domingo, 5 de abril de 2020

Vemos como el covid-19 justificó: "La securitización de la sociedad crece con el aumento de efectivos en las calles y con la penetración de la “cultura de seguridad” en la educación pública, con programas conjuntos del Ministerio de Interior y de Educación para introducir el enaltecimiento y acercamiento a las Fuerzas Armadas y Guardia Civil, ideológicamente y como fuente de empleo (Díez, 2019). La promoción de una “cultura de la seguridad” aparece explícitamente como una de las líneas de acción de la Estrategia de Seguridad Nacional que hace descansar en la participación ciudadana la efectividad de la política de seguridad: “nadie es hoy ya sujeto pasivo de la seguridad”, señala. Así, todos, en cierta medida, podemos ser simbólicamente soldados del sistema. El Ministerio del Interior prepara un carnet de "policía honorario" para reconocer a quien actúe a favor de la Policía (Agueda, 2019). La securitización también se expresa en las formas de actuación de los cuerpos de seguridad. El maltrato y la tortura han sido documentados por Amnistía Internacional, Naciones Unidas, por el Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa, en 2007, y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, desde 2010, ha condenado a España hasta en ocho ocasiones por no investigar con eficacia las denuncias de tortura. Entre 2005 y 2015 se habían denunciado 6.621 casos de maltrato y tortura policial, según la Coordinadora para la Prevención de la Tortura".

Estado español
Neoliberalismo y
guerra contra los pobres,
la construcción social del 
doblegamiento y la derrota
26 de agosto de 2019


Por María José Rodríguez Rejas
Viento Sur


   “Nos han engañado tantas veces que, al final, nos dimos cuenta” (Coordinadora Estatal por la Defensa
del Sistema Público de Pensiones, León)


continuación
4. Doblegamiento y disciplinamiento: la dimensión cultural de la guerra
El gran éxito del neoliberalismo ha tenido lugar en el plano sociocultural e ideológico. La disputa es por una visión del mundo y un sentido de vida que trata de imponerse no sólo como el mejor sino como el único posible (Ramos, 2003). Se requiere una refundación de la subjetividad y de las prácticas sociales.

·        Por un lado, somos socializados en los valores neoliberales (consumismo, satisfacción material, individualismo) que tratan de crear la ilusión de libertad (individual) y ascenso social para-sí-mismo. Las reformas educativas tendrán un peso clave en la construcción de este nuevo sujeto neoliberal (Díez, 2018). Al poner en el centro el yo se despliegan varias armas de destrucción social masiva: la competitividad, la soledad, la frustración. Se atomiza el tejido social a la par que se socava la empatía, la solidaridad, la organización y la participación política.
·        Por otro lado, somos socializados en la aceptación de las limitaciones y el abuso a través del disciplinamiento y doblegamiento. Se busca el control social con aceptación. El objetivo es la derrota: un sujeto “roto” física, emocional y mentalmente. El embate ideológico y cultural será profundamente violento y proporcional a las expectativas de saqueo.

El murmullo de las amenazas y el miedo
Cada día somos sobre-expuestos a experiencias violentas: la pérdida del trabajo, de la jubilación, de la vivienda, etc. Si se piensa en el futuro, se percibe aún peor. La sensación de vulnerabilidad se convierte en miedo y éste es uno de los mecanismos más eficientes de regulación social. Se habla casi en susurro tratando de no invocar la adversidad con la palabra, así, como se cuentan las desgracias: “despidieron a dos en el trabajo, el día menos pensado me toca a mí”, “acabo de encontrarme al vecino, ¡está en el paro y con 50!”, “ahí van los hijos de Conchi, que vinieron a buscar los tupper para la semana”.

Discursos impregnados de preocupación y angustia. Incertidumbre en el futuro y, sobre todo, un gran miedo a traspasar la línea de la exclusión, a ser pobres en definitiva. Y lo que se teme se convierte en amenaza. La percepción de inseguridad se traslada desde la inseguridad social a la inseguridad pública. Se teme al “otro” porque es pobre y a eso se van sumando los demás componentes del estereotipo (color de piel, migrante, gitano, “es barrio”). Si además se es joven la percepción de amenaza aumenta. Los medios de comunicación conservadores alimentarán los fantasmas al igual que las empresas de seguridad, encantadas de vender alarmas y rejas. Una parte de la población demandará mayor presencia de los cuerpos de seguridad del Estado y estará más dispuesta a ceder su autonomía a cambio de sentirse seguros. Como resultado, la criminalización de la pobreza y la criminalización de la protesta crecen y comparten un referente de clase. El excluido-migrante-mena-barrio-gitano-joven es un potencial delincuente al igual que el excluido en general es un potencial activista y/o manifestante.

La narración desde el miedo, especialmente si la persona está despolitizada y no tiene un marco de referencia crítico, es una narración descontextualizada; así, la realidad aparece más como producto del infortunio -”la crisis”- que de la decisión e intereses de quienes ejercen el poder. Sin contexto, no se puede construir el sentido y significado de lo que sucede; lo particular se generaliza y entonces, nos convertimos en reproductores y amplificadores del miedo que (nos) paraliza.

Impotencia ante el abuso y la corrupción
Primero se legalizó el saqueo. Mucho antes de la crisis de 2008 las reformas legales ya habían desmantelado una parte del Estado social. A partir de entonces, se acelera intensamente el proceso. El ciudadano se siente rebasado, no sólo por la velocidad e intensidad de la destrucción sino por el avasallamiento de la corrupción que aparece día con día y que es parte del saqueo. Un sinnúmero de tramas y casos (Lazo, Bárcenas, Gürtel, Enredadera, etc) acompañado de cifras escandalosas. Muchos implicados y pocos condenados, lo que genera un sentimiento de impotencia. Al mismo tiempo que se desahucian familias y muchas calles aparecen desoladas tras la quiebra de pequeños negocios, el mundo del glamour y el derroche se exhiben como referentes de éxito. Todo es un gran exceso convertido en espectáculo que el ciudadano tiene que procesar: la descomposición de la clase política, el sistema judicial en entredicho, el desamparo y la burla cruel ante el abuso. Los medios de comunicación acríticos actuarán como cajas de resonancia del disciplinamiento. Al enojo le sigue la frustración que paraliza y desmoviliza. Cuando el poder se parapeta tras la Unión Europea proyecta una imagen de fortaleza inexpugnable, como con la reforma del art. 135 constitucional que prioriza el pago de la deuda externa. Además se judicializa el conflicto y se legaliza la represión; las multas y sanciones por “atentado contra la autoridad” en las movilizaciones son parte del disciplinamiento.

El desánimo y la desesperanza serán síntomas del doblegamiento. Sin darnos cuenta, nos convertimos en difusores de la negación del cambio; nuestras conversaciones empiezan a contener sus expresiones, “no hay nada que hacer”, “estamos vendidos”. El siguiente paso es la desmovilización, ceder el espacio público para recluirse en la vida privada.

El disciplinamiento del cuerpo
La refundación social se aprehende e interioriza a través del cuerpo. En él se experimentan los sentimientos y emociones de lo que hacemos, de lo que oímos, de lo que vemos. El cansancio y estrés del exceso de trabajo aparece en todos los relatos recabados (en el campo, en la fábrica, en el hospital, etc.). Rápido, cada vez más. Sin tiempo de vida. La flexibilización, la productividad, la multifuncionalidad se corporizan. El móvil es la extensión que hace presente el trabajo más allá de la oficina; un mensaje automático se activa cada noche: “Sra. Rodríguez, son las 22:30, es tiempo de descansar” (Relato de Martina, 2019). También hablan del dolor (cuello, ciática, codos, cabeza, etc.), del insomnio y la ansiedad, de la agresión física y verbal de muchos jefes, del acoso laboral (Relato de Marta, 2019). La medicalización asegura un día más de trabajo para el capital. Saliendo del trabajo continúa la agresión: en lo que vemos al recorrer las calles, en lo que escuchamos en las noticias, en los mensajes de vulnerabilidad, de frustración, etc. La agresión es corporal y emocional. Imágenes y lenguaje asociados. Así, el disciplinamiento del cuerpo y de las emociones se retroalimenta. En el cuerpo-mente tiene lugar la batalla que cada persona enfrenta todos los días entre el doblegamiento y la resistencia. El asedio psicológico permea las prácticas socioculturales y la vida cotidiana buscando un sujeto dócil, por eso se asemeja a una cultura de guerra donde el objetivo es la población civil.

El lenguaje como arma de guerra
Frases construidas desde el poder, como “Han vivido por encima de sus posibilidades”, se repitieron una y otra vez desde la clase política conservadora y los medios de comunicación. En la afirmación estaba contenido el juicio y condena que responsabilizaba a los ciudadanos de a pie de todos los males de la economía; eran irresponsables, derrochadores y debían pagar por ello. Así se justificaban los “recortes”. Quienes estaban siendo saqueados eran además despreciados públicamente. El exceso y la burla son propios de la crueldad. La ofensa es aún mayor si consideramos que en España, la distribución social fue relativa y duró apenas unos años, logrando cosas muy básicas: tener un trabajo (y no todas), endeudarse para adquirir una vivienda y un coche, e irse unos días de vacaciones. El lenguaje, que es un constructor de realidad, operó como instrumento de maltrato para legitimar la exclusión.
El ejercicio de crueldad no tuvo contención. Recordemos aquel famoso “que ¡se jodan!”, dicho a micrófono abierto por la diputada del PP Andrea Fabra, durante el periodo más duro de las políticas de ajuste, o el “Qué ganas de hacerles un corte de mangas de cojones y ¡os jodéis!” de la Secretaria de Comunicación del gobierno de Rajoy. En ambas expresiones no sólo hay desprecio sino disfrute. Los ciudadanos fueron así maltratados y victimizados una y otra vez por los mismos que encabezaban la corrupción. Las tertulias televisivas se encargarían de convertir en espectáculo la agresión verbal, con participantes gritando e insultando al que piensa diferente. Desde hace años, han jugado un importante papel en la banalización de la crueldad, contribuyendo a normalizar esas prácticas entre los espectadores.
El lenguaje de la crueldad coloniza también a los de abajo, que reproducen, a veces sin darse cuenta, el discurso y las prácticas dominantes, en sus entornos y con sus iguales. Así es el comentario despreciativo, racista o clasista, en la barra del bar, lanzado con fuerza para provocar y hacerse oír. Otras veces, ya no es necesario el papel del maltratador externo (tertuliano virulento, político conservador, jefe explotador, “cuñado”), uno mismo realiza esa función a través de expresiones cotidianas que refuerzan el doblegamiento: “Aquí sólo pagamos los pringaos”, “Esto es lo que hay”, “Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. La autodescalificación está impregnada del lenguaje de la derrota que nos expropia de la palabra para nombrar y comunicar el mundo futuro que queremos construir.

Silenciamiento forzado o cuando tu “cuñado” es un paramilitar cultural
La agresión permanente también busca doblegar al disidente hasta condenarle al silencio; se apropia de su palabra y neutraliza su acción en el medio social. Es censura y actúa en los espacios de vida cotidiana (la familia, los amigos, el trabajo). El proceso es doloroso para quien lo experimenta. Sin palabra no podemos nombrar y ser en el mundo. Sin narración propia la persona es anulada. Así opera la agresión del “cuñado” conservador que convierte cualquier reunión familiar en ocasión de acoso y derribo. Provoca, insulta y degrada recurriendo a etiquetas descalificadoras -”radical”, “extremista”, “podemita”-. La víctima será recriminada por el resto del grupo que actúa como espectador, como sucede en toda cultura de guerra -“siempre estás igual”, “para qué sigues con eso si no te hace bien” (Relato de Teresa, 2019)-.

La víctima será identificada como fuente del problema, quien arruina la fiesta -”siempre hablando de política”- siendo revictimizada. Peor aún si es mujer. Por la vía de fuerza queda regulado de qué se puede hablar, cómo y cuándo. Resistir no es fácil. El “cuñado” (o el jefe, amigo, vecino), disfruta de la agresión y, lo sepa o no, es un operador del frente neoconservador en esta guerra cultural.

Mecanismos de adaptación: (auto)destrucción emocional para la supervivencia
En la sociedad neoliberal la transformación de la subjetividad nos impone dejar de ser, para ser otro. Ante lo doloroso del proceso, la persona activa mecanismos de adaptación que disminuyan el dolor y le permitan sobrevivir. Una anciana buscando comida en un contenedor de basura. La imagen es impactante. Un hombre duerme en el cajero todas las noches, coloca su cartón y se cubre con una manta. Escenas que ahora son recurrentes. Unos no quieren mirar, porque produce dolor, otros porque no les interesa; otros guardan silencio. A medida que las situaciones se mantienen en el tiempo e incluso se intensifican, se sienten impotentes. Los espectadores generan estrategias para aceptar los hechos, evitar el dolor y así sobrevivir; serán los principales destinatarios de los mensajes y acciones difundidos por los victimarios (Blair, 2001). La violenta exclusión se va normalizando. El precio será la destrucción previa del sujeto doliente, de su mirada del mundo empática, de su sentir solidario y de su palabra crítica. Es parte del proceso de disciplinamiento y doblegamiento. Parafraseando a Lind, creador del concepto guerra de cuarta generación, es en el campo mental y emocional donde se define el triunfo de esta guerra cultural. Una guerra invisible e invisibilizada que tiene como objetivo el control social con aceptación (Kilcullen, 2006).

5. La guerra contra los pobres: no merecimiento y segregación territorial
A medida que las políticas neoliberales se extienden en el tiempo, el empobrecimiento afecta a más personas. La crueldad escala varios niveles cuando desde los sectores conservadores se construye una corriente de opinión que responsabiliza a los excluidos de todos los problemas sociales (previos y por venir) y del mal funcionamiento de la economía a partir de una supuesta inferioridad moral. Se les culpabiliza y exhibe públicamente como únicos responsables. Las etiquetas denigrantes brotan en cascada y se repiten incesantemente en medios de comunicación y desde las voces conservadoras: irresponsables, derrochadores, fracasados, incapaces, personas que no valoran, que no aprovechan, que abandonan. Se construye una corriente de opinión que les considera no merecedores (undeserving) e indignos de una vida mejor, de recibir ayuda social del Estado y de habitar los espacios de la ciudad donde viven los “afortunados”. La narrativa del poder no tiene contexto, ni historia, ni estructura económica. Una vez trasladada la responsabilidad de su situación a las propias víctimas, la crueldad se habrá banalizado penetrando las prácticas sociales e instalándose en la vida cotidiana: el duque de Alba declara que “envidia ser un jornalero del PER”, un grupo viola colectivamente a una mujer para “divertirse” porque están de fiesta, un niño maltrata sistemáticamente a su compañero en el colegio, etc. El exceso y la banalización de la crueldad son características de una cultura de guerra.

A los excluidos se les exige superarse a sí mismos al mismo tiempo que el maltrato y la degradación pública promueven el desánimo; una exigencia imposible -y por ello cruel- considerando los candados estructurales del neoliberalismo que cancelaron la movilidad social ascendente. La presión social y psicológica refuerza la autoculpabilidad y el sentimiento de inutilidad social de los excluidos. “Trabajo hay pero no quieren trabajar”, “quieren chupar del Estado”; son tratados como parásitos, como un costo y un lastre. Los mensajes violentos se incorporan al discurso público y se difunden entre los sectores medios e incluso entre los afectados. “La gente derrocha y pide medicinas que no necesita”, como se argumentó para impulsar el co-pago, aunque ninguno de sus voceros aclaró que el término procedía del viejo lenguaje neoliberal, usado hacía cuarenta años en América Latina. Además, se considera que no se esfuerzan lo suficiente para salir de su situación, por lo que hay que presionarles, administrativa y jurídicamente. Así se endurece y reduce el acceso a las ayudas sociales, casi todas externalizadas, que revictimizan al solicitante, teniendo que exponer y justificar moralmente su situación. “Lo más difícil no fue tomar la decisión de ir a pedir la ayuda alimentaria sino tener que contar una y otra vez por lo que estábamos pasando a personas que no conocía de nada” (Relato de Regina, 2019).

A medida que el trabajo disminuya o que los trabajos bien pagos escaseen, el rechazo a los pobres será mayor y nutrirá las bases sociales y electorales conservadoras y de extrema derecha. La toxicidad de la mentira es parte del desmerecimiento y la guerra cultural: los inmigrantes y la población gitana “acaparan las ayudas sociales”, “A este país ha venido mucha gente a hacer turismo sanitario”. No importa que varios funcionarios de servicios sociales, Médicos del Mundo (2012), Amnistía Internacional y otras organizaciones lo hayan desmentido (Reder, 2017). No importa que lo que existe como negocio sanitario sea de carácter privado y esté orientado a tratamientos estéticos para el turismo europeo. Los pobres serán la amenaza y el enemigo a combatir. La cultura conservadora previa será el caldo de cultivo ideal, con todos sus imaginarios históricos, códigos y símbolos del (in)consciente colectivo.

El no merecimiento es la fase más cruenta de la guerra sociocultural contra los pobres, “es una guerra librada con una variedad de armas como la retención de oportunidades de trabajo decentes, escuelas, viviendas y las necesidades requeridas… A veces es también una guerra asesina, pero más a menudo, la guerra mata el espíritu y la moral de la gente pobre y además se suma a las miserias que resultan de la carencia de dinero” (Gans, 1995). En el frenesí de la crueldad, además, se les exige que tengan suficiente fortaleza para salir adelante por sí mismos, que crean en sí mismos, que se sobrepongan a sus circunstancias, que no se dejen arrastrar. El “coaching” y “mindfulness” serán la nueva ideología orientada a los pobres y convertida en negocio; inunda el campo laboral y terapeútico, alimentando la egolatría, el presentismo (aquí y ahora) y la despolitización del sujeto. La solución está en uno mismo y en la irrestricta libertad de mercado, diría Hayek, sólo hay que ser “emprendedor” -lo que se conoció como “microempresario” en América Latina hace treinta años- Así, el capital accede a los escasos ahorros familiares y generar nuevo endeudamiento. Nada escapa al saqueo.

Pero la crueldad no es inútil para el productor de violencia (Blair, 2001). La guerra cultural contra los pobres es una estrategia altamente provechosa que permite: construir una explicación sobre la “crisis” con responsables definidos sobre los que focalizar la rabia; justificar las medidas políticas adoptadas; y legitimar y legalizar el desmantelamiento de las instituciones de distribución social, así como la cancelación de futuros recursos para los excluidos. Los únicos pobres aceptados socialmente son los pobres dóciles, los que no protestan o los que se suicidan; contra todos los demás, se reforzará la legislación de seguridad que criminaliza la disidencia. Es una guerra de espectro completo (económica, social, cultural, psicológica, política, jurídica) en la que se disputa el control de la población. Es guerra de cuarta generación.


Territorios segregados, la frontera del barrio y la frontera de clase
A la segregación física, ideológica y cultural de los pobres se sumará la territorial. El desplazamiento hacia la periferia de las ciudades es parte del despojo a la vez que refuerza su invisibilidad -desaparecen del espacio público por donde transitan los favorecidos, donde su presencia incomoda-. Los territorios con valor de negocio para la especulación inmobiliaria, viviendas, calles, barrios enteros, se disputan como en un frente de guerra (Relato de Santiago, 2019; Relato de Alba, 2019; Relato de Ma. Antonia y Salvador, 2019). El precio del suelo crece de forma imparable al igual que los alquileres que el Estado, apelando a la propiedad individual y al mercado, no está dispuesto a regular ¿Cómo van a vivir “esas gentes” a escasos metros de una de las zonas turísticas más codiciadas de Barcelona, como El Raval? ¿O Lavapiés? En el centro de Sevilla varios carteles pegados en las paredes denuncian “¿Conoces a Javier Lorenzo? Javier no es un vecino del barrio. Javier no es el vecino que alquila una habitación para llegar a fin de mes. Javier tiene 77 apartamentos en AirBnb”. El lenguaje de la especulación es cruel y clasista: “se vende con bichos” es una expresión usada en el sector inmobiliario en referencia a las personas que habitan un edificio en disputa. El acoso inmobiliario sucede en grandes y pequeñas ciudades, como León, y no respeta edades. María tenía 80 años y su esposo 88, habían vivido cerca de 60 años en una casa de alquiler. La presión del propietario para que abandonara el piso fue creciendo hasta que un día dos hombres entraron en su casa y le dijeron “venimos a medir el piso”. Inmediatamente preguntaron si tenía joyas, reloj y dinero mientras abrían cajones y puertas para intimidarles y lograr que se fueran (Relato de María, 2019).

La dinámica de los desplazamientos en las ciudades es un espejo de la desigualdad en ascenso. A gran escala, hay un efecto de expulsión hacia la periferia que tiene un efecto dominó. Quienes estaban en el centro se trasladan a un barrio contiguo -si pueden-, a su vez la presión encarecerá el suelo en ese lugar y desplazará a una parte de esos vecinos y así sucesivamente. Por otro lado, el modelo laboral de concentración urbana genera una dinámica del desplazamiento desde los pueblos más pequeños a las ciudades próximas y, en general de éstas a las ciudades más dinámicas. Trabajadores concentrados, compitiendo por los escasos puestos de trabajo, viviendo en caros y escasos metros cuadrados. Es una dinámica de empobrecimiento masivo. El resultado, sumado al envejecimiento demográfico, son extensas zonas del país despobladas y un mundo rural en agonía (50%de los municipios está en riesgo de desaparición) (FEMP, 2016).

En una escala micro, los antiguos barrios obreros se convierten en los lugares donde se concentra la población con menos recursos, originaria y/o migrante. Estos barrios se van degradando con la indolencia si no es que con la complicidad de las autoridades (Polígono Sur y Pajaritos en Sevilla, El Crucero y Armunia en León, Entrevías, San Blas o Vallecas en Madrid, etc.). Se habla de barrios y escuelas gueto, algo inaudito, en alusión a los guetos en Estados Unidos y las banlieue en Francia (Wacquant, 2007). Una etiqueta degradante más de la guerra cultural que penetra el lenguaje cotidiano. El discurso de la diversidad convive hoy con el de la segregación, que invisibiliza a los actores de estos espacios, su diversidad mestiza, su historicidad política y su organización.
La desconfianza y el miedo construyen una frontera simbólica y cultural que los medios de comunicación y el pensar acrítico cultivan sin cesar (Roitman, 2016). En algunos casos, la frontera es física y literal, como el muro que separa el Polígono Sur en Sevilla. Se habla desde los prejuicios y de lo que no se conoce. La frontera es, sobre todo, ideológica; una frontera de clase que marca lo incluido y excluido, el adentro y afuera, el ser respetado o visto como amenaza, el temer o tener miedo de ser temido. Los muros de la frontera crecen con la destrucción de políticas sociales, con el carácter punitivo de la cultura neoliberal y con el añejo eco del clasismo y racismo de una derecha revivificada. Cada día hay que desmontar el estigma y enfrentar la agresión para ser reconocido como interlocutor. La negritud, el acento extranjero o caló, el rostro gitano, el aspecto de barrio, pesan. Y, por si esto fuera poco, hay que sobreponerse al peso que impone la degradación del entorno (el deterioro de los espacios públicos, o la basura en la calle, o la venta de droga, etc.).

Se tendría la impresión de que son territorios cercados y “gestionados” desde el poder, con menos presencia de los servicios sociales y de seguridad en relación a los espacios donde vive población más favorecida, cuando debería ser al contrario. Así son Las Vegas, en Sevilla, un conocido punto de distribución de droga. La patrulla pasa y mira mientras la solicitud de la gente del barrio para poner una comisaría nunca ha sido atendida. Esto mismo sucede en otros lugares del país.

6. Políticas de seguridad y guerras de cuarta generación
Las políticas de seguridad y defensa en el Estado neoliberal son un reflejo de la conservadurización del poder. Los cuerpos de seguridad cumplen un papel cada vez más relevante como garantes del orden social. En un contexto en el que se castiga la inversión en política social, el presupuesto de defensa creció un 10,6%, tan sólo en 2018, alcanzando los 8.500 millones de euros (M€); el incremento en 2017 fue de 32%. Pero si se considera el gasto de defensa oculto e integrado en otras partidas, el gasto real ascendería a 19.926 M€ (Ortega y Bohigas, 2018). Por otra parte, está el gasto en seguridad ciudadana y penitenciarias que en 2018, fue de 8.400 M€.


A medida que se fortalece el Estado de seguridad, la definición (y percepción) de las amenazas se amplía. Al terrorismo se suman las amenazas y conflictos híbridos. La generalidad de su definición corresponde a la guerra de amplio espectro o guerra total (económica, social, política, ideológica), permanente y preventiva, con implicaciones en seguridad interior. La Estrategia de Seguridad Nacional 2017, desde la que se definen las acciones de los cuerpos de seguridad y cuyo contenido se refleja en materia jurídica, identifica amenazas y desafíos que fácilmente caen en el campo social y político. Más allá del terrorismo, crimen organizado o ciberseguridad, entre las amenazas se incluye seguridad informativa y desinformación, infraestructuras críticas (relativas al funcionamiento de las funciones sociales básicas de salud, seguridad, bienestar social y económico, sector público, agua, alimentación, administración, energía, espacio, industria química y nuclear, transportes, sistema financiero y tributario); desestabilización; catástrofes; estados fallidos; inestabilidad económica y financiera; migración irregular; y cambio climático. El texto reconoce la naturaleza no sólo geopolítica, tecnológica y económica sino también social de las amenazas y conflictos híbridos. La finalidad de éstos es “la desestabilización, el fomento de movimientos subversivos y la polarización de la opinión pública”. La subversión, la presión económica y financiera forman también parte de ellos, con la elasticidad e implicaciones que conllevan. Muchos de los conflictos y acciones de protesta social y política podrían caber en tal definición, abriendo el camino a la criminalización de la protesta.

En la multidimensionalidad, ambigüedad y mutabilidad de las amenazas descansa el carácter permanente y preventivo de la respuesta, lo que significó un cambio drástico en la política de seguridad y defensa a nivel nacional e internacional, con profundas implicaciones en la obtención de información y en las acciones de los cuerpos de seguridad. A partir de la idea del enemigo interno y difuso, que puede ser cualquiera y estar en cualquier parte, se desdibujó la frontera entre seguridad nacional y seguridad pública. Aunado a los atentados de los últimos años, el uso político del miedo, al convertir a cualquier ciudadano en una posible amenaza, disparó la percepción de inseguridad y promovió la securitización de la sociedad.

De estas concepciones y lineamientos de seguridad derivan la Ley de Seguridad Nacional, la reforma del Código Penal y la Ley de Seguridad Ciudadana, que es una gran camisa de fuerza destinada al control social y político. Amnistía Internacional señalaba: “las leyes antiterroristas restringen la libertad de expresión en España... decenas de personas usuarias corrientes de las redes sociales, así como artistas musicales, periodistas e incluso titiriteros, han sido procesadas por motivos de seguridad nacional. Esto ha tenido un profundo efecto paralizante al crear un entorno en el que la ciudadanía teme de forma creciente expresar opiniones alternativas o hacer chistes controvertidos” (Amnistía, 2018). La lista es larga. Los músicos Pablo Hasél y César Strawberry, el cineasta Alex García, condenado a dos años de prisión, 4.800 euros de multa y 9 años de inhabilitación para empleos o cargos públicos por su documental Represión: un arma de doble filo, en el que entrevistaba a personas procesadas por “enaltecimiento del terrorismo” y por el que sería él mismo acusado de acuerdo al art. 578 del Código Penal. Entre 2016-17, 66 personas fueron detenidas a raíz del dicho artículo. 300 sindicalistas fueron acusados por participar en piquetes como resultado del art. 315.3 del Código Penal. Desde que entró en vigor la Ley de Seguridad Ciudadana, las multas ascienden a 270 M€. Todas estas situaciones de criminalización de la disidencia y la resistencia son acciones ejemplarizantes propias de un Estado de seguridad que usa el miedo como mecanismo de desmovilización y silenciamiento. Es la otra vertiente del doblegamiento y la derrota. El delito de rebelión y desobediencia imputado a los políticos catalanes, más allá de la posición política que cada quien tenga sobre el independentismo, es otra muestra. La situación ha llegado a tal punto que el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sancionado a España por violar la libertad de expresión, como en el caso de la condena de cárcel impuesta a E.Stern y J. Roura por quemar una foto de los Reyes en una manifestación.

La securitización de la sociedad crece con el aumento de efectivos en las calles y con la penetración de la “cultura de seguridad” en la educación pública, con programas conjuntos del Ministerio de Interior y de Educación para introducir el enaltecimiento y acercamiento a las Fuerzas Armadas y Guardia Civil, ideológicamente y como fuente de empleo (Díez, 2019). La promoción de una “cultura de la seguridad” aparece explícitamente como una de las líneas de acción de la Estrategia de Seguridad Nacional que hace descansar en la participación ciudadana la efectividad de la política de seguridad: “nadie es hoy ya sujeto pasivo de la seguridad”, señala. Así, todos, en cierta medida, podemos ser simbólicamente soldados del sistema. El Ministerio del Interior prepara un carnet de "policía honorario" para reconocer a quien actúe a favor de la Policía (Agueda, 2019). La securitización también se expresa en las formas de actuación de los cuerpos de seguridad. El maltrato y la tortura han sido documentados por Amnistía Internacional, Naciones Unidas, por el Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa, en 2007, y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, desde 2010, ha condenado a España hasta en ocho ocasiones por no investigar con eficacia las denuncias de tortura. Entre 2005 y 2015 se habían denunciado 6.621 casos de maltrato y tortura policial, según la Coordinadora para la Prevención de la Tortura. El experto Pau Pérez-Sales (2015), precisa: de los casos “producidos en ambientes ajenos a una detención en comisaría, el 50% de los mismos se ha producido contra activistas de los movimientos sociales, cerca del 40% contra inmigrantes y sólo un 10% está relacionado con el ‘conflicto en Euskadi’”.

Todos estos procesos alimentan la cultura de guerra en la que descansa la refundación conservadora del sujeto. Términos como “extremista violento”, “radical” y “terrorista” aparecen en los documentos de seguridad y serán usados también para insultar y denigrar públicamente a quienes tienen posturas políticas críticas. La amenaza de “desestabilización” corresponderá coloquialmente con la etiqueta de “antisistema”. La concepción de seguridad y la definición de amenazas no sólo responden a la Estrategia de Seguridad Europea sino al modelo de norteamericanización de la seguridad difundido en la OTAN.


La guerra híbrida es un concepto de reciente aparición (2014) que tiene sus antecedentes en la guerra de cuarta generación, una guerra no convencional, que no requiere de actores estatales -como señala la Estrategia Nacional de Seguridad para referirse a los conflictos híbridos, “[acciones] perpetradas tanto por actores estatales como no estatales”-, y ni siquiera armados porque el carácter central de los conflictos será cultural: “Es en la estrategia y en los niveles mental y moral donde se define la guerra” (Lind, 2004). Una guerra de amplio espectro en la que se disputa el control de la población; el éxito requiere información y conocimiento de la población y su contexto sociocultural. No es casual que el término fuera acuñado en 1989, en una primera versión, en pleno ascenso del neoconservadurismo en Europa y Estados Unidos, cuando la concepción de las amenazas se traslada del comunismo al terrorismo. De aquí se irán ampliando hasta abarcar un amplio espectro y serán recogidas en el Documento Santa Fe IV (2000): amenazas no convencionales (económicas, culturales, ideológicas), demografía (asociada con migración y pobreza), desindustrialización (asociada con desempleo), deforestación (asociada con el actual cambio climático), deuda (amenaza financiera), drogas y terrorismo, desestabilización y democracia populista. Son equivalentes a las que encontramos en la Estrategia de Seguridad Nacional.

Es decir, desde hace más de tres décadas, la concepción de la guerra se modificó y poco tiene que ver con la guerra militar explícita, aunque ésta siga presente. De hecho, la fase armada es la última de todas las fases, a la que antecedieron la guerra económica, jurídica, mediática, etc. Creveld, en su conocida obra La transformación de la guerra (2007), destaca que la propaganda y la generación de terror son definitorias para el éxito. Hoy sabemos que cuanto mayor miedo y vulnerabilidad, mayor es la demanda de seguridad y disposición de la población a aceptar medidas de control. Estas nuevas formas de guerra también son consideradas conflictos de baja intensidad en los que la insurgencia puede operar a nivel internacional (grupos pequeños o articulados que pueden estar asociados o no a un poder estatal). Entre las nuevas formas de insurgencia están catalogados no sólo el narcotráfico y el terrorismo, como señala el Manual de contrainsurgencia 3-24, usado por la OTAN (2014). Kilcullen, un pensador de referencia, ex militar, diplomático y asesor político que fundó una compañía de consultoría de estrategia, define la insurgencia como “una lucha por el control de un espacio político disputado entre un Estado, un grupo de Estados o poderes y uno o más rivales no estables de base popular. Las insurgencias son levantamientos populares que crecen y se conducen a través de redes sociales preexistentes: aldeas, tribus, familias, vecindarios, partidos políticos o religiosos. Y existen en un entorno social, informativo y físico complejo” (Kilcullen, 2006). El triunfo ante estos actores no convencionales, dirá, reside en el control con aceptación de la población. De ahí que la guerra ideológica, cultural y psicológica sea vital. Kilcullen, además, incorpora explícitamente en su análisis el conflicto de “clases sociales”.

En definitiva, la refundación conservadora de la sociedad en el neoliberalismo no puede entenderse al margen de la política de seguridad y defensa que está centrada en guerra ideológico-cultural.

7. Un epílogo que es sólo el inicio
Son muchos quienes tejen proyectos y construyen organización, quienes mantienen la palabra crítica y resguardan la memoria. Las muchas resistencias y fortalezas que enfrentan cada día el doblegamiento necesitan (volver a) encontrarse. Es urgente detener este capitalismo de guerra. No estamos defendiendo solamente nuestros derechos, sino la vida y nuestras posibilidades de vida. Nadie nos va a dar otra. Como dicen sabiamente los yayos, “Si luchas puedes perder. Pero, si no luchas, estás perdida” (Asamblea en Defensa de las Pensiones León, 2019). Ya no tenemos opción, ni tiempo para alimentar la derrota, lo que nos queda es seguir manos a la obra y sumar muchas otras.

 María José Rodríguez Rejas es socióloga. Es autora de La norteamericanización de la seguridad en América Latina(Akal, 2017).
Referencias: (…)

Notas:
1/ Este trabajo es resultado de una reflexión tejida a través de largas conversaciones con diversas personas que tuvieron la amabilidad y paciencia de compartir sus experiencias y su mundo de vida durante siete meses. Fue la mejor cátedra sobre experiencias e impactos del neoliberalismo que podría haber imaginado. Por todo ello les estoy infinitamente agradecida. También por permitirme vivir desde la cotidianidad el país del que emigré hace 24 años y al que regreso siempre. Los registros se plasmaron en un diario de campo y en la grabación de 75 relatos de personas de Sevilla, Barcelona, Logroño, Zaragoza, Madrid y León que conforman una radiografía del país y que serán trabajados a futuro desde temáticas específicas: condiciones laborales (falsos autónomos, jornaleros, obreros, trabajadores de la banca, de la salud, artesanos, desempleados, acoso laboral, “emprendedores” endeudados), desplazados (deslocalizados, emigrados, desplazados urbanos por la gentrificación), desahuciados, migrantes, retornados, jubilados, jóvenes, territorios estigmatizados (barrio popular, escuela “gueto”), represión de activistas, salud en riesgo, silenciamiento, negritud y racismo, despoblamiento, caridad y externalización de la asistencia social, personas en situación de calle.
2/ Para revisar la distinción entre situación de guerra y estado de guerra, véase “La caracterización de una situación de guerra, el problema más allá de la violencia”, en Rodríguez Rejas (2017).

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