El extractivismo como cultura
14 de octubre de 2016
Por Raúl Zibechi
A medida que el extractivismo y los procesos
políticos asentados en ese modelo comienzan a mostrar grietas, por la abrupta
caída de los precios de lascommodities, estamos en mejores condiciones para
comprender sus características profundas y las limitaciones de los análisis
anteriores. Una de ellas, y debemos asumir la autocrítica en primera persona, consiste en haber mirado
primordialmente el costado ambiental y depredador de la naturaleza del modelo
de conversión de los bienes comunes en mercancías.
Ahora podemos dar un paso más, algo que ya hicieron los zapatistas
hace más de una década, cuando
definieron el modelo como cuarta
guerra mundial. El otro error de bulto fue considerar
el extractivismo como modelo económico, siguiendo el concepto de acumulación por desposesión de David Harvey. En suma, al error de haber centrado
las críticas –de modo casi excluyente– en lo ambiental, se sumó el economicismo
del que adolecemos muchos de los formados en Marx.
El capitalismo no es una economía, sino
un tipo de sociedad (o formación social), aunque evidentemente existe una
economía capitalista. Con el extractivismo sucede algo similar. Si la economía
capitalista es acumulación por extracción de plusvalor (reproducción ampliada
del capital), la sociedad capitalista produjo la separación de la esfera
económica de la política.
La economía extractiva, de conquista, robo y pillaje, es
apenas un aspecto de unasociedad extractiva, o una formación social extractiva, que es la
característica del capitalismo en su fase de dominio del capital financiero.
Más allá de los términos, interesa
subrayar que vivimos en una sociedad cuya cultura dominante es de apropiación y
robo. ¿Por qué hacer hincapié en la existencia de una cultura extractivista
diferente de la hegemónica en otros periodos del capitalismo? Porque nos ayuda
a comprender de qué se trata el mundo en el que vivimos y las características
del modelo contra el que nos rebelamos.
Para comprender mejor en qué consiste
esa cultura, sería necesario compararla con la cultura hegemónica en periodos
anteriores, por ejemplo, durante el predominio de la industria y el Estado
desarrollista. En aquel lapso, los trabajadores manuales de la industria
sentían orgullo por su oficio y por ser productores de riqueza social (aunque
una parte sustancial fuera apropiada por el patrón). Ese orgullo tomaba forma
de conciencia de clase cuando se identificaban los intereses propios mediante
la resistencia a los explotadores.
No era el orgullo tonto de quien se
cree superior, sino el resultado del lugar que tenían los obreros en la
sociedad; lugar que no habían heredado, sino construido en una larga y paciente
lucha. Entre mediados del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX, los
obreros –y a veces las obreras– se formaron a sí mismos a la luz de la vela
luego de extenuantes jornadas de 12 horas de trabajo, crearon espacios propios
de encuentro y ocio (ateneos, teatros, bibliotecas, cooperativas, sindicato),
instituyeron formas de vida con base en la ayuda mutua, crearon maravillas como
la Comuna de París y la Revolución de Octubre, además de una larga decena de
insurrecciones urbanas. Tenían motivos para la autoestima.
En la vida cotidiana, la cultura obrera
giraba en torno al trabajo, la austeridad por convicción, el ahorro como norma
de vida y la solidaridad por religión. El mameluco de trabajo y la gorra eran
señas de identidad con las que andaban por sus barrios, porque no querían
vestirse como los patrones; todo en sus vidas, desde la vivienda hasta los
modales, los diferenciaba de los explotadores. Esa cultura tenía sesgos
opresores, como bien saben las mujeres y los hijos e hijas de los obreros
industriales. Pero era una cultura propia, basada en el autocultivo de sí
mismos, no en la imitación de los de arriba.
Este largo rodeo pretende llegar a un
punto nodal: la cultura obrera podía conectar con la emancipación. La
cultura extractivista va a contrapelo. Aunque portaba elementos opresivos,
aquella cultura contenía aspectos valiosos, potencialmente anticapitalistas.
La cultura extractivista es el resultado de la mutación generada
por el neoliberalismo, a caballo del capital financiero. El trabajo no tiene el
menor valor positivo, lugar que ocupan ahora el pillaje y sus contracaras, el
consumismo y la
ostentación. Donde antes había orgullo por hacer, la cultura
gira ahora en torno al pavoneo de marcas y modas. Mientras los obreros de
antaño condenaban el robo, por razones estrictamente éticas, hoy se festeja la
apropiación, aun cuando la víctima sea vecina, amiga y hasta familia.
No toda la sociedad luce esta forma de
vivir, ciertamente. Pero son modos que han ganado terreno en sociedades donde
los jóvenes no tienen empleo digno ni un lugar en la sociedad, ni la
posibilidad de labrarse un oficio trabajando, ni conseguir un mínimo ascenso
social luego de años de esfuerzos. Ni memoria de aquel pasado, que es lo más
pernicioso, ya que atenta contra la dignidad.
El extractivismo ha evaporado los
sujetos, porque en la llamada producción sencillamente
no los hay. Incluso en la esfera de la reproducción, el sistema se esfuerza por
mercantilizarlo todo, desde los nacimientos hasta la alimentación, arremetiendo
contra el papel central de las mujeres en esos espacios. De ahí la importancia de las
microresistencias: el tianguis, el barrio, los territorios populares, los
espacios colectivos del más diverso tipo. Ellas alimentan las grandes
rebeliones.
Si es cierto que la cultura hegemónica
bajo el extractivismo obstruye los procesos emancipatorios, la organización y
las resistencias, estamos
ante la necesidad imperiosa de trabajar a contrapelo de esa cultura. Los
cimientos del mundo nuevo están ahí, en la vida cotidiana. Por eso el empeño en
los trabajos colectivos, en todas las resistencias. Esos trabajos moldean una
cultura nueva, que rescata lo mejor de la cultura obrera e intenta (no siempre)
acotar las opresiones.
Fuente: http://jornada.unam.mx/2016/10/14/opinion/020a2pol
No hay comentarios:
Publicar un comentario