El estado de
excepción como paradigma político del extractivismo
14 de abril de 2019
Por Raúl Zibechi
El colonialismo no cede sino con el cuchillo al cuello.
Frantz Fanon
En los últimos años se han
ensayado diversos enfoques sobre el extractivismo, que abarcan desde el énfasis
en los impactos sobre el medio ambiente y los perjuicios a las poblaciones,
hasta la re-primarización de la matriz productiva. Contamos con un amplio
conjunto de trabajos que incluyen, también, las resistencias al modelo de
minería a cielo abierto y de monocultivos para la exportación, así como
propuestas alternativas asentadas, buena parte de ellas, en el Buen Vivir/Vivir
Bien. Los análisis críticos tienden a compartir la tesis de que el modelo
extractivo debe ser considerado como parte del proceso de acumulación por
desposesión, característico del período de dominio del capital financiero
(Harvey, 2004).
En
paralelo, se comienza a considerar el extractivismo como una actualización del
hecho colonial, en particular en el área de la minería, colocando el inicio de
la explotación del Cerro Rico de Potosí (donde fueron sacrificados 8 millones
de indios), en 1545, como el comienzo de la modernidad, del capitalismo y de la
relación centro-periferia en la que se asientan (Machado, 2014).
Tomando estos análisis como referencias ineludibles, pretendo explorar someramente las formas de acción que están llevando adelante los movimientos para neutralizar/desbordar el modelo extractivo, bloquear la acumulación por despojo, revertir la militarización de los territorios, poner fin a la persistente degradación ambiental y la destrucción de los seres humanos.
Considero que no se limitan, ni pueden
hacerlo, a repetir los repertorios tradicionales del movimiento sindical, ya
que se mueven en espacios donde las reglas del juego son diferentes.
El
punto de partida de mi argumentación es que hoy los pueblos son obstáculos para
la acumulación por despojo/desposesión. Harvey sostiene que el “principal
instrumento” de la acumulación por desposesión son las privatizaciones de
empresas públicas y que el poder estatal es su agente más destacado (Harvey
2004). En su argumentación coloca el ejemplo de Argentina en la década de 1990,
que hoy podría aplicarse a buena parte de América Latina y a unos cuantos
países europeos como Grecia y España, entre otros.
A mi modo de ver, el
argumento de Harvey es enteramente válido para la porción de la humanidad que
se encuentra en la “zona del ser”, pero para aquella otra parte que vive en la
“zona del no-ser” (Grosfoguel, 2012), el principal instrumento de la
acumulación por
desposesión es la violencia, y sus agentes son, indistintamente, poderes
estatales, paraestatales y privados, que en muchos casos trabajan juntos ya que
comparten los mismos objetivos. Esa es la situación que viven en nuestro
continente las poblaciones cercanas a las minas y los monocultivos.
“Prácticamente no existe poblador vecino de un proyecto minero que no tenga
algún proceso judicial abierto” (Machado, 2014: 224).
La
violencia y la militarización de los territorios son la regla, forman parte
inseparable del modelo; los muertos, heridos y golpeados no son fruto de
desbordes accidentales de mandos policiales o militares. Es el modo “normal” de
operar del extractivismo en la zona del no-ser. El terrorismo de Estado que
practicaron las dictaduras militares destruyó sujetos en rebeldía y pavimentó
las condiciones para el aterrizaje de la minería a cielo abierto y los
monocultivos transgénicos. Posteriormente, las democracias –conservadoras y/o
progresistas- aprovecharon las condiciones creadas por los regímenes
autoritarios para profundizar la acumulación por despojo:
“Poblaciones enteras son perseguidas, amenazadas,
criminalizadas y judicializadas; vigiladas y castigadas en nombre de la ley y
el orden. Líderes y referentes de organizaciones y movimientos emergentes
-mujeres y varones, jóvenes, adultos y ancianos por igual- son acusados de ser
los nuevos terroristas, los enemigos públicos de una sociedad de la que es
necesario expulsarlos” (Machado, 2014: 21).
Las privatizaciones afectaron
básicamente a las clases medias urbanas y a las franjas de trabajadores
vinculadas al Estado del Bienestar, sobre todo en el caso argentino. Para los
sectores sociales donde nunca operó la inclusión ni se beneficiaron con el
“bienestar”, las privatizaciones operaron apenas como la primera etapa del
despojo. Indígenas, negros y mestizos, campesinos sin tierra, mujeres pobres,
desocupados, trabajadores informales y niños de las periferias urbanas, están
sufriendo lo que el EZLN ha definido como la Cuarta Guerra Mundial.
Como en todas las guerras, se trata de conquistar territorios, destruir
enemigos y administrar los espacios conquistados subordinándolos al capital:
La Cuarta Guerra Mundial está destruyendo a la humanidad en la medida en que la globalización
es una universalización del mercado, y todo lo humano que se oponga a la lógica
del mercado es un enemigo y debe ser destruido. En este sentido todos somos el
enemigo a vencer: indígenas, no indígenas, observadores de los derechos
humanos, maestros, intelectuales, artistas. (Subcomandante Marcos, 1999).
La novedad de esta nueva
guerra es que los enemigos no son los ejércitos de otros estados, ni siquiera
otros estados, sino la propia población, en particular aquella parte de la
humanidad que vive en la zona del no-ser. En suma: acabar con los pueblos que
sobran, desertizar territorios y luego re-conectarlos al mercado mundial. Los
modos de eliminar a los pueblos no son necesariamente la muerte física, aunque
esta va sucediendo lentamente mediante la expansión de la desnutrición crónica
y las viejas/nuevas enfermedades, como el cáncer que afecta a los millones
expuestos a los químicos de los monocultivos y de la minería.
Los modos más habituales son
la eliminación de los pobres a través de su exclusión: confinamiento en
espacios cercados de policías y guardias privados en las periferias urbanas. El
caso más extremo es la Franja de Gaza, y los más comunes se pueden encontrar en
las barriadas de todas las grandes ciudades latinoamericanas. Muchas
comunidades rurales cercanas a los emprendimientos extractivos, han sido
aisladas y rodeadas por dispositivos militar/económicos que actúan como cercos
materiales y simbólicos, como les sucede a las comunidades mapuche en la
Patagonia, a los pueblos indios y afros en el Cauca colombiano, así como a los
pueblos atravesados por el “tren del hierro” de la minera Vale en el
estado de Maranhão y a cientos de comunidades en las regiones andinas.
Estamos ante dos genealogías
diferentes. La que afecta a los pueblos del sur no cabe en el concepto de
“acumulación originaria”, delineada por Marx en El Capital, para reflexionar
sobre la experiencia europea. La expropiación violenta de los productores, lo que
denomina como el “proceso histórico de escisión entre producción y medios de
producción”, es el acta de nacimiento del capital pero también de los
“proletarios totalmente libres” que serán empleados por la nueva industria
(Marx, 1975: 893). Ese proceso de escisión por el que se crea una nueva
relación social, capital-trabajo, fue tan real para Inglaterra como irreal en
las colonias.
En América Latina los indios
no fueron separados de sus medios de producción sino forzados a trabajar
gratuitamente en las minas, mientras los negros fueron arrancados a la fuerza
de su continente. En ambos casos se cometió un genocidio por el que la
población originaria fue casi exterminada. Nació un capitalismo sin
proletarios, en el sentido europeo que le da Marx, cuando señala que la
expropiación de los productores fue “la disolución de la propiedad privada
fundada en el trabajo propio” (Marx, 1075: 951). Los indios no tenían un
concepto de propiedad privada como los campesinos ingleses, sino de comunidad,
y consideraban la tierra como un bien común sagrado. La acumulación
“originaria” no fue el “pecado original” del modo de producción capitalista,
sino la forma constante de acumulación durante cinco siglos en base a la
esclavitud, la servidumbre, el trabajo informal y la pequeña producción
familiar/mercantil que, hasta el día hoy, son las formas dominantes de trabajo,
siendo el empleo asalariado uno más entre los muchos modos de trabajo
existentes (Quijano, 2000a).
En segundo lugar, en la América Latina
india/negra/mestiza, históricamente el principal modo de disciplinamiento no
fueron el panóptico ni los satanic mill, sino la masacre o la amenaza de
masacre (léase exterminio), tanto en la colonia como en el período republicano,
en dictaduras o en democracias, hasta el día de hoy: desde los 3.600
ametrallados en Santa María de Iquique, en 1907, hasta las decenas de muertos
en Bagua en junio de 2009. Ambas masacres sucedieron bajo regímenes de
democracia electoral, lo que indica el carácter de este sistema en la región. Sólo en Chile,
en las siete décadas que van de 1903 al golpe de Estado de 1973, el historiador
Gabriel Salazar enumera quince masacres (“ametrallaron a los rotos”), a razón
de una cada tres años en promedio, considerando que la última abarcó todos los
rincones del país y se cobró diez mil vidas (Salazar, 2009: 214). La organización Maes
de Maio, creada por las madres de los 500 asesinados por los aparatos
represivos en São Paulo en mayo de 2006, señala que entre 1990 y 2012 se
produjeron 25 masacres contra habitantes de favelas, o sea jóvenes/
negros/pobres (Maes de Maio, 2014).
En tercer lugar, el Estado-nación latinoamericano tiene una genealogía diferente a la europea, como nos recuerda Aníbal Quijano. Aquí no se registró “la homogeneización de la población en términos de experiencias históricas comunes”, ni la democratización de una sociedad que pueda expresarse en un Estado democrático; las relaciones sociales se fijaron sobre la colonialidad del poder establecida sobre la idea de raza, convertida en el factor básico de la construcción del Estado-nación.
“La estructura de poder fue y aún sigue estando organizada sobre
y alrededor del eje colonial. La construcción de la nación y sobre todo del
Estado-nación han sido conceptualizadas y trabajadas en contra de la mayoría de
la nación, en este caso de los indios, negros y mestizos” (Quijano, 2000b:
237).
Los tres ejes anteriores
explican la continuidad de la dominación y la exclusión de las mayorías,
inferiorizadas racialmente, con independencia del régimen político y de las
fuerzas que administren un Estado colonial. Con el neoliberalismo y la
hegemonía de la acumulación por despojo, se produce además la “expropiación de
la política” que en los casos más extremos, como México, Colombia y Guatemala,
pasa por la articulación entre paramilitarismo, empresas extractivas y
corrupción estatal, en lo que bien puede considerarse como una re-colonización
de la política (Machado, 2014).
https://movimientom4.org/wp-content/uploads/2019/04/el-estado-de-excepcion_zibechi.pdfhttps://movimientom4.org/2019/04/el-estado-de-excepcion-como-paradigma-politico-del-extractivismo/
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