REFLEXIONES: Una mirada sobre las consecuencias
del actual modelo productivo
Junio de 2015
Por Luis Lafferriere
El objetivo de estas notas es reflexionar sobre las
negativas consecuencias del modelo productivo vigente en el agro argentino y la
necesidad imperiosa de cambiar el rumbo actual, en tránsito a una forma de
producción agroecológica que nos lleve a la soberanía alimentaria, todo ello
enmarcado en la actual crisis civilizatoria que enfrenta la humanidad.
En una breve Introducción, aclarando como siempre que se
trata de una mirada crítica y subjetiva, desde una perspectiva de la economía
humana y sustentable, me referiré al marco mundial de la crisis y los posibles
colapsos.
Continuaré luego con el Desarrollo del tema central, es
decir, las consecuencias negativas del modelo de producción-destrucción que
predomina en el agro argentino, consecuencias de distinto orden, entre ellas:
económicas, políticas, sociales, laborales, culturales, agronómicas,
ambientales y sanitarias. En esta parte haré referencia a la visión de la
economía convencional y a las externalidades que se ocultan habitualmente, como
la forma distorsionada de mirar la realidad, que en lugar de explicarla,
intenta ocultarla y legitimarla.
En las Conclusiones reafirmaré la necesidad urgente de
impulsar políticas públicas integrales que apoyen la transición hacia la
soberanía alimentaria, basada en la agroecología y en la producción de
cercanía.
– Introducción:
Las siguientes reflexiones se fundamentan en una mirada crítica (y
siempre subjetiva) de la economía y de la organización social predominante en
todo el planeta, y de los principales procesos impulsados por las corporaciones
transnacionales. Mirada crítica no sólo sobre la compleja y dura realidad en la
que vivimos, sino también sobre los esquemas de pensamiento
de la economía convencional que contribuyen a ocultar los horrores del sistema.
Mi objetivo es poner el tema de los agrotóxicos dentro de un marco
más general del modelo de producción-destrucción que se ha impuesto en el campo
argentino, que es el modelo de la agricultura industrial artificial, que
provoca múltiples consecuencias, además de la más grave de todas que es sobre
la salud humana.
Y ese modelo de producción-destrucción, llamado también del
agronegocio, está dentro de un marco más general, que tiene que ver con el
modelo socioeconómico predominante en casi todo el planeta, que ha conducido a
la humanidad hacia una crisis civilizatoria inédita que nos lleva hacia el
abismo.
La organización social que regula las relaciones humanas en el
mundo y que ha generado esta crisis civilizatoria, tiene ciertas lógicas de
funcionamiento que provocan situaciones muy contradictorias entre las
necesidades globales y la de cada uno de los agentes económicos que interviene
en ella. Esas contradicciones se manifiestan en la necesidad de lograr el mayor
bienestar de todos los integrantes de una sociedad en armonía con la
naturaleza, y en la presión existente sobre cada decisor económico que actúa en
ella para que se preocupe centralmente por maximizar sus beneficios por encima
de todo.
La regla de juego
básica de este sistema, el principio ordenador de la competencia en las
relaciones económicas, obliga a que cada actor se preocupe más que nada por su
supervivencia o deba correr el riesgo de desaparecer. Eso le genera una mirada
de la realidad y un comportamiento centrados exclusivamente en el interés
individual y de corto plazo (ya que si no es competitivo puede perderlo todo y
nadie lo va a salvar). Y eso también explica que aunque se sepa que como
comunidad hay gravísimos problemas estructurales (humanos y ambientales)
generados por esta lógica egoísta, cada uno está impulsado individualmente a
hacer más de lo mismo, aunque eso colectivamente agrave más la situación. Y al
buscar ser más competitivo para no desaparecer, se ve obligado a invertir, pero
para ello necesita que su negocio sea rentable. En consecuencia, la suma de
esos comportamientos individuales conduce a un proceso sistémico que es una
mayor producción, nuevas ganancias, nuevas inversiones que incrementan la
capacidad productiva y, macroeconómicamente, llevan a un crecimiento sostenido
de largo plazo.
Y el crecimiento
significa ese proceso autista que nunca acaba, de extraer cada vez mayor
cantidad de los bienes comunes que nos ofrece la naturaleza, a una velocidad
creciente, mientras se van generando desechos durante el proceso y luego cuando
los bienes dejan de ser útiles. En consecuencia, la expansión
desenfrenada de este sistema económico lleva al agotamiento de recursos que son
esenciales para la vida y a la contaminación gigantesca del ambiente del que
dependemos y formamos parte.
Esto nos lleva
al contexto mundial del tema de los agronegocios: la crisis civilizatoria y los
colapsos futuros.
La expansión sin fin en el marco de planeta finito es un delirio
que sólo la locura de la economía convencional puede proponer y defender.
Cuando la actividad llega a las magnitudes que alcanzó durante el siglo XX,
comienzan a manifestarse los límites físicos de este accionar irracional y
demencial del ser humano. Una forma de medir esta interacción destructiva es la
Huella ecológica. Se trata de una forma muy aproximada de medir las
consecuencias del accionar del hombre sobre la naturaleza, que indica si está
por encima o por debajo de las posibilidades de seguir con la actividad de
manera sustentable. A nivel de toda la humanidad, en la década del ’70 del
siglo XX la huella ecológica comenzó a ser negativa, y hoy se estima que nuestra actividad supera en un 50% las posibilidades de que el
planeta continúe sustentando nuestra vida en él.
Dicho en otros términos: o disminuimos en un 50% la forma en que
estamos extrayendo recursos de la naturaleza y en que estamos arrojando
desechos, o difícilmente podremos seguir viviendo en este planeta por mucho
tiempo más.
Es cada vez más fuerte y masiva la voz de los científicos ante
esta actitud suicida de la humanidad, que claman por un cambio en el modo de
producir y destruir. El consenso es casi unánime sobre la superación de varios
de los límites que nos impone el planeta, entre ellos el calentamiento global
(por las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero
-GEI-), el agotamiento de los combustibles fósiles, la destrucción de la
biodiversidad, etc.
El acuerdo de la gran mayoría de las naciones de que no deberíamos
alcanzar un aumento de los dos grados promedio de la temperatura media (ya
estamos en casi un grado) se ha visto superado en los hechos por la continuidad
de la gigantesca emisión de los GEI y la falta de acuerdos y compromisos
efectivos de disminuirla por parte de los principales países emisores. La
próxima cumbre climática a realizarse en París en el mes de diciembre es para
algunos la última oportunidad que tenemos de evitar el colapso. Las
perspectivas no son nada alentadoras, a pesar de dos fuertes señales de las
últimas semanas que llaman la atención sobre el tema: una declaración del G-7
(los países más poderosos del mundo) y la reciente encíclica del Papa
Francisco.
Pero también nos enfrentamos al futuro colapso energético, ya que
estamos agotando rápidamente las reservas disponibles de combustibles fósiles,
base primaria de casi el 90% de la energía que consume la humanidad. El
panorama y la información indican que en las próximas décadas nos encontraremos
con una fuerte escasez y con pocas posibilidades de realizar una transición
hacia otras fuentes energéticas más limpias y sostenibles, si no comenzamos de
manera inmediata a trabajar fuerte en ese proceso.
El grave deterioro a nivel mundial del ciclo del nitrógeno y del
fósforo, la destrucción masiva de la biodiversidad y la desaparición de
numerosas especies, la contaminación cada vez mayor del agua potable y la
destrucción de sus ‘fábricas’ naturales (glaciares de altas montañas y
humedales), indican que estamos pasando límites de no retorno, que nos llevan a
escenarios inimaginables de colapsos y caos, que deberían hacernos reflexionar
para buscar urgentes alternativas que eviten la colisión y el abismo.
Pero no se trata
sólo de peligros inminentes, sino de problemas actuales gravísimos, que ya
están sufriendo miles de millones de personas. Porque el modelo de organización
social que predomina en el mundo no sólo provoca daños gigantescos al ambiente
y nos conduce al abismo futuro, sino que hoy ni siquiera garantiza condiciones
de vida digna para todos. El fenomenal deterioro de nuestros bienes comunes se
produce como consecuencia de una forma de producción, de consumo y de vida que
beneficia sólo a un sector minoritario de la población del planeta, donde el 1%
del total posee casi el 50% de la riqueza. Pero que deja afuera de los beneficios
del sistema a la gran mayoría de la humanidad.
La cada vez más
pronunciada concentración del ingreso y la riqueza tiene como contracara una
exclusión fenomenal. Al menos cuatro mil millones de seres humanos viven en la
pobreza estructural, y alrededor de dos mil millones pasan hambre todos los
días. Viven miserablemente, y mueren miserablemente. Aunque la producción
mundial de alimentos alcance para casi el doble de los que somos en la Tierra. A pesar de que
las promesas de los principales impulsores del modelo de agricultura industrial
suponían el fin del hambre en el mundo, primero con la revolución verde y luego
con la biotecnología.
– Desarrollo
En el marco de esta crisis civilizatoria, que de manera tan nefasta
impacta en términos humanos y ambientales, se desarrolla la producción mundial
de alimentos impulsada por las grandes corporaciones de los agronegocios. Un
modo de producción que tiene mucho que ver con los graves problemas que se
fueron enunciando, y donde nuestro país no está ajeno a ese proceso, sino que
forma parte importante del mismo, ya que su territorio es presa de la expansión
desenfrenada de la monoproducción de transgénicos con uso intensivo de
agrotóxicos.
Diversas son las consecuencias negativas del modelo de producción-destrucción
que predomina en el agro argentino. Las voy a considerar tratando de
ordenarlas: económicas y políticas; sociales, laborales y culturales;
agronómicas, ambientales y sanitarias. La mirada desde la economía convencional
y las “externalidades”.
Consecuencias económicas y
políticas:
Si bien los agronegocios han generado favorables resultados
económicos en la coyuntura (debido los altos precios internacionales de los
principales productos exportados), el impacto ha sido desigual. Los grandes ganadores
han sido las corporaciones que concentran el mercado, y el fisco nacional que
participa de una parte de la renta generada (vía las retenciones). También se
ha beneficiado a una gama de productores, en especial los grandes y medianos,
que entraron en el negocio. Pero el derrame hacia los más pequeños y otros
sectores de la sociedad ha sido limitado, y en especial con efectos
transitorios. No sólo por tratarse de una coyuntura difícilmente repetible en
la economía mundial, sino también por el múltiple impacto que va generando la
propia expansión del monocultivo transgénico (que, como veremos, es
insustentable en el mediano plazo).
Existe una fuerte dependencia en muy pocos productos y en muy
pocos compradores. Nuestro país exporta principalmente bienes primarios y con
poco valor agregado, y la mayor parte de ellos concentrado en muy pocos
destinatarios (un cuarto del total de nuestras exportaciones lo constituye sólo
el complejo oleaginoso). Eso nos deja en una situación de debilidad ante los
países compradores, pero también hace que cualquier cambio o acontecimiento que
afecte ese frágil equilibrio pueda provocar una grave crisis en toda la cadena
(producción-comercialización-transporte-recaudación-etc).
Hay también una
peligrosa dependencia económica y tecnológica en un puñado cada vez más
reducido de corporaciones transnacionales que dominan el mercado mundial (de
semillas y de agroquímicos), lo que conduce a una grave situación de
vulnerabilidad en la fuente de alimentación de toda la población del planeta y
por supuesto de nuestro país. En la medida que continúe avanzando este proceso
de monoproducción con tecnología en manos de esas corporaciones, no somos ni
seremos los que decidimos qué comeremos, ni los que nos hemos de beneficiar con
la puesta en producción de nuestro territorio.
Se tiende a concentrar la producción y la propiedad de la tierra
en los más poderosos, que poseen capacidad de inversión y de soportar los
vaivenes de las condiciones climáticas, económicas y financieras. La necesidad
de adquirir los paquetes tecnológicos y las grandes maquinarias que requiere el
proceso de agricultura industrial deja fuera de juego a los pequeños
productores, y se produce más concentración. Los censos agropecuarios son
elocuentes muestras de cómo la propiedad de la tierra está cada vez en menos
cantidad de propietarios. En tanto casi el 60% de la superficie cultivable se
dedica a la soja, más del 50% de esa producción está controlada sólo por el 3%
de los productores.
Se afecta a la diversidad productiva, ya que se dejan de realizar
actividades que son menos rentables que la soja o el maíz pero muy necesarias
(como el tambo, la ganadería, la frutihorticultura, y otras producciones de
granos). Se van perdiendo las producciones para autoabastecimiento local, y se
ingresa en la tendencia irracional de producir para vender a miles de
kilómetros, y abastecerse comprando a miles de kilómetros también (con el grave
peligro del futuro colapso energético y la creciente escasez de combustibles
que vivirá la humanidad).
Con la tendencia a la homogenización también se va perdiendo la
variedad de especies productivas y se afecta la necesaria diversidad genética.
Además, se genera mayor susceptibilidad de enfermedades (o probabilidad de
ataques) frente a situaciones adversas: plagas, eventos
climáticos, etc. Se impacta desfavorablemente sobre los montes nativos, con el
consiguiente efecto negativo en la productividad de estos ecosistemas
(ganadera, apícola, forestal, reservorio de plantas medicinales) y la pérdida
irreversible de los múltiples servicios ecosistémicos que prestan. Se usa
petróleo de manera intensiva y masiva, desde los fertilizantes, hasta el
transporte, pasando por la maquinaria para la producción. El
sector tiene un balance energético negativo, lo que acarreará grandes
dificultades en un futuro cercano.
Se concentra el
poder de decisión sobre cuestiones esenciales y estratégicas (como los
alimentos y la renta agraria) en un sector minúsculo de la sociedad, que está
fuertemente extranjerizado. También controlan porcentajes significativos del
comercio exterior. Eso otorga una gran capacidad a las corporaciones de presión
y decisión sobre las políticas del Estado, por supuesto que en beneficio propio
y no del conjunto social. Y conduce a una Democracia condicionada y con fuertes
limitaciones a los intentos de redistribución del ingreso y la riqueza.
Consecuencias sociales,
laborales y culturales:
La agricultura industrial basada en la monoproducción de
transgénicos es altamente mecanizada y expulsora de mano de obra, además de
concentrar la producción en grandes extensiones y pocas manos.
Eso provoca un fuerte despoblamiento del campo, con dos
consecuencias.
A corto plazo, se acumula población sobrante en las zonas
periféricas de las grandes ciudades, sin perspectivas de futuro digno y de
trabajo decente, agravando el problema de desempleo estructural y la situación
de marginalidad de importantes sectores de la población (apenas cubierta
parcialmente por masivos subsidios clientelares).
A largo plazo, ante un eventual colapso de este modo de
producción-destrucción, el campo no tendrá gente para volver a producir de otra
manera, y además se pierden los saberes productivos de la gente que emigra.
También conduce a comportamientos rentísticos de propietarios que
arriendan sus campos, liquidan sus instrumentos de trabajo y viven de renta en
las ciudades, mientras se mantenga la elevada rentabilidad. ¿Y después? El
alquiler de los campos eleva las probabilidades de erosión de suelos, pérdida
de las propiedades físicas y químicas de los mismos, y desequilibrios en la
vida del suelo. Por lo que luego ya no vale lo mismo.
Consecuencias agronómicas,
ambientales y sanitarias:
Se trata de los impactos más preocupantes en términos de la
calidad de vida presente y futura, y ponen de relieve la total falta de
sustentabilidad del modelo.
Cuanto mayor es la
monoproducción (superficies más extensas con un solo cultivo) más uso intensivo
de agroquímicos se requiere para prevenir pestes y malezas, porque se limitan o
destruyen los controles naturales de plagas. A menor diversidad mayor
fragilidad.
Con la producción
del mismo cultivo durante varias temporadas (sin rotación), el suelo se
empobrece y va perdiendo nutrientes (así ¿hasta cuándo?), y porque para ahorrar
costos no se repone la fertilidad perdida.
Si se trata de herbicidas que matan toda planta que no tenga el gen
resistente, se arrasa con la biodiversidad vegetal, y asociados a su toxicidad,
se destruyen los microorganismos, desaparecen no sólo especies vegetales sino
toda la cadena de vida.
También se van generando especies vegetales resistentes y cada vez
se requiere aumentar la dosis de herbicidas y la combinación de químicos más
fuertes (biocidas). Eso lleva a una espiral de crecientes costos económicos,
energéticos y ambientales.
El uso masivo de agroquímicos va contaminando no sólo el suelo
sino también los acuíferos donde se aplican, proceso que es acumulativo y
termina provocando graves daños en los ecosistemas, en la fauna acuática y en
quienes usan el agua. A su vez, por la degradación del glifosato, se genera el
AMPA que se suma a la contaminación y agrava el cuadro negativo general.
El aspecto de mayor gravedad tiene que ver con la salud de la
población afectada.
A través de múltiples manifestaciones (médicas, científicas,
experiencias de las víctimas) ha quedado demostrado el efecto negativo de los
agrotóxicos y los cultivos transgénicos sobre los seres humanos. Desde
enfermedades menores (alergias, cutáneas, oculares, etc) hasta cánceres,
malformaciones y abortos espontáneos.
Por el deficiente y criminal proceso de clasificación, donde sólo
se considera la dosis letal 50 pero no los efectos subletales y crónicos (si un
producto no mata inmediatamente puede considerarse inocuo), y los repudiables
procesos de aprobación de los agroquímicos, con una cadena de complicidades
donde los miembros del organismo que decide son mayoritariamente personas
vinculadas a las propias corporaciones y los estudios los realizan laboratorios
de las mismas firmas, se liberan productos tóxicos bajo la apariencia de
inofensivos, con las consecuencias horrorosa que eso implica.
Hasta la
propia OMS (Organización Mundial de la Salud) ha declarado
recientemente que el glifosato es cancerígeno, mientras que cientos de estudios
en la Argentina y el mundo venían informando de sus negativas consecuencias
sobre la salud. Pero
hasta el momento se sigue rociando generosamente a catorce millones de
argentinos sin ninguna traba u obstáculo, ante la irresponsabilidad cómplice y
criminal de las áreas de salud y ambiente.
También se suman las leyes laxas que permiten aplicaciones a
distancias mínimas de la población y cursos de agua, y los prácticamente
inexistentes y muy poco efectivos controles sobre los aplicadores, dosis, y
aplicaciones, lo que lleva al aumento considerable de las diversas
enfermedades, ocultas de manera intencional por la carencia de registros
epidemiológicos. Existen estudios fundamentados que indican que no existen
derivas controlables, ya que según el tamaño de las gotas y las condiciones del
tiempo, las mismas pueden recorrer decenas de kilómetros de distancia desde
donde son esparcidas.
Por esta razón, son
innumerables las opiniones fundamentadas de profesionales, técnicos,
científicos, médicos, etc, que afirman de manera contundente que una vez que
los biocidas son liberados al ambiente de la manera que sucede en nuestro país,
son incontrolables. Y de eso dan cuenta las numerosas víctimas de los pueblos
fumigados, que cada vez hacen sentir con más fuerzas sus resistencias y sus reclamos.
A todo eso se suma
el impacto sobre el calentamiento global de toda la cadena de la producción de
alimentos, con esta modalidad impuesta por las grandes corporaciones en el
mundo. Desde la producción primaria, hasta el comercio, la industrialización y
los desechos, pasando por la deforestación, el sector es responsable de
alrededor del 50% de la emisión de gases efecto invernadero a nivel planetario.
La economía convencional y las
“externalidades”
Los análisis de las supuestas ventajas de la agricultura
industrial basada en transgénicos y uso masivo de agrotóxicos son muy comunes
entre los economistas convencionales. Su mirada con las lentes del color del
sistema está distorsionada por los intereses económicos de los sectores más
concentrados. En los registros contables convencionales los aspectos negativos
mencionados no se incluyen en el balance como costos. En las cuentas nacionales
y en los cálculos del valor agregado por sectores no se deducen tampoco los
impactos destructivos sobre el ambiente y la vida humana.
Se trata de una
manera de mirar la realidad que sólo permite visualizar los aspectos positivos
del sistema, pero invisibiliza las consecuencias negativas. Y eso se proyecta a
los cálculos micro y macroeconómicos, donde las externalidades negativas las
deben cubrir los afectados y las víctimas, y por ello es que aparenta ser un
modelo eficiente y altamente rentable (aunque en realidad, sea sólo para
algunos).
Si se contemplaran
los costos reales de este modelo, como el balance energético, la pérdida de
nutrientes y de biodiversidad, el agua virtual que se va, la contaminación de
acuíferos, la destrucción de obras viales (puentes, rutas, red eléctrica, etc),
las catástrofes cada vez más habituales ante eventos climáticos (potenciadas
por desmontes), y fundamentalmente la afectación de la salud humana, el saldo
de la actividad sería fuertemente negativo (aunque, como vimos, el impacto es
diferencial: los que se benefician -y tienen mucho poder- no son los mismos que
se perjudican).
De todos modos, los múltiples impactos negativos que generan
daños irreversibles, deberían erradicarse totalmente si se cumpliera con la
aplicación del principio precautorio que ha sido aceptado en la legislación
nacional y mundial. Este principio implica que hasta tanto
no se demuestre de manera indubitable que una actividad, un proceso, un evento,
no va a producir ningún daño, se suspende su aplicación o implementación. Algo
que no sucede con los múltiples efectos del modelo vigente.
En la realidad
concreta de nuestro país, sucede a la inversa, hay que aguardar que pase el
tiempo y se produzcan múltiples efectos negativos de todo orden (humano y
ambiental) para recién pretender que se detenga una acción. Y a veces no
alcanza ni siquiera eso para frenar los daños que se comenten contra personas y
comunidades, ya que a pesar de las múltiples denuncias y de las consecuencias
demostradas de manera fehaciente, no se generan sanciones a los que las
producen.
– Conclusión:
Urgencia de políticas públicas integrales que apoyen la transición
hacia la soberanía alimentaria, basada en la agroecología y la producción de
cercanía.
La producción campesina y la agricultura en pequeña escala, a
pesar de su menor ocupación territorial, es responsable de la producción del
70% de los alimentos en el mundo. No produce contaminación y utiliza cantidades
menores de hidrocarburos, además de generar alimentos sanos y mucho más
trabajo.
Para avanzar en modos de producción menos contaminantes y
amigables con el ambiente, debemos abandonar el modelo vigente de
producción-destrucción, que igualmente tarde o temprano terminará. Sólo que se
requiere de tiempo, grandes esfuerzos y una fuerte voluntad política, que se
traduzca en medidas integrales de apoyo y promoción en todos los niveles y
áreas del Estado a las formas alternativas.
Si bien existen experiencias individuales y grupales exitosas y
viables aún en el contexto actual, es muy difícil (o casi imposible) pensar
salidas que involucren de manera más amplia a la gran mayoría del campo
argentino sin políticas adecuadas que la apoyen.
Por eso debería darse un drástico cambio de las estrategias y
políticas (además de las urgentes prohibiciones parciales y de transición), que
tiendan, por un lado, a acotar y encarecer rápidamente las actividades destructivas;
y por otro, a facilitar e impulsar el desarrollo de la producción agroecológica
destinada centralmente a abastecer los mercados locales y regionales.
Todavía estamos a tiempo, pero no tenemos mucho margen para
actuar. Las demoras en tomar las necesarias decisiones de cambio harán más
difícil la situación en el futuro. No es fácil cambiar nuestra forma de vida.
Pero no tenemos alternativas, ya que hacer más de lo mismo nos conducirá al
suicidio colectivo. Todos estamos involucrados y debemos comprometernos. De lo
que hagamos hoy dependerá lo que vayamos a vivir mañana.
--
UAC Unión de Asambleas Ciudadanas Contra el Saqueo y la Contaminación
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