miércoles, 11 de septiembre de 2019

"Tenemos cosas que aprender de la experiencia, o desaprender, lo que viene a ser lo mismo".

El golpe de Estado en Chile

1 de septiembre de 2019
Por Ralph Miliband  

Ante un nuevo aniversario del golpe fascista en Chile recuperamos un valioso aporte de Ralph Milliband que buscaba balancear la experiencia chilena. Muchos de los debates que se reflejan en este artículo conservan a nuestro entender fuerte actualidad sobre todo si se los mira a la luz actual de lo que sucede en Venezuela.

Lo ocurrido en Chile el 11 de septiembre de 1973 no reveló súbitamente nada nuevo acerca de las maneras en que los poderosos y los privilegiados buscan proteger su orden social: la historia de los últimos 150 años está salpicada de tales episodios. Aun así, Chile ha obligado a mucha gente de izquierda a reflexionar y a hacerse algunas incómodas preguntas en relación con la “estrategia” más adecuada en los regímenes de tipo occidental para lo que de un modo algo vago se ha llamado “transición al socialismo”.
Por supuesto, los Hombres Sensatos de la Izquierda, y otros también, se han apresurado a proclamar que Chile no es Francia, o Italia, o Gran Bretaña. Esto es totalmente cierto. No existe un país igual a otro: las circunstancias son siempre diferentes, no solo entre un país y otro, sino entre distintos períodos dentro de un mismo país. Este sabio juicio hace posible y plausible argumentar que la experiencia de un país o un período no puede ofrecer “lecciones” concluyentes. Eso también es cierto, y como principio general se debiera desconfiar de aquellos que instantáneamente formulan “lecciones” para cada ocasión. Lo más probable es que ya las tuvieran mucho antes, y sólo intentan acomodar la nueva experiencia a sus ideas previas. Así es que seamos cuidadosos con aceptar o dar “lecciones”.

En todo caso, y aun siendo cuidadosos, hay cosas que aprender de la experiencia, o desaprender, lo que viene a ser lo mismo. Se decía, con mucha razón, que sólo Chile, en Latinoamérica, era una sociedad pluralista, liberal, constitucional, parlamentaria, y un país que tenía política: no exactamente como los franceses, los estadounidenses o los británicos, pero que definitivamente existía dentro de un marco “democrático”, o, como dirían los marxistas, de la “democracia burguesa”.(...)


IV
La configuración de las fuerzas conservadoras que he presentado en la sección previa es esperable que exista en cualquier democracia burguesa, por supuesto que no en las mismas proporciones o con exactos paralelos; pero el patrón de Chile no es único. Siendo este el caso, lo más importante es intentar un análisis lo más preciso posible de la respuesta del régimen de Allende al desafío que le fue impuesto por estas fuerzas.
Como suele ocurrir, y mientras haya y continúe habiendo controversias interminables en la izquierda sobre quién carga con la responsabilidad de lo que se hizo mal (si es que alguien la tiene), y si hubo algo más que pudo haberse hecho, habrá muy poca controversia sobre cuál fue de hecho la estrategia del régimen de Allende. De hecho, no la hay, en la izquierda. Tanto los Sensatos como los Rabiosos de la Izquierda al menos están de acuerdo en que la estrategia de Allende era llevar a cabo una transición constitucional y pacífica al socialismo. Los Sensatos de la Izquierda opinan que este era el único camino posible y deseable. Los Rabiosos de la Izquierda afirman que ese era el camino al desastre. Resulta que estos tenían la razón; pero todavía está por verse si la tuvieron por las razones correctas. En cualquier caso, hay varias preguntas que aparecen aquí, que son muy importantes y muy complejas para responderlas con eslóganes. Son algunas de estas preguntas las que quisiera abordar ahora.
Para empezar por el comienzo: concretamente, con el modo en el que la llegada al poder –o al gobierno– de la izquierda debe ser concebido en las democracias burguesas. La mayor chance por lejos es que esto ocurra vía el éxito electoral de una coalición de comunistas, socialistas y otras agrupaciones de tendencias más o menos radicales. ¿La razón? No es que no pueda haber una crisis, lo que abriría posibilidades de otro tipo (por ejemplo, el Mayo francés fue una crisis de esta índole), pero, sea por buenas o por malas razones, los partidos que debieran ser capaces de acceder al poder en este tipo de situaciones, específicamente las principales formaciones de la izquierda –en particular los partidos comunistas de Francia e Italia–, no tienen la menor intención de embarcarse en tal rumbo, y de hecho creen fuertemente que hacerlo invitaría al desastre y supondría un retraso del movimiento de la clase obrera durante generaciones por venir. Su actitud podría cambiar si se dan circunstancias de un tipo que no se puede anticipar; por ejemplo, la clara inminencia o directa- mente el comienzo de un golpe de Estado derechista. Pero esto es especulación. Lo que no es especulación es que estas vastas formaciones, que comandan el apoyo al grueso de la clase obrera organizada, y que continuarán comandándola por mucho tiempo, están totalmente comprometidas con la obtención del poder –o del gobierno– por los medios electorales y constitucionales. Fue también la posición de la coalición liderada por Allende en Chile.
Hubo un tiempo en que mucha gente de izquierda decía que, si una izquierda claramente comprometida con cambios económicos y sociales profundos estuviera en vías de ganar una elección, la derecha no lo permitiría; esto es, lanzaría un ataque preventivo por medio de un golpe. Esta ha dejado de ser una visión moderna: correcta o incorrectamente se percibe que, en circunstancias “normales”, la derecha no estaría en condiciones de decidir si podría o no “permitir” que se realicen elecciones. Independientemente de lo que la derecha o el gobierno puedan hacer para influir en los resultados, la verdad es que no podrían arriesgarse a evitar que las elecciones se llevaran a cabo.
La visión actual de la extrema izquierda tiende a ser que, incluso si esto es así, y admitiendo que es probable que lo sea, todo triunfo electoral, por definición, está condenado y será estéril. El argumento, o uno de los principales argumentos en los que se basa esta afirmación, es que el costo de la hazaña de una victoria electoral es demasiado alto en términos de acomodos, maniobras y compromisos, de “ingeniería electoral”. Me parece que hay más de esto que lo que los Hombres Sensatos de la Izquierda están dispuestos a conceder; pero no necesariamente tanto como sus oponentes insisten en que debe ser el caso. Pocas cosas en estos asuntos se pueden establecer por definición. Tampoco tienen los oponentes al “camino electoral” mucho que ofrecer como alternativa en las democracias burguesas de sociedades capitalistas avanzadas; y tales alternativas, de la manera como se ofrecen, han probado hasta ahora no ser en absoluto atractivas para el grueso de la población de cuyo respaldo la realización de estas alternativas precisamente depende; y no existe una muy buena razón para creer que esto cambiará drásticamente en un futuro que deba ser tomado en cuenta.
En otras palabras, debe asumirse que, en países con esta clase de sistema político, es por la vía del triunfo electoral que las fuerzas de la izquierda se encontrarán en el gobierno. La pregunta realmente importante es qué sucede después. Porque, como Marx también lo señalara en tiempos de la Comuna de París, la victoria electoral solo nos da el derecho a gobernar, no el poder de gobernar. A menos que uno dé por garantizado que este derecho a gobernar no puede, en estas circunstancias, de ninguna manera ser transmutado en el poder de gobernar, es en este punto que la izquierda enfrenta cuestiones complejas que hasta ahora solo ha sondeado de forma imperfecta: es aquí donde más fácilmente se han usado los lemas, la retórica y las palabras mágicas como substitutos por la dura trituradora de la deliberación política. Desde este punto de vista, Chile ofrece algunas pistas y “lecciones” extremadamente importantes de lo que debe, y quizás lo que no debe, hacerse.
La estrategia adoptada por las fuerzas de izquierda chilenas tuvo una característica no muy asociada a la coalición: específicamente, un alto grado de inflexibilidad. Quiero decir que Allende y sus aliados habían tomado decisiones sobre ciertas líneas de acción, y de inacción, bastante antes de llegar al gobierno. Habían decidido proceder conforme a la Constitución, la legalidad y el gradualismo; y también, en este escenario, que harían todo lo posible por evitar la guerra civil. Habiendo tomado estas decisiones antes de tomar posesión del gobierno, se mantuvieron apegados a ellas hasta el fin, a pesar de los cambios en las circunstancias. Pero puede ser que lo que era correcto y apropiado e inevitable en un comienzo se haya vuelto suicida en la medida en que la batalla se desarrollaba. Lo que está en cuestión aquí no es la oposición “reforma o revolución”: es que Allende y sus colaboradores estaban empeña- dos en una particular versión del modelo “reformista”, el que finalmente hizo imposible que pudieran responder al desafío que enfrentaban. Esto necesita una mayor elaboración.
Alcanzar la Presidencia por la vía electoral implica mudarse a una casa ocupada durante mucho tiempo por personas de distintas costumbres; de hecho implica cambiarse a una casa en la cual muchas habitaciones continúan ocupadas por esas personas. En otras palabras, la victoria de Allende en las urnas permitió que la izquierda ocupara uno de los elementos del sistema estatal, el Poder Ejecutivo: un elemento extremadamente importante, quizás el más importante, pero obviamente no el único. Habiendo alcanzado esta victoria parcial, el Presidente y su gobierno iniciaron la tarea de realizar sus políticas “trabajando” el sistema del cual se habían convertido en una parte.
Al hacerlo, indudablemente contravinieron un principio esencial del canon marxista. Como escribió Marx en una famosa carta a Kugelmann en tiempos de la Comuna de París, “el próximo intento de la Revolución Francesa ya no será, como antes, transferir la máquina burocrática-militar de una mano a otra, sino hacerla pedazos, y esta es la condición preliminar para una verdadera revolución popular en el continente”.20 Del mismo modo, en La guerra civil en Francia, Marx señala que “la clase trabajadora no puede simplemente conservar la maquinaria estatal predefinida y manejarla para sus propios objetivos”,21 y procede a subrayar la naturaleza de la alternativa presagiada por la Comuna de París.22 Tanta era la importancia que Marx y Engels le atribuían a este asunto que, en el prefacio de la edición alemana de 1872 del Manifiesto comunista afirman que “la Comuna demostró especialmente una cosa”, que es la observación de Marx en La guerra civil en Francia que acabo de citar.23 Fue de estas observaciones que Lenin derivó la visión de que “destruir el Estado burgués” era la tarea esencial del movimiento revolucionario.
Yo he defendido en otro lugar 24 que, en el sentido en el cual parece establecerse en El Estado y la revolución (y por ende, en La guerra civil en Francia), esto es, como establecimiento de una forma extrema de democracia asambleísta (o soviética) inmediatamente después de la revolución, como substituto del destruido Estado burgués, la noción constituye una proyección imposible que puede no tener una relevancia inmediata para ningún régimen revolucionario, y que ciertamente no la tuvo en la práctica leninista tras la revolución bolchevique; y es difícil culpar a Allende y sus colaboradores por no hacer algo que nunca tuvieron la intención de hacer en primer lugar, y culparlos en nombre de Lenin, quien ciertamente no mantuvo su promesa, y no podría haber mantenido su promesa, detallada en El Estado y la revolución.
Sin embargo, aunque sea desgraciadamente “revisionista” siquiera sugerirlo, puede haber otras posibilidades que son relevantes para la discusión de la práctica revolucionaria, y para la experiencia chilena, y que además difieren de la particular versión del “reformismo” adoptada por los líderes de la Unidad Popular.
Así, un gobierno empeñado en cambios mayores a nivel económico, social y político, en algunos aspectos cruciales, tiene ciertas posibilidades incluso si no contempla “destruir el Estado burgués”. Puede, por ejemplo, ser capaz de efectuar cambios muy considerables en la planta funcionaria de las distintas áreas del sistema estatal; y en la misma línea, puede comenzar a atacar y flanquear el aparato estatal existente por medio de una variedad de mecanismos políticos e institucionales. De hecho, si quiere sobrevivir debe hacerlo; y debe finalmente hacerlo con respecto al elemento más difícil de todos: los militares y la policía.
El régimen de Allende hizo algunas de estas cosas. Si pudo haber hecho más, dadas las circunstancias, es materia de discusión; pero parece haber sido menos capaz o haber estado menos dispuesto a abordar el problema más difícil, el de los militares. Por el contrario, parece que hubiese buscado comprar el apoyo y la buena voluntad de estos a través de concesiones y conciliación, incluso hasta la hora del golpe, a pesar de la cada vez mayor evidencia de hostilidad por parte de las Fuerzas Armadas.
En un discurso el 8 de julio de 1973, y al que me referí en el comienzo de este artículo, Luis Corvalán observaba que “algunos reaccionarios han comenzado a buscar nuevas formas de lanzar una cuña entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, sosteniendo que estamos intentando reemplazar al Ejército profesional. ¡No, señores! Continuamos apoyando el carácter absolutamente profesional de nuestras instituciones armadas. Sus enemigos no están en las filas del pueblo sino en el campo reaccionario”.25 Es una pena que los militares no compartieran esta visión: uno de sus primeros actos después de tomar el poder fue liberar a los fascistas de Patria y Libertad que tardíamente habían sido puestos en prisión por el gobierno de Allende. Declaraciones similares, expresando confianza en la mentalidad constitucionalista de las Fuerzas Armadas, fueron frecuentes entre los líderes de la coalición, y el mismo Allende. Por supuesto, ni ellos ni Corvalán albergaban muchas ilusiones acerca del apoyo que podían esperar de los militares; pero pareciera, sin embargo, que la mayoría pensaba que podrían ganárselos; y que lo que Allende temía no sería algo así como un golpe en el clásico patrón latinoamericano, sino la “guerra civil”.
Régis Debray ha escrito –por su conocimiento de primera mano– que Allende sentía un rechazo visceral por la guerra civil; y lo primero que hay que decir sobre esto es que solo las personas moral y políticamente lisiadas en sus sensibilidades podrían burlarse de este “rechazo” o considerarlo poco noble. Sin embargo, esto no agota el tema. Hay diferentes maneras de tratar de evitar una guerra civil, y puede haber ocasiones en las que uno no pueda hacerlo y sobrevivir. Debray también escribe (y su lenguaje es en sí mismo interesante) que “él [Allende] no se dejaba embaucar por la fraseología del ‘poder popular’ y no quería cargar con la responsabilidad de miles de muertes inútiles: la sangre de otros le horrorizaba. Por eso es que no quiso escuchar a su partido, el Partido Socialista, que lo acusaba de maniobras inútiles y que lo presionaba a tomar la ofensiva”.26
Sería útil saber si el mismo Debray cree que el “poder popular” es necesariamente una fraseología por la que uno no debería dejarse “embaucar”; y qué es lo que se entendía por “tomar la ofensiva”. Pero, en cualquier caso, el “rechazo visceral” de Allende a la guerra civil, como lo deja en claro Debray, era solo una parte del argumento de conciliación y compromiso; la otra era un profundo escepticismo ante cualquier otra alternativa. La explicación de Debray de las razones que se discutían en las últimas semanas antes del golpe tiene un párrafo revelador:
“¿Desarmar a los conspiradores? ¿Con qué?”, respondía Allende. “Denme primero las fuerzas para hacerlo.” “Movilícelas”, se le decía desde todos lados. Porque es cierto que él estaba en las alturas, en las superestructuras, dejando a las masas sin orientaciones ideológicas o dirección política. “Solo la acción directa de las masas detendrá el golpe de Estado.” “¿Y cuántas masas se necesitan para parar un tanque?”, respondía Allende.27
Aparte de si concordamos o no con que Allende estaba “en las alturas, en las superestructuras”, esta clase de diálogo tiene algo de verdad; y puede ayudar mucho a explicar los acontecimientos en Chile.
Considerando la forma en que murió Salvador Allende, se justifica una cierta reticencia. Pero es imposible no atribuirle por lo menos algo de responsabilidad por lo que finalmente ocurrió. En el texto que acabo de citar, Debray también nos dice que uno de los colaboradores más cercanos de Allende, Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista, le había dicho, con rabia, hablando de las maniobras de Allende, que “la mejor manera de precipitar una confrontación y de hacerla incluso más sangrienta es darle la espalda”.28 Había otros cercanos a Allende que desde hacía tiempo compartían el mismo punto de vista. Pero, como Marcel Niedergang ha señalado, todos ellos “respetaban a Allende, el centro de gravedad y el verdadero ‘dueño’ de la Unidad Popular”;29 y Allende, como sabemos, estaba absolutamente empeñado en el rumbo de la conciliación, alentado hacia ese curso por el miedo a la guerra civil y la derrota, por las divisiones en la coalición que lideraba, por las debilidades en la organización de la clase obrera chilena, por un sumamente “moderado” Partido Comunista, y así.
El problema con ese rumbo es que tenía todos los elementos de una catástrofe autocumplida. Allende creía en la conciliación porque temía el resulta- do de una confrontación. Pero, precisamente porque creía que la izquierda era susceptible de ser derrotada en cualquier confrontación, tuvo que proseguir con cada vez mayor desesperación su política de conciliación; y mientras más la ejercía, más crecía la seguridad y la audacia de sus oponentes. Más aun, y decisivamente, una política de conciliación con los adversarios del régimen tenía el grave riesgo de desalentar y desmovilizar a los partidarios. “Conciliación” indica una tendencia, un impulso, una dirección, y encuentra una expresión práctica en muchos terrenos, se quiera o no.
Así, en octubre de 1972, el gobierno había conseguido que el Congreso promulgara una “ley de control de armas” que dio a los militares amplios poderes para hacer rastreos en busca de arsenales clandestinos. En la práctica, y dado el sesgo y las inclinaciones del Ejército, muy pronto esta ley se volvió una excusa para llevar a cabo redadas militares en fábricas que eran conocidas como bastiones de la izquierda, con el claro propósito de intimidar y desmoralizar a los activistas,30 todo perfectamente dentro de la “legalidad”, o al menos suficientemente dentro de la “legalidad”.
Lo verdaderamente extraordinario de esta experiencia es que la política de “conciliación”, tan incondicional y desastrosamente perseguida, no causara una desmoralización temprana ni mayor en la izquierda. Incluso hasta fines de junio de 1973, cuando tuvo lugar el fallido golpe militar conocido como el “Tanquetazo”, la voluntad popular de movilizarse en contra de los futuros golpistas fue de todas maneras mayor que en cualquier otro momento desde que Allende asumiera la Presidencia. Probablemente fue el último momento en el que hubiera sido posible un cambio de rumbo; y además, en cierto sentido fue el momento de la verdad para el régimen: era necesario tomar una decisión. Y se tomó una decisión: concretamente, que el Presidente continuaría tratando de conciliar; y Allende siguió cediendo, una y otra vez, a las demandas de los militares.
Yo no estoy defendiendo aquí, que quede claro nuevamente, que otra estrategia hubiera tenido éxito; solo que la estrategia que se adoptó estaba destina- da a fracasar. Dice Eric Hobsbawm, en el artículo ya citado: “Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiese podido hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado concretar [¿pero cómo? –R.M.], y con suerte mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una segunda oportunidad más tarde. (...) En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera hacer”. Con toda su aparente racionalidad y sentido de realismo, el argumento es muy abstracto y además una buena receta para el suicidio.
Para empezar, uno no puede “hacer hora” si ya se han impulsado grandes transformaciones, las que han conducido a una considerable polarización; y si las fuerzas conservadoras se están desplazando de una lucha de clases a una guerra de clases. Se puede avanzar o retroceder: retroceder hacia el olvido o avanzar para hacer frente al desafío.
Tampoco sirve de nada, en tal situación, actuar desde la presunción de que no hay mucho que se pueda hacer, ya que esto significa de hecho que nada se hará para prepararse para la confrontación con las fuerzas conservadoras. Lo que deja fuera de juego la posibilidad de que la mejor forma de evitar tal confrontación –quizás la única– es precisamente prepararse para ella, y estar en la mejor forma posible para triunfar si es que efectivamente se produce.
Esta es una referencia a un artículo de J.P. Beauvais en Rouge, donde entrega un informe como testigo ocular de una de estas redadas del Ejército, el 4 de agosto de 1973, en la que un hombre fue asesinado y varios resultaron heridos en el curso de lo que equivalía a un ataque de paracaidistas en una planta textil.
Esto nos devuelve inmediatamente a la cuestión del Estado y el ejercicio del poder. Lo dije más atrás, que un cambio radical en la planta de funcionarios públicos es una tarea urgente y esencial para un gobierno inclinado hacia una transformación verdaderamente seria; y que ello necesita estar acompañado de una variedad de reformas e innovaciones institucionales diseñadas para empujar el proceso de democratización del Estado. Pero en este último punto es mucho más lo que debe hacerse, no solo para concretar un conjunto de objetivos socialistas de larga data concernientes al ejercicio del poder socialista, sino como un medio, sea de evitar la confrontación armada o de enfrentarla en los términos más ventajosos y menos costosos si es que evitarla se vuelve imposible.
Lo que ello significa no es simplemente “movilizar a las masas” o “armar a los trabajadores”. Estos son lemas –lemas importantes, sí–, a los que se requiere dotar de contenidos institucionales efectivos. En otras palabras, un nuevo régimen inclinado a acometer cambios fundamentales en las estructuras económica, social y política debe, desde el comienzo, empezar a construir y alentar la construcción de una red de órganos de poder, paralelos y complementarios al poder del Estado, además de constituir una sólida infraestructura para la oportuna “movilización de las masas” y la dirección efectiva de sus acciones. Las formas que esta movilización asuma –comités de trabajadores en sus lugares de trabajo, comités cívicos en distritos y subdistritos, etc.,– y la manera en que estos órganos se engranan con el Estado pueden no ser susceptibles de planificación anticipada. Pero la necesidad está allí, y es imperativo que se satisfaga, cualesquiera sean las formas más apropiadas.
A todas luces no fue la manera en que actuó el régimen de Allende. Algunas cosas que necesitaban hacerse se hicieron; pero, tal como ocurrió la “movilización”, y sus preparativos –demasiado tardíos para una posible confrontación–, careció de dirección, de coherencia y en muchos casos incluso de valor. Si el régimen hubiese promovido realmente la creación de una infraestructura paralela podría haber sobrevivido; y, por cierto, podría haber tenido menos problemas con sus adversarios y críticos dentro de la izquierda, por ejemplo el MIR, ya que sus miembros no se habrían visto tan impulsados a actuar por su cuenta y a desplegarse de un modo que incomodó tan enormemente al gobierno: habrían estado más dispuestos a cooperar con un régimen en cuya voluntad revolucionaria hubiesen podido confiar. En parte por lo menos, el “ultraizquierdismo” es consecuencia del “izquierdismo ultramoderado”.
Salvador Allende fue una figura noble y tuvo una muerte heroica. Pero, aunque sea difícil decirlo, ese no es el punto. No es cómo murió lo que importa finalmente, sino reflexionar sobre si pudo haber sobrevivido al promover otras políticas; y es errado afirmar que no había alternativa. Aquí, como en muchos otros ámbitos, y en este más que en la mayoría, los hechos solo se vuelven imperiosos cuando uno permite que lo sean. Allende no fue un revolucionario que también era un político parlamentarista. Fue un parlamentarista que, lo que ya es notable, tuvo tendencias genuinamente revolucionarias. Pero estas tendencias no pudieron sobreponerse a un estilo político que no era el adecuado a los propósitos que él pretendía alcanzar.
La cuestión del rumbo no es una cuestión de coraje. Allende tuvo todo el coraje que se requería, y más. La famosa acotación de Saint Just, que tanto se ha citado desde el golpe, de que “quien hace la revolución a medias cava su propia tumba”, está cerca del blanco, pero fácilmente puede usarse en un sentido erróneo. Existe gente en la izquierda para la que solo significa el despiadado uso del terror, y que dicen una vez más, como si acabaran de inventar la idea, que “no se puede hacer tortillas sin quebrar huevos”. Pero, como el escritor francés Claude Roy observaba hace algunos años, “puedes quebrar un montón de huevos y no lograr hacer una tortilla decente”.
El terrorismo puede llegar a ser parte de la lucha revolucionaria. Pero la cuestión esencial es el grado en que los responsables de la dirección de esa lucha son capaces y tienen la voluntad de engendrar y promover la movilización efectiva, esto es organizada, de las fuerzas populares. Si es que hay alguna “lección” definitiva que aprender de la tragedia chilena, parece ser esta; y los partidos y movimientos que no la aprenden, y no aplican lo que han aprendido, bien pueden estar preparando nuevos Chiles para ellos.
Notas:
1 De no haber sido por la presión y las protestas internacionales, bien podría ser que Corvalán ya hubiese sido ejecutado, como muchos otros, tras la apariencia de un juicio, o sin juicio.
2 The Times, 13 de septiembre de 1973.
3 Íd., 20 de septiembre de 1973.
4 Le Monde, 29 de septiembre de 1973.
5 Citado por K.S. Karol en Nouvel-Observateur, 8 de octubre de 1973.
6 Le Monde, 23-24 de septiembre de 1973.
7 Ibíd.
8 Ibíd.
9 Le Monde, 13 de septiembre de 1973.
11 Ver en este volumen, .
12 Le Monde, 29 de septiembre de 1973.
13 Íd.
14 “The Civil War in France”, en Selected Works, Moscú, 1950, vol. I, 485.
15 Citado en The Times, 5 de octubre de 1973. Por supuesto esta no es una información aislada: Le Monde,
por ejemplo, ha publicado docenas de informes horrorosos sobre la crueldad de la represión.
16 The Times, 5 de octubre de 1973.
17 Sartre, L’Idiot de la Famille. Gustave Flaubert de 1821 à 1857. París, Gallimard, 1972, vol. III, 590.
18 Marcelle Auclair, “Les Illusions de la Haute Sociétée”, en Le Monde, 4 de octubre de 1973.
19 Íd., 29 de septiembre de 1973.
20 Selected Works, op.cit., vol II, 420. 21 Íd., vol I, 468.
22 Íd., 471 y ss.
23 Ibíd.
24 “The State and Revolution”, en Socialist Register, 1970.
25 Marxism Today, septiembre de 1973, 266. Ver además nota 29.
26 Nouvel-Observateur, 17 de septiembre de 1973.
27 Ibíd.
28 Ibíd. Vale la pena señalar, sin embargo, que también se ha informado que después del intento de golpe del 29 de junio Altamirano declaró que “nunca la unidad del pueblo, las Fuerzas Armadas y la policía ha sido tan grande como ahora (...) y esta unidad crecerá con cada nueva batalla en la guerra histórica que estamos llevando a cabo”. (Le Monde, 16-17 de septiembre de 1973).
29 Le Monde, 29 de septiembre de 1973.
30 Le Monde, 16-17 de septiembre de 1973.
Sin Permiso

Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/el-golpe-de-estado-en-chile

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