La lucha por la tierra
es la lucha por
el territorio:
una perspectiva decolonial de
la lucha
campesina, indígena y originaria
en América latina
Por
Carlos Vacaflores
Rivero-JAINA/UNESP Presidente Prudente
Resumen
La reivindicación fundamental de los movimientos campesinos en Latinoamérica fue usualmente caracterizada como la conquista de la tierra, entendida ésta como la parcela agrícola familiar; pero los movimientos campesinos contemporáneos manejan ahora un discurso que hace evidente su concepción de lucha por un territorio, ya sea éste en la perspectiva del territorio con cualidad política del estado plurinacional, o bien como el territorio campesino en la disputa con el territorio del agronegocio. En todo caso, ya no se trata de sólo una reivindicación de parcelas agrícolas familiares, sino que las mismas deben estar articuladas a una condición diferente de reconocimiento de derechos colectivos en el seno del estado-nación. Este aparente tránsito de la lucha campesina por la tierra a la lucha por el territorio, suele ser interpretado como una construcción intelectual reciente de los movimientos campesinos, en una suerte de tránsito de una movilización pre-política hacia otra más propiamente política.
Sin embargo, en este
artículo argumentamos que la lucha por el territorio es una condición
inherente a todos los Estados-nación modernos, cuya naturaleza de origen
colonial nunca fue superada, y cuyos criterios de estratificación social
en base a jerarquías construidas a partir de la diferencia étnica siguen
operando para la territorialización de la diferencia con fines de
dominación, ocultando la imposición de la territorialidad del
estado-nación por sobre las territorialidades diversas de la sociedad
nacional.
La disputa por la tierra ha tomado una notoria especificidad en América Latina en las últimas dos décadas, pues de reivindicar la tierra como parcela para trabajarla, los movimientos campesinos e indígenas han pasado a reivindicar un territorio, con todas las implicaciones conceptuales y políticas que este tránsito discursivo impone. Por ejemplo, para el caso de Brasil, Oliveira caracteriza la lucha contemporánea por la tierra como una lucha contra la apropiación privada de la misma, en la perspectiva de un paso hacia la posesión colectiva de los medios de producción, y cuya práctica demuestra que “no basta apenas la propiedad colectiva, es preciso el control, pose y administración colectiva de esos medios de producción; en una palabra: toda la soberanía a las asambleas de los trabajadores” (OLIVEIRA, 1991:15). Esta parece ser una diferenciación conceptual entre tierra y territorio. Sin embargo, si bien aparenta ser una novedad de estos tiempos, no lo es, ya que el reclamo de un espacio territorial es una reivindicación tan antigua como el proceso de conquista y colonización del continente americano, pero que en el transcurso de la historia de formación de los actuales países latinoamericanos este hecho se oculta detrás de la consolidación del Estado-nación moderno, naturalizando así la destrucción y negación de la diversidad identitaria y territorial que es intrínseca a la población, y las necesidades de expresión política de estas estructuras identitarias diferenciadas que se fueron ocultando bajo mecanismos modernos y liberales de adscripción al Estado, es decir, a partir de la ciudadanía individual y de la propiedad privada, desprovistas de cualquier connotación política que significase un desafío a la concepción dominante de organización política y territorial de la sociedad moderna.
¿Pero por qué es pertinente considerar la necesidad de expresión
territorial de las estructuras identitarias diferenciadas?, ¿acaso el
Estado-nación y su estructura territorial no es marco suficiente para
resolver la cuestión de la ciudadanía y la representación política?
Porque los movimientos campesinos e indígenas de Latinoamérica plantean
en las últimas décadas sus reivindicaciones con una perspectiva
explícita de territorio;
y no podemos olvidar que el origen del
campesino latinoamericano esta directamente ligado a los pueblos
indígenas, cuya condición de pueblos implica una identidad cultural,
organizativa y territorial que no pudo ser destruida por la colonia ni
la república, por un lado; y por otro lado a los esclavos negros, cuya
resistencia histórica produjo la figura de los territorio libres, como
los quilombos y asentamientos de campesinos sin tierra (FERNANDES,
2000).
Este
origen nos remite, también, a la división del trabajo a partir de
criterios raciales, siendo los
indios y esclavos los trabajadores brutos del campo, de las minas, de
las plantaciones; y los europeos eran los dueños de las tierras,
capataces y autoridades, naturalizando así un orden social que luego en
la república fue sancionado con la existencia de ciudadanos de primera y
segunda, siendo los indios y los esclavos los que forman el contingente
de dudosa ciudadanía de segunda. Aquí cabe aclarar que en este artículo
usamos el concepto de campesino como una categoría que reconoce el
proceso colonial de formación del campesinado, y a lo que hoy llamamos
campesino es fruto de un largo y penoso transitar histórico de
transformación de pueblos a indios, de pueblos a esclavos, de indio a
campesino, o de esclavo a campesino, de campesino a indígena y
originario, o a agricultor familiar, pequeño productor, etc. en un
permanente juego de nuevas designaciones desde el discurso dominante
para ocultar una y otra vez la potencia política de las masas dominadas
.
Con el paso del tiempo estos trabajadores de la
tierra, indios y esclavos, y posteriormente migrantes pobres de Europa y Asia, se convirtieron en los campesinos de
la modernidad, pero manteniendo sus formas de vida como pueblos, o bien
reconstituyendo identidades colectivas comunitarias y sus experiencias
de lucha a pesar de los esfuerzos de homogenización cultural y
desarticulación de la identidad étnica del proyecto ciudadanizador del
Estado-nación.
Recurro aquí a la noción de inequidad porque la lucha se da en el seno del Estado-nación, donde los ciudadanos, en tanto miembros de una misma comunidad política nacional, tienen supuestamente derechos y obligaciones iguales, por lo tanto, el acceso a la tierra debería estar regulado por el Estado de tal manera que no quepa lugar a inequidades entre ciudadanos a la hora de su acceso. Más esto no ocurre así en la realidad, y después de algunos siglos de haberse impuesto el Estado-nación como vehículo privilegiado para llevar adelante el proyecto de la modernidad, (SANTOS, 1997), éste no ha logrado construir, mucho menos llevar a la práctica, un sistema razonable de igualdades entre sus ciudadanos, y más bien a nombre de una equidad e igualdad formal y enunciativa, se ha naturalizado la desigualdad y la inequidad entre clases, estamentos, castas, regiones, etc. (GONZÁLES, 2006).
Para nuestros países de origen colonial, la explicación de la sociedad de clases del tipo burgués-proletario pareciera insuficiente cuando se constata una alta correlación entre condición de clase y condición étnica-cultural; lo cual es evidente al observar la lucha social, particularmente la lucha por la tierra, que se establece entre los descendientes del conquistador europeo y los descendientes de los indios y esclavos. Los migrantes pobres europeos que llegan tardíamente a las colonias, tienen otras posibilidades de desarrollo debido precisamente a su condición étnico-cultural que los predispone hacia una asimilación relativamente más fácil hacia el estamento dominante, en el que no requieren de un proceso violento de mestizaje cultural ni biológico como mecanismo de ascenso social, de manera que no es extraño encontrar historias de suceso vinculadas a los antiguos migrantes pobres de origen europeo transformados en los nuevos capitalistas de nuestros países, lo cual sería bastante más extraño para el caso de los descendientes de indios y esclavos negros, a no ser que se sometan a la enajenación y rechazo de su origen étnico-cultural. Para el caso del Brasil, por ejemplo, Darcy Ribeiro (2008:212) hace notar a partir del análisis del censo de 1950 las condiciones diferenciadas de ascenso social entre los negros descendientes de los esclavos y blancos estrangeiros, “…e visível que esses estrangeiros, vinculados ao Brasil nas últimas décadas como imigrantes, encontraram condicoes de ascensao social muito máis rápida que o conjunto da populacao existente, porém enormemente mais intensa que o grupo negro”.
Esta situación provee pautas sobre la condición diferenciada de
formación de clases en nuestros países de origen colonizado, y donde el
uso de las categorías de colonialismo, colonialismo interno y
colonialidad revierte una enorme potencia explicativa a la hora de su
comprensión, como veremos más adelante en relación a la colonialidad.
La comprensión de la inequidad en el acceso a la tierra en
nuestros países implica además considerar la violencia con que ésta se
acompaña,
completamente naturalizada además cuando se aplica contra los indios y
campesinos sin tierra, tanto en el despojo sin consideraciones como en
la política explícita de los gobiernos para evitar la aplicación de
estrategias de redistribución de tierras para resolver el problema de
las poblaciones campesinas y sus necesidades de apoyo público para el
desarrollo económico. No se trata sólo de una condición concentradora
inherente al desarrollo del capitalismo en una perspectiva de
“competencia leal bajo reglas del mercado”, es además una condición
psicológica naturalizada que permite operar la violencia explícita y
legitimada contra las identidades colonizadas y subalternas en la
dinámica estructurante de la sociedad. En el continente americano,
nuestros países se disputan el liderazgo a la hora de establecer los
índices más altos de inequidad en el acceso a la tierra (FERNANDES,
2000), situación que se arrastra desde su creación como Estados-nación a
principios del siglo XIX, y que es heredada a su vez de la experiencia
colonial del continente.
El objetivo de este artículo es bosquejar un recorrido por ese camino de disputa del sentido de la lucha social en el campo agrario de Latinoamérica. Para eso, nuestra metodología se basa en revisar referencial teórico sobre lucha campesina y colonialidad producido para el contexto de Bolivia y Brasil, con autores como S.Rivera, P.Gonzales Cassanova, A.Quijano, D.Riveiro, A.U.de Oliveira, y otros; complementadas con algunas obras que describen una perspectiva latinoamericana, como Piñeiro y Chonchol, por ejemplo, y otros autores que trabajan la perspectiva geográfica, como B.M.Fernandes, C.Raffestin, ó M.Santos; para con esas referencias construir un argumento desde la perspectiva geográfica y decolonial que explique la lucha campesina e indígena contemporánea en Latinoamérica.
2. Sobre el origen colonial de las concepciones raciales de superioridad e inferioridad
La conquista y colonización europea del continente americano sirvió para arrebatar la tierra y sus recursos a los pueblos indígenas que habitaban estos lugares, y para poder hacerlo, fue preciso construir un dispositivo ideológico capaz de justificar semejante barbarie en la conciencia y en el ordenamiento jurídico impuesto por los usurpadores. Tal es así que los españoles y portugueses justifican su “derecho natural” para despojar la tierra a los nativos y apropiarse de la misma a partir de inventar la noción, hasta entonces inexistente, de “raza” (QUIJANO, 2003), con la que se explicita objetivamente la diferencia entre europeos e indios para clarificar quien es el conquistador y quien el conquistado, quien es el civilizador y quien debe ser civilizado, inaugurando así un ciclo de identificación de castas sociales asociadas a las características fenotípicas de la población, asignándole una supuesta superioridad a los europeos blancos respecto de una supuesta inferioridad de los nativos indios (RIVERA, 1993), cuyas repercusiones en el orden social, económico, territorial, político y cultural se proyectan hasta los tiempos actuales (GARCÍA, 2005). Desde esta construcción ideológica colonial se procedió a efectivizar la conquista, por la vía del genocidio y limpieza del territorio, en unos casos; o bien por la vía del sometimiento violento de la población nativa y apropiación de su espacio territorial, conocimiento productivo, organización y fuerza laboral, en otros casos. Así, el continente americano se puede diferenciar por una estructura básica que proviene de estas dos modalidades de conquista y colonia. Estas modalidades de colonización dieron lugar a sistemas de producción también diferentes, emblemáticamente expresados en los sistemas de plantaciones, chacras y en el de haciendas (PIÑEIRO,2004) cuyas características diferenciadas radican en el mantenimiento o no de la población nativa con sus estructuras comunitarias para su explotación como mano de obra forzada, como ocurrió en el caso de las haciendas (provenientes de las titulaciones, repartimientos y encomiendas) (URQUIDI,1990) característica de las zonas montañosas del continente; o bien en la incorporación de mano de obra esclava en las grandes propiedades limpiadas de indígenas, como es el caso de las plantaciones y chacras característica de las grandes planicies de Sudamérica (FERNANDES, 2000; MORISAWA, 2006; PIÑEIRO, 2005).
La independencia de los nuevos Estados-nación americanos en el siglo XIX no cambia esta estructura básica, ya que la rebelión que da lugar a la llamada Guerra de la Independencia no es de la población indígena sometida, sino de los criollos y mestizos que le disputaban a su metrópoli el derecho a los privilegios coloniales hasta entonces reservados sólo para los peninsulares. Es más, un par de décadas antes de la guerra de la independencia de las colonias españolas, los españoles, criollos y mestizos se unieron para derrotar militarmente las rebeliones indias de Tupac Amaru y de Tupac Katari en los Andes, que exigían un nuevo sistema de igualdades y convivencia respetuosa entre indios y blancos, afectando, claro está, los principios que sustenta el régimen de explotación y desigualdad que permite a los españoles, criollos y en menor medida los mestizos acceder a riqueza a costa de la explotación del indio (VALENCIA, 1960).3. De la tierra al territorio
Estas rebeliones canalizaron el reclamo y la violencia del indio, haciendo tambalear el poder español en la colonia, aunque luego fueron reprimidas duramente por la coalición de españoles, criollos, y mestizos, dando lugar a masacres ejemplarizadoras de los indios levantados, marcando así la imposibilidad de resolver el problema de la dominación por vía de la concertación o de la convivencia de las “dos repúblicas” (RIVERA, 1993), estableciendo un patrón de comportamiento repetitivo a lo largo de la historia de nuestros países con sucesivas y permanentes rebeliones y respectivas represiones, de manera que no sorprende que la conformación de los nuevos Estados se haya hecho sobre la continuidad de la diferenciación negativa y explotadora entre blancos y los indios y negros.
Los conceptos son espacios de disputa política y su significado es construido en el forcejeo de las relaciones sociales mediadas por el poder, donde los sujetos sociales se posicionan a partir de su propia experiencia histórica. En el contexto de la lucha de clases, los sujetos sociales disputan el poder asignarle significado a la realidah0d desde su propia intencionalidad contrapuesta, con evidentes ventajas para las clases dominantes, siendo así que el dotar de significación a los conceptos que se imponen en lo cotidiano es un ejercicio del poder: el poder de significar, de interpretar y de imponer (FERNANDES, 2008). La evolución histórica de la lucha campesina en Latinoamérica es descrita por algunos autores como una suerte de complejización de su sentido político (PIÑEIRO, 2004), partiendo desde una condición pré-política hacia otra más propiamente política, en una comprensión de la evolución y articulación de las demandas campesinas desde aspectos simples y elementales de la convivencia colonial hacia contenidos más complejos de reivindicación política en su articulación colectiva al Estado-nación en épocas recientes.
Siguiendo esta lógica
de comprensión lineal moderna, corremos el riesgo de percibir a las
sociedades campesinas como transitando desde una condición intelectual
de simplicidad hacia otra de complejidad en su capacidad de comprensión
de la realidad, como podría interpretarse la evolución discursiva de la
demanda campesina que antes exigía tierra y ahora exige territorio, y
que de hecho se impone como explicación dominante desde el discurso de
la política pública, sugiriendo por ejemplo, que la reforma agraria
consiste solamente en la dotación de tierra para la producción
agropecuaria. Por suerte Piñeiro (2004) nos advierte ya en su obra que
la lucha campesina se da en un contexto sociopolítico muy adverso, que
en la época colonial y principios de la republicana prácticamente no
contaba con espacios para manifestarse si no era a través de las
revueltas y sublevaciones, que más temprano o más tarde terminaron con
la derrota militar, sellando la extrema dificultad de poder posicionar
su proyecto político.
No es sino hasta que
los procesos de reforma agraria de la segunda mitad del siglo XX, con el
auge de la tractorización e introducción de las semillas mejoradas de la
revolución verde, que se consolida la conquista de algunos derechos
ciudadanos individuales que permite la ilusión de una mayor articulación
de los campesinos al Estado y al mercado, vía la ciudadanización del
indio convertido en campesino, con lo cual la lucha por la tierra toma
un carácter de acceso individual a la parcela agrícola. El desencanto de
este modelo sobreviene rápidamente después de los primeros años de
implantadas las reformas agrarias, ya que las promesas del desarrollo
del campesino vía la revolución verde y la articulación al mercado no
tuvieron los efectos esperados, principalmente porque los campesinos no
tenían ningún control sobre las políticas públicas de desarrollo, y a
partir de esta limitación el Estado y todo su aparataje no podía ser
usado para el desarrollo de los campesinos; aunque sí era usado por la
clase dominante para beneficiarse como sector agroempresarial con
créditos, apoyo técnico y políticas favorables.
Desde la óptica de los campesinos, era evidente
que la inclusión ciudadana vía el dispositivo de los derechos ciudadanos
individuales y la vinculación al mercado no era suficiente, ya que de
alguna manera seguía funcionando la estructura de exclusión y dominación
en el seno del Estado,
exigiendo replantear la
comprensión de la naturaleza del problema del atraso del campesino,
con lo que se reposiciona la
lectura de la naturaleza colonial de las relaciones sociales, políticas,
económicas y culturales del Estado, en un retorno a la perspectiva de la
lucha por el territorio, cuyas manifestaciones más evidentes fueron las
movilizaciones de los pueblos indígenas en las décadas del 80 y 90,
reclamando al Estado el reconocimiento al derecho a un espacio
territorial donde puedan reproducirse como pueblos.
Al estar resuelto el problema de la adscripción del individuo a la comunidad política nacional a través de la ciudadanía, la consolidación del territorio nacional en la lógica del Estado es suficiente y absoluta. El territorio, según esta concepción, es sólo la “porción del espacio definido por las leyes y la unidad de gobierno” de un Estado (GOTTMANN, 1973), y por tanto no es posible aceptar otro territorio dentro del territorio nacional, porque eso sería violar la soberanía del Estado. Bajo este entendido, y en el supuesto de que todos los habitantes del territorio gozan de iguales derechos ciudadanos individuales que garantizan su adscripción a la nación, el territorio nacional es suficiente, absoluto, único e incontestatable, y es dentro de este territorio nacional que se organizan las propiedades de tierra bajo la normativa que produce el gobierno nacional que representa a todos los ciudadanos. Esta concepción de territorio, estrechamente ligada a la concepción hegemónica de organización política de la sociedad, condiciona una comprensión dominante del acceso a la tierra en tanto propiedad privada, solo tierra para trabajar, donde el problema se reduce a hacer más eficiente la redistribución de la misma entre los ciudadanos, y claro, lo que se discute es la propiedad individual de la tierra, no el territorio, porque eso estaría resuelto indubitablemente en el nivel del Estado-nación.
Esta condición explica en principio el manejo dominante del concepto de “tierra” sólo como parcela de trabajo o propiedad agrícola. Sin embargo, la realidad de la composición social y el origen colonial de nuestros países no pueden ser ignorados, esta sigue estructuralmente allí, y como en cada ciclo histórico de encantamiento de la dominación, este llega a un punto de crisis que no permite mantener más los principios hegemónicos y surgen nuevamente los atavismos de nuestra historia social y política.
Silvia Rivera (1993)
se preguntará sobre la razón de que las reivindicaciones de corte
indigenista resurgen cada vez con la misma renovada vitalidad de antaño,
a pesar de haberse sentenciado innumeras veces su desaparición con la
implantación de modelos novedosos de homogenización cultural y política.
Igualmente se preguntarán angustiados los convencidos de la primacía
capitalista el por qué de la persistencia del campesinado en estos
tiempos donde esta incomoda clase se tendría que haber acabado. El
convencimiento de la clase dominante de su derecho legítimo de propiedad
sobre el territorio conquistado, construido en la conquista y colonia
del continente, sigue plenamente vigente en la idiosincrasia
contemporánea de nuestras sociedades latinoamericanas, y la implicación
de esta creencia es absolutamente marcante en la configuración social y
política actual de nuestros países. Para la clase dominante, el
territorio nacional es de su propiedad por derecho de conquista, así de
sencillo, en la misma lógica feudal pero reubicada a tiempos modernos
con un discurso democrático. No fueron los campesinos sin tierra, de
origen plebeyo, indio, o esclavo, los que invirtieron fortuna en
conquistar y colonizar el territorio. Esta comprensión es necesaria para
mantener el orden colonial, sólo que debe ser impuesta como sentido
común para orientar un devenir fluido de la sociedad y del Estado. Pero
este sentido común empieza a resquebrajarse en la década de los 90 a
partir de las limitaciones que muestra el modelo neoliberal impuesto a
nuestros países en la década de los 80 como la receta de continuidad del
modelo desarrollista de las décadas de los 50, 60 y 70 para lograr el
desarrollo nacional.
Esta emergencia es fundamental para promover en la conciencia de los sectores subalternos una revisión de los supuestos de la organización de la sociedad en los Estados-nación y en el seno de los modelos de desarrollo dominantes, y rápidamente se cae en cuenta de que lo que está en cuestión es una disputa por el territorio nacional entre estamentos sociales separados colonialmente.
En los países de fuerte presencia indígena, que disputa el derecho propietario original del territorio, se condensa el discurso de la tierra-territorio, del territorio indígena, y finalmente de la plurinacionalidad como condición de reorganización del territorio del Estado; y en los países de composición social sin una aparente presencia significativa de lo indígena, como Argentina y Brasil, la expansión de modelos de desarrollo que arrasan con la población rural campesina exige también una respuesta en base a la comprensión de la disputa del territorio nacional, que al igual que el caso indígenacampesino, de lo que se trata es de concebir un Estado que garantice la pertenencia al espacio territorial nacional a la población que tiene condiciones diferenciadas de reproducción social, económica y cultural. Para el caso de Brasil, el proceso de ocupación de tierras que realizan los campesinos sin tierra es comprendido como un acto de resistencia frente al Estado controlado por las clases dominantes que aplican políticas contrarias a la reproducción de las familias campesinas, y esta resistencia trae implícita una noción de espacio territorial donde el Estado garantice la reproducción campesina (FERNANDES, 2008) Así, en principio, en la noción campesina no se trata de fraccionar o desconocer de pleno el territorio nacional, sino que se trata de efectivizar la condición ciudadana de todos los individuos en el espacio territorial nacional. De esta manera, se construye una conciencia no sólo de la posibilidad de existencia del territorio campesino o el territorio indígena, sino de una necesidad política ineludible en la reconfiguración del Estado para que este asuma en la realidad lo que en términos enunciativos ya prometió hace tiempo. Se trata, en cierta manera, de exigirle al proyecto de la modernidad que cumpla sus promesas. Leer
No hay comentarios:
Publicar un comentario