Máxima Acuña de
Chaupe, rodeada y hostigada por la empresa minera Yanacocha
Malicia extractivista
en Perú
9 de febrero de 2016
9 de febrero de 2016
Por Eduardo Gudynas (Rebelión)
La enorme corporación minera intentó por todos
los medios echar a esa familia
campesina. Usaron policías, guardias, periodistas, juicios, y muchas otras
armas. Pero es una familia testaruda, con una mujer arraigada a su tierra en
los Andes del norte de Perú, que resiste con todas sus fuerzas y no cede. Como
no pudieron echarla ahora destruyen sus cultivos de alimentos y su perro es
encontrado herido. La malicia queda de esta manera al desnudo.
Este es el contexto en el que viven Máxima
Acuña de Chaupe y su familia, en las sierras de Cajamarca. Rodeada y hostigada
por la empresa minera Yanacocha, la que reclama la posesión de esas tierras. A
lo largo de los últimos años, esa corporación ha intentado de todo contra la familia Chaupe Acuña ,
desde entablarle juicios a ingresar en sus predios, desde denuncias en la
prensa convencional a destruir algunas de sus construcciones.
Yanococha, la minera de oro más grande de
América Latina, un consorcio entre las corporaciones Newmont, la peruana Minas
Buenaventura , y la Corporación
Financiera Internacional (del Banco Mundial), aparece tan
obsesionada con esta situación que en los últimos meses pasó a vigilar el
predio de Máxima Acuña con un dron que la sobrevolaba y la filmaba, e inclusive
con la instalación de cámaras fijas.
Dando otro paso, el pasado 2 de febrero los
cultivos de papas de la familia fueron destruidos por personal de la empresa
minera (amparados en una controvertida medida judicial). Según relata Daniel
Chaupe, unos 150 hombres, entre agentes de seguridad privada de la minera Yanacocha
y policías nacionales, ingresaron a uno de los predios destruyendo dos
sembradíos de papas. Era el alimento que esperaban cosechar en un par de meses
para la alimentación familiar. Unos días antes, el 30 de enero, el perro guardián
de la familia apareció acuchillado. No pasó desapercibido que Daniel Chaupe
contara que cuanto reclamó a los policías y agentes en defensa de su sembrío,
solo recibió risas y amenazas: “Ya ves lo que hemos hecho con tu perro, ahora
con tu sembrío, mañana te toca a ti”, le dijeron (1). La amenaza es muy clara.
Estas y otras acciones de hostigamiento han
despertado múltiples reacciones en defensa de la familia Chaupe Acuña.
Tan sólo como ejemplo, en estos días Amnistía Internacional emitió un comunicado
reclamando que se detengan estas agresiones (2), algunos discuten si no se está
ante un caso de tortura o de violación del derecho a la alimentación, y otras
organizaciones presentan sus reclamos con los socios corporativos, Newmont en
Estados Unidos y el Banco Mundial.
Claro que la empresa niega vinculaciones con
muchos de estos hechos y consideran que otros son legítimos (3). Esto es común
en todo el continente, ya que las grandes corporaciones sostienen que ellas,
por el contrario, defienden una minería sustentable y ostentan sus programas de
responsabilidad social corporativa. Los ejecutivos de esas empresas, que
trabajan en Lima u otras capitales, siempre rechazan ese tipo de prácticas
violentas.
En contraste con lo que se dice en las oficinas corporativas, en
los territorios de América Latina, se multiplican los conflictos sociales ante
los proyectos megamineros. Los casos de desidia ambiental, la persecución a
líderes sociales, e incluso el uso de la violencia, son muy frecuentes. En
todos esos hechos, por detrás hay grandes empresas, no sólo aquellas que son
transnacionales, sino también las de propiedad nacional, estatal o mixta, y
hasta cooperativas.
En las contadas ocasiones en que esos hechos de violencia se
investigan y se obtienen resultados, casi siempre la culpa recae en alguna
pequeña compañía tercerizada encargada de una obra o la seguridad, o sobre un
jefe local, mientras que los ejecutivos corporativos niegan sus
responsabilidades. “Nada tenemos que ver, y esos hechos van en contra de la política
y compromisos de la empresa” – es lo que repiten, para enseguida defender su
evangelio de la responsabilidad social empresarial.
Pero lo cierto es que la megaminería y otros extractivismos de
alta intensidad avanzan en un contexto de creciente violencia. Los códigos de
responsabilidad corporativa quedan relegados a buenos deseos para calmar
accionistas en el norte y políticos en el sur. Pero en los territorios, como
ocurre en Perú y otros países latinoamericanos, estos extractivismos sólo son
posibles violando los derechos humanos y de la naturaleza. Inmersos
en un clima de violencia siempre habrá algún actor local dispuesto a algo,
empresarios deseosos de romper los “obstáculos” a sus inversiones, policías
dispuestos a ayudar, y así sucesivamente se teje una telaraña que da cobertura
a la violencia. Es
que las comunidades locales difícilmente aceptarían emprendimientos que
destruyen sus territorios, quiebran sus economías locales, contaminen sus
suelos y aguas, y erosionen sus modos de vida. Por lo tanto, más tarde o más
temprano, esos grandes extractivismos sólo son posibles incumpliendo derechos
como los de acceso a la información y la consulta, pero también hostigando o
persiguiendo a movimientos sociales, e incluso usando la violencia contra sus líderes
o figuras más representativas (4).
Entre cientos de esos casos, el de Máxima
Acuña y su familia se ha convertido en un ícono de la resistencia ciudadana a
los extractivismos y la defensa de los derechos humanos, tanto dentro de Perú
como también a nivel internacional. Acuña recibió el premio Defensora del Año
de la Red
Latinoamericana de Mujeres y el Premio Especial Nacional de
derechos humanos de la Coordinada de Derechos Humanos de Perú, y su situación
ha cosechado el apoyo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
(CIDH).
Somos testigos ahora de una nueva escalada
contra una familia campesina, y todo el episodio ejemplifica la malicia que
envuelve a este tipo de conflictos. Malicia en su significado de las acciones e
intenciones que son contrarias a la virtud. De un lado, un gigantesco consorcio
minero, que como no ha podido expulsarlos a estos campesinos de esas tierras,
ahora se dedica a vigilarlos con un dron y cámaras, y no tiene reparos en
romper los sembradíos de papa que alimentarían a su familia. Estamos ante una
maldad que estremece. Alguien acuchilla al perro de la familia, mostrando una
malicia destilada en años de impunidad. Tú serás el próximo, es la amenaza que
se lanza desde el anonimato. Habrá quienes nieguen los vínculos entre todos
estos hechos, y posiblemente poco se pueda probar, pero serán muchos otros los
que interpretarán esto como un mensaje mafioso destinado a promover el miedo.
Es difícil entender esta situación. ¿Habrá
algún ejecutivo, educado en una prestigiosa escuela de negocios, irritado por
el hecho que una mujer campesina, analfabeta, pueda convertirse en un obstáculo
tan enorme? ¿Hay actores empresariales y políticos obsesionados con ella y
decididos a que no se convierta en un símbolo mundial de la resistencia a los
extractivismos? ¿Tan peligrosos son los Acuña y los Chaupe que se los debe
monitorear con un dron?
Las promesas de la responsabilidad social
corporativa o de supuestas tecnologías infalibles para evitar el deterioro
ambiental, finalmente quedan sepultadas bajo la violencia más primitiva. Es
como si de un lado, está de pie un rencor visceral que dice que si no te
podemos expulsar de esas tierras, barreremos con tus cultivos y mataremos a tus
animales, haremos de tu vida un infierno, y del otro lado, una familia, con la
fortaleza nutrida por una ética enraizada en sus territorios, que defiende la
vida, con decenas de miles de apoyos detrás. Todo esto hace que el caso de
Máxima Acuña sea tan importante. No es un hecho aislado en un olvidado rincón
de la sierra peruana, sino que representa el drama de muchas familias en todo
el continente.
Referencias
*Investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Montevideo – www.ambiental.net;
twitter: @EGudynas
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=208703
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