Comodoro, el boom petrolero
de la desigualdad
16 de junio de 2019
Por Natalia
Barrionuevo
En Comodoro Rivadavia viven dos ciudades: la del orgullo ypefiano
y la más reciente del boom petrolero que habilitó un consumo desenfrenado, bajo
duras condiciones, para los trabajadores de pozo. “Nacidos y criados” y “negros
con plata”. En este ensayo una socióloga y una fotógrafa social nos brindan
elementos para pensar: ¿cuáles son los lazos sociales de los proyectos
económicos? ¿qué producen los altos salarios de un proyecto extractivo? ¿por
qué este proyecto es también un boom de desigualdad?
Voy a compartir una mirada sobre la historia social de la segunda
ciudad más poblada de la
Patagonia Argentina : Comodoro Rivadavia. Se fundó a poco de
iniciado el siglo XX y a principios de los años 2000 experimentó un auge
descomunal en su principal actividad económica: el petróleo. ¿Cómo se reproduce
un orden en tiempos de crecimiento extractivo? ¿Cuáles son las estructuras
sociales del boom petrolero?
Comodoro Rivadavia está ubicada en la Cuenca del Golfo San Jorge
que, según datos de 2018 de la Secretaría de Energía de la Nación, produce el
48% del petróleo a nivel nacional y el 11% del gas natural. La explotación se
da por medio de concesiones estatales a empresas operadoras mayormente
multinacionales, como Pan American Energy y Tecpetrol, que -a su vez- contratan
a empresas de servicios que se ocupan del proceso productivo.
Esa industria extractiva, cuyo producto en mayor medida se
exporta, se comporta cíclicamente a la par de los vaivenes del capitalismo
mundial. Entre 2004 y 2008 un contexto nacional favorable al cambio monetario
signado, además, por el alza del precio internacional del crudo, provocó en
Comodoro la apertura de nuevos comercios, el crecimiento de las ventas, el
aumento de las operaciones inmobiliarias y del parque automotor, el incremento
considerable del costo de vida, las mayores tasas de sobreocupación del país,
la creación de fuentes de empleo y la llegada de numerosos migrantes –de países
limítrofes y otros latinoamericanos, principalmente- atraídos por las
oportunidades laborales. Sólo durante 2004 la actividad hidrocarburífera generó
23.750 puestos de empleo directo en la Cuenca; lo que representó el 9,8% del
empleo de Chubut y Santa Cruz, tal como señala el Observatorio en Economía de
los Recursos Naturales de la Universidad Nacional de la Patagonia.
Entre 2004 y 2008 un contexto nacional favorable al cambio
monetario signado, además, por el alza del precio internacional del crudo,
provocó en Comodoro la apertura de nuevos comercios, el crecimiento de las
ventas, el aumento de las operaciones inmobiliarias y del parque automotor, la
creación de fuentes de empleo y la llegada de numerosos migrantes.
Sin embargo, en esos años de gran y acelerado crecimiento
económico –localmente conocido como “boom petrolero”- se profundizaron las
desigualdades entre grupos comodorenses. Marginalidad, pobreza y alienación
conformaron el lado B de una ciudad colapsada, con una demanda no cubierta
desde el Estado de viviendas, infraestructura y servicios sociales, con incontables
tomas de tierras y una inseguridad creciente.
Las distancias salariales son uno de los telones de fondo de la
atmósfera social extractiva: según datos de 2016, el personal no calificado
percibía el equivalente a entre 2 y 4 mil dólares; y el personal calificado,
con estudios secundarios completos o más, hasta 6 mil dólares, mientras que el
salario de un maestro rondaba los 500 dólares, y el de un director de escuela
los 1000. Si bien los salarios de los trabajadores petroleros, se incrementaron
considerablemente durante los años del boom superando la media del resto de los
trabajadores argentinos, eso no se tradujo en una mejora de las condiciones de
trabajo. Se trata de un
tipo de actividad laboral que domina la vida cotidiana, con ritmos de trabajo
impuestos por la producción continua de un recurso no renovable. A las extensas
jornadas laborales de doce horas, bajo turnos rotativos en algunos casos, se
suman las horas de viaje desde los domicilios hasta el campo, como localmente
se denominan a los yacimientos. Por otro lado, especialmente en momentos de
booms, es un tipo de industria que propicia la inserción preferencial de los
hombres en el mercado de trabajo, en tareas representadas como masculinas a
partir de sentidos que asocian el trabajo con la fuerza física, favoreciendo
así el modelo del varón petrolero como proveedor económico.
Durante ese momento de bonanza, además, los trabajadores
petroleros de menor jerarquía, generalmente empleados en compañías privadas y
ligados a tareas de perforación de los pozos, se volvieron –junto a sus parejas
mujeres- objeto del desprecio de clase que, resumido en el mote de “negros con
plata”, condenó sus comportamientos y estilo de vida por considerar que la suba
de sus ingresos salariales, con el consecuente incremento de sus posibilidades
de consumo, no se correspondía con sus niveles educativos ni de prestigio
social. El refrán popular “aunque la mona se vista de seda, mona queda” se
reiteró por esos años en la ciudad petrolera, aludiendo a la idea de “nuevos
ricos” para referirse a los petroleros y un origen estigmatizado que el ascenso
económico no podía cambiar. Ese estigma se concentró fuertemente en el consumo
de bienes considerados incultos y ordinarios a pesar de ser caros y lujosos,
tal como las camionetas 4×4.
La clase media local, con sus salarios devaluados en muchos casos,
experimentó no sólo un sentimiento de invasión espacial en los comercios, los
lugares de recreación y las escuelas privadas, y dificultades para volverlos
exclusivos; sino también la incomodidad de que aquellos sectores populares se
salieran de los lugares socialmente asignados. Similar lógica se vivenció,
además de en la ciudad, en los mismos pozos de petróleo, donde convivían
trabajadores de distintas jerarquías. Algunos ingenieros, cuando tenían que
permanecer tres o cuatro días en el campo, evitaban utilizar el mismo baño de
los “boca de pozo” –es decir, los trabajadores de perforación-, y dormían en la
camioneta en vez de en los tráilers para no estar cerca de ellos.
Ante la amenaza de pérdida de poder, esos sectores medios
movilizaron y expusieron ciertos recursos simbólicos para reafirmar su dominio
cultural, distinguiéndose así a partir las jerarquías laborales, las
credenciales educativas y el hecho de estar empleados en tareas mentales; en
oposición a las tareas manuales de los petroleros. Sin embargo, estaban
vinculados directa o indirectamente con el mundo petrolero del cual intentaron
fervientemente diferenciarse: directamente, al desempeñarse laboralmente en la
industria; indirectamente, al tener familiares que así lo hacían o bien al ser
comerciantes o rentistas que sacaron provecho de los elevados ingresos
económicos de aquellos trabajadores petroleros a quienes despreciaban.
A nivel ocupacional, esos sectores medios eran generalmente
profesionales, comerciantes y supervisores petroleros que llevaban un tiempo
prolongado habitando la ciudad; lo que derivó en experiencias y memorias
compartidas condensadas bajo el título de “NyC” (nacidos y criados). El
discurso –reforzado desde el propio municipio- ligado a los “pioneros
comodorenses” los emparentó a los primeros inmigrantes europeos, aquellos que
forjaron la historia local. Particularmente se dio, en algunos casos, la
asociación de la propia familia con la historia ypefiana, matriz fundacional de
la ciudad. Los
ypefianos fueron un grupo que tuvo posibilidades de movilidad social ascendente
intergeneracional, que gozó de los derechos laborales que trabajar en esa
empresa representaba y dio impulso a la conformación de una garantizada clase
media.
Los años “dorados” del
oro negro
La petrolera estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales operó en
Comodoro Rivadavia desde su fundación en 1922 hasta que fue privatizada a
comienzos de la década de 1990. YPF cumplió una función de integración social a
partir de su red de instituciones prestadoras de servicios sociales -como la
escuela, el hospital, la parroquia, el cine y los clubes deportivos- además de
los símbolos y valores que la unieron a sus empleados en el marco de un proyecto
nacionalista y una relación laboral estable y segura. Juan, un profesor de
Historia de alrededor de 40 años, relató que su abuelo Fausto fue gerente de la
proveeduría de YPF habiendo cursado sólo hasta sexto grado de la primaria. Ese
trabajo de Fausto posibilitó, además, otros logros: sus cinco hijos, y sus
cuatro nietos (uno de los cuales es Juan), lograron completar estudios
terciarios y universitarios.
Por supuesto que la integración ypefiana tenía sus límites y sus
desigualdades. Por un lado, el acceso a la vivienda en el campamento central se
daba a partir de barrios organizados según jerarquía laboral y estado civil de
los obreros. Por otro lado, el resto de los trabajadores de la ciudad no
contaba con los beneficios sociales que ser ypefiano significaba; por lo que
éstos eran considerados “mimados del Estado”. Rubén lo expresó así en el
testimonio que ofreció al diario local El Patagónico en septiembre de 2012:
“Hubo muchos sinvergüenzas y vagos en la YPF estatal y sólo se acomodaban ellos
(…) habían formado una elite con todo pago y gratis a costa del resto de la
población”.
Es decir que el recelo hacia los trabajadores de la industria
siempre estuvo, a la vez que estos se constituyeron a lo largo del tiempo en un
grupo diferenciado. En tiempos de YPF, las políticas de bienestar emanadas de
esa empresa les permitieron gozar de privilegios, como ya referimos. En el
boom, en cambio, los elevados salarios del sector se volvieron el elemento
diferenciador y generador del habitual discurso de los no petroleros que
sostenía “no todos somos petroleros”; en protesta por la inflación de precios
de la que se los culpaba. Del otro lado, la respuesta de los trabajadores del
pozo remitía a lo sacrificado de la tarea a la intemperie en un clima hostil, y
concluía que por esa razón la paga era justa y acorde.
Por otro lado, en la comunidad ypefiana fuertemente regulada por
el Estado, las políticas sociales de la empresa estaban mayormente dirigidas a
los hombres en tanto jefes de familia, mientras las mujeres eran consideradas
de acuerdo al modelo de madres-esposas y relegadas a la esfera hogareña y de
cuidado, o bien incorporadas como trabajadoras en tareas extensivas de las
domésticas como las de limpieza y cocina. Fueron esas representaciones, roles y
expectativas previas las que se tensionaron durante el último boom petrolero.
Por esos años las parejas mujeres de los trabajadores petroleros de menor
jerarquía incumplieron, desde ciertos sentidos dominantes en circulación
social, los dos principales mandatos que recaen sobre las mujeres en los
tiempos que corren: no sólo no eran buenas esposas, madres y amas de casa
dedicadas a sus obligaciones domésticas (consistentes, por ejemplo, en
cocinarles sano a sus hijos y prepararles las viandas a los maridos); sino que
tampoco trabajaban fuera del hogar ni eran económicamente independientes. Es
decir que se salieron de ciertos lugares histórica y socialmente asignados que
–por eso mismo- fueron reforzados.
Como vemos, durante ese momento de prosperidad económica, no se estigmatizó
del mismo modo a los varones petroleros que a sus parejas mujeres. Sobre ellas
recayó –además del desprecio de clase que más arriba describimos- el desprecio
de género. Las acciones masculinas (y todo aquello que resultó “molesto”)
fueron en última instancia justificadas al considerar a los hombres como
víctimas de mujeres vagas, infieles, mantenidas y derrochadoras que salían de
fiesta mientras sus maridos estaban “rompiéndose el lomo” en el campo. Esas
representaciones negativas las invisibilizaron en la esfera del trabajo
remunerado y no remunerado, y las hipervisibilizaron en relación al uso del
tiempo libre, el ocio y el consumo; actividades en las que se condenó
moralmente su presencia pública y sus formas de malgastar el tiempo y el dinero.
Si bien sobre los valores petroleros también recayeron
valoraciones negativas en torno a sus prácticas de consumo y endeudamiento,
tipificadas en el alcohol, las drogas, las prostitutas y los televisores
“plasma” de muchas pulgadas, sus parejas mujeres fueron consideradas como
quienes gastaban más y peor en ropa, maquillaje y peluquería. El consumo
femenino sufrió una “doble discriminación” al no ser ellas las que ganaban el
dinero; ni ser tampoco aquellas buenas madres y esposas ypefianas, dedicadas al
cuidado de otros y la buena administración del hogar, sino que destinaban su
tiempo a un consumo superfluo y frívolo.
A nivel general, tanto los varones petroleros como sus esposas
aparecieron en los discursos dominantes de los sectores medios incapaces de aprovechar
racionalmente ese presente de abundancia económica (en, por ejemplo, la
construcción de propiedades para alquilar) o buscando progresar en la vida con
visión a futuro. Paradójicamente, esos discursos dominantes planteaban la
planificación futura como una cuestión de desarrollo individual, negando las
dificultades del mañana incierto a las que una sociedad extractiva, que vive
hace más de 100 años de un recurso finito sin pensar seriamente alternativas a
ese modelo socioeconómico, se enfrenta en su conjunto.
Pero la negación de sí misma de esta sociedad transitó también
otro carril paralelo. Todos los prejuicios y estereotipos que recayeron sobre
los trabajadores petroleros y sus parejas mujeres solían ser sostenidos, muchas
veces, por ellos mismos para distanciarse de esas representaciones negativas
que los condenaban. Así, el petrolero siempre era el otro en esta sociedad
petrolera: nadie quería ser petrolero, ni los mismos petroleros, aunque no
conocimos un “petrolero” ni una “mujer de petrolero” como el imaginario local
dice que es y se comporta. Esos estereotipos no existen, y todos (mujeres,
hombres, sectores medios, sectores populares) daban cuenta de su existencia
para decir lo que no eran ni querían ser. Son figuras que sirven para distinguirse
y para indicar quién es parte deseable de esta comunidad, quién tiene derecho a
habitarla legítimamente, quién puede transformarla, y quién no.
El trabajador petrolero del último boom es –entonces- todo lo que
la sociedad comodorense no quiere ser, a la vez que encarna lo que histórica e
innegablemente es. El petróleo atraviesa a esta sociedad, la constituye y
conforma, pero también revela sus miedos más profundos, los de cuestionarse la
propia distribución de posiciones a su interior. La paradoja de que nadie
quiere ser petrolero en una sociedad petrolera donde todos lo son -ya sea como
trabajadores de la industria, a partir de trayectorias familiares, o en tanto
dueños de comercios o propiedades en alquiler que se beneficiaron del boom-, es
el síntoma de una negación profunda a asumirse como tal y, en consecuencia, a
pensarse como conjunto social con sus potencialidades y dificultades. El
petróleo es hoy, en este punto sur del mapa, la fuente de desintegración y
discriminación bajo la cual vivimos juntos.
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