Balance de un ciclo político
18 de marzo de 2016
18 de marzo de 2016
Por Alberto Bonnet (Rebelión)
En las últimas elecciones presidenciales argentinas de fines de
2015 se impuso, a través de un reñido ballotage, la fórmula de una alianza de
centro-derecha encabezada por el empresario Mauricio Macri sobre la fórmula, no
menos derechista aunque propiciada por el propio oficialismo, encabezada por el
empresario Daniel Scioli. Estas elecciones marcaron el cierre de un ciclo
político que, para ahorrar palabras, vamos a llamar aquí el ciclo kirchnerista. Pero las
razones para hablar de un cierre del ciclo kirchnerista no se restringen al
hecho de que en esas elecciones triunfara un candidato opositor sino también, y
acaso especialmente, a que tanto este candidato opositor como el oficialista e
incluso el tercer candidato más votado, Massa, también proveniente del
oficialismo aunque disidente, adoptaron durante sus campañas programas
derechistas de ajuste extraordinariamente semejantes. Las elecciones de fines
de 2005 se volvieron, de esta manera, en las presidenciales en las que menos
diferencias político-ideológicas se constataron entre los discursos de los
principales candidatos postulados por los partidos burgueses desde la última
transición democrática de comienzos de los ochenta. Todos acordaron en
proponer, ante la crisis del kirchnerismo, una salida hacia la derecha.
Pero ¿de qué manera se cerró, entonces, ese ciclo kirchnerista? Es
evidente que no se cerró con la “patria liberada” que anunciaron algunos
ingenuos, y ni siquiera con la instauración del “capitalismo nacional, popular,
productivo y racional” que el ex presidente Kirchner prometiera en su primera
campaña. El ciclo kirchnerista se cerró, simplemente, mediante un mero recambio
electoral entre administraciones y dejando atrás otra administración
justicialista saliente hundida en la corrupción. Pero todo cierre de un ciclo político, por penoso que resulte, invita a
hacer balances. ¿Qué fue, entonces, el kirchnerismo?
El kirchnerismo fue la insurrección como restauración. 1 Esto significa que e l
kirchnerismo debe entenderse como expresión de las relaciones de fuerzas entre
clases emergentes del ascenso de las luchas sociales contra el neoliberalismo
que culminó en la insurrección de fines de 2001 y la resultante crisis de
acumulación y dominación capitalistas y, a la vez, como un intento de
recomposición de esa acumulación y esa dominación. Ninguna de las dos partes de
esta afirmación es suficiente sin la
otra. Y , para el análisis del kirchnerismo, es imprescindible
tener en cuenta ambos aspectos a la vez, así como la inevitable tensión entre
ellos, porque de lo contrario ambos quedarían igualmente indeterminados. En las
pocas páginas que siguen intentaremos presentar esta interpretación del
kirchnerismo en términos de la conversión de aquella insurrección popular en
una restauración del orden. Aunque e l fenómeno que analizaremos (el
kirchnerismo) es relativamente complejo y el período que abarcaremos (de
comienzos de 2002 a
fines de 2015) es relativamente prolongado, de manera que tendremos que
contentarnos con una exposición de nuestros argumentos más importantes,
reduciendo la información empírica y las referencias bibliográficas a su mínima
expresión.
La recomposición de la acumulación
El carácter restaurador del kirchnerismo
puede verificarse tanto en su origen como en su trayectoria posterior. Respecto
de su origen, y muy a pesar de la retórica refundacionalista de sus apologetas, recordemos que el
kirchnerismo no constituyó un emergente de la insurrección de fines de 2001
sino una respuesta restauradora proveniente de las entrañas del propio orden
establecido. Para que se entienda bien este punto, alcanza con comparar las salidas
que encontraron los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del
neoliberalismo en los casos argentino y boliviano. Los gobiernos de Evo Morales
fueron un emergente del anterior proceso de resistencia contra el
neoliberalismo. El mismo Evo era un campesino indígena y dirigente cocalero que
había desempeñado un rol decisivo dentro de ese proceso de resistencia (en la guerra del gas, etc.), la
organización política que le permitió el ascenso al poder (el MAS) se había
gestado en el interior de dicho proceso, algunas de las principales demandas
planteadas dentro de ese proceso (la nacionalización de los hidrocarburos,
etc.) fueron asumidas y concretadas más tarde por el gobierno, y así
sucesivamente. Esto no es un juicio a favor de los gobiernos de Evo Morales,
vale aclarar, sino una constatación de la relación que guardó su acceso al
poder con el proceso previo de ascenso de las luchas sociales y de crisis del
neoliberalismo.
Es evidente, en todo caso, que las cosas fueron distintas en el caso
argentino. Kirchner era un empresario millonario y un dirigente de primera
línea del partido del orden por excelencia dentro del desvencijado sistema de
partidos políticos argentino (el partido justicialista) y había desempeñado un
cargo ejecutivo de primera importancia (como gobernador) en calidad de
oficialista durante todo el menemismo.
La organización política que permitió su acceso al poder fue una fracción de
ese mismo partido justicialista y, más aún, fue impulsado como candidato
oficialista por el propio Duhalde, en ejercicio provisional de la presidencia. La
relación que guardó el ascenso al poder de Kirchner con el proceso previo de
ascenso de las luchas sociales y de crisis del neoliberalismo sería entonces, y
no podría sino ser, la de alguien que accedía a la presidencia para completar
la tarea de restauración del orden que había iniciado, con relativo éxito, su
antecesor Duhalde.
Y la trayectoria posterior del kirchnerismo
ratificaría este carácter restaurador. Su política económica estuvo signada desde
su inicio por las medidas adoptadas como respuestas forzadas a la enorme crisis
económica que había culminado a fines de 2001. Las más importantes y exitosas
de esas medidas fueron adoptadas durante la breve administración de Duhalde y
la primera mitad de la administración de Kirchner. Repasémoslas, empezando por
la propia devaluación forzada del peso que puso fin a la convertibilidad a
comienzos de 2002 y las posteriores intervenciones en el mercado cambiario que
estabilizaron el competitivo tipo de cambio resultante. La devaluación impuso
inflacionariamente, en términos reales, un recorte de salarios que, combinado
con sendos recortes también en términos reales de las tarifas de los servicios
públicos y los precios de la energía y de las tasas de interés, impulsó una
significativa recuperación de la rentabilidad de los sectores productivos del
capital, reforzando la competitividad de los capitales orientados hacia la
exportación así como protegiendo a los capitales menos competitivos orientados hacia
el mercado interno.
La devaluación, combinada con el mejoramiento
de los términos de intercambio en el mercado mundial, acarreó una sostenida
expansión de las exportaciones y unos extraordinarios superávits comerciales. Y
esta expansión de las exportaciones permitió a su vez la aplicación de
impuestos a esas exportaciones (retenciones) que, combinadas con
impuestos a un consumo que aumentaban al ritmo de la recuperación económica,
generaron inicialmente importantes superávit fiscales y reservas de divisas. La
renegociación y contención en términos reales de las tarifas de los servicios
públicos y los precios de la energía y los combustibles, a cambio de
concesiones en los restantes aspectos contractuales y regulatorios y más tarde
de crecientes
subsidios,
fueron las medidas adoptadas ante la crisis del sistema de empresas
privatizadas y concesionadas en los noventa. Las medidas destinadas a superar
el congelamiento de los depósitos bancarios (el corralito) que se había
impuesto durante la crisis de la convertibilidad iniciaron para la banca
doméstica, al borde de una bancarrota generalizada, una senda de recuperación y
de transformación hacia una mayor pesificación y una mayor orientación hacia el
sector privado. Y la reestructuración de la deuda externa en manos de tenedores
privados, junto con el pago de la deuda que se encontraba en manos de
acreedores institucionales, adoptados como respuestas a la situación de default pasivo en que había quedado el estado
después de la crisis de la convertibilidad, distendieron a su vez sus
relaciones con los mercados y los organismos financieros internacionales.
Medidas como Éstas no comparten la característica de ser pilares
de un nuevo modelo económico que el kirchnerismo habría venido a instaurar desde su
ascenso al poder en 2003, sino más bien la de ser medidas, impuestas por las
circunstancias, que el gobierno provisional de Duhalde adoptó ya en 2002 y que
el nuevo gobierno de Kirchner retomó desde 2003 con la finalidad de restaurar
el orden tras la profunda crisis económica que culminó a fines de 2001. La
posterior pretensión de los apologetas del kirchnerismo de elevarlas al rango
de pilares de un nuevo modelo económico, en consecuencia, no fue más que un
nuevo caso de la consabida conversión de la necesidad en virtud. Pero esto no
significa, no obstante, que estas medidas no compartieran cierto parentesco.
Ellas apuntaron a reordenar la economía después de la ruptura definitiva del
orden neoliberal previo articulado alrededor de la convertibilidad. Y ,
así como puede decirse que este último orden descansaba en la disciplina de
mercado impuesta por esa convertibilidad, estas medidas, que apuntaron a
restaurar el orden tras su ruptura, se caracterizaron en su conjunto por
consentir una suerte de relajamiento de esa disciplina de mercado.2 Nos referimos a una moneda menos atada
al dólar y a unos precios domésticos menos atados a los vigentes en el mercado
mundial, a una tasa de interés menos determinada por los mercados financieros
internacionales, a unos niveles de salarios y de ganancias, en síntesis, menos
arraigados en las condiciones de explotación vigentes en los propios procesos
de producción domésticos. Fue precisamente este relajamiento de la disciplina
de mercado, a partir de un aparato productivo reconvertido durante el proceso
de reestructuración capitalista de la década previa y en el marco de unas
condiciones extraordinariamente favorables en el mercado mundial en materia de los
precios de las commodities exportadas, el que impulsó la
acelerada recomposición de la acumulación que cerró la crisis.
La recomposición de la dominación
Esta recomposición de la acumulación, a través
de la recuperación del empleo y, aunque más tardía e irregularmente debido a la
segmentación del mercado de trabajo, a través de la recuperación del salario y
del consumo de los trabajadores, sentó a su vez las bases materiales para la
recomposición de la
dominación. Pero es importante señalar que esta relación entre las
recomposiciones de la acumulación y de la dominación no debe entenderse de una
manera mecánica. La depresión que se inició hacia 1998 y que se prolongó
hasta mediados de 2002 fue, ciertamente, una de las más profundas que atravesó
el capitalismo argentino en toda su historia. Dicho esto, sin embargo, fue la
dimensión específicamente política, el vacío de poder sintetizado en la
exigencia de ¡que se vayan
todos! Planteada por los
insurrectos en diciembre de 2001, la dimensión decisiva de la crisis que
clausuró la década. La
restauración del orden político, en consecuencia, era un desafío mucho más
complejo que la recuperación del crecimiento económico. Ya hacia mediados de
2002, las tasas de uso de la capacidad instalada y de empleo comenzaron a
repuntar y en 2003 el producto, el consumo y la inversión aumentaron
francamente, iniciándose un quinquenio de intenso crecimiento económico. Pero,
mientras tanto, aquella restauración del orden político seguía siendo en gran
medida una tarea pendiente.
Las diferencias entre los gobiernos de Duhalde
y Kirchner cobran relevancia en este punto. En efecto, la administración
provisional de Duhalde había avanzado mucho en la tarea de reactivar la
economía pero, carente de legitimidad, había enfrentado límites insalvables
ante la tarea de restaurar el orden político. Duhalde dio un paso importante en
este último sentido mediante la propia convocatoria a las presidenciales de
abril de 2003, elecciones que se realizaron normalmente (a pesar de la crisis
de representatividad) y en las que se impuso ampliamente el partido oficialista
(el Partido Justicialista, es decir, el partido del orden) y, más
específicamente, el candidato que había apadrinado (Kirchner, entre los tres
presentados por el PJ, aunque con un escaso 22% de los votos). Pero la tarea de
restaurar la legitimidad del orden político seguía siendo en buena medida una
tarea pendiente y constituiría el principal desafío que debía enfrentar
Kirchner.
Esta restauración del orden político era virtualmente imposible si
el nuevo gobierno no incorporaba, de alguna manera, las demandas de las masas
movilizadas durante el ciclo de ascenso de las luchas sociales que había
culminado en la insurrección de fines de 2001. La restauración del orden
político descansaría entonces, desde el inicio del gobierno de Kirchner, en la
incorporación de esas demandas (incorporación restringida, naturalmente, por
diversos procesos de selección y de re-significación de esas demandas) dentro
de un modo de ejercicio de la dominación de corte neo-populista que requeriría
un arbitraje del estado entre los intereses de las diversas clases y fracciones
de clases mucho más activo que en la década previa.3
Las principales medidas adoptadas inicialmente
en este sentido fueron de carácter democrático. Se trató, por una parte, de un
conjunto de medidas vinculadas con las violaciones a los derechos humanos
perpetradas por la última dictadura cívico-militar (purgas masivas en la cúpula
de las fuerzas armadas, derogación de las leyes de amnistía dictadas
previamente a favor de los militares, reapertura de causas judiciales) y, por
otra, de otro conjunto de medidas vinculadas con el funcionamiento de algunas
instituciones muy cuestionadas durante la década anterior (el caso más
relevante fue la depuración de la corte suprema de justicia). Y estas
iniciativas fueron acompañadas por un discurso que intentaba trazar una
frontera político-ideológica entre su gobierno “nacional, popular, progresista
y racional” y los gobiernos neoliberales de los noventa y a identificar al
primero con el orden, como un gobierno que apunta a construir “un capitalismo
serio, nacional y competitivo”, y a los anteriores con el caos, como los gobiernos
que habían conducido a la crisis de 2001.4 Y fueron acompañadas, además, por la
citada recuperación y posterior expansión de la economía y por un retroceso de
las luchas sociales, procesos ambos que habían comenzado ya hacia mediados de
2002 y que se reforzaron mutuamente.
Desde luego, como señalamos, esta incorporación de demandas fue
restringida por procesos de selección y de re-significación de las mismas por
parte del estado. Consideremos apenas un par de ejemplos. La demanda de que
abandonara el poder la llamada clase
política en su conjunto,
contenido dominante en la exigencia de ¡que
se vayan todos! planteada en
la insurrección de diciembre de 2001, no fue ni podía ser incorporada como tal,
pues el personal político kirchnerista provenía en su totalidad de esa misma
clase política que había sido impugnada. Pero fue incorporada a través de
políticas como las adoptadas en materia de derechos humanos, aún cuando la exigencia
de juicio y castigo a los militares genocidas de la última dictadura no se
había contado en los hechos entre los contenidos dominantes de esa insurrección
de diciembre de 2001 La democratización pasó a significar el castigo a quienes
habían detentado el poder en la dictadura, en lugar de significar el
desplazamiento de quienes habían detentado y seguían detentando el poder en la democracia. La
exigencia de renovación de la corte suprema, en cambio, sí se encontraba entre
las demandas democráticas de 2001. Los integrantes de la corte eran
considerados en los hechos, y con razón, como integrantes claves de esa clase política de la que había que deshacerse. Pero
la satisfacción de esta exigencia involucraba a la vez una selección. Los
máximos responsables del poder judicial serían reemplazados, mientras que los
responsables de los poderes ejecutivo y legislativo seguirían siendo conspicuos
integrantes de esa misma clase
política. Y así sucesivamente.
Estos procesos de selección y re-significación
no sólo mediaron la incorporación de las demandas democráticas, sino también de
las demandas económicas y sociales. A los reclamos de puestos de trabajo del
movimiento de desocupados, por ejemplo, la administración de Kirchner
respondió, siguiendo los pasos de su antecesora de Duhalde, mediante la
distribución masiva de subsidios de desempleo financiados a partir de las
retenciones. La posterior reducción del desempleo, sin embargo, menguaría la
importancia de estos subsidios y el kirchnerismo pasaría se centrarse en la
intervención en el mercado de trabajo y, complementariamente, en la
implementación de una política social (los denominados planes productivos) más focalizada en
los sectores oficialmente considerados como inempleables de la clase trabajadora.
La incorporación de demandas convivió,
ciertamente, con la represión de luchas sociales, aunque esta represión fue muy
restringida. En efecto, desde un comienzo, la política kirchnerista frente a
las protestas se diferenció de sus antecesoras menemista y duhaldista como una
política de normalización mediante el aislamiento, en lugar de la represión, de
las protestas que resultaban más disruptivas. La llamada estrategia de ni palos ni planes seguida a propósito de las acciones de
los piqueteros duros durante 2003-04 ejemplificó esta
política. Y, por lo demás, el propio modo de desenvolvimiento de la lucha de
clases durante el período no implicó la multiplicación de protestas
especialmente disruptivas.
La recomposición y el papel de la izquierda
Ahora bien, la recomposición de la acumulación
y la dominación expuestas en los anteriores apartados ya había concluido a
fines de 2005 o, a más tardar, a fines de 2007, es decir, durante el gobierno
de Kirchner. Desde fines de 2007 o comienzos de 2008 en adelante, las políticas
implementadas inicialmente comenzaron a evidenciar sus límites y a ser
reemplazadas, ya por los gobiernos de Fernández de Kirchner, por otras que
resultarían mucho menos exitosas. Estas nuevas políticas compartirían un mismo
parentesco con sus predecesoras, pero ahora se revelarían como intentos, cada
vez más desesperados e ineficaces, de reemplazar la disciplina de mercado
perdida por una suerte de policía sobre los agentes del mercado. Repasemos,
para comenzar, algunas de las nuevas medidas económicas adoptadas y sus
límites. La inflación, indicador por excelencia del citado relajamiento de la
disciplina de mercado, comenzó a acelerarse y a erosionar la competitividad del
tipo de cambio. Las nuevas medidas adoptadas en este sentido abarcaron desde la
tergiversación de los índices de inflación provistos por el organismo oficial
de estadísticas (el INDEC) hasta los más variados e inútiles controles de
precios, en el primer caso, y desde las pequeñas devaluaciones cada vez más
frecuentes hasta los intrincados controles cambiarios gestionados por el
organismo recaudador de impuestos (la AFIP), con los consecuentes
desdoblamiento del mercado, ampliación de la brecha y retorno de las grandes
devaluaciones, en el segundo.
La tendencia a la reducción de los superávits
comerciales, en este contexto, encontró como respuesta la imposición de
intrincadas trabas a las importaciones. Pero mucho más contundente fue el
retorno de los déficits fiscales, financiados a costa de los aportes
jubilatorios (de la ANSES), re-estatización mediante de los fondos privados (las
AFJPs), y
de las reservas del banco central (el BCRA) que cayeron dramáticamente. Los
crecientes subsidios a las empresas privatizadas y concesionadas en los
noventa, especialmente en materia de energía y transporte, fueron la partida
del gasto público que explicó en mayor medida esos déficits. Sin embargo, estos
crecientes subsidios tampoco alcanzaron para sostenerlas y numerosas empresas
debieron ser rescatadas por el estado en medio de crisis de proporciones inauditas,
como la hidrocarburífera y la ferroviaria. Los tardíos intentos del gobierno de volver a emitir deuda
externa, aunque frustrados por el recrudecimiento del conflicto con los holds outs de anteriores renegociaciones,
acabaron poniendo en cuestión su prescindencia previa respecto de los mercados
y los organizamos financieros internacionales. La dolarización de los ahorros,
finalmente, marcó un límite a la revitalización del sistema bancario doméstico.
La mayor parte de estas nuevas políticas se implementaron ante un
escenario económico enrarecido por el desencadenamiento de la crisis mundial
iniciada a fines de 2007 o comienzos de 2008 (la crisis de las hipotecas subprime).
Pero, simultáneamente, también el escenario político se había complicado a partir
de la primera crisis política importante que había enfrentado el kirchnerismo,
a saber, la iniciada en el conflicto que el gobierno de Fernández de Kirchner
mantuvo con la burguesía agraria y agroindustrial a raíz de su intento de
imponer retenciones móviles a las exportaciones del sector, en 2008-09. Y
también las nuevas medidas políticas encaradas por el kirchnerismo para
enfrentar esta crisis política compartieron un parentesco con sus predecesoras.
Así como Kirchner había recurrido a una estrategia de incorporación restringida
de demandas ante el desafío que enfrentó de recomponer la dominación después de
la crisis política de 2001 (especialmente entre 2003 y 2005), Fernández de
Kirchner volvería a recurrir a ella años más tarde (hacia 2009-2010) ante el
desafío de reconstruir el consenso después de dicha crisis política de 2008-09.
En efecto, la presidenta respondió a esta
crisis política implementando una serie de medidas que incluyó las
estatizaciones de Aerolíneas Argentinas y Austral y de las AFJPs, el
lanzamiento de una artillería de medidas expansivas anti-cíclicas, la
adquisición de los derechos de transmisión televisiva del fútbol mediante el
programa Fútbol para Todos, la sanción de una nueva Ley de Medios
Audiovisuales, la implementación de una Asignación Universal por Hijo, la
sanción de una Ley de Matrimonio Igualitario, etc. Medidas como éstas, aunque
diferentes entre sí, tuvieron en común el hecho de que volvieron a rescatar
demandas populares previas y volvieron a ser exitosas a corto plazo:
reconstruyeron coyunturalmente el consenso alrededor de un kirchnerismo que,
después de haber sido derrotado por fuerzas de derecha en las parlamentarias de
mitad de mandato de 2009, resultó triunfador con mayoría absoluta en las
presidenciales de 2011. Sin embargo, el kirchnerismo alcanzó este éxito de
corto plazo respondiendo por
izquierda (es decir, mediante
una reiteración e incluso una radicalización de esa incorporación de demandas
populares) a un desafío planteado por
derecha (es decir, por el rechazo
de la burguesía agraria y agroindustrial a seguir cediendo una porción de su
renta y sus ganancias, una vez concluido el proceso de recomposición). Y esto
condujo, a mediano plazo, a un desfasaje creciente entre la orientación
política seguida por el segundo gobierno de Fernández de Kirchner y las
relaciones de fuerzas entre clases y fracciones de clase vigente en la sociedad. Este
desfasaje recién se clausuraría, precisamente, mediante la citada elección de
Macri en las presidenciales de 2015.
Alberto
Bonnet continúa
señalando:
Ahora bien, este cierre del ciclo kirchnerista
nos pone ante el momento propicio para plantear un último asunto que queremos
abordar, a saber, al papel desempeñado por la izquierda política y social dentro de la
recomposición de la acumulación y la dominación llevada adelante por el
kirchnerismo. El siguiente hecho es incontrovertible. La mayoría de los
partidos y las organizaciones sociales de izquierda que habían protagonizado el
ascenso de las luchas sociales que culminó en la insurrección de fines de 2001
apoyaron a, e incluso se integraron dentro de, las administraciones
kirchneristas. Y el significado político de este hecho también es, o al menos
debería ser, incontrovertible desde una perspectiva de izquierda
anticapitalista. Esta colaboración con las administraciones kirchneristas significó
la colaboración con su empresa de recomposición de la acumulación y la
dominación capitalistas en nuestro país. Ninguna consideración acerca de la
orientación político-ideológica de estas administraciones ni de las concesiones
que se vieron forzadas a realizar en esa empresa de restauración del orden
puede modificar este significado.
El único aspecto de esta colaboración que vale la pena discutir
aquí, entonces, se relaciona con las razones que condujeron a la mayoría de la
izquierda a hacerlo. Y, en este sentido, creemos que es necesario poner en el centro
de la discusión el lastre que el populismo seguía y sigue representando para
esa izquierda. Nos referimos al lastre de reformismo, de estatismo y de
nacionalismo, de conciliación entre clases o, en pocas palabras, de heteronomía
generalizada que el populismo continuaba depositando sobre los sectores más
avanzados de las luchas sociales contra el neoliberalismo y que seguiría
depositando sobre dichos sectores durante el posterior proceso de
recomposición. Y no nos referimos solamente a esa porción mayoritaria de la
izquierda que adhirió sin más al kirchnerismo, sino también a esa otra porción
que, aún sin hacerlo, fue incapaz de superar el horizonte ideológico impuesto
por el propio kirchnerismo.
En efecto, el hecho de que quienes dirigieron
políticamente esa restauración del orden, cuadros provenientes del aparato del
justicialismo como Duhalde o Kirchner, hayan vuelto a echar mano a la tradición
populista es comprensible. Aunque olvidado durante una década de
neoliberalismo, también gestionado por cuadros justicialistas, el populismo seguía
siendo el recurso político-ideológico por excelencia frente a la tarea de
gestionar la restauración del orden después de la crisis de ese neoliberalismo.
Esto va de suyo. Y confirma, dicho sea de paso, la función política que el
populismo desempeña en los hechos en las sociedades latinoamericanas actuales.
Pero la pregunta que hay que responder aquí es más bien la relacionada con las
razones que condujeron a que la mayoría de los cuadros y las organizaciones que
integran nuestra izquierda social y política se encontraran ideológicamente
desarmados para enfrentar esta restauración neo-populista del orden. Pues no
fue el populismo de las masas, sino el populismo de la propia izquierda el que
la desarmó ante esa restauración del orden capitalista.
La superación de este orden capitalista, mientras tanto, sigue
requiriendo la emergencia y generalización de procesos de auto-organización y
auto-determinación de masas, es decir, de autonomía social, que impugnen al mercado
y al estado capitalistas en su calidad de modos irracionales de organización de
la sociedad. Y ,
en los hechos, aunque no alcanzaron una profundidad y una amplitud que les
permitiera inaugurar procesos de transición hacia un nuevo orden
pos-capitalista, los procesos de ascenso de las luchas sociales y de crisis del
neoliberalismo registrados en nuestro país y en otros países latinoamericanos
involucraron muy numerosas y ricas experiencias de autonomía social. La
autonomía ideológica, sin embargo, no es sino una de las dimensiones de esa
autonomía social. Y en la medida en que la izquierda argentina y
latinoamericana siga encerrada en el horizonte ideológico del populismo, es
decir, de la burguesía, nunca tendremos una nueva izquierda anticapitalista.
Notas:
1 Este artículo presenta, muy sintéticamente, algunos de los
argumentos más importantes que propusimos en Bonnet (2015); véase
complementariamente el reciente trabajo de Piva (2015).
2 Respecto de las características de ese orden neoliberal instaurado
en los noventa véase Bonnet (2008) así como Piva (2012).
3 Aquí empleamos el concepto de n eo-populismo , diferenciándolo del concepto clásico
de populismo, intentando rendir cuenta de un modo de ejercicio de la dominación
que incorpora algunos elementos de la tradición populista (como esta
importancia concedida a este arbitraje estatal entre intereses) junto con otros
provenientes más bien de la tradición liberal-progresista (como un mayor apego
a los marcos institucionales de la democracia representativa). No podemos, sin
embargo, desarrollar esta compleja cuestión dentro de los límites de este
artículo.
4 Las expresiones fueron tomadas, respectivamente, de una entrevista
a Kirchner publicada en Pagina
12 6/10/02 y de un discurso
de Kirchner extractado por La
Nación 23/10/03 (vale la pena
consultar, asimismo, su discurso de asunción del 25/5/03).
Referencias
Bonnet,
A. (2008): La hegemonía
menemista. El neoconservadurismo en Argentina, 1989-2001. Buenos Aires:
Prometeo, 2008.
Bonnet, A. (2015): La insurrección como restauración.
El kirchnerismo, 2002-2015 .
Buenos Aires: Prometeo, 2015.
Piva, A. (2012): Acumulación y hegemonía en la
Argentina menemista, Bs. As., Biblos.
Piva, A. (2015): Economía y política en la Argentina
kirchnerista, Bs. As., Batalla de ideas.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=210104
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