Territorialidad, subsistencia y vida digna
San Isidro, Jalisco, 27 de junio, 2013*
San Isidro, Jalisco, 27 de junio, 2013*
Qué despojo más brutal
puede haber que el que arranca la vida de alguien y la tira a la basura. La famosa
acumulación originaria fue el despojo de la tierra —pero a la vuelta de la
historia la gente fue despojada de los frutos de sus esfuerzos, fue exprimida
en su fuerza laboral y hoy el acaparamiento de miles de ámbitos de lo humano es
continuo e imparable.
Con los siglos, las
corporaciones (reforzadas por las políticas neoliberales y dotadas de
instrumentos gubernamentales de maniobra, como los tratados de libre comercio
que legalizan y potencian estas políticas y las tornan inamovibles), han
intentado arrancarnos de nuestras fuentes de subsistencia —de la tierra, el
agua, los bosques, las semillas—, es decir, de nuestro territorio. Nos
erosionan y nos arrebatan los medios
de subsistencia (nuestras estrategias y saberes) con los que las comunidades
logramos por siglos buscar y defender nuestro centro de referencia, nuestra
vida, nuestra historia, la justicia y nuestro destino como comunidades y
pueblos. La embestida corporativa y gubernamental ha logrado durante periodos
impedir y criminalizar justo el núcleo de los cuidados ancestrales que las
comunidades atesoramos en aras de ser independientes y autónomas.
Las corporaciones
tienen desatada una invasión perpetua de los territorios y buscan someternos
con sus modelos autoritarios de producción y distribución, pretendiendo
expresamente impedirnos el ejercicio de una producción independiente de
alimentos, el cuidado y aprovechamiento (a nuestro modo) de nuestros lugares de
origen y vida comunitaria y eso destruye el significado de nuestro espacio
compartido, de nuestros lugares de origen.
Como afirma Ivan
Illich y nos recuerda Jean Robert, “la era moderna es una guerra sin tregua que
desde hace cinco siglos se lleva a cabo para destruir las condiciones del
entorno de la subsistencia y remplazarlas por mercancías producidas en el marco
del nuevo Estado-nación. A lo largo de esta guerra, las culturas populares y
sus áreas de subsistencia —los dominios vernáculos— [los territorios] fueron
devastados en todos los niveles”.
La gente migra (en
busca de una vida en otra parte), porque perdió sentido lo que lograba en su
lugar de origen. Y el poder lucra con esa fragilidad impuesta a los expulsados.
La gente que es expulsada, engrosa el ejército de obreros precarizados, aumenta
la población urbana y el crecimiento de las ciudades con sus problemas,
mientras los territorios son invadidos para servir a la agroindustria, el
extractivismo (sobre todo la minería), la especulación inmobiliaria y
financiera, la bioprospección, la economía verde, el desarrollo turístico, la
economía criminal o el destino de los desechos tóxicos. La devastación extrema
resultante es la suma de las crisis que esto desencadena.
Éste es el agravio
principal: reclamamos que las condiciones impuestas entre el Estado y las
corporaciones nos impiden resolver por nosotros mismos lo que nos atañe
fundamentalmente, nuestro sustento, y todo lo que nos da sentido personal y
común. Nos impiden defender eso que reivindicamos como territorio: el entorno
vital para recrear y transformar nuestra existencia: ese espacio al que le
damos pleno significado con nuestros saberes compartidos. Sin esos saberes,
como dicen bien los viejos de las comunidades, los territorios no serían sino
sitios, serían paisaje nomás.
El ataque entonces es que nos quieren impedir la relación
con nuestra historia de entendimiento cercano con un espacio, con nuestras
tierras, con el agua, con el bosque, con nuestras semillas, con nuestros modos
de nacer y parir y cuidar el nacimiento, con nuestras formas de cultivo,
con nuestros modos de curación, con nuestro entendimiento de la alimentación,
con nuestras formas de trasladarnos y convivir en comunidad.
Es un ataque integral contra nuestras relaciones y nuestra
vida entera. Debería ser tipificado como un delito de lesa humanidad, pues el
despojo no es sólo total en un momento determinado, sino acumulativo en tiempo,
y en ocasiones es, incluso, irreversible. Es un delito que crece en la historia
propia de los pueblos y las regiones. No hablamos de actos aislados, ni
azarosos. Son acciones sistemáticas, perpetradas con conocimiento previo, y en
los que median la corrupción, el tráfico de influencias, la omisión y el desvío
de poder: que el Estado privilegie los intereses corporativos mientras obstruye
los canales legales para que la gente busque y logre la justicia.
Hay mucha gente a la
que se le ha impuesto una devastación extrema. El círculo vicioso de su
condición es rotundo. Fragilizar en extremo a la gente la hunde en la escasez y
la necesidad. A
muchos no parece quedarles otra que aceptar las condiciones de trabajo,
vivienda y explotación que las empresas imponen. La relación creativa entre la
gente y su territorio —que implica cuidados detallados para producir los
alimentos— se trastoca en trabajo asalariado en condiciones de sumisión
semi-esclavizada para conseguir dinero con el cual comprar alimento para tener
fuerzas suficientes para mantener su trabajo y ganar dinero para conseguir
comida, y así al infinito.
Otros más pueden
terminar trabajando una tierra rentada, que antes tal vez era suya. Tal vez en
realidad lo que la gente renta es su posibilidad de trabajar. Dejar de producir
los propios alimentos, dejar de gestionar con medios
propios nuestro entorno de subsistencia, ha ocasionado a lo largo de la
historia catástrofes tremendas en todas aquellas poblaciones que no han podido
impedirlo. La guerra contra la subsistencia impone dependencia, ignorancia y
olvido, sumisión, fragmentación, encono, privatización y desarraigo.
Dependencia porque
para que el sojuzgamiento sea eficaz, requiere grados de precariedad y
fragilidad nunca antes vistos. Hoy incluso toda la actividad de las empresas
semeja un nuevo feudalismo (con la agricultura por contrato, los paquetes
tecnológicos y las semillas de patente). Todo está preparado para promover el
imperio de las corporaciones erradicando la agricultura independiente.
Ignorancia y olvido porque a
lo largo de siglos se siguen erosionando expresamente los saberes y la
confianza de las comunidades en nuestra memoria. La misma memoria de haber
tenido una relación creativa con el entorno puede desaparecer, pues se promueve
el olvido de que la gente podemos apelar a nuestros propios mecanismos de
sustentabilidad, por lo que no tenemos otra que trabajar para otros, y no
podemos sino apelar a un pensamiento industrializado, con remiendos ajenos, de
expertos o de quienes detentan el poder. Existe un ataque contra los cuidados
propios de la integridad moral de las comunidades.
El ataque se vuelca
contra la cosmovisión, cual si fuera meramente una superstición o un conjunto
de rituales vacíos, cuando que todas las razones que hoy se invocan como “culturalistas”
(el maíz es nuestra madre, nuestra hermana o hija, por ejemplo) son
demostración de la relevancia y pertinencia de un ser como el maíz (por
ejemplo) y de la trascendencia de todos los cuidados y estrategias antiguas que
le resultaron a los pueblos por milenios.
Sumisión, porque
a quienes trabajan en esclavitud o en un trabajo asalariado, se les dificulta
romper el círculo y sólo buscan condiciones menos peores.
Fragmentación y
encono, porque la gente precarizada es propensa a desconocer a sus vecinos,
amigos y hasta a su familia traicionando en ocasiones su sentido más profundo
de ética y respeto. Envileciéndose al punto de perpetrar actos de violencia
innombrables. En su versión cotidiana y leve, la gente se vuelve propensa a
aceptar los programas de gobierno, programas que, de nuevo, promueven
divisionismo, dependencia y sumisión.
Privatización y más
fragmentaciones, porque la gente se ve impedida de ejercer los ámbitos
comunes (incluso al punto de la criminalización, como ahora con las semillas).
Todo se privatiza: de las fuentes de agua a la educación y la religión, pasando
por los espacios públicos en las ciudades, o la velocidad de circulación
permitida. Las madres son condenadas a parir en condiciones ajenas, impuestas,
cuya artificialidad fragmenta la relación estrecha con sus recién nacidos en el
amamantamiento, y se ven obligadas a recurrir a la alimentación nociva de las
leches en polvo. Todo esto nos termina dislocando de nuestro entorno inmediato.
Desarraigo, porque
las corporaciones requieren que haya personas fuera de sus límites naturales de
su entorno y su casa: gente fuera de su hogar, es decir, de su
territorio. No importa si se les expulsa o simplemente se les extrema al
punto de irse para engrosar el ejército de obreros precarizados. Esto recrudece
las condiciones generales del empleo, el salario y la justicia laboral en su
región. Se recrudecen las condiciones de la ciudad o el poblado al que
migra. Se extrema la urbanización salvaje.
Las nuevas generaciones son producto del desarraigo y el
despojo. Y son un eslabón frágil a punto de romperse. Los adultos y ancianos
encargados de transmitir todos los saberes y valores que sustentaban las
culturas propias son atacados y devaluados. Los valores que se promueven sólo
se pueden alcanzar en el consumo excesivo y escindidos de los centros de origen
de nuestra creatividad. Las referencias de los jóvenes carecen historia y
perspectiva suficientes para la comprensión del espacio donde vivimos. O se nos
criminaliza en nuestro intento de cambio o se nos empuja a las filas de la
delincuencia como modo concreto de evadir las condicionantes mencionadas. Esta
compleja situación de los jóvenes es un ataque directo a la continuidad de un
pueblo, a su derecho a existir.
Expulsar a la gente de sus territorios logra que éstos se
queden vacíos; que la gente ya no esté en el lugar donde nació para que no haya
vínculos, para que la historia también se fragmente. Que el futuro sea un
“adónde sea”, el ser obreros en algún lugar, que ya no seamos la gente que
desde su propio centro cuidó el mundo mediante todo lo que era la agricultura,
la ganadería, la caza, la pesca, la recolección. Lo que quieren es que nos quitemos
de los lugares que, casualmente, son los más ricos en recursos y biodiversidad,
justamente porque las comunidades los han cuidado por milenios.
Dejar vacíos los territorios permite la invasión de los
mismos con proyectos de minería, petróleo, agrocombustibles, presas,
carreteras, casas, ciudades, fábricas, enclaves turísticos, tiraderos de basura
y desechos tóxicos, Los dejan vacíos y nosotros no tendremos ya nada qué ver.
Desde fuera seremos unos más y que no seremos quien reivindique el lugar dónde
nació. Les molesta muchísimo que haya comunidades campesinas y comunidades
indígenas que desde milenios reivindican su propia manera. Entonces, nos
escinden, nos separan, nos arrancan del centro, de todo lo que siempre supimos
que es importante. Nos roban las maneras de cuidar y les cambian el sentido.
Un último agravio que se desprende de los anteriores es
que si la gente se ve impedida de producir sus alimentos, si la gente es
forzada a la dependencia, si la gente tiene que ganar dinero para comprar la
comida, entonces las corporaciones nos podrán imponer todo el tramado de la
vida: alimentos, formas de relación, rearticulación del espacio, de vivienda,
de tránsito y circulación, y formas de sujeción e imposición inaceptables.
Nadie podrá ser libre si no controla, en alguna medida, la forma de producir
los alimentos y distribuirlos.
Esta visión se deriva de aquella que compartimos desde el
primer esbozo de nuestra denuncia general donde planteamos cinco tesis que para
nosotros siguen siendo válidas.
La primera es que
al momento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN, el Estado
mexicano profundizó el desmantelamiento jurídico de leyes que promovían
derechos colectivos y protegían ámbitos comunes, en particular los territorios,
de los pueblos indígenas y campesinos, sus tierras, aguas, montañas, y bosques.
Recrudeció el desmantelamiento de muchos programas, proyectos y políticas
públicas que apoyaban la actividad agrícola, en detrimento de los pequeños y
medianos agricultores mexicanos y en beneficio de la agricultura industrial
estadounidense de las corporaciones.
La segunda tesis es
que las corporaciones no descansarán hasta erradicar la producción
independiente de alimentos, al punto de proponer el despojo, la erosión y la
criminalización de una de las estrategias más antiguas de la humanidad, que es
el resguardo y el intercambio libre de semillas nativas ancestrales;
propugnan atentar contra los saberes propios de la agricultura tradicional
campesina y agroecológica, y promover sus semillas de laboratorio (híbridos,
transgénicos y más), mediante leyes expresas que le abren espacio a las grandes
corporaciones para lograr sus fines. Los dos ejemplos más contundentes son la
Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados, o “Ley Monsanto” y
la Ley Federal
de Producción, Certificación y Comercio de Semillas.
Una tercera tesis es
que parte de esta devastación son los transgénicos para inevitablemente
contaminar las 62 razas y las miles de variedades que existen en México.
Los regímenes de propiedad intelectual y los registros y certificaciones
terminarán despojando de su diversidad a las semillas nativas. Esto atenta
directamente contra las fuentes de subsistencia.
La cuarta tesis es
central a la demanda que presentamos: atentar contra los sistemas de
agricultura campesina ancestral y sus variantes agroecológicas modernas, atentar
contra bienes comunes tan cruciales como las semillas nativas, devasta la vida
en el campo y debilita las comunidades, agudiza la emigración y la
urbanización salvaje, favorece la invasión de los territorios campesinos e
indígenas para megaproyectos, explotación minera, privatización de agua,
monocultivos, deforestación y apropiación de territorios en programas de
mercantilización de la naturaleza, como REDD y servicios ambientales y más.
Una quinta tesis es que
todo el sistema que está en el fondo de este desmantelamiento jurídico, de este
intento por erradicar la producción independiente de alimentos y por
monopolizar la rentabilidad de un cultivo tan versátil —eliminando así toda la
gama de sembradores que no sean corporaciones, desde pueblos indígenas hasta
agricultores de mediana o pequeña escala—; todo el sistema que está en el fondo
de los encarecimientos desmedidos en los precios de los alimentos y de la
crisis alimentaria generalizada, es responsable de una buena parte de la crisis
climática.
Según datos de grain,
la paradoja es que las comunidades en el mundo entero, con menos del 30 por
ciento de la tierra, siguen produciendo más del 60 por ciento de la comida que
alimenta la humanidad.
El sistema agroalimentario nos quiere promocionar el 40 por
ciento restante como “la totalidad” y cacarea que alimenta al mundo con su
basura. Quedar en sus manos, tragándonos el cuento de que ellos nos alimentan,
provocará devastaciones, mayor fragmentación y una sumisión planetaria
inaceptable.
Fuente:
http://www.grain.org/article/entries/4768-territorialidad-subsistencia-y-vida-digna-documento-de-contexto-general-de-las-denuncias-ante-el-tribunal-permanente-de-los-pueblos
No hay comentarios:
Publicar un comentario