Productores, Municipio
y
5 de diciembre de 2016
Guaminí significa en idioma mapuche “isla adentro” (de la gran
laguna que existe en la zona). Está ubicada en el extremo oeste de Buenos
Aires, casi en el límite con La Pampa. 2800 habitantes, calles anchas, casas
bajas y tranquilidad que no se consigue en la ciudades. Las
bicicletas duermen en la vereda sin cadenas ni candados. Incluso los autos
quedan abiertos y nunca falta nada. Pero lo más trascendente es una política
pública local que desafía a un modelo global: el municipio reunió, y apoyó, a
ocho productores para realizar una transición hacia la agroecología, producir
alimentos sanos, libre de transgénicos y agrotóxicos. Comenzaron con 100 hectáreas y, en
solo tres años, bajaron costos, mantuvieron buenos niveles productivos y ya
cultivan 1500 hectáreas de
alimentos sanos, libre de venenos.
A la defensiva
El disparador fue el mismo padecer de cientos
de pueblos del país. Las fumigaciones con agroquímicos rodeaban a viviendas e
incluso a barrios enteros de Guaminí. En 2012 comenzó a gestarse la iniciativa
para regular las distancias. Marcelo Schwerdt, director de Medio Ambienta del
Municipio, estuvo entre los impulsores. Relevaron
las escuelas rurales y confirmaron que el 80 por ciento estaba sufriendo la
lluvia de agroquímicos, incluso con los niños en horario escolar.
En la localidad comenzó a darse a la conocida
polarización entre quienes exigen el cuidado de la salud y el ambiente, y
quienes remarcan la necesidad de producir.
Se conformó una mesa con distintos actores y
surgió la idea de charlas-debates para avanzar en una ordenanza de regulación.
Así llegaron hasta Guaminí referentes del agronegocios, que afirmaron que “no
se puede producir sin químicos”, investigadores que alertaron sobre los efectos
en la salud y sectores de productores.
Marcelo Schwerdt observó un video en youtube
de Eduardo Cerdá, ingeniero agrónomo, impulsor de agroecología extensiva
(producción sin químicos ni transgénicos a mediana y gran escala, no sólo
pequeñas superficies). Sin mucha expectativa de éxito, se contactó vía Facebook
y lo invitó a una charla abierta en Guaminí.
Cerdá respondió a las pocas horas. La
respuesta era afirmativa y proponía el 14 de abril.
“Fue impresionante”, resume Marcelo Schwerdt,
sin ocultar la admiración.
Cerdá hizo un repaso sobre las experiencias
agroecológicas y detalló la experiencia de La Aurora ( ver aquí ),
emprendimiento bonaerense que produce sin químicos desde hace veinte años.
Un grupo de productores quedó entusiasmado y
propuso a Cerdá realizar una experiencia piloto. Lo pensó y sólo pidió que el
Municipio se involucre. Y marcó sus límites: solo podría visitar los campos
cada dos meses.
Comenzaba la experiencia agroecológica en el
oeste bonaerense.
Voces
“Fue un despertar. Ver algo distinto, con todo
un abanico de posibilidades”, recuerda Rafael Bilotta, en su casa centenaria
del centro de Guaminí. Fue la vivienda de sus abuelos, de su madre y desde la
década del 80 él vive allí. Comparte con sus hermanos un campo de 700 hectáreas , y
siempre produjo como se hace en la zona, con químicos y más químicos.
Fabián Soracio estaba el día de la charla de
Cerdá y también forma parte del grupo. Fue quien hizo la pregunta más incómoda
aquel día: “¿Y qué hacés con el gramón (una maleza que tiene a maltraer a
agrónomos y resiste a los litros y litros de herbicidas)?”.
Cerdá fue sincero: “Aún no me ha pasado.
Cuando me toque, te digo cómo lo hacemos”.
Fueron ocho productores, con una pequeña
porción de parcelas cada uno. En total era unas 100 hectáreas , en las
que dejaron de echar venenos y sembraron avena, vicia, trébol rojo, sorgo,
trigo, entre otros.
Miedo
Fabián Soracio gráfica uno de los pilares del
agronegocios. “No quería aplicar tanto (herbicidas), pero cuando veía algunas
malezas llamaba al agrónomo, que es ‘el que sabe’, y me decía que aplique más. Y yo lo hacía por algo muy básica,
tenía miedo de no sacar buen rinde, y si no produzco lo pensado no puedo pagar
las deudas, y me endeudo, y pierdo todo. El miedo estaba en toda esa cadena “.
Mauricio Bleynat es tambero y productor
agropecuario. Campo de 75
hectáreas que trabaja con su padre y su hija de 14 años.
“Te meten en la cabeza que sin aplicación no producís. Y si no producís… perdés
el campo”.
Marcelo Schwerdt, que además de director de
Ambiente es doctor en Biología, asiente con la cabeza. Es hijo de
productor agropecuario y lo vivió dese chico. “Comenzás aplicando dos litros
por hectárea, luego tres. Aparecen más malezas y ya te dicen que un poco más. Y
así terminás echando más de diez litros. Es una agricultura de bidones (de
químicos)”, grafica.
Cambios
Lo primero que hicieron fue hacer diagnósticos
colectivos de los campos. Sucedió con la primera recorrida con Eduardo Cerdá.
Iban todos juntos a los campos, escuchaban, miraban, proponían. Cambios
concretos estaban en marcha: ya no estaba cada uno solo en su campo, sino con
pares. Segundo: no era el agrónomo el que decidía qué hacer. Cerdá no tenía la
verdad revelada, sólo sugería y, sobre todo, preguntaba. ¿Cuántos años cultivás
lo mismo? ¿Tenés animales (vacunos)? ¿Cuántos? ¿Cuándo entran a comer a este
lote? ¿Por qué aplicás? E infinidad de preguntas más.
Surgen anécdotas con otros “asesores” (como
muchas veces se dice a los agrónomos). Todos tiene experiencia de casos en el
que “el profesional” (otra forma de llamarlos/se) ni siquiera bajaba de la camioneta. Decía
qué (y cuánto) químico había que aplicar sin siquiera detener el vehículo.
Fabián Soracio va más allá: “Es común que ni
visitan el campo. Te dicen cuánto aplicar por teléfono”. Mauricio Bleynat es más
duro: “Es un modelo que se maneja desde un escritorio. Ni siquiera viven en el
campo. Es más, nos quieren echar a los que si vivimos y trabajamos en el
campo”.
Inicios
Dejar de aplicar químicos y vuelta a rotación
de cultivos (incluso algunos que
hacía años no sembraban). A vena, vicia, trébol rojo, sorgo, trigo, cebada,
maíz . Hacer trigo, aunque haya malezas en el medio y les parezca una pecado.
Llamaban a Cerdá y le transmitían el temor de las malezas en el trigo. Del otro
lado del teléfono, Cerdá los calmaba. Les decía que esperen dos semanas (hasta
la próxima reunión), insistía en que no apliquen. Cuando tocaba la recorrida,
la maleza ya había cedido. Una de las claves es que la maleza (en realidad es
una planta no deseada) tenga competencia, y eso la hace ceder, perder fuerza,
incluso desaparecer.
“Y se cosechó bien. Quizá el que manejaba la
máquina puteaba un poco por algún cardo que había, pero daba muy buena
producción”, sonríe Rafael Bilotta.
También fue fundamental aprovechar los
animales, que entren, coman, y bosteen en el mismo lugar (fertiliza el suelo, enriquece, conserva los nutrientes).
Otra clave: dejar de desparasitar a todos los vacunos según calendario. La
mirada veterinaria dominante es suministrar la conocida ivermectina (potente
droga para ganados). La consecuencia no deseada es que afecta la bosta, y está
no sirve para fertilizar los suelos.
Fabián Soracio explica que hay que mirar los
animales y desparasitar según cada caso, viendo si es necesario, no por
calendario y de manera general a todos.
Pasó el año, la media docena de visitas de
Cerdá y los resultados fueron positivos: buena producción (igual o apenas por
debajo de los campos con químicos), pero mucho menor costo de producción.
Aclaración (ellos mismos la realizan): hubo
lotes particulares donde los resultados no fueron los esperados, donde aún
deben probar opciones, pero en general fueron buenos de producción y
rentabilidad positiva.
Otro hecho fundamental fue la visita a la charca La Aurora ,
en Benito Juárez. Allí conocieron las 650 hectáreas de Erna
Bloti y Juan Kiehr, su trabajo de veinte años en agroecología. Los impactó.
“Me llamó la atención el suelo, nunca lo había
visto con esas consistencia y olor. Era pura fertilidad. También los animales
(vacas), el estado físico maravilloso, hasta en el pelaje se notaba”, recuerda
Rafael Bilotta y enumera una lista de hechos positivos, pero intenta resumirlos
en dos puntos: “Se respira otro aire, y quiero que mi campo vaya en ese
camino. Segundo, en La Aurora
vi que era posible algo distinto, no era sólo teoría, lo vivimos recorriendo el
campo. Es una fiesta”.
Campos
Camino de tierra ancho. Viviendas cercanas al
alambrado. Perros que se arriman enojados. Recibe Mauricio Bleynat, apretón de
manos fuerte e invita a conocer el pequeño tambo. Seis bajadas en línea, entre
20 y 30 vacas para ordeñe. El precio de la leche está muy bajo, 3,10 pesos el
litro (piden al menos 5 pesos). Explica que los tambos pequeños, como el suyo,
sobreviven (no tiene trabajadores a cargo y menores cargas impositivas), pero
los medianos están en problemas (de más de 150 vacas y hasta 1000).
Como en otros ramos de la producción, los
grandes dominan el mercado y fijan precios bajos para el productor. En lechería
dos compañías son las que definen el mercado (y los precios): La Serenísima y
Sáncor.
Mauricio Bleynat sabe que cambiará la suerte
con algo de capital: no vender más leche, sino procesarla y comercializar los
quesos. El margen de ganancia será mayor. Está en ese camino.
Arriba del auto y unas cuadras hasta un lote
cultivado. Muestras avances, cuenta que tuvo pasto para animales como hacía
años no producía (incluso su tío le cosechó y se convenció tanto que él también
comenzó a hacer hectáreas sin químicos).
Cuenta con el apoyo de su padre (que desde
hace años tiene su huerta libre de químicos) y de su hija, que estudia en una
agrotécnica y donde también combate al agronegocios: “Le discute a los profes porque
casi todos tienen el casete de producir con transgénicos y venenos. Y ella le
dice que hay otra forma, que muchos producimos de otra manera” . Bleynat le aconseja que no discuta
mucho, que tampoco se enoje, y al mismo tiempo (sin decirlo) el orgullo está a
flor de piel.
Cinco minutos de auto, tranquera abierta, y
bajo un árbol espera Rafael Bilotta en su camioneta. Muestra unas parcelas.
Avena, vicia, trigo. En una parcela se deja ver la famosa “rama negra” (una
“maleza” que tiene a maltraer al agronegocios). No hay mucho, pero se observan
algunas. Bilotta sonríe: “Antes me volvió loco cuando aparecían. Ya no”. Y
explica que lo sembrado le irá compitiendo espacio a las plantas no deseadas.
En estos dos años ha tenido buenas experiencias.
Su hijo estudiaba agronomía. Dejó la carrera,
en buena medida asqueado porque solo le mostraban la opción de agricultura-química.
“Un día me dijo ‘papá vos sabés lo que estás echando'”, recuerda.
Se quedó sin respuesta. Sabía lo que estaba
haciendo y sus consecuencias. Aquella charla de abril de 2014 de Eduardo Cerdá
fue la salida que no veía.
Probó con unas pocas hectáreas, mientras
seguía utilizando químicos en la mayor parte del campo. El segundo año amplió las hectáreas
agroecológicas y va camino a dejar los químicos por completo. Planea hacer tres años de agricultura,
que los vacunos coman, dejen bosta y orina en la tierra, enriquecer suelos.
“Es un cambio productivo, pero también un
cambio en la forma de ver el suelo, los alimentos, la naturaleza y la vida. Se transforma en
una filosofía de vida, estamos en ese proceso y muy felices”, afirma Bilotta.
Trabaja las partes del campo que le
corresponde a tres hermanos. Lo apoyan, pero también sabe que le tienen que dar
los números. Y no duda: “Estoy seguro que va a dar. Es más, ya está dando y
será mejor en los próximos años”. Y explica que bajó los costos entre 30 y 40
por ciento.
Puede ser por ideología, por opción de vida,
por cuidar el ambiente y privilegiar la salud. Y la agroecología también es una opción
para obtener mayor rentabilidad.
Otra vez el auto. Marcelo Schwerdt al volante.
Toma por caminos internos, luego la ruta, una rotonda y otra ruta más angosta,
de asfalto. Mano derecha, tranquera abierta y una casa a lo lejos, rodeada de
árboles. Imagen de postal.
Fabián Soracio trabaja el campo con su padre,
quién le planteó dudas sobre el cambio de modelo. Aún hoy, cuando observa algún
yuyo, le pregunta por qué no echar un poco de herbicidas. Recorrida por el
campo, los distintos estadíos de lotes y un momento de charla en el corral de
vacas. También resalta la importancia de la ganadería, que contribuye a
recuperar la fertilidad de suelos.
Y aclara: no
se considera productor agroecológico. “Yo soy productor agropecuario. Los que
tienen que cambiarse el nombre son los otros… son
productores agro-oncológicos. Es fuerte, lo sé, pero los químicos tienen sus
consecuencias y tienen que hacerse cargo”.
Reconoce que tenía sus dudas, pero a poca de
andar se convenció. También fue muy importante conocer La Aurora.
Combate los prejuicios de otros productores,
que aún creen que dejar los químicos es volver a la azada y carpir la tierra. Su clave:
“Dejar de mirar el campo desde lo químico. Y verlo como un sistema, no cosas
aisladas. Recuperar cosas del pasado, pero también tecnología apropiada y
moderna. Y, sobre todo, no creen en la recetas mágicas que te venden las
empresas”.
Estado
“Fundamental”. Así definen los productores el
rol del Estado. En la experiencia de Guaminí fue el Municipio. Motorizado por
Marcelo Schwerdt, pero con el respaldo del intendente Néstor Alvarez (Frente
para la Victoria ).
Por si hubieras dudas, Fabián Soracio remarca:
“Tiene que ser el Estado, no una ONG que ocupe su lugar. No. El Estado tiene
que ocupar el rol central”.
El gobierno de Buenos Aires no impulsa
proyectos de agroecología. Al contrario, el Senado bonaerense, con apoyo del
gobierno de María Eugenia Vidal, dio media sanción a un proyecto de ley que
permite fumigar hasta sólo diez metros de las viviendas. Sería (de aprobarse),
la más favorable (a los químicos) del país.
¿Y Nación?
Mauricio Bleynat resume: “Me parece que el gobierno nacional
está más preocupado por Monsanto que por otra cosa”.
Los demás productores sonríen en aprobación.
Molino
“La Clara”, se llamaba el molino harinero
emblema de Guaminí. Daba trabajo a cientos de personas y marcó la historia de la ciudad. Su incendio, en
la década del 50, fue un golpe que marcó un quiebre en la población. En todas
las familias existen integrantes que tengan recuerdos y anécdotas de La Clara.
El grupo de productores acopió trigo
agroecológico. Y, con el impulso de Schwerdt desde el municipio, nació la idea
de un pequeño molino. Buscaron financiamiento con Nación y embajadas. No
tuvieron suerte. Se lo plantearon al Intendente. Y confirmó que el Municipio
realizaría la inversión. 36 mil pesos. Un molino realizado en Río Negro,
artesanal, construcción a medida y un proceso que llevó largos meses. En
paralelo, acondicionaron un salón municipal, de unos diez metros de ancho por
otro tanto de largo.
El kilo de harina integral (y libre de
químicos) comenzó a un precio de diez pesos (más económica que las marcas comerciales
de grandes empresas). La mitad del valor era para productores y gastos de
empaquetado. El otro 50 por ciento para tres instituciones de bien público:
hospital, Escuela de Educación Especial 502 y el Centro de Educación Agraria.
El último año el precio aumentó unos pesos, y el reparto se mantuvo igual.
Además, alumnos de la escuela hacen sus prácticas laborales en el molino.
Precio justo para los productores, agregado de
valor, alimento sano para el consumidor, y beneficios para las instituciones locales.
En Guaminí no se consumía harina integral.
Ahora se venden más de 500 kilos por mes y tiene pedidos de Trenque Lauquen,
Chacabuco y Bahía Blanca. Planifican aumentar la
producción (sólo necesitan la inversión para adquirir un molino más grande).
En nombre del emprendimiento (y de la harina
libre de químicos): “La Clarita”.
“Pasaron 70 años desde el incendio del gran
molino. Nunca se pudo retomar un proyecto de agregado de valor agropecuario. En
sólo dos años, este grupo lo hizo posible”, explicó Schwerdt, que ya dejó el
cargo en el municipio (asumió en un Centro de Educación Agraria), pero sigue
acompaña al grupo de productores.
Resultados
En todos los campos redujeron el uso de
agroquímicos, minimizaron costos y mantuvieron la producción sin grandes
cambios. También comenzaron un proceso de recuperación de suelos. Rafael
Bilotta se adelantó con estudios y le dieron mejores indicadores de fósforo,
nutrientes y materia orgánica.
Muestra de la mejora es la sumatoria de
tierras. De las 100 iniciales (2014), pasaron a 970 (2015) y 1500 en las
actualidad. Un aumento geométrico en solo tres años.
Pero no fue sólo el aumento de hectáreas.
También se aprobó una ordenanza en beneficio de la agricultura familiar.
Impulsa ferias de comercialización de productos agroecológicos y, en su
artículo dos, promueve “el acceso a la tierra (fiscales) o a los recursos
naturales requeridos, para emprendedores familiares que realicen proyectos
productivos”.
Dentro de la producción de alimentos sin
químicos y transgénicos funcionan “certificadoras”, que son grandes empresas
que cobran altos honorarios por entregar un sello de calidad (funciona mucho en
los productos orgánicos). Dentro del mundo de la agroecología se cuestiona
mucho el rol de esas empresas.
La ordenanza de Guaminí toma partido en favor
de los productores locales y constituye un sistema de “certificación
participativa del mercado agroecológico”. Con la participación de agricultores, profesionales,
municipio, cámara de comercio, bromatología y consumidores, entre otros,
impulsa que la certificación que garantice la salubridad y calidad sea gratuita
y con múltiples actores. La certificación participativa da cuenta de una forma
de producción de alimentos que “promueve el compromiso con la salud, la
ecología, la equidad y la certidumbre ambiental”.
Es la segunda ciudad de Argentina que tiene
certificación participativa (luego de Goya, Corrientes).
La experiencia de Guaminí fue presentada en
mayo pasado en la localidad de Rojas, cuando se conformó la Red Nacional de Municipios
y Comunidades que fomentan la Agroecología (Renama), donde concurrieron una
veintena de municipios y más de 200 productores agropecuarios, algunos ya
producen de manera agroecológica, muchos otros quieran iniciar el camino de
producir sin venenos y miran al oeste bonaerense. En octubre, fue sede del
segundo encuentro de Renama. Los productores agroecologicos fueron los
protagonistas: Guaminí ya se inscribe en las experiencias concretas que
muestran que es posible otra agricultura.
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