Mientras que un
movimiento contrainsurgente consiente el pisoteo del concepto político de
soberanía alimentaria asociándolo al sector agroexportador de granos y
biocombustibles, la sociedad se ve expuesta nuevamente a un escenario de
disputas entre las exacerbaciones de una derecha reaccionaria, destituyente y
beneficiaria exclusiva de un modelo agroalimentario ecocida y la obnubilación
política de un pensamiento monolítico e impulsivo rebasado de discrecionalidad
arbitraria.
En el centro de esas disputas, estamos todas y todas, víctimas de un
modelo agroalimentario que enferma, mata y contamina.
La praxis insurgente
contra el régimen del agronegocio, ha enseñado a quienes desde hace casi 20
años lo enfrentan cara a cara, a leer las letras chicas de esas
reglamentaciones hechas a medidas del sector agroindustrial, aún vigentes. A
saber de las metas del Plan Estratégico Agroalimentario siempre activas y con
un guiño permanente a los desmontes y la extensiòn de la frontera agropecuaria
de la mano de los monocultivos transgénicos, como la verdadera política de
Estado en materia de agricultura, cualquiera sea el gobierno de turno.
También, a vigilar
los reclamos judiciales por las patentes de secuencias genéticas que las
corporaciones como Monsanto y Bayer mantienen antes los poderes judiciales para
quedarse con todo el material genético. A estar en alerta continua a todos los
proyectos de leyes, ordenanzas o resoluciones, en danza, de cualquier signo
político, que a lo largo de estos años han procurado beneficiar al agronegocio
explícita o subrepticiamente. Entre otros, desde el proyecto de ley de Basterra
sobre el SENASA, en el año 2015, procurando darle una mano a Monsanto para
ocultar los daños del glifosato y de todos los agrotóxicos; pasando por el proyecto
de ley de semillas de Gabriel Delgado creando el canon tecnológico y
restringiendo el uso propio, o la ley de buenas prácticas agrícolas en Córdoba
(apoyada increiblemente por actores impensados); y la resolución 246/18 de
Sarquis en la Provincia de Buenos Aires permitiendo fumigar con venenos al lado
de las viviendas y escuelas rurales; hasta la reciente resolución del Canciller
Solá autorizando la importación de insumos para la fabricacion de venenos y
garantizar su uso en la cuarentena y el flamante proyecto de ley de
Agroecología del senador Durañona, en la Provincia de Buenos Aires, que
pretende validar el uso de agrotóxicos a 300 metros de los
proyectos agroecológicos (y por ende, viviendas familiares) y reducir el
estandar de 2 kms para las aéreas a 500 metros , como si la lucha de los pueblos
fumigados por estándares de protección - muy superiores logrados durante éstos
últimos 20 años - fuera una mera mueca de la historia destinada a un olvido
inaceptable, y lo mas grave, dando una señal de alerta para la post-pandemia:
que siga todo igual.
La soberania alimentaria y los impactos ambientales y
socioeconómicos del modelo agroexportador, contaminante, extractivista y de
acumulación del agronegocio son cosa seria como para someterlos a semejante
escenario de subterfurgios, con los que se viene improvisando e intentando un
ensayo de disputa en un callejón sin salida, en el cual el Estado, en manos de
un gobierno decidido a profundizar el modelo agroindustrial - a través de
YPF AGRO y con Gabriel Delgado a la cabeza - sueña mas que nunca con la Vaca Viva de la misma
manera que soñó con Vaca Muerta, y ya sabemos de que se tratan, la una y la
otra, por mas negación de la realidad que se haga, ni una es soberanía
enérgetica ni la otra soberanía alimentaria, sino las dos caras de una misma
moneda del extractivismo.
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