domingo, 2 de abril de 2017

III. Enfrentamos hoy la culminación del proceso multidimensional por el cual los monopolios derrotan a los trabajadores y pueblos.



La lucha por la tierra es 
la lucha por el territorio:
una perspectiva decolonial de 
la lucha campesina, indígena y originaria 
en América latina

Por Carlos Vacaflores Rivero-JAINA/UNESP Presidente Prudente

4. La territorialización de la identidad para la dominación
La división de castas para organizar la sociedad produce el fenómeno del mestizaje, y la división del trabajo bajo criterios raciales, asignándole a los indios el estigma de la inferioridad, y a los europeos la cualidad de lo superior, de manera que el mestizaje biológico y/o cultural vino a ser el único vehículo para escapar del polo negativo de la oposición indio-blanco, por tanto de ascenso social, estableciendo una compleja gradación fenotípica de la población que tuvo su correlato con las ocupaciones laborales y los espacios territoriales asignados a estas identidades, siendo que los cargos de mando y poder, ubicados en las ciudades, estaban reservados para los miembros de la cúspide de la jerarquía social, los blancos, siendo los mandos medios reservados para los criollos, los oficios artesanales para los mestizos, y el trabajo de la tierra a cargo de los indios (GARCÍA, 2005; RIVERA, 1993; PIÑEIRO, 2004; YAMPARA, 2005). En aquellos lugares donde se introdujo el trabajo esclavo, los negros estaban destinados a una casta social incluso más baja, con su correlato laboral. Así, mientras el territorio no estaba bajo el control político del señor europeo, era susceptible de conquista. Para los indios, para los trabajadores sin tierra, o para los esclavos fujidos era inconcebible pensar en erigir un territorio libre de la influencia del sistema colonial, y cuando se daba su existencia era posible solo en la efímera rebelión, o en la profundidad del territorio inexplorado, o en la medida en que estén bajo el control político del europeo, susceptibles siempre de ser atacados y destruidos por el poder colonial (FERNANDES, 2000). De esta manera, en los espacios donde se reproducía el trabajo indígena y esclavo, libre o subordinado, se establecía el territorio de los inferiores, el territorio dominado o destinado a ser dominado, el territorio a ser usurpado, dándose así la territorialización de las identidades (DELANEY, 2005) en una perspectiva de estructuración espacial de la desigualdad social para la dominación y explotación colonial.
Con la imposición de la perspectiva europea de colonización se establece un complejo sistema de territorialización de la dominación y de la explotación, asignándole al espacio rural donde viven las comunidades indígenas, los trabajadores sin tierra y los esclavos una cualidad territorial equivalente al espacio “salvaje”, “atrasado”, “incivilizado”, por lo tanto susceptible de recibir una labor civilizadora por parte de los que constituyen el mundo civilizado, es decir, de los blancos. Es la territorialidad de la dominación colonial, donde el estamento dominante impone un significante al territorio y su estructura. Son los blancos los que controlan el poder de la argumentación y de la posibilidad de nombrar las cosas, controlan el Estado y sus aparatos ideológicos, y construyen una conciencia común que naturaliza esta concepción. Dice Gonzáles Casanova (2006) que las clases dominantes del actual sistema capitalista cuentan con un capital de conocimiento con bases científicas muchísimo mayor que bajo otros sistemas de explotación anteriores, y su nivel de conciencia sobre el funcionamiento del sistema es muy alto, con lo cual despliega acciones y estrategias que le permiten establecer condiciones favorables para mantener las estructuras de dominación, desigualdad y explotación de la manera más conveniente posible para sus intereses de clase. Esta gran capacidad y poder les permite eventualmente tomar control de los procesos de cambio que empujan las clases subalternas, vaciarlos de los elementos peligrosos, y redireccionar estos cambios hacia condiciones que aparentan mejorar pero que no afectan en esencia los privilegios de su clase, es decir, cambiar para que nada cambie.
No es casualidad que los campesinos rebeldes que luchan por la tierra sean los descendientes, directos o simbólicos, de los indios y los negros; y que los propietarios de grandes latifundios y funcionarios del Estado sean los descendientes, directos o simbólicos, de los españoles y portugueses conquistadores, pues la raíz de todo esto está en la contraposición entre colonizadores y colonizados, dirá la socióloga boliviana Silvia Rivera (1993). La lucha social muestra en la América, sobre todo india pero también en los países con poblaciones de origen esclavo, una alta correlación entre la condición de clase y la condición étnica de los individuos, desafiando la concepción tradicional de Estado-nación y ciudadanía que se había impuesto hegemónicamente después de la guerra de la independencia. A esta condición, asociada a la supuesta inherencia de la superioridad e inferioridad de las razas, denominamos como la colonialidad (RIVERA, 1993; GONSALEZ, 2006) El Estado-nación, criatura de la modernidad, fue el vehículo privilegiado para llevar a cabo las promesas de la modernidad, construido sobre el mito de la igualdad entre los seres humanos que conforman la “comunidad política imaginada” que se constituye en un territorio soberano. (SANTOS, 1997) La fórmula europea para lograr esto, fue superar la diversidad de identidades étnicas de los grupos humanos que estarían conviniendo en constituir el Estado y conformar una sola identidad nacional, por sobre todas las otras identidades previas (MORAES, 1986) para lo cual la modernidad declaró la irreversible declinación de las comunidades étnicas tradicionales para dar lugar a una nueva forma de organización de la comunidad nacional bajo el principio de la ciudadanía (SANTOS, 1997, p.316) que implicaba dotar de igualdad de derechos de todos los ciudadanos, sin distinción de etnia, clase o religión.
En América esta fórmula, aplicada como modelo de formación de los Estados-nación, sirvió para deslegitimar a las naciones y pueblos indígenas y someterlos a una condición cultural y organizativa según cánones de la cultura conquistadora dominante, la europea española y portuguesa, naturalizando con la idea del Estado-nación la dominación y explotación de las poblaciones indígenas y esclavas por los civilizados blancos, condición que se ha venido a denominar como el Estado monocultural de una sociedad multinacional (GARCÍA, 2005 p.29). En los países de la América española la población, lejos de haberse homogenizado por procesos de ciudadanización y mestizaje, se mantiene heterogénea, y se mantiene jerarquizada en base a las identidades construidas en el proceso colonial (YAMPARA, 2005; RIVERA, 1993, GARCIA, 2005). La experiencia reciente de Bolivia para la elaboración y aprobación de una nueva Constitución Política del Estado sirve para observar claramente la persistencia inalterable de las estructuras de origen colonial del Estado y la sociedad.


El proyecto de refundación del Estado en base a los planteamientos y demandas de autonomía indígena y campesina se vieron fuertemente enfrentados con el sujeto social del Estado-nación: el mestizo, contraponiendo dos agendas que disputan la concepción del cambio: «autonomía indígena-originaria campesina» versus «autonomía departamental», ambos vinculados directamente con el reconocimiento del orden comunitario plurinacional y con el reconocimiento del orden capitalista de dominación colonial de la propiedad privada individual, respectivamente.
En los territorios donde prevaleció la Hacienda como sistema de producción, la construcción del Estado-nación se hizo en base a la destrucción de las identidades comunitarias étnicas, basadas en la comunidad de parentesco de pueblos indígenas, y para efectivizar la dominación política el régimen colonial destruyó toda posibilidad de articulación de la capacidad política de estos pueblos, aplicando una serie de medidas de desarticulación de los pueblos, pero manteniendo sus células mínimas de estructuración del trabajo para su explotación: la comunidad, y rebajando hasta este nivel la posibilidad de relacionamiento con la autoridad española, siempre cuidando de subalternizar y suplantar los liderazgos comunitarios indígenas, con lo cual se atomizó y despolitizó la posibilidad de la acción política indígena (RIVERA, 1993; DIAZ-POLANCO, 2003) En los territorios donde se despoblaron de indígenas y se usó el trabajo esclavo, se cuidó de evitar la conformación de estructuras comunitarias de los trabajadores, mucho menos su territorialización, ya que era muy claro para los latifundistas que estas eran los núcleos de gestación de la acción política de los oprimidos. Los quilombos y los grupos de salteadores de caminos formados por esclavos negros o blancos que logran escapar de las plantaciones coloniales en el actual territorio brasilero (MORISAWA, 2001; FERNANDES, 2000) son ejemplos de la formación de estructuras comunitarias del mundo agrario para hacer frente a la adversidad desde la subalternidad.
La atomización y desarticulación de las estructuras comunitarias fue objeto constante de las políticas de Estado para viabilizar la dominación de la población indígena y esclava, y las reformas agrarias y su concepción de dotación de propiedades privadas individuales a los productores campesinos también responde a esta lógica liberal de estructuración del Estado-nación.
5. La lucha es por el territorio
La lucha por la tierra es, en la experiencia de los campesinos latinoamericanos, una tarea que excede la simple redistribución de la tierra, ya que ese tipo de reformas no pudieron dotar al campesino de verdaderas posibilidades de desarrollo que le permitan salir de sus condiciones estructurales de atraso, marginación, explotación y pobreza. Ya en la colonia se debatía en las movilizaciones y rebeliones indígenas andinas la necesidad de resolver el problema social consolidando la república de indios y la república de españoles (RIVERA, 1993) en una clara alusión al reconocimiento de la soberanía indígena en el seno de una organización jurídica estatal compleja. La revolución boliviana de 1952 estuvo muy marcada por las demandas de consolidación de los territorios y naciones indígenas (HUIZER, 1978) y en el proceso constituyente reciente se consagra una constitución política que reconoce un Estado Plurinacional Comunitario (BOLIVIA, 2009), lo mismo que en la nueva Constitución Política del Ecuador, en el seno del cual es posible reconocer la cualidad política de las estructuras comunitarias campesinas como fuente legítima y legal de representación política e implementación de políticas públicas de desarrollo local y regional.
En la colonia portuguesa existen varios ejemplos de rebeliones de regiones donde las clases dominantes regionales, compuestas de criollos, junto con la población explotada, indios, negros y mestizos pobres, se levantaban contra el imperio portugués, y en algunos casos lograron prosperar con la implantación momentánea de gobiernos regionales propios que establecieron medidas radicales, como la abolición de la esclavitud, expulsión de portugueses, redistribución de la riqueza, la igualdad entre los  hombres, lo cual siempre terminó siendo el motivo de la alianza de los sectores criollos dominantes levantados con los portugueses para controlar a los esclavos y trabajadores pobres (MORISSAWA, 2001). No es sólo la posibilidad de la acción política en el seno de un esquema de Estado, sino que la producción en pequeña escala, como la campesina, también requiere de un entorno comunitario que le provea los recursos necesarios para la reproducción económica y social del campesino. El conocimiento productivo, la institucionalidad local necesaria para gestionar el uso y acceso a recursos productivos, el intercambio de insumos productivos, la reciprocidad posible para prestar y recibir oportunamente insumos productivos, en fin, sólo un entorno comunitario hace posible el poder construir colectivamente la posibilidad de tener a disposición insumos productivos en los momentos oportunos, cosa que sería muy difícil o hasta imposible para un pequeño productor en un entorno dominado únicamente por relaciones mercantiles.
La «forma comunitaria de vida» produce un núcleo cultural diferenciado, es fuente de diversidad y diversificación de lo social, en términos culturales, de arreglos institucionales, de conocimiento, de artefactos e instrumentos producidos y construidos, de cultivos y tipos de animales criados, y así estos núcleos diferenciados a partir de su adaptación a los entornos ambientales se constituyen en formas peculiares de constitución de sociedad desde lo local hacia lo regional y hacia lo global, con una territorialidad característica propia que encierra en si misma el germen de un potencial de desarrollo humano, cultural, económico y social cuyos límites los podría colocar la propia voluntad del pueblo o entidad social en cuestión.
Sin embargo, este potencial es restringido por la dominación y la explotación a que están sujetos las identidades campesinas e indígenas, con su territorialidad e institucionalidad propia, por el capitalismo y su montaje territorial del Estado-nación moderno hegemónico. Por eso el simple acceso a la parcela productiva no es condición suficiente para garantizar el acceso a una mejor condición de vida de la familia campesina, sino que esta parcela debe estar inserta en un contexto que le permita su viabilidad económica, cultural, social y política, es decir, en un entorno tal que la forma de vida campesina indígena no sólo sea reconocida como una forma legítima y válida en sí misma, con todas sus características intrínsecas, sino que además sea apoyada por el entorno social y político para acceder a los bienes y servicios que produce una sociedad organizada estatalmente. Esto implica una nueva concepción de Estado, alternativa en todo caso a la concepción hegemónica del Estado-nación que impone su propia estructura y lógica a todas las estructuras sociales de su jurisdicción; una nueva concepción en la cual sea posible la expresión vital de las lógicas autóctonas de las sociedades locales y regionales. La disputa de esta concepción tiene, en todo caso, amplias posibilidades, tantas como las historias particulares de cada país y sociedad, cuyas historias particulares de constitución, formación y lucha social ya proveen posibles horizontes alternativos. La lucha por la tierra adquiere así un horizonte de lucha por el territorio, por un espacio vital donde se garantice la reproducción social de los grupos humanos en una perspectiva de mejorar sus condiciones de vida, ejercer sus derechos en forma constante y en base a los criterios y visiones propias del grupo.
6. Consideraciones finales
En la cabeza de los movimientos campesinos latinoamericanos (indios, esclavos, sin tierras, peones, etc.) siempre ha estado claro que el objetivo de la lucha es la rearticulación de ellos mismos como sujetos excluidos de los estados coloniales, en la legitimidad y legalidad de la sociedad nacional, y la demanda de tierra es hecha en el entendido que la misma está inserta en un espacio territorial que garantiza su derecho legítimo a existir, es decir, para el campesinado el concepto de tierra como “espacio de trabajo” no se abstrae de su contenido político de territorio. En el caso de los países donde la población indígena no ha sido diezmada con el genocidio colonial, y su presencia contemporánea es muy significativa, como el caso de Bolivia, Perú, Ecuador, Guatemala o México, sin duda que estas estructuras sociales cuyo origen se remonta a los tiempos prehispánicos ya se constituyen en entidades legítimas de concreción de la comunidad política específica para articularse al Estado. La figura del Estado Plurinacional y Comunitario surge en los casos de Bolivia y Ecuador, donde las autonomías indígenas y campesinas emergen como figuras jurídicas reactualizadas para el contexto de los nuevos Estados nacionales, pero esta vez plurinacionales. Es la idea de las dos repúblicas manejada por las rebeliones indígenas andinas del siglo XVIII reactualizada para estos tiempos.
La posibilidad de concreción de las autonomías campesinas, es así un espacio real en el nuevo marco jurídico, que para el caso boliviano está prevista en su nueva Constitución Política del Estado (BOLIVIA, 2009) e implica la posibilidad de redescubrir la territorialidad campesina que se produce en la práctica cotidiana de las comunidades campesinas, y formalizar creativamente estas territorialidades en un esquema estatal que reconozca las mismas y les asigne jurisdicción, recursos y competencias como para que les permita aplicar políticas de desarrollo desde el control y la decisión de la población local, en una clara estrategia de descolonización del territorio al dotarle de posibilidades de construir y ejercer un esquema autónomo de vinculación al gobierno nacional. Más aún, la noción de territorio campesino no se circunscribe sólo a la realidad del mundo indígena en el Abya Yala, sino que es una noción que se impone en el seno de todos los contextos estatales y societales de nuestros países, desde cuya argumentación se disputa la concepción dominante de territorio nacional de origen colonial, y desafía los supuestos de la igualdad, equidad y libertad en la conformación de los Estados-nación erigidos bajo principios liberales de ciudadanía individual, ignorando los derechos colectivos de entidades sociales, culturales o étnicas que luchan por acceder a los derechos ciudadanos que formalmente pregona el pacto social del Estado moderno.
El derecho de las comunidades campesinas a existir y vivir bajo la plena articulación a la sociedad y al Estado en un territorio que no esté expuesto a la vorágine devastadora del agronegocio es una condición central de la reconstitución de nuestros países. Aunque parezca ser una novedad en el ocaso de la modernidad capitalista, la lucha por el territorio es en realidad una lucha antigua inherente a la condición de colonialidad del proyecto civilizatorio de la modernidad, y la lucha por la tierra siempre estuvo cargada de esa connotación de espacio de reproducción social, económica, cultural y política para los campesinos y los indígenas en el seno de un Estado-nación, pero en cuya condición de construcción de la nación no se parta de la negación y destrucción de la diversidad, sino más bien en su reconocimiento y potenciamiento como parte de la articulación y estructuración de la sociedad.
Referencias:(...)

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