El golpe de Estado en Chile
1 de septiembre
de 2019
Por Ralph Miliband
Ante un nuevo aniversario del golpe fascista en Chile recuperamos
un valioso aporte de Ralph Milliband que buscaba balancear la experiencia
chilena. Muchos de los debates que se reflejan en este artículo conservan a
nuestro entender fuerte actualidad sobre todo si se los mira a la luz actual de
lo que sucede en Venezuela.
Lo ocurrido en Chile el 11 de
septiembre de 1973 no reveló súbitamente nada nuevo acerca de las maneras en
que los poderosos y los privilegiados buscan proteger su orden social: la
historia de los últimos 150 años está salpicada de tales episodios. Aun
así, Chile ha obligado a mucha gente de izquierda a reflexionar y a hacerse
algunas incómodas preguntas en relación con la “estrategia” más adecuada en
los regímenes de tipo occidental para lo que de un modo algo vago se ha
llamado “transición al socialismo”.
Por supuesto, los Hombres Sensatos de
la Izquierda, y otros también, se han apresurado a proclamar que Chile no es
Francia, o Italia, o Gran Bretaña. Esto es totalmente cierto. No existe un
país igual a otro: las circunstancias son siempre diferentes, no solo entre un
país y otro, sino entre distintos períodos dentro de un mismo país. Este
sabio juicio hace posible y plausible argumentar que la experiencia de un país
o un período no puede ofrecer “lecciones” concluyentes. Eso también es
cierto, y como principio general se debiera desconfiar de aquellos que
instantáneamente formulan “lecciones” para cada ocasión. Lo más probable es que ya las
tuvieran mucho antes, y sólo intentan acomodar la nueva experiencia a sus ideas
previas. Así es que seamos cuidadosos con aceptar o dar “lecciones”.
En todo caso, y aun siendo cuidadosos, hay cosas que aprender de la
experiencia, o desaprender, lo que viene a ser lo mismo. Se decía, con mucha razón, que sólo
Chile, en Latinoamérica, era una sociedad pluralista, liberal, constitucional,
parlamentaria, y un país que tenía política: no exactamente como los
franceses, los estadounidenses o los británicos, pero que definitivamente
existía dentro de un marco “democrático”, o, como dirían los marxistas, de
la “democracia burguesa”.(...)
IV
La configuración de las fuerzas
conservadoras que he presentado en la sección previa es esperable que exista
en cualquier democracia burguesa, por supuesto que no en las mismas
proporciones o con exactos paralelos; pero el patrón de Chile no es único.
Siendo este el caso, lo más importante es intentar un análisis lo más
preciso posible de la respuesta del régimen de Allende al desafío que le fue impuesto
por estas fuerzas.
Como suele ocurrir, y mientras haya y
continúe habiendo controversias interminables en la izquierda sobre quién
carga con la responsabilidad de lo que se hizo mal (si es que alguien la
tiene), y si hubo algo más que pudo haberse hecho, habrá muy poca
controversia sobre cuál fue de hecho la estrategia del régimen de Allende. De
hecho, no la hay, en la
izquierda. Tanto los Sensatos como los Rabiosos de la
Izquierda al menos están de acuerdo en que la estrategia de Allende era llevar
a cabo una transición constitucional y pacífica al socialismo. Los Sensatos
de la Izquierda opinan que este era el único camino posible y deseable. Los
Rabiosos de la Izquierda afirman que ese era el camino al desastre. Resulta que
estos tenían la razón; pero todavía está por verse si la tuvieron por las
razones correctas. En cualquier caso, hay varias preguntas que aparecen aquí,
que son muy importantes y muy complejas para responderlas con eslóganes. Son
algunas de estas preguntas las que quisiera abordar ahora.
Para empezar por el comienzo:
concretamente, con el modo en el que la llegada al poder –o al gobierno– de la
izquierda debe ser concebido en las democracias burguesas. La mayor chance por
lejos es que esto ocurra vía el éxito electoral de una coalición de
comunistas, socialistas y otras agrupaciones de tendencias más o menos
radicales. ¿La razón? No es que no pueda haber una crisis, lo que abriría
posibilidades de otro tipo (por ejemplo, el Mayo francés fue una crisis de esta
índole), pero, sea por buenas o por malas razones, los partidos que debieran
ser capaces de acceder al poder en este tipo de situaciones, específicamente
las principales formaciones de la izquierda –en particular los partidos
comunistas de Francia e Italia–, no tienen la menor intención de embarcarse en
tal rumbo, y de hecho creen fuertemente que hacerlo invitaría al desastre y
supondría un retraso del movimiento de la clase obrera durante generaciones
por venir. Su actitud podría cambiar si se dan circunstancias de un tipo que
no se puede anticipar; por ejemplo, la clara inminencia o directa- mente el
comienzo de un golpe de Estado derechista. Pero esto es especulación. Lo que
no es especulación es que estas vastas formaciones, que comandan el apoyo al
grueso de la clase obrera organizada, y que continuarán comandándola por
mucho tiempo, están totalmente comprometidas con la obtención del poder –o
del gobierno– por los medios electorales y constitucionales. Fue también la
posición de la coalición liderada por Allende en Chile.
Hubo un tiempo en que mucha gente de
izquierda decía que, si una izquierda claramente comprometida con cambios
económicos y sociales profundos estuviera en vías de ganar una elección, la
derecha no lo permitiría; esto es, lanzaría un ataque preventivo por medio de
un golpe. Esta ha dejado de ser una visión moderna: correcta o incorrectamente
se percibe que, en circunstancias “normales”, la derecha no estaría en
condiciones de decidir si podría o no “permitir” que se realicen elecciones.
Independientemente de lo que la derecha o el gobierno puedan hacer para influir
en los resultados, la verdad es que no podrían arriesgarse a evitar que las
elecciones se llevaran a cabo.
La visión actual de la extrema
izquierda tiende a ser que, incluso si esto es así, y admitiendo que es
probable que lo sea, todo triunfo electoral, por definición, está condenado y
será estéril. El argumento, o uno de los principales argumentos en los que se
basa esta afirmación, es que el costo de la hazaña de una victoria electoral
es demasiado alto en términos de acomodos, maniobras y compromisos, de
“ingeniería electoral”. Me parece que hay más de esto que lo que los Hombres
Sensatos de la Izquierda están dispuestos a conceder; pero no necesariamente
tanto como sus oponentes insisten en que debe ser el caso. Pocas cosas en estos
asuntos se pueden establecer por definición. Tampoco tienen los oponentes al
“camino electoral” mucho que ofrecer como alternativa en las democracias burguesas
de sociedades capitalistas avanzadas; y tales alternativas, de la manera como
se ofrecen, han probado hasta ahora no ser en absoluto atractivas para el
grueso de la población de cuyo respaldo la realización de estas alternativas
precisamente depende; y no existe una muy buena razón para creer que esto
cambiará drásticamente en un futuro que deba ser tomado en cuenta.
En otras palabras, debe asumirse que,
en países con esta clase de sistema político, es por la vía del triunfo
electoral que las fuerzas de la izquierda se encontrarán en el gobierno. La
pregunta realmente importante es qué sucede después. Porque, como Marx
también lo señalara en tiempos de la Comuna de París, la victoria electoral
solo nos da el derecho a gobernar, no el poder de gobernar. A menos que uno dé
por garantizado que este derecho a gobernar no puede, en estas circunstancias,
de ninguna manera ser transmutado en el poder de gobernar, es en este punto que
la izquierda enfrenta cuestiones complejas que hasta ahora solo ha sondeado de
forma imperfecta: es aquí donde más fácilmente se han usado los lemas, la
retórica y las palabras mágicas como substitutos por la dura trituradora de
la deliberación política. Desde este punto de vista, Chile ofrece algunas
pistas y “lecciones” extremadamente importantes de lo que debe, y quizás lo
que no debe, hacerse.
La estrategia adoptada por las fuerzas
de izquierda chilenas tuvo una característica no muy asociada a la coalición:
específicamente, un alto grado de inflexibilidad. Quiero decir que Allende y
sus aliados habían tomado decisiones sobre ciertas líneas de acción, y de
inacción, bastante antes de llegar al gobierno. Habían decidido proceder
conforme a la Constitución, la legalidad y el gradualismo; y también, en este
escenario, que harían todo lo posible por evitar la guerra civil. Habiendo
tomado estas decisiones antes de tomar posesión del gobierno, se mantuvieron
apegados a ellas hasta el fin, a pesar de los cambios en las circunstancias.
Pero puede ser que lo que era correcto y apropiado e inevitable en un comienzo
se haya vuelto suicida en la medida en que la batalla se desarrollaba. Lo que
está en cuestión aquí no es la oposición “reforma o revolución”: es que
Allende y sus colaboradores estaban empeña- dos en una particular versión del
modelo “reformista”, el que finalmente hizo imposible que pudieran responder al
desafío que enfrentaban. Esto necesita una mayor elaboración.
Alcanzar la Presidencia por la vía
electoral implica mudarse a una casa ocupada durante mucho tiempo por personas
de distintas costumbres; de hecho implica cambiarse a una casa en la cual
muchas habitaciones continúan ocupadas por esas personas. En otras palabras,
la victoria de Allende en las urnas permitió que la izquierda ocupara uno de
los elementos del sistema estatal, el Poder Ejecutivo: un elemento
extremadamente importante, quizás el más importante, pero obviamente no el
único. Habiendo alcanzado esta victoria parcial, el Presidente y su gobierno
iniciaron la tarea de realizar sus políticas “trabajando” el sistema del cual
se habían convertido en una parte.
Al hacerlo, indudablemente
contravinieron un principio esencial del canon marxista. Como escribió Marx en
una famosa carta a Kugelmann en tiempos de la Comuna de París, “el próximo
intento de la
Revolución Francesa ya no será, como antes, transferir la
máquina burocrática-militar de una mano a otra, sino hacerla pedazos, y esta
es la condición preliminar para una verdadera revolución popular en el
continente”.20 Del mismo modo, en La guerra civil en Francia, Marx señala que
“la clase trabajadora no puede simplemente conservar la maquinaria estatal
predefinida y manejarla para sus propios objetivos”,21 y procede a subrayar la
naturaleza de la alternativa presagiada por la Comuna de París.22 Tanta era la
importancia que Marx y Engels le atribuían a este asunto que, en el prefacio
de la edición alemana de 1872 del Manifiesto comunista afirman que “la Comuna
demostró especialmente una cosa”, que es la observación de Marx en La guerra
civil en Francia que acabo de citar.23 Fue de estas observaciones que Lenin
derivó la visión de que “destruir el Estado burgués” era la tarea esencial
del movimiento revolucionario.
Yo he defendido en otro lugar 24 que,
en el sentido en el cual parece establecerse en El Estado y la revolución (y
por ende, en La guerra civil en Francia), esto es, como establecimiento de una
forma extrema de democracia asambleísta (o soviética) inmediatamente después
de la revolución, como substituto del destruido Estado burgués, la noción
constituye una proyección imposible que puede no tener una relevancia
inmediata para ningún régimen revolucionario, y que ciertamente no la tuvo en
la práctica leninista tras la revolución bolchevique; y es difícil culpar a
Allende y sus colaboradores por no hacer algo que nunca tuvieron la intención
de hacer en primer lugar, y culparlos en nombre de Lenin, quien ciertamente no
mantuvo su promesa, y no podría haber mantenido su promesa, detallada en El
Estado y la revolución.
Sin embargo, aunque sea
desgraciadamente “revisionista” siquiera sugerirlo, puede haber otras
posibilidades que son relevantes para la discusión de la práctica
revolucionaria, y para la experiencia chilena, y que además difieren de la
particular versión del “reformismo” adoptada por los líderes de la Unidad Popular.
Así, un gobierno empeñado en cambios
mayores a nivel económico, social y político, en algunos aspectos cruciales,
tiene ciertas posibilidades incluso si no contempla “destruir el Estado
burgués”. Puede, por ejemplo, ser capaz de efectuar cambios muy considerables
en la planta funcionaria de las distintas áreas del sistema estatal; y en la
misma línea, puede comenzar a atacar y flanquear el aparato estatal existente
por medio de una variedad de mecanismos políticos e institucionales. De hecho,
si quiere sobrevivir debe hacerlo; y debe finalmente hacerlo con respecto al
elemento más difícil de todos: los militares y la policía.
El régimen de Allende hizo algunas de
estas cosas. Si pudo haber hecho más, dadas las circunstancias, es materia de
discusión; pero parece haber sido menos capaz o haber estado menos dispuesto a
abordar el problema más difícil, el de los militares. Por el contrario,
parece que hubiese buscado comprar el apoyo y la buena voluntad de estos a
través de concesiones y conciliación, incluso hasta la hora del golpe, a
pesar de la cada vez mayor evidencia de hostilidad por parte de las Fuerzas
Armadas.
En un discurso el 8 de julio de 1973, y
al que me referí en el comienzo de este artículo, Luis Corvalán observaba
que “algunos reaccionarios han comenzado a buscar nuevas formas de lanzar una
cuña entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, sosteniendo que estamos intentando
reemplazar al Ejército profesional. ¡No, señores! Continuamos apoyando el
carácter absolutamente profesional de nuestras instituciones armadas. Sus
enemigos no están en las filas del pueblo sino en el campo reaccionario”.25 Es
una pena que los militares no compartieran esta visión: uno de sus primeros
actos después de tomar el poder fue liberar a los fascistas de Patria y
Libertad que tardíamente habían sido puestos en prisión por el gobierno de
Allende. Declaraciones similares, expresando confianza en la mentalidad
constitucionalista de las Fuerzas Armadas, fueron frecuentes entre los líderes
de la coalición, y el mismo Allende. Por supuesto, ni ellos ni Corvalán
albergaban muchas ilusiones acerca del apoyo que podían esperar de los
militares; pero pareciera, sin embargo, que la mayoría pensaba que podrían
ganárselos; y que lo que Allende temía no sería algo así como un golpe en
el clásico patrón latinoamericano, sino la “guerra civil”.
Régis Debray ha escrito –por su
conocimiento de primera mano– que Allende sentía un rechazo visceral por la
guerra civil; y lo primero que hay que decir sobre esto es que solo las
personas moral y políticamente lisiadas en sus sensibilidades podrían
burlarse de este “rechazo” o considerarlo poco noble. Sin embargo, esto no
agota el tema. Hay diferentes maneras de tratar de evitar una guerra civil, y
puede haber ocasiones en las que uno no pueda hacerlo y sobrevivir. Debray
también escribe (y su lenguaje es en sí mismo interesante) que “él [Allende]
no se dejaba embaucar por la fraseología del ‘poder popular’ y no quería
cargar con la responsabilidad de miles de muertes inútiles: la sangre de otros
le horrorizaba. Por eso es que no quiso escuchar a su partido, el Partido
Socialista, que lo acusaba de maniobras inútiles y que lo presionaba a tomar
la ofensiva”.26
Sería útil saber si el mismo Debray
cree que el “poder popular” es necesariamente una fraseología por la que uno
no debería dejarse “embaucar”; y qué es lo que se entendía por “tomar la
ofensiva”. Pero, en cualquier caso, el “rechazo visceral” de Allende a la
guerra civil, como lo deja en claro Debray, era solo una parte del argumento de
conciliación y compromiso; la otra era un profundo escepticismo ante cualquier
otra alternativa. La explicación de Debray de las razones que se discutían en
las últimas semanas antes del golpe tiene un párrafo revelador:
“¿Desarmar a los conspiradores? ¿Con
qué?”, respondía Allende. “Denme primero las fuerzas para hacerlo.”
“Movilícelas”, se le decía desde todos lados. Porque es cierto que él estaba
en las alturas, en las superestructuras, dejando a las masas sin orientaciones
ideológicas o dirección política. “Solo la acción directa de las masas
detendrá el golpe de Estado.” “¿Y cuántas masas se necesitan para parar un
tanque?”, respondía Allende.27
Aparte de si concordamos o no con que
Allende estaba “en las alturas, en las superestructuras”, esta clase de
diálogo tiene algo de verdad; y puede ayudar mucho a explicar los
acontecimientos en Chile.
Considerando la forma en que murió
Salvador Allende, se justifica una cierta reticencia. Pero es imposible no
atribuirle por lo menos algo de responsabilidad por lo que finalmente ocurrió.
En el texto que acabo de citar, Debray también nos dice que uno de los
colaboradores más cercanos de Allende, Carlos Altamirano, secretario general
del Partido Socialista, le había dicho, con rabia, hablando de las maniobras
de Allende, que “la mejor manera de precipitar una confrontación y de hacerla
incluso más sangrienta es darle la espalda”.28 Había otros cercanos a Allende
que desde hacía tiempo compartían el mismo punto de vista. Pero, como Marcel
Niedergang ha señalado, todos ellos “respetaban a Allende, el centro de
gravedad y el verdadero ‘dueño’ de la Unidad Popular ”;29
y Allende, como sabemos, estaba absolutamente empeñado en el rumbo de la
conciliación, alentado hacia ese curso por el miedo a la guerra civil y la
derrota, por las divisiones en la coalición que lideraba, por las debilidades
en la organización de la clase obrera chilena, por un sumamente “moderado”
Partido Comunista, y así.
El problema con ese rumbo es que tenía
todos los elementos de una catástrofe autocumplida. Allende creía en la
conciliación porque temía el resulta- do de una confrontación. Pero,
precisamente porque creía que la izquierda era susceptible de ser derrotada en
cualquier confrontación, tuvo que proseguir con cada vez mayor desesperación
su política de conciliación; y mientras más la ejercía, más crecía la
seguridad y la audacia de sus oponentes. Más aun, y decisivamente, una
política de conciliación con los adversarios del régimen tenía el grave
riesgo de desalentar y desmovilizar a los partidarios. “Conciliación” indica
una tendencia, un impulso, una dirección, y encuentra una expresión práctica
en muchos terrenos, se quiera o no.
Así, en octubre de 1972, el gobierno
había conseguido que el Congreso promulgara una “ley de control de armas” que
dio a los militares amplios poderes para hacer rastreos en busca de arsenales
clandestinos. En la práctica, y dado el sesgo y las inclinaciones del
Ejército, muy pronto esta ley se volvió una excusa para llevar a cabo redadas
militares en fábricas que eran conocidas como bastiones de la izquierda, con
el claro propósito de intimidar y desmoralizar a los activistas,30 todo
perfectamente dentro de la “legalidad”, o al menos suficientemente dentro de la
“legalidad”.
Lo verdaderamente extraordinario de
esta experiencia es que la política de “conciliación”, tan incondicional y
desastrosamente perseguida, no causara una desmoralización temprana ni mayor
en la izquierda.
Incluso hasta fines de junio de 1973, cuando tuvo lugar el
fallido golpe militar conocido como el “Tanquetazo”, la voluntad popular de
movilizarse en contra de los futuros golpistas fue de todas maneras mayor que
en cualquier otro momento desde que Allende asumiera la Presidencia.
Probablemente fue el último momento en el que hubiera sido
posible un cambio de rumbo; y además, en cierto sentido fue el momento de la
verdad para el régimen: era necesario tomar una decisión. Y se tomó una
decisión: concretamente, que el Presidente continuaría tratando de conciliar;
y Allende siguió cediendo, una y otra vez, a las demandas de los militares.
Yo no estoy defendiendo aquí, que
quede claro nuevamente, que otra estrategia hubiera tenido éxito; solo que la
estrategia que se adoptó estaba destina- da a fracasar. Dice Eric Hobsbawm, en
el artículo ya citado: “Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende
hubiese podido hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer
hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado
concretar [¿pero cómo? –R.M.], y con suerte mantener un sistema político que le
diera a la Unidad
Popular una segunda oportunidad más tarde. (...) En cuanto a
los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él
pudiera hacer”. Con toda su aparente racionalidad y sentido de realismo, el
argumento es muy abstracto y además una buena receta para el suicidio.
Para empezar, uno no puede “hacer hora”
si ya se han impulsado grandes transformaciones, las que han conducido a una
considerable polarización; y si las fuerzas conservadoras se están
desplazando de una lucha de clases a una guerra de clases. Se puede avanzar o
retroceder: retroceder hacia el olvido o avanzar para hacer frente al desafío.
Tampoco sirve de nada, en tal
situación, actuar desde la presunción de que no hay mucho que se pueda hacer,
ya que esto significa de hecho que nada se hará para prepararse para la
confrontación con las fuerzas conservadoras. Lo que deja fuera de juego la
posibilidad de que la mejor forma de evitar tal confrontación –quizás la
única– es precisamente prepararse para ella, y estar en la mejor forma posible
para triunfar si es que efectivamente se produce.
Esta es una referencia a un artículo
de J.P. Beauvais en Rouge, donde entrega un informe como testigo ocular de una
de estas redadas del Ejército, el 4 de agosto de 1973, en la que un hombre fue
asesinado y varios resultaron heridos en el curso de lo que equivalía a un
ataque de paracaidistas en una planta textil.
Esto nos devuelve inmediatamente a la
cuestión del Estado y el ejercicio del poder. Lo dije más atrás, que un
cambio radical en la planta de funcionarios públicos es una tarea urgente y
esencial para un gobierno inclinado hacia una transformación verdaderamente
seria; y que ello necesita estar acompañado de una variedad de reformas e
innovaciones institucionales diseñadas para empujar el proceso de
democratización del Estado. Pero en este último punto es mucho más lo que
debe hacerse, no solo para concretar un conjunto de objetivos socialistas de
larga data concernientes al ejercicio del poder socialista, sino como un medio,
sea de evitar la confrontación armada o de enfrentarla en los términos más
ventajosos y menos costosos si es que evitarla se vuelve imposible.
Lo que ello significa no es simplemente
“movilizar a las masas” o “armar a los trabajadores”. Estos son lemas –lemas
importantes, sí–, a los que se requiere dotar de contenidos institucionales
efectivos. En otras palabras, un nuevo régimen inclinado a acometer cambios
fundamentales en las estructuras económica, social y política debe, desde el
comienzo, empezar a construir y alentar la construcción de una red de órganos
de poder, paralelos y complementarios al poder del Estado, además de
constituir una sólida infraestructura para la oportuna “movilización de las
masas” y la dirección efectiva de sus acciones. Las formas que esta
movilización asuma –comités de trabajadores en sus lugares de trabajo,
comités cívicos en distritos y subdistritos, etc.,– y la manera en que estos
órganos se engranan con el Estado pueden no ser susceptibles de planificación
anticipada. Pero la necesidad está allí, y es imperativo que se satisfaga,
cualesquiera sean las formas más apropiadas.
A todas luces no fue la manera en que
actuó el régimen de Allende. Algunas cosas que necesitaban hacerse se
hicieron; pero, tal como ocurrió la “movilización”, y sus preparativos
–demasiado tardíos para una posible confrontación–, careció de dirección,
de coherencia y en muchos casos incluso de valor. Si el régimen hubiese
promovido realmente la creación de una infraestructura paralela podría haber
sobrevivido; y, por cierto, podría haber tenido menos problemas con sus
adversarios y críticos dentro de la izquierda, por ejemplo el MIR, ya que sus
miembros no se habrían visto tan impulsados a actuar por su cuenta y a
desplegarse de un modo que incomodó tan enormemente al gobierno: habrían
estado más dispuestos a cooperar con un régimen en cuya voluntad
revolucionaria hubiesen podido confiar. En parte por lo menos, el
“ultraizquierdismo” es consecuencia del “izquierdismo ultramoderado”.
Salvador Allende fue una figura noble y
tuvo una muerte heroica. Pero, aunque sea difícil decirlo, ese no es el punto.
No es cómo murió lo que importa finalmente, sino reflexionar sobre si pudo
haber sobrevivido al promover otras políticas; y es errado afirmar que no
había alternativa. Aquí, como en muchos otros ámbitos, y en este más que en
la mayoría, los hechos solo se vuelven imperiosos cuando uno permite que lo
sean. Allende no fue un revolucionario que también era un político
parlamentarista. Fue un parlamentarista que, lo que ya es notable, tuvo
tendencias genuinamente revolucionarias. Pero estas tendencias no pudieron
sobreponerse a un estilo político que no era el adecuado a los propósitos que
él pretendía alcanzar.
La cuestión del rumbo no es una
cuestión de coraje. Allende tuvo todo el coraje que se requería, y más. La
famosa acotación de Saint Just, que tanto se ha citado desde el golpe, de que
“quien hace la revolución a medias cava su propia tumba”, está cerca del
blanco, pero fácilmente puede usarse en un sentido erróneo. Existe gente en
la izquierda para la que solo significa el despiadado uso del terror, y que
dicen una vez más, como si acabaran de inventar la idea, que “no se puede
hacer tortillas sin quebrar huevos”. Pero, como el escritor francés Claude Roy
observaba hace algunos años, “puedes quebrar un montón de huevos y no lograr
hacer una tortilla decente”.
El terrorismo puede llegar a ser parte
de la lucha revolucionaria. Pero la cuestión esencial es el grado en que los
responsables de la dirección de esa lucha son capaces y tienen la voluntad de
engendrar y promover la movilización efectiva, esto es organizada, de las
fuerzas populares. Si es que hay alguna “lección” definitiva que aprender de
la tragedia chilena, parece ser esta; y los partidos y movimientos que no la
aprenden, y no aplican lo que han aprendido, bien pueden estar preparando
nuevos Chiles para ellos.
Notas:
1 De no haber sido por
la presión y las protestas internacionales, bien podría ser que Corvalán ya
hubiese sido ejecutado, como muchos otros, tras la apariencia de un juicio, o
sin juicio.
2 The Times, 13 de
septiembre de 1973.
3 Íd., 20 de
septiembre de 1973.
4 Le Monde, 29 de
septiembre de 1973.
5 Citado por K.S. Karol
en Nouvel-Observateur, 8 de octubre de 1973.
6 Le Monde, 23-24 de
septiembre de 1973.
7 Ibíd.
8 Ibíd.
9 Le Monde, 13 de
septiembre de 1973.
11 Ver en este volumen,
.
12 Le Monde, 29 de
septiembre de 1973.
13 Íd.
14 “The Civil War in France ”,
en Selected Works, Moscú, 1950, vol. I, 485.
15 Citado en The Times,
5 de octubre de 1973. Por supuesto esta no es una información aislada: Le
Monde,
por ejemplo, ha
publicado docenas de informes horrorosos sobre la crueldad de la represión.
16 The Times, 5 de
octubre de 1973.
17 Sartre, L’Idiot de la Famille. Gustave Flaubert de 1821 à 1857. París, Gallimard,
1972, vol. III, 590.
18 Marcelle Auclair,
“Les Illusions de la
Haute Sociétée ”, en Le Monde, 4 de octubre de 1973.
19 Íd., 29 de
septiembre de 1973.
20 Selected Works,
op.cit., vol II, 420. 21 Íd., vol I, 468.
22 Íd., 471 y ss.
23 Ibíd.
24 “The State and Revolution”, en Socialist Register, 1970.
25 Marxism Today,
septiembre de 1973, 266. Ver además nota 29.
26 Nouvel-Observateur,
17 de septiembre de 1973.
27 Ibíd.
28 Ibíd. Vale la pena
señalar, sin embargo, que también se ha informado que después del intento de
golpe del 29 de junio Altamirano declaró que “nunca la unidad del pueblo, las
Fuerzas Armadas y la policía ha sido tan grande como ahora (...) y esta unidad
crecerá con cada nueva batalla en la guerra histórica que estamos llevando a
cabo”. (Le Monde, 16-17 de septiembre de 1973).
29 Le Monde, 29 de
septiembre de 1973.
30 Le Monde, 16-17 de
septiembre de 1973.
Sin Permiso
Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/el-golpe-de-estado-en-chile
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