Adelanto del libro que generará polémica
“La Argentina
fumigada”
1 de diciembre de 2016
"Lo cierto es que esos químicos están también adentro
de nuestras heladeras y botiquines. De nuestros cuerpos y el de nuestros hijos,
lo sepamos o no" sostiene la introducción del libro "La Argentina
fumigada" de Fernanda Sández.
Por Primera Plana
A veinte años de la llegada de los cultivos genéticamente
modificados al país, el sector de los agroquímicos que se utilizan para
producir aquello que comemos y vestimos creció casi un mil por ciento. ¿De dónde
viene la idea de que se puede producir alimentos con la ayuda de venenos, así
se ingieran en pequeñas dosis cotidianas, sin que nada suceda? ¿Cuáles son las
consecuencias en el largo plazo, en las personas y en el medio ambiente?
¿Quiénes están tan interesados en que sigamos creyendo que es la única manera
de que comamos todos? ¿Cuál es el lado oscuro del negocio de los agroquímicos,
ese que sólo en nuestro país mueve cerca de tres mil millones de dólares al
año, mientras doce millones de argentinos sometidos a las fumigaciones pagan
con su salud y muchas veces con su propia vida?
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
Introducción:
Enfermos de tranquilidad
Están ahí. Aunque no los veamos, están ahí.
Mejor dicho, tal vez estén todavía ahí justamente por eso: porque son
invisibles. Porque ni siquiera sabemos que están. Sin embargo, nos acompañan
cada día de nuestras vidas, desde que nos levantamos hasta que nos vamos a
dormir. Están en la yerba y en el té de la mañana. En el cultivo
de la caña que termina después adentro de nuestra azucarera. Están en las
frutas que comemos con el desayuno para sentirnos “saludables”, en cada verdura
de la ensalada del mediodía y también en cada papilla que le damos a un bebé.
En cada bocadito de verdura que les ofrecemos a sus hermanos mayores, pensando
que les dará fuerza y energía. Y es verdad: muy probablemente se las den. Pero
junto con ellas también vendrá —subrepticiamente— una carga química tan
ignorada como potencialmente peligrosa, y de la que ni siquiera los organismos
de control parecerían tener demasiado control.
Se trata de sustancias que fueron diseñadas
para exterminar otras formas de vida, aun cuando desde la industria y desde un
Estado claramente comprometido con esa industria se insista en llamarlos
“fitosanitarios”. Son formulaciones comerciales de pesticidas (4.478 a diciembre de 2015)
que se aplican a todo lo que se cultiva y que todos tendremos luego adentro de
nuestras ensaladeras, platos y botiquines. En contacto directo con nuestros
cuerpos, incluso, a través de los tampones, algodones y gasas estériles en
muchos de los cuales ya se han detectado tanto un herbicida, el glifosato, como
su metabolito, AMPA.
De todo eso, sin embargo, sabemos poco y nada.
Y más nada que poco, en realidad, porque el sistema entero fue diseñado para el
secreto. Para la
opacidad. Para que termináramos como estamos hoy: comiendo
sin saber. De hecho, la resolución 350/99 del Servicio Nacional de Sanidad y
Calidad Agroalimentaria (SENASA, el organismo estatal encargado del registro y
control de los agroquímicos en nuestro país) garantiza en uno de sus artículos
la protección más absoluta para las empresas y para lo que fabrican. Así, tanto
la composición real de esos productos como los estudios llevados adelante para
testearlos son secretos. Los funcionarios a cargo de procesar las solicitudes
de aprobación de plaguicidas pueden, en efecto, ser demandados en caso de dar a
conocer algún dato. Pero, ¿a qué tanto misterio, tratándose de sustancias que
serán luego arrojadas al ambiente de a millones de litros, y a las que
estaremos expuestos todos: hombres, mujeres, niños y hasta bebés en camino?
¿Qué es exactamente lo que no quieren que sepamos?
El secreto, evidentemente, no interfiere con
los negocios, al contrario. De este modo, mientras que en las últimas décadas
la superficie cultivada en la Argentina creció casi el 62%,4 el mercado de los
herbicidas creció más del 1.000% según un informe del INTA. El sector de los
agroquímicos que se utilizan para producir cada cosa que comemos y vestimos
mueve —solamente en la Argentina— cerca de 3.000 millones de dólares al año. Y
hasta posiblemente más, solo que nunca lo sabremos porque en 2012 las
principales cámaras empresariales del rubro han dejado de hacer públicos esos
datos, arguyendo la “incomodidad” de sus socios con esa clase de revelaciones.
Increíblemente, a algunas —pocas— industrias el libre acceso a la información
sobre sus cifras de ventas las perturba y mucho. La de los pesticidas parecería
ser una de ellas.
Mientras tanto, y a excepción de la producción
orgánica o agroecológica, no hay cultivo en nuestro país —no importa si peras,
papas, acelgas, soja o los árboles para la industria forestal— que no reciba
una enorme carga química a lo largo de todo su ciclo. Así lo han comprobado
trabajos tanto del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) como de
varias universidades nacionales.
Parte de esa química permanece en las frutas,
hojas y cereales que comemos, y de allí el establecimiento de algo llamado
“límite máximo de residuos” o LMR. Esto es, la cantidad de restos de pesticidas
que (dice la industria, dice el Estado a través de sus organismos, dicen todos
los que lucran con esta naturalización de lo que no lo es) podemos comer sin
que nuestra salud se vea afectada. Pero, ¿cuáles son las garantías? ¿De dónde
viene la idea de que se puede producir alimentos en base a venenos y hasta
terminar comiéndolos, así sea en pequeñas dosis cotidianas, sin que nada
suceda? ¿Cuáles son las consecuencias de ese microenvenenamiento en el largo
plazo? ¿Responderán todos los cuerpos del mismo modo frente a la agresión? ¿Es
acaso lo mismo que se exponga un adulto de setenta kilos que un niño de 18
meses? ¿Quiénes son los que están tan interesados en que sigamos creyendo que
esa es la única manera de que comamos todos?
Para el neolenguaje de la tranquilidad —el
idioma que hablan al unísono empresas, profesionales de la agronomía, aplicadores
de plaguicidas, el Estado y todos aquellos involucrados en el floreciente
negocio de la agricultura química— no hay nada de qué preocuparse. Más aún:
todo esto es no solo aceptable sino indispensable. Es, aseguran, comer venenos
o quedarse con la panza vacía. No hay, insisten, ninguna otra respuesta posible
frente al hambre.
En ese contexto, cualquier voz en disidencia
será acusada de “anticientífica”, primero, y de intentar “generar miedo” y
“alarma”, después. Los médicos, toxicólogos, bioquímicos e investigadores que
osen hablar del tema —en particular si se trata de profesionales reconocidos y
con años de trayectoria en sus disciplinas— serán ignorados, acallados,
ridiculizados. Perderán cargos, financiamiento y cátedras. Serán insultados
públicamente, sus carreras se irán a pique y seguirán difamándolos aún después
de muertos. Lo que sea, con tal de que nada venga a sacudir el estado de
secreto y desconocimiento en el que nos han acostumbrado a vivir.
Al mismo tiempo, el agronegocio seguirá
repicando su campana pacificadora: podemos comer tranquilos. Comer día tras
día, comida tras comida, pequeñas dosis de insecticidas, funguicidas,
herbicidas y unos cuantos “cidas” más que no sólo se pueden rastrear en la
comida, sino también en nuestros propios cuerpos. La industria miente, la
sangre no. No se trata entonces de alarma, sino de información. Y la
información dice que (por sólo citar un ejemplo) en más de una oportunidad las
hortalizas que comemos cargan niveles de plaguicidas —como mínimo— inquietantes.
Porque se aplican productos prohibidos. Porque se usan, por baratos, productos
que nadie sabe bien quién elaboró, y circulan en “tachos” que tampoco nadie
sabe bien de dónde vienen. Porque se aplican productos que no han sido
autorizados para determinado cultivo o porque —aun cuando sean productos
legales y efectivamente se puedan aplicar en tal o cual fruto— los rastros de
veneno que se detecten estarán por encima de lo permitido.
Así lo comprobó a fines de 2015 un estudio
realizado por la
Universidad Nacional de La Plata sobre productos tan básicos
como la lechuga, la zanahoria, las naranjas o el morrón: el 76,6% de las
muestras exhibieron residuos de plaguicidas y el 7,7% de ellas estaban incluso
por encima del límite fijado por la ley como “seguro”. Los cítricos y las
zanahorias (ambos con el 83,3%), seguidos por el morrón (77,8%) y por las hojas
verdes (con el 70%) fueron los productos en los que se detectó con mayor
frecuencia la presencia de restos venenosos. “En virtud de los resultados
encontrados en el marco del proyecto ‘Plaguicidas: los condimentos no
declarados’, puede proponerse al consumo de frutas y verduras como una
potencial fuente de exposición a plaguicidas. Adicionalmente, este estudio pone
de manifiesto la falta de valores máximos permitidos para algunos productos y/o
compuesto y plantea la necesidad de generar sistemas de control locales y
regionales de alta eficacia”, concluye el trabajo.
De nuevo: no hay alarmismo aquí. Hay
preguntas, datos que preocupan y un sistema entero fundado en falsas certezas,
normas que no se cumplen y un discurso oficial sedante. Tras la publicación del
trabajo de la Universidad de la Plata, de hecho, un altísimo funcionario del
SENASA fue entrevistado y aseguró que “los monitoreos que se realizan no dan como
resultado niveles de residuos de agroquímicos que superen los LMR con una
frecuencia que amerite adoptar medidas restrictivas sobre productos
fitosanitarios o los alimentos”.
¿Cuál sería, entonces, la frecuencia que
amerite? ¿Qué debería suceder, según las autoridades responsables, para que la
detección de venenos en lo que llevamos a nuestras mesas “ameritara” finalmente
priorizar la salud por sobre la facturación?
Ninguna de esas cosas es verdad.
Pero esto no es todo. Con la llegada en 1996 a nuestro país del
primer organismo vegetal genéticamente modificado (OVGM) se inauguró también
una nueva era en materia de exposición a pesticidas. La razón: de los 36
organismos aprobados a la fecha (soja, maíz y algodón, básicamente), 27 fueron
diseñados para sobrevivir al rociado de biocidas.9 Por ejemplo, el glifosato,
catalogado el 21 de marzo de 2015 como “probable cancerígeno” por la Agencia Internacional
para la Investigación del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés). El
glufosinato de amonio, “persistente y móvil” según la Agencia de Protección
Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos, y reconocido
como neurotóxico ligado a problemas reproductivos y de desarrollo, según
consigna la Base de Datos de las Propiedades de los Pesticidas (PPDB) de la
Universidad de Hertfordshire. O el 2,4-D, el componente que, junto con el
2,4,5-T, sirvió para elaborar el tristemente célebre “agente naranja” del cual
llovieron 44 millones de litros en la guerra de Vietnam y cuyas consecuencias
sanitarias aún están pagando las comunidades locales.
Hoy —y desde hace dos décadas— una cifra
estimada en doce millones de argentinos vive sistemáticamente sometida a
fumigaciones. Eso que el agronegocio se empeña en llamar “aplicaciones”, como
si se tratara de algo tan preciso y puntual como una vacuna, y que,
especialmente en los meses de verano, los obliga a convivir con un vendaval
químico que no respeta casas, arroyos, quintas ni escuelas. Y que crece a una
velocidad temible: un promedio de casi diez nuevos “fitosanitarios” engrosa el
listado oficial del SENASA cada treinta días. Casi 120 por año. Más de mil
nuevos formulados al cabo de una década, y todo lloviendo desde el cielo e
inundando por tierra todos los cultivos, incluyendo las 23 millones de
hectáreas de cultivos transgénicos diseñados para tolerarlos. Pero nosotros no
somos producto de laboratorio. No somos “RR” —Roundup Ready, como se llamó en
su momento a la soja tolerante al glifosato— y estamos, como todo lo que no sea
un organismo genéticamente modificado, expuestos. Igual que los peces, los
sapos, las plantas, los pájaros, las lombrices, nuestros compañeros de viaje en
la trama de la vida. No
somos tan distintos.
¿Qué hubiera sido lo mejor, entonces?
Definitivamente, que nada de esto hubiera ocurrido. Que todo eso que se repite
en Chaco, Entre Ríos, Córdoba, Salta, Santa Fe, Buenos Aires, y en tantos otros
pequeños pueblos de tantas provincias agrícolas, se debiera en realidad a un
virus extraño, a un tipo de agua, a vaya a saber qué insecto misterioso y
letal. Que lo que refleja la cartografía de los pueblos fumigados en realidad
no esté ahí. Que, como insiste el neolenguaje de la tranquilidad, el cáncer no
sea cáncer ni el lupus, lupus; ni el hipotiroidismo, hipotiroidismo; ni el
aborto, aborto. Que no haya sapos ni chicos malformados. Que nada anormal esté
pasando campo adentro. Que la brutal carga química con la que conviven tantas
personas no pese en absoluto. “Pura ideología”, como suelen decir los
promotores de este negocio gigantesco. Todos “mitos urbanos”, como también los
llaman.
De allí que no sea casual que, a veinte años
de la llegada de los cultivos genéticamente modificados al país, la organización ArgenBio
—que promueve el avance de la biotecnología en Argentina— publique lo
siguiente, a modo de duda colectiva: “Luego de veinte años de uso seguro y
evidencia científica contundente, ¿por qué los cultivos transgénicos aún siguen
en la mira?”. La respuesta no tiene desperdicio: “Las razones son variadas
(políticas, filosóficas, ideológicas, socioculturales) pero no existe evidencia
científica que condene a los transgénicos. Ante este escenario, el desafío es
que todos los involucrados en los cultivos transgénicos derribemos mitos,
mostremos que las tecnologías están al servicio del hombre y enviemos un
mensaje tranquilizador a la sociedad”.
Pero lo cierto es que esos químicos están
también adentro de nuestras heladeras y botiquines. De nuestros cuerpos y el de
nuestros hijos, lo sepamos o no. Ya no es, como destaca el doctor Damián
Marino, investigador del CONICET y experto en la dinámica de los plaguicidas,
“un problema de pueblos fumigados sino un problema de salud pública mucho más
vasto”.
¿Qué hubiera sido lo mejor, entonces? No
escribir este libro, sin dudas. Seguir viviendo en el reino de la tranquilidad. Creyendo
el discurso de la industria a pie juntillas, repitiendo los salmos de esa
agronomía que es ya —y desde hace años— una sucursal de las empresas, fiándose
de la ausencia de estadísticas o de esa otra forma de la falacia que son las
leyes creadas para salvaguardar el negocio en juego. Igual, ya es tarde. Ya no
se puede pensar qué hubiera sido mejor, porque lo que tenía que ser —lo que
alguna vez dejamos que fuera— ya ha sido. Ya está aquí. Y por razones como esta
es que en octubre de 2015 el Estado argentino fue denunciado ante la Corte Iberoamericana
de Derechos Humanos (CIDH). Como signataria de la Convención Internacional
de los Derechos del Niño, la Argentina debió haber protegido la salud de miles
de chicos fumigados. Y no lo hizo. Sigue, de hecho, sin hacerlo.
Puede, sin embargo, que todavía deba pasar
mucho tiempo hasta que todo termine de suceder. Mientras tanto, tal vez no sea
tan mala idea comenzar a atravesar el discurso de quienes son parte interesada.
Dejar, por una vez, que todo lo que el neolenguaje de la tranquilidad niega y
opaca venga hacia uno. Y ver qué pasa.
Alguna vez, en Europa, un científico le
comentó al ingeniero agrónomo y doctor en economía ecológica Walter Pengue sus
reparos frente a la ligereza y velocidad con la que nuestro país aprobaba
plantas resistentes a venenos. “Lo de ustedes es un experimento a cielo
abierto. Y las consecuencias no las van a ver ahora, ni el año que viene, ni en
una década. Las van a ver en veinte años”, dijo.
Esos veinte años se cumplen en 2016. El futuro
ya llegó.
Fuente: http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Documentos/Adelanto_del_libro_que_generara_polemica_
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