmania incluso antes de
que las elecciones de 2015 colocaran en el poder a Aung San Suu Kyi y su Liga
Nacional por la
Democracia. Tras esa fecha, Birmania se convirtió en otra
“historia de éxito” estadounidense, ajenos, por supuesto, a los hechos de un
genocidio que lleva años perpetrándose en aquel país.
Es probable que la violencia en Birmania
aumente y alcance a otros países de la ASEAN, simplemente porque los dos
principales grupos étnicos y religiosos en esos países están dominados y casi
divididos entre budistas y musulmanes.
Es probable que el triunfante regreso de
EEUU-Occidente para explotar las riquezas birmanas y las rivalidades entre EEUU
y China compliquen aún más la situación si la ASEAN no pone fin a su desastroso silencio e inicia una determinada estrategia
para presionar a Birmania a que ponga fin a su genocidio de los rohinyá.
Los pueblos de todo el mundo deberían adoptar una posición. Las comunidades religiosas
deberían manifestarse. Los grupos por los derechos humanos deberían hacer más
para documentar los crímenes del gobierno birmano y responsabilizar a quienes
le están suministrando armamento.
El respetado obispo sudafricano Desmond Tutu reprendió
con firmeza a Aung San Suu Kyi por cerrar los ojos ante el genocidio en curso.
Es lo menos que podemos esperar del hombre que
se enfrentó al Apartheid en su propio país y escribió estas famosas palabras:
“Si te mantienes neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del
opresor”.
El Dr. Ramzy Baroud lleva más de veinte años
escribiendo sobre Oriente Medio. Es un columnista internacional, consultor de medios , autor de varios libros y fundador de PalestineChronicle.com. Su
último libro es “My Father Was a Freedom Fighter: Gaza ’s Untold Story” (Pluto Press, Londres). Su página web es: www.ramzybaroud.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario