Entrevista con Daniel Tanuro, Ingeniero agrícola, ecologista y
activista socialista
“Los numerosos efectos del desarreglo
climático están a la vista.
La no linealidad de este proceso sume las proyecciones
futuras en la incertidumbre, pero no cabe duda de que el modelo económico
dominante es una de sus causas principales”.
Ingeniero
agrónomo jubilado y autor de ‘El imposible capitalismo verde’, Daniel Tanuro
defiende una alternativa ecosocialista: una ruptura radical con el
productivismo, que ha impregnado durante mucho tiempo las corrientes socialistas
mayoritarias. Pero de la urgencia a la catástrofe, a veces no hay más que un
paso, que la colapsología da sin vacilar: sus partidarios afirman que el
hundimiento de la civilización que conocemos tendrá lugar en un futuro muy
cercano, y que será demasiado tarde para contrarrestarlo.
Tanuro
lo niega; discutimos.
Ballast:
Una vez escribió usted que “el ecosocialismo es distinto de una etiqueta nueva
sobre una botella vieja”. ¿Qué tiene de singular esta frase?
Tanuro:
Una ruptura radical con la idea de que el socialismo es necesario para “liberar
las fuerzas productivas materiales de las trabas capitalistas” y permitir así
su “desarrollo ilimitado”, condición de la emancipación humana mediante “la
dominación de la naturaleza”. Es cierto que en Marx, un investigador de
pensamiento abierto, las fórmulas prometeicas se enmarcan o se compensan en un
naturalismo sincero y un análisis que destapa el carácter destructivo del
capitalismo. En El Capital, escribe que “la única libertad posible es que el
hombre social, los productores asociados, gestionen racionalmente su
intercambio de materia con la naturaleza y lo hagan en las condiciones más
dignas, más acordes con su naturaleza humana”.
John
Bellamy Foster ve en esta fórmula la marca de una “ecología marxiana”, aunque,
en primer lugar, esta ecología es una estribación colateral apenas atendida por
el propio Marx. En segundo lugar, sobre todo, los marxistas ulteriores
abandonaron esa estribación para recaer en fórmulas estereotipadas y
mecanicistas sobre el progreso. Hay algunas excepciones –Walter Benjamin es la
más notable–, pero no han dejado de ser marginales.
La degeneración estalinista no basta para explicar
esta realidad. La crítica tiene que cavar más hondo. Hace falta eliminar, sin
anacronismos, pero sin piedad, las concepciones que han contaminado el marxismo
con “escorias productivistas”, como decía Daniel Bensaïd. Esta labor ha
adquirido ahora una importancia notable, por la simple razón de que una
respuesta socialista no productivista es la única alternativa a la catástrofe
ecológica que crece a ojos vista.
Ballast:
En su obra Tout peut changer, usted entiende que Naomi Klein oscila “entre una
alternativa anticapitalista autogestionada y descentralizada, de tipo
ecosocialista y ecofeminista […] y un proyecto de capitalismo verde regulado,
basado en una economía mixta relocalizada e impregnada de una ideología de
esmero y prudencia”. ¿Interviene esta oscilación también en los partidos de la
izquierda crítica que en todo el mundo aspiran al poder?
Tanuro:
Toda la “izquierda crítica”, como dice usted, se enfrenta, en efecto, a este
terrible problema: hay un abismo entre el programa anticapitalista muy
radical que es objetivamente indispensable para detener la catástrofe
climática, por un lado, y el nivel de conciencia de la inmensa mayoría de la
humanidad, por otro. Pero Naomi Klein, en su libro, tiene el inmenso
mérito de reconocer abiertamente la dificultad: “No tengo ninguna duda de la
necesidad de adoptar medidas radicales –escribe–, pero todos los días me
pregunto si son políticamente factibles”.
En
el contexto de su pregunta, esta vacilación me parece más bien positiva. Por un
lado, esta franqueza lúcida les falta a muchos partidos; por otro, Klein no se
deja encerrar en la viabilidad política: por mucho que alabe, equivocadamente,
la Energiewende[1] alemana (en el contexto norteamericano, es perdonable),
insiste sobre todo, con razón, en la importancia estratégica de la acción
directa no violenta contra los proyectos fósiles-extractivistas y llama a una
coordinación internacional de la Blockadia[2]. En estas dos cuestiones, ella es
más avanzada, más revolucionaria y más coherente que la mayoría de partidos de
la llamada izquierda crítica. Puesto que aspiran al poder, estos partidos
minimizan el radicalismo de las medidas que hay que adoptar. En
particular, evitan la necesidad absoluta de reducir la producción material y el
transporte para alcanzar los niveles necesarios de reducción de las emisiones
de gases de efecto invernadero.
Esta
es la crítica principal que hay que hacer a la propuesta de Green New Deal
formulada en EE UU por Alexandria Ocasio-Cortez, por ejemplo. La misma crítica
hay que hacerla en mi país al Partido del Trabajo de Bélgica (PTB), que ha
conseguido dar un paso adelante notable, pero que se contenta, ante el cambio
climático, con prometer transportes gratuitos y una revolución del
hidrógeno[3]. Una cosa es avanzar reivindicaciones parciales,
acordes con un determinado nivel de conciencia, con el fin de impulsar un
proceso de radicalización mediante la lucha y de comenzar a tender un puente
sobre el abismo; y otra cosa es hacer creer que la concreción de estas
reivindicaciones parciales por parte de cualquier gobierno bastará para impedir
que la catástrofe se convierta en cataclismo. Porque no es cierto. Para
tener un 50 % de probabilidades de limitar el calentamiento a 1,5 °C sin recurrir a
tecnologías de aprendices de brujo, es preciso que las emisiones netas
mundiales de CO2 disminuyan un 58 % de aquí a 2030, y un 100 % de
aquí a 2050, y sean negativas a partir de entonces. Es rigurosamente imposible
alcanzar estos objetivos, o siquiera acercarse a ellos, sin una
ruptura anticapitalista revolucionaria. Topamos aquí de nuevo con la cuestión
del crecimiento.
Ballast:
El productivismo ha atraído históricamente a numerosas corrientes de izquierda
desde hace dos siglos[4]. ¿Cómo cataloga usted esta noción en su reflexión?
Tanuro:
En efecto, las concepciones productivistas han sido históricamente hegemónicas
en la izquierda. De
todos modos, todavía no hay una definición clara del término. El sistema
soviético debe calificarse, sin duda, de productivista, pero se trataba de un
productivismo burocrático absurdo: estaba basado en la defensa de los
privilegios parasitarios de la casta en el poder, no en las relaciones de
producción. Ese productivismo tiene que ver con el pensamiento de Marx tanto
como la Inquisición tiene que ver con el mensaje de Jesucristo: nada.
En
las primeras páginas de El Capital, la comparación de los dos movimientos
M-D-M’ y D-M-D’[5] lleva a Marx a la conclusión de que el segundo, que define
el capitalismo, implica por fuerza una tendencia al desarrollo sin fin. Esta
tendencia está en la base del capitalismo porque se deriva de su objetivo
fundamental: la producción de (sobre)valor abstracto[6]. Lógicamente,
sustituirla por la producción de valores de uso debería por tanto ponerle fin.
En sus Teorías de la plusvalía, Marx retoma la cuestión desde otro ángulo, más
técnico: la competencia por el beneficio da lugar a un aumento fantástico del
capital fijo, y por tanto a un lock-in[7] tecnológico duradero, y por tanto a
una obligación despótica de producir; por cierto que el lock-in del capital en
el sistema energético fósil es un buen ejemplo de ello. Concluyendo
el razonamiento, señala la tendencia del capital a “producir por producir, que
implica asimismo consumir por consumir”. Producir por producir podría ser una
buena definición del productivismo.
En
este sentido, Marx no es productivista, a pesar de sus ambigüedades
prometeicas. Sin embargo, a este respecto, cabe dudar de que algún o alguna
marxista no lo haya sido: ¿acaso su propósito no era la instauración de una
economía basada en la satisfacción de las necesidades humanas reales mediante
la producción de valores de uso? Ahí vemos que la cuestión no es tan sencilla.
De hecho, la voluntad productivista en la izquierda no remite al producir por
producir, sino a la idea estratégica de que el capital, al desarrollar las
fuerzas productivas, acerca la humanidad a la emancipación socialista, al reino
de la libertad. Ahora
bien, más allá de cierto estadio, lo cierto es lo contrario. Por tanto, tal vez
sería conveniente distinguir el productivismo de lo que podríamos llamar la
ideología productivista de dominio sobre la naturaleza, o la ideología
instrumental del progreso técnico ilimitado.
En
mi opinión, esta ideología es hegemónica en la izquierda desde hace dos siglos.
Pero no es fácil combatirla, pues no solo tiene sus raíces en la lógica
económica del capital, sino también en la situación esquizofrénica que impone
esta lógica a las personas explotadas, obligadas a vender su fuerza de trabajo
para sobrevivir. Esta dura realidad fundamenta el productivismo en la
socialdemocracia gestora y en las organizaciones sindicales reformistas, para
las que el empleo depende del crecimiento. Como ecosocialistas, nos situamos
dentro de la continuidad del Marx ecologista cuando oponemos la idea de que
urge producir menos y repartir más, especialmente repartir el trabajo
necesario.
Ballast:
Una corriente marxista ha podido sostener la idea de que el capitalismo
acabaría hundiéndose bajo el peso de sus propias contradicciones económicas.
Ciertas críticas ecológicas del capitalismo retoman a veces este tipo de
discurso con acentos teleológicos[8], afirmando que el conjunto de la sociedad
termoindustrial chocará con límites –físicos, naturales– y se hundirá. ¿El
ecosocialismo no se plantea este horizonte?
Tanuro:
En efecto, hay marxistas que han sostenido esta idea mecanicista de que la
dinámica de acumulación conduciría automáticamente al colapso del capitalismo.
Este fue particularmente el caso, en el periodo de entreguerras, de un autor
alemán, Henryk Grossman, que hizo de ello un verdadero dogma. Existen
efectivamente muchas similitudes entre esta teoría y la del colapso ecológico
inevitable de la sociedad termoindustrial, que defienden actualmente
determinadas corrientes verdes. Por cierto que no es casualidad que
recientemente haya reaparecido una pequeña corriente marxista colapsista en el
mundo hispanohablante, especialmente en América Latina.
Los
ecosocialistas, por su parte, rechazan este fatalismo del colapso. Que la
situación es gravísima es del todo evidente. Pero el capitalismo no se hundirá
por sí mismo, no bajo el peso de sus contradicciones internas, ni debido a la
crisis ecológica. Al contrario, su lógica lleva a sectores de las clases
dominantes a plantear medios neomalthusianos, bárbaros, para salvarse y salvar
sus privilegios. Frente a esta amenaza muy concreta, temo que el fatalismo del
colapso inevitable haga cundir la resignación. Lo que necesitamos urgentemente es
lucha, solidaridad y esperanza.
Ballast:
Hay ecosocialistas que critican el término antropoceno porque según ellos
invisibiliza el papel del capitalismo y prefieren utilizar el de capitaloceno.
En nuestro 7º número en papel, Agnès Sinaï nos dijo: “El capitalismo es una
explicación necesaria, pero no suficiente, del antropoceno. Representa una
dimensión histórica del industrialismo, pero no explica la fascinación por el
átomo, la velocidad, las armas o los hipermercados”. Qué opina usted al
respecto?
Tanuro:
Discuto el concepto de antropoceno, pero no lo combato. Tomo nota del mismo
como conclusión a la que llegan los geólogos a partir de sus criterios de
geólogos: el ascenso del nivel de los mares, los elementos radiactivos, los
miles de compuestos químicos artificiales y la pérdida brutal de biodiversidad
dejarán en la corteza terrestre huellas significativas de la actividad humana.
Los geólogos consideran que esto marca la entrada del planeta en una nueva era
geológica. Quienes se oponen al concepto de antropoceno no contestan esta
conclusión. Por tanto, el problema es semántico.
Es
cierto que hablar de capitaloceno permite señalar la responsabilidad principal
del capital en la destrucción ecológica. Pero la medalla tiene un reverso: se
invisibiliza la responsabilidad de los países del llamado socialismo real. Una
responsabilidad que no es menor: recordemos que antes de la caída del muro,
Alemania Oriental y Checoslovaquia eran los países del mundo que más gases de
efecto invernadero emitían por habitante. Cabe preguntarse también sobre la
utilidad de este escamoteo, justo en el momento en que necesitamos comprender
por qué estos países fueron productivistas, para no recaer en el mismo
atolladero…
En
mi opinión, la cuestión clave no es la semántica, sino la datación. Si los
geólogos son coherentes con sus criterios de geólogos, entonces el cambio de
era no se produce antes de la segunda mitad del siglo XX, lo que significa que
las interpretaciones misantrópicas del término antropoceno no son de recibo: no
es la especie humana la responsable, sino su modo de producción histórico. Este
aspecto es decisivo, pues el peligro de una misantropía esencialista, basada en
una seudociencia, es muy real hoy en día y se desarrolla al amparo de la
creciente barbarie capitalista. Al mismo tiempo, es evidente que el hecho
objetivo del cambio de era no pone fin al debate. Por el contrario, lo abre, y
salta a la vista que, a partir de los argumentos a favor y en contra, los
criterios de los geólogos no encajan, o en todo caso son insuficientes, por la
simple razón de que las causas del cambio de era no son naturales, sino
sociales. De ahí la necesidad de la crítica y de la intervención de las
ciencias humanas y sociales: historia, sociología e economía.
Ballast:
Desde un punto de vista económico, ¿cómo conciliar las gigantescas inversiones
necesarias para la transformación de nuestros sistemas productivos –ante todo,
la energía– y cierto decrecimiento del Producto Interior Bruto (PIB)?
Tanuro:
Me parece que la pregunta no está bien planteada. Por un lado, el PIB no es un
indicador pertinente. Es imperativo, para permanecer dentro de los parámetros
ecológicos, reducir masivamente las emisiones de gases de efecto invernadero, y
por tanto la extracción, el transporte y la transformación de materias, con el
consumo de energía que implican. Por consiguiente, la transición socioeconómica
debe enmarcarse en indicadores físicos.
Por
otro lado, y sobre todo, son precisamente las gigantescas inversiones
necesarias para la transformación de los sistemas productivos, en particular
del sistema energético, las que hacen que el decrecimiento en cuestión sea
indispensable. La transición, en efecto, no consiste en decir que un sistema B
podría funcionar como alternativa al sistema A, sino en indicar el camino que
lleva de A a B. El sistema energético fósil no es adaptable a las fuentes
renovables. Por tanto, hay que llevarlo al desguace lo antes posible y
construir un sistema nuevo. La tarea es inmensa y requiere inevitablemente
grandes cantidades de energía. Hoy, globalmente, esta energía es fósil en un 80
%, es decir, fuente de emisiones de CO2. En otras palabras: si todo lo demás se
mantiene igual, la propia transición será la causa de emisiones suplementarias.
Ahora
bien, estas deben empezar a disminuir de inmediato, y muy radicalmente, como ya
he dicho. En el marco de la lógica capitalista de acumulación, el problea es
rigurosamente insoluble. Si dejamos de lado el negacionismo climático de Trump
y Bolsonaro, la única respuesta del sistema consiste en desarrollar tecnologías
insuficientes, inciertas y peligrosas, como la energía nuclear y la bioenergía
con captura y secuestro del carbono (BECCS). En vez de hacer todo lo posible
para no sobrepasar el umbral de peligrosidad de 1,5 °C , se opta por
sobrepasar este umbral con la esperanza de que estas tecnologías permitirán
enfriar la Tierra posteriormente. Es una locura integral, un sinsentido absoluto.
Sin
embargo, el capitalismo verde se orienta hoy hacia estas soluciones de aprendiz
de brujo. ¿Por qué? Porque la única manera racional de equilibrar la ecuación
climática es intolerable para él. ¿En que consistiría? Habría que decretar una
movilización general, establecer un inventario de todas las producciones
inútiles o peligrosas, de todos los transportes inútiles, y suprimirlos lisa y
llanamente –sin indemnizar a los accionistas– hasta alcanzar la necesaria
reducción de las emisiones. Ni que decir tiene que esta operación requiere
medidas draconianas, en particular la socialización de los sectores de la
energía y del crédito, la reducción masiva del tiempo de trabajo sin pérdida
salarial, la reconversión del personal en las actividades útiles con garantía
de renta y el desarrollo de servicios públicos democráticos.
Ballast:
Se ha dicho que el decrecimiento es una palabra proyectil. La colapsología, por
la atracción que ejerce, inclusive entre personas o grupos sociales pocos
politizados, ¿es una palabra imán?
Tanuro:
Pero ¿una palabra imán que lleva adónde? Todo el problema radica ahí. Los
colapsólogos no son siempre muy claros: hay matices y variantes en su discurso.
Pero, en definitiva, siempre suelen recuperar la afirmación de que el colapso es
inevitable y que la única respuesta consiste en crear pequeñas comunidades
resilientes, ya que no habrá otra manera de sobrevivir después del apocalipsis.
En su última obra, Une autre fin du monde est possible, Pablo Servigne y sus
amigos escriben incluso que el colapso es como la enfermedad de Hutchinson, una
enfermedad degenerativa, hereditaria y mortal: hay que aceptarla y dejar de
luchar… En vez de identificar el capitalismo como la causa principal –no digo
que sea la única– de la destrucción ecológica, naturalizan las relaciones
sociales y hacen planear sobre nuestras cabezas una amenaza de tintes bíblicos.
A partir de ahí son posibles todas las derivas ideológicas, y Otro fin del
mundo, eso sí, no falta…
Dicho
esto, la atracción que ejerce la colapsología es innegable, y no
unilateralmente negativa. Se explica, claro está, por la angustia ante las
terribles amenazas que comporta la destrucción del planeta, y habrá que
agradecer a los colapsólogos que hayan contribuido a informar de la gravedad de
la situación. Sin
embargo, esta atracción también responde, en algunas personas, a la toma de
conciencia política de la necesidad de romper profundamente con la sociedad
actual, su productivismo y su fetichismo de la mercancía. Hay ahí
una paradoja: si bien parecen incapaces de explicar por qué el capitalismo es
tan destructor, los colapsólogos se hacen eco de sectores sociales,
especialmente jóvenes, que buscan respuestas anticapitalistas.
Por
tanto, me parece importante que con vistas a estos sectores haya debate. En
particular, creo que es crucial explicar que la visión de inspiración
anarquista de un colapso del capitalismo que abra la vía a la sociedad
autogestionaria basada en las comunidades locales no permite hacer frente a los
desafíos globales de la
transición. La complejidad de esos desafíos requiere una
acción planificada. Soy totalmente partidario de las ideas de autogestión
descentralizada, pero la transición exige tanto la centralización como la
descentralización, la planificación y la autoactividad. La
historia ha mostrado los riesgos terribles de degeneración propios de esta
combinación de contrarios. Pero la burocratización no podrá evitarse
proyectándose, más allá de la transición, en un futuro autogestionario sin
Estado ni partidos… Hace falta un programa para combatirla.
Ballast:
Al considerar que algunos de ellos naturalizan las relaciones sociales, usted
ha reprochado a los colapsólogos de “caer en la regresión arcaica”…
Tanuro:
No digo que la naturalización de las relaciones sociales lleve inevitablemente
a la regresión arcaica, sino que la favorece indiscutiblemente. Si no se
identifica la gran responsabilidad histórica del capitalismo, ¿a qué podemos
agarrarnos, dónde está la salida posible? Para algunos, no hay ninguna; la
Tierra sufre una enfermedad que se llama humanidad y no sanará hasta que sea
eliminada esa raza. Es, por desgracia, la conclusión cínica de James Lovelock
al final de su libro sobre la
hipótesis Gaia , por ejemplo.
Claro
que no debemos clasificar a los colapsólogos entre los cínicos. La salida, para
ellos, sería psicológica: deberíamos pasar por una fase de duelo, redescubrir
nuestro inconsciente colectivo y nuestros arquetipos, especialmente los
arquetipos masculinos y femeninos, desaparecidos desde la prehistoria. Para
ello deberíamos practicar rituales encaminados a reencontrar al salvaje que
llevamos dentro. En suma, la clave del porvenir habría que buscarla en el
pasado más remoto, de conformidad con las elucubraciones reaccionarias de Carl
Gustav Jung. Esto es lo que entiendo por regresión arcaica. No obstante, esta
cohabita con otras tendencias, como la ecoespiritualidad. La
colapsología está atravesada de numerosas contradicciones.
Ballast:
A la vista de las decenas de años de inacción por parte de los poderes establecidos
y de la correlación de fuerzas actual, cabe temer que se mantenga el statu quo,
una situación en que las cosas siguen su curso y nada cambia. ¿Acaso hablar de
colapsos para calificar las catástrofes que se derivarían de ello no refleja en
todo caso cierto pragmatismo?
Tanuro:
Si se emplea el condicional, como hace usted, y se habla de colapsos, en
plural, y de catástrofes, en plural, como hace usted, el pesimismo es sin duda
una forma de lucidez. Pero no es esto lo que hacen los colapsólogos: no hablan
de colapsos, sino del Colapso absoluto, y este superconcepto absorbe todo
indistintamente. Desde los colapsos bursátiles hasta los de los batracios y los
insectos, todos los fenómenos se juntan como para anunciar el fin del mundo.
El
recurso sistemático a referencias científicas confiere a este discurso una
apariencia de rigor, pero no hay nada de nada. En primer lugar, porque
seleccionan las referencias, pero sobre todo porque hay un vicio de método.
Podemos “apoyarnos en los dos modos cognitivos, que son la razón y la
intuición”, como escriben Servigne y sus amigos. Pero con una condición: que la
razón trate de abarcar tanto la destrucción antrópica del medioambiente, por un
lado, como la responsabilidad concreta de la forma social histórica responsable
hoy de esta destrucción, por otro. Sin articular estas dos vertientes de la
realidad, cuantos más datos se acumulen sobre la destrucción, tanto más la
pregunta planteada al público –¿Adónde le dice su intuición que nos lleva
esto?– tendrá posibilidades se obtener la respuesta deseada: “Todo se hundirá”.
Sin conciencia social, la intuición está sesgada, el razonamiento es circular y
se practica la pseudociencia.
Ballast:
En 2007 y posteriormente, usted ha criticado el libro del científico Jared
Diamond, Colapso, que fue un éxito de ventas. Usted rebate la idea de que el
crecimiento demográfico es un factor que sobredetermina la crisis
medioambiental: ¿puede explicarnos por qué?
Tanuro:
Es evidente que la demografía es un elemento de la ecuación medioambiental. Lo
que he criticado en Diamond, entre otras cosas, es su intento de erigir la
demografía en el factor sobredeterminante, la explicación en última instancia
de los llamados colapsos de sociedades humanas, y por consiguiente en la
palanca principal de una política encaminada a evitarlos. Después, las críticas
que formulé se han visto ampliamente confirmadas por numerosos trabajos
científicos. En particular, se ha demostrado de manera incontestable que la
explicación del colapso de la Isla de Pascua que propuso Diamond (la teoría del
ecocidio por parte de una población que había sobrepasado la capacidad de carga
del ecosistema y que presenta todos los signos de una hibris delirante) no era
de punta a cabo más que una trama de contraverdades creadas con toda clase de
elementos. Lejos de ser los brutos imbéciles descritos por Diamond, los rapa
nui (nombre polinesio de los pascuanos) habían desplegado tesoros de
inteligencia para proteger el medioambiente de su isla, inclusive, si fuera
necesario, contra sus propios errores.
Fueron
las incursiones esclavistas y el colonialismo los que destruyeron aquella
notable civilización y arruinaron definitivamente el ecosistema. Pero esta
verdad tiene dificultades para salir del pozo, sobre todo en Francia, donde las
más altas autoridades del Estado siguen promoviendo el libro Colapso, el gran
éxito de Diamond. Espero que los colapsólogos acaben distanciándose de este
personaje reaccionario y racista.
Notas
[1]
Cambio energético, en alemán. Energiewende es el nombre del programa de
transición energética de Alemania. Las dos principales medidas que prevé son el
abandono de la energía nuclear en 2022 y una generación eléctrica a partir de
fuentes 100 % renovables en 2050.
[2]
Movimientos de resistencia de todo el mundo contra las industrias de energías
fósiles.
[3]
El hidrógeno se propone a veces como una solución energética, especialmente
para los vehículos: una pila de combustible transforma el hidrógeno en
electricidad. Véase “El falso milagro de la ‘revolución del hidrógeno’”, https://vientosur.info/spip.php?article14486
[4]
Véase Serge Audier, L’Âge productiviste, La Découverte, 2019.
[5]
Para Marx, la forma inicial de circulación de mercancías tiene lugar de acuerdo
con el siguiente proceso: una mercancía se cambia por dinero, que a su vez se
cambia por otra mercancía (es el ciclo M-D-M’). Pero existe otra forma de
circulación del capital: el dinero se transforma en mercancía, que a su vez se
retransforma en dinero (D-M-D’). En el primer caso, el dinero no es más que un
medio de intercambio de mercancías; en el segundo, el dinero es la finalidad
misma de la circulación.
[6]
En la teoría marxista, el trabajo está en el origen de la producción de valor.
Este se define por el trabajo abstracto, el tiempo de trabajo medio socialmente
necesario para producir una mercancía. Al trabajador solamente le pagan la
parte necesaria para su supervivencia: el excedente constituye el sobrevalor (o
la plusvalía) que se apropia el capitalista.
[7]
Enclavamiento.
[8]
Doctrina que considera que todo, en el mundo, tiene una finalidad [un
objetivo].
21/06/2019.
Traducción: viento sur
https://www.vientosur.info/spip.php?article14953
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Fuente: https://redlatinasinfronteras.wordpress.com/2019/08/01/entrevista-con-daniel-tanuro-ingeniero-agricola-ecologista-y-activista-socialista/
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