Los
TBI y América Latina: expoliación
transnacional
consentida
27 de noviembre de 2018
Por Martín
Pastor
Restringir la soberanía, limitar la
capacidad de aplicar legislación y medidas administrativas, y permitir que
empresas transnacionales actúen por sobre las leyes locales afectando derechos
humanos y el medio ambiente. ¿Qué Estado accedería a este tipo de condiciones o
qué resultado esperado podría justificarlas?
La respuesta, lejos de insertarse en
lógicas neoliberales sobre inversión extranjera directa (IED) o seguridad
jurídica, debe ser vista en el marco de procesos de neocolonialismo y
globalización financiera. Para ello, es clave analizar los tratados bilaterales
de inversión (TBI) o de protección de inversiones (TPI) como los instrumentos
más contundentes y efectivos del capital financiero transnacional.
Los TBI son acuerdos internacionales
entre dos Estados con el objetivo principal de brindar ‘seguridad jurídica’ a
los inversores, según la definición ortodoxa. Sus patrocinadores comúnmente son
países exportadores de capital cuya intención final, sin embargo, es proteger
la inversión extranjera de sus nacionales en un tercer Estado de forma asimétrica.
Logran esto a través de una serie de
disposiciones estándar como: dar el mismo trato a inversores extranjeros que a
los nacionales, brindar beneficios especiales a través de supuestos ‘requisitos
de rendimiento’ (preferencias arancelarias, impositivas, legales, etc), libre
transferencia de capital y, más importante aún, el derecho a presentar demandas
de arbitraje contra los gobiernos anfitriones cuando los inversores consideran
que se han visto perjudicados por decisiones del Estado.
Todas estas obligaciones vinculantes
aceptadas por el país receptor brinda garantías supranacionales a los
inversores que no son equilibradas o equiparadas por garantías vinculantes por
parte de los mismos hacía los Estados, especialmente en temas de derechos
humanos o derechos ambientales. La clara pérdida de soberanía administrativa y
legislativa es justificada, por sus defensores, por los supuestos efectos de
promoción que los TBIs brindan en la atracción de la inversión extranjera
directa.
Y,
mientras América Latina continúa en esta senda, aquellas naciones que presionan
e incluso exigen la firma de los TBI se alejan de la misma. En Estados
Unidos, su ‘Trade Act’ (Ley
de Comercio) del 2002 -renovado en 2015- dispone la supremacía de la ley
interna en todo lo relativo a las inversiones extranjeras y garantiza que los
inversores extranjeros no tendrán mayores derechos que los que gozan los
inversores nacionales. Sin embargo, para la región el trato es diferente,
asimétrico y colonial.
No es de sorprenderse, entonces, que
fue en las décadas de 1980 y 1990 cuando la firma de TBI se convirtió en una
tendencia generalizada a nivel latinoamericano. Con el ‘final de la historia’
como telón de fondo, el Consenso de Washington impuso planes de ajuste
estructural en toda la región. Privatizaciones , recortes presupuestarios
en áreas sociales, desregulación financiera y libre mercado con la
justificación de incentivar la IED causaron que de 25 tratados bilaterales de
inversiones firmados a 1989, la década siguiente termine con 304.
De los 445 tratados firmados entre 1960
y 2018, el 55% (245) se establecieron con economías desarrolladas y, al 2018,
el 70% sigue activo y aplicándose. Como explica la Conferencia de las Naciones
Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), los TBI serían una muestra del
compromiso de los gobiernos por defender a las inversiones extranjeras y
actuarían como una medida sustitutiva de una institucionalidad ‘deficiente’ en
cuanto a inversión extranjera.
Entonces, lo primero que se debe
analizar, luego del hegemónico y arrasador paso del neoliberalismo por América
Latina, es si ¿más TBI resultaron en más inversión extranjera directa? La
evidencia dice que no.
Una
investigación de Hallward-Driemeier (2003) del Banco Mundial
analizó las corrientes bilaterales de IED de 20 países de la Organización para
la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) a 31 países en vías de
desarrollo entre 1980 y 2000. Hay poca evidencia de que los TBI estimularon
inversión adicional. El beneficio es, incluso, más difícil de encontrar, por lo
menos en los términos actuales, que son extremadamente favorables para el
inversor.
“El caso de los TBI es poco alentador, encontrando un efecto
negativo y muy significativo, es decir, los TBI no han cumplido con su
propósito principal de aumentar los flujos de inversión entre los países de
América Latina” (Dávila & Orozco, 2015).
Incluso
la UNCTAD, que promueve estos mecanismos, ha aceptado que “la existencia de un
TBI no es en absoluto el único determinante que influye en que la IED se
produzca o no. Pueden ser mucho más importantes otros factores, como el
atractivo económico del país receptor, el tamaño de su mercado, su mano de obra
o sus recursos naturales” (UNCTAD,
2009)
En el caso latinoamericano, las
empresas prestan muy poca importancia a la existencia de tratados de inversión
al tomar la decisión de invertir. Es así que Brasil, hasta 2016 y sin haber
ratificado ningún TBI, poseía la mayor cantidad de IED en América Latina
(Cuadro 1).
Entonces, sí la promesa de atracción de
IED no se cumplió, ¿qué implicaciones tiene la existencia de los TBI y cuál es
el uso de este mecanismo en la globalización financiera internacional? Para
responder a esta pregunta es importante recordar la descripción inicial y la
disposición relacionada con la Solución de Diferencias entre Inversores y
Estados (SDIE).
Los inversores extranjeros, a través de
los TBI acceden a tribunales por sobre la justicia y soberanía administrativa
de cada país. Los más conocidos y recurrentes son la Corte Internacional
de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional (CIADI) o la Comisión de
las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil Internacional (CNUDM).
Amparados por los TBI, estos tribunales
pueden dictar indemnizaciones para las empresas cuando consideran que su
inversión se ve afectada por una acción tomada por el Estado. Es ahí que se
utilizan las disposiciones ya mencionadas como Trato Justo y Equitativo, de
Nación más Favorecida, en contra de expropiaciones directas o indirectas.
“De este modo, si el Estado decide encarar una nueva regulación de
un área de la economía, y la misma afecta negativamente al inversionista
extranjero, este puede entenderla como que causa un efecto expropiatorio de sus
ganancias o de su inversión dentro del territorio nacional, ello podría
provocar que el Estado, a fin de no afectar los negocios de los inversores
extranjeros, relegue su capacidad de fijar, modificar o aplicar una regulación”
(CAITISA 2017).
La operativización de este mecanismo
expoliador se dio con el primer arbitraje internacional en 1994, ligado al
Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que incluía un capítulo sobre
inversiones. En la actualidad, es una herramienta más de la globalización
financiera afectando a los países en vías de desarrollo: de los 704 casos
registrados en el CIADI, el 30% (208) corresponden a demandas en contra de
países latinoamericanos (Ver cuadro 2), sin tomar en cuenta aquellas
interpuestas ante otros tribunales internacionales.
De estas
demandas más del 62% de los fallos emanados desde el CIADI han sido a
favor de los intereses de las transnacionales. Y, en la mayoría de los casos,
las indemnizaciones dictaminadas incluyen el lucro cesante, es decir, los
beneficios que el inversor calcula que ha dejado de obtener (García-Amado
y Kucharz, 2013).
Tal es el caso de la petrolera
estadounidense Occidental II (OXY) en Ecuador. En 2006, a pesar de tener un
contrato con el país, vendió 40% de sus acciones a otra empresa extranjera
(Alberta Energy Company) sin notificárselo al Estado ecuatoriano. Debido a la
ilegalidad de esta transacción ante la ley local el Estado, bajo el amparo de
la misma, terminó unilateralmente el contrato.
La respuesta de OXY, a su vez amparada
bajo el TBI, fue demandar al país ante al CIADI. En 2012, dos de los tres
árbitros de este tribunal internacional condenaron que se pague una
multimillonaria indemnización –el laudo más alto en la historia-. Fallo
que el tercer árbitro, Brigitte Stern, calificó como “escandaloso en términos
jurídicos y hasta contradictorio”.
Y esta no es la única demanda perdida
que posee el Ecuador. Hasta abril del 2017, el Estado ecuatoriano ha
desembolsado 1.498 millones de dólares para el pago de laudos. De estos, 1.342
millones han ido a OXY, Chevron, Duke Energy, Noble Energy, entre otras, y 156
millones a árbitros y bufetes de abogados.
En 2013, México tuvo que pagar 45
millones de dólares a la española Befesa-Abengoa por el cierre de una
planta de residuos peligrosos en el estado de Hidalgo. La minera canadiense
Infinito Gold reclama aproximadamente 400 millones de dólares a Costa Rica por
la no aprobación del permiso de la mina de oro de Crucitas.
Uno de los casos más sonados fue la de la transnacional Philip
Morris , que demandó a Uruguay por sus leyes antitabaco
argumentando que las etiquetas de advertencia en los paquetes afectaban sus
ventas. El caso de Argentina, al ser el país de la región con más demandas, se
caracteriza de igual manera por varias causas impuestas por transnacionales en
los sectores de petróleos, agua, gas natural, y aerolíneas que demandaban
indemnizaciones por cientos y miles de millones de dólares.
De los más recientes, es el caso de
Honduras que recibió una demanda en 2018 por 1.000 millones de dólares por
parte del holding Inversiones Continental Panamá (ICP), representado por el
bufete español B. Cremades y Asociados (que ya tiene experiencia en litigios
internacionales contra este país ya que logró que, en 2014, que el CIADI
resuelva a favor de la compañía española Elsamex por la suma 18 millones de
dólares.
La lista sigue y todos los laudos están
relacionadas con la aplicación directa de los TBI. A su vez, se ha generado un
efecto paralelo, si los inversionistas creen que existe la posibilidad de un
litigio exitoso contra el Gobierno anfitrión, pueden trabajar menos para hacer
que su inversión inicial sea exitosa o incluso sea más rentable la posibilidad
planificada de llevar su caso al ámbito legal.
Es así que los TBI se han convertido en
mecanismos, con consentimiento del Estado, para despojar a los países en vías
de desarrollo. Es por esto que su práctica conforma una nueva estrategia de
neocolonialismo, en la que los países más poderosos subyugan las soberanías
nacionales. Es por ello necesario repensar nuevos formatos para atraer
inversión y tratados justos que impliquen una verdadera igualdad jurídica con
sistemas de arbitraje transparentes y representativos, en los cuales la
soberanía nacional y el respeto a las leyes nacionales se levante por sobre los
intereses de las transnacionales.
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