El Salvador
Entre la guerra y las
elecciones
14 de septiembre
de 2019
Por Raúl
Zibechi
La Jornada
Combinar el tiempo largo con la mirada desde
abajo, parece un buen modo de acercarse a los procesos populares. Por el
contrario, una mirada anclada en las coyunturas (o tiempo de eventos) es apenas polvo, como decía Fernand Braudel. La
mirada desde arriba, en tanto, recae en lo institucional, en ese tipo de
análisis que practican las clases dominantes, directamente o por medio de sus
testaferros ideológicos.
Han pasado ya casi tres décadas desde la firma de los Acuerdos de
Paz en El Salvador, concretados en 1992. Un tiempo suficiente como para trazar
balances. Aunque la situación de la izquierda y de los movimientos es
dramática, no se ha escuchado a las dirigencias remitir la debacle en curso (el
FMLN perdió un millón de votos en las recientes elecciones, pasando de 50 a 14 por ciento de los
sufragios), al proceso de paz.
Sin embargo, eso es lo que piensan buena parte de las bases
campesinas y populares salvadoreñas. El intercambio con campesinos del poblado
San Francisco Echeverría, en el departamento de Cabañas, me abrió los ojos a
otras dimensiones de los procesos de paz. Se trata de un pueblo de poco más de
mil habitantes, repoblado en la fase inicial de las negociaciones de paz, por
familias de militantes de las Fuerzas Populares de Liberación.
Lo más impactante es cómo la firma de los Acuerdos de Paz abrió el
grifo del individualismo, según reconocen los propios ex combatientes. Reciben
una compensación mensual de 50 dólares y en esa región se han beneficiado con
cinco manzanas (más de tres hectáreas) y algunos con una vivienda.
Lo primero que sorprende es la mercantilización del compromiso de
vida que asumieron al ingresar a la guerrilla. Ciertamente
la compensación mensual es ridícula y se podría incluso valorar como positivo
que en varias regiones desaparecieran los hacendados y sus tierras fueran
divididas. Sin embargo, hacerlo de ese modo, no puede interpretarse sino como
una rendición.
La segunda cuestión es que las izquierdas hemos pasado de la lucha
armada a la lucha electoral y a la inserción en las instituciones, como si
fueran las únicas opciones posibles. En ambos casos se registra una obsesión
por la toma del palacio de gobierno. Seguimos el camino trillado de una
historia de dos siglos, desde la toma de la Bastilla en París al asalto del
Palacio de Invierno en San Petersburgo, pasando por la ocupación del Hotel de
Ville durante la Comuna de París.
Esta fijación por ocupar o asaltar el centro físico y simbólico
del poder de arriba, ha sido tan potente como para esculpir nuestros sueños y
deseos con un cincel que reproduce las jerarquías capitalistas y patriarcales.
De ese modo, nuestra cultura política no ha conseguido desgajarse de la cultura
hegemónica y cuando conseguimos hacernos con el poder, nos limitamos a
reproducir lo existente, o apenas administrarlo.
En El Salvador esto se expresa en las opciones de varios
destacados dirigentes del FMLN, algunos de los cuales se hicieron empresarios
exitosos, uno colabora con los servicios de inteligencia y otros se limitan a
insertarse en los escalones más altos del poder para beneficio personal. Se
puede decir que esto no es patrimonio exclusivo de la izquierda salvadoreño, lo
que es tristemente cierto.
La tercera cuestión que pude apreciar es la fuerte separación
entre dirigentes y bases. La militancia campesina les reprocha el abandono, que
ahora ya no acuden a las zonas rurales ni están en contacto permanente con
ellos. Creo que esta separación empezó mucho antes del proceso de paz, cuando
los cuadros militares actuaban como vanguardia que dirigía a las bases, o masas, como nos referimos en la
izquierda a la gente común, unificando y anulando las diferencias.
Sin una nueva cultura política, tejida con las mejores hebras de
las culturas originarias, negras y populares, no hay cambios posibles. Eso
supone, como escribió el maestro Immanuel Wallerstein en su última nota en La Jornada(5 de agosto), luchar consigo mismos para transformar y no reproducir. Esa lucha transcurre por otros carriles de la
que codicia la ocupación del Estado.
Por eso damos tanta importancia a los pueblos que se organizan en
torno a caracoles,
palenques y comunidades, poderes de abajo que no reproducen la lógica de los
poderes de arriba. Funcionan con base en la rotación y a los siete principios
zapatistas, sin la menor pretensión hegemónica. La hegemonía está calcada de la
dominación y es apenas una forma suave de nombrarla.
Las organizaciones de abajo, en esta nueva cultura política, no
son escalones para llegar arriba, sino algo completamente diferente. Este mundo
puede expandirse o contraerse, pero es mediante la propagación y la
multiplicación como puede llegar a desplazar al capitalismo. No son medios para
alcanzar fines.
La nueva cultura política no nace ni en las
academias ni en las bibliotecas, sino en torno a los trabajos colectivos,
capaces de crear los bienes materiales y simbólicos para poder arrinconar el
capitalismo.
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