Estado español
Neoliberalismo y
guerra contra los pobres,
la construcción social del
doblegamiento y la derrota
26 de agosto de 2019
Por María José Rodríguez Rejas
Viento Sur
“Nos han engañado tantas veces que, al final, nos dimos cuenta” (Coordinadora Estatal por la Defensa
del Sistema Público de Pensiones, León)
del Sistema Público de Pensiones, León)
continuación
4. Doblegamiento y disciplinamiento: la dimensión cultural de la
guerra
El gran éxito del neoliberalismo ha tenido lugar en el plano
sociocultural e ideológico. La disputa es por una visión del mundo y un sentido
de vida que trata de imponerse no sólo como el mejor sino como el único posible
(Ramos, 2003). Se requiere
una refundación de la subjetividad y de las prácticas sociales.
·
Por
un lado, somos socializados en los valores neoliberales (consumismo,
satisfacción material, individualismo) que tratan de crear la ilusión de
libertad (individual) y ascenso social para-sí-mismo. Las reformas educativas
tendrán un peso clave en la construcción de este nuevo sujeto neoliberal (Díez,
2018). Al poner en el centro el yo se despliegan varias armas de
destrucción social masiva: la competitividad, la soledad, la frustración. Se atomiza el tejido social a la par que
se socava la empatía, la solidaridad, la organización y la participación
política.
·
Por
otro lado, somos socializados en la aceptación de las limitaciones y el abuso a
través del disciplinamiento y doblegamiento. Se busca el control social con
aceptación. El objetivo es la derrota: un sujeto “roto” física, emocional y
mentalmente. El embate ideológico y cultural será profundamente violento y proporcional
a las expectativas de saqueo.
El murmullo de las amenazas y el miedo
Cada día somos sobre-expuestos a experiencias violentas: la
pérdida del trabajo, de la jubilación, de la vivienda, etc. Si se piensa en el
futuro, se percibe aún peor. La sensación de vulnerabilidad se convierte en
miedo y éste es uno de los mecanismos más eficientes de regulación social. Se
habla casi en susurro tratando de no invocar la adversidad con la palabra, así,
como se cuentan las desgracias: “despidieron a dos en el trabajo, el día menos
pensado me toca a mí”, “acabo de encontrarme al vecino, ¡está en el paro y con
50!”, “ahí van los hijos de Conchi, que vinieron a buscar los tupper para la
semana”.
Discursos impregnados de preocupación y angustia. Incertidumbre en
el futuro y, sobre todo, un gran miedo a traspasar la línea de la exclusión, a
ser pobres en definitiva. Y lo que se teme se convierte en amenaza. La
percepción de inseguridad se traslada desde la inseguridad social a la
inseguridad pública. Se teme al “otro” porque es pobre y a eso se van sumando
los demás componentes del estereotipo (color de piel, migrante, gitano, “es
barrio”). Si además se es joven la percepción de amenaza aumenta. Los medios de
comunicación conservadores alimentarán los fantasmas al igual que las empresas
de seguridad, encantadas de vender alarmas y rejas. Una parte de la población
demandará mayor presencia de los cuerpos de seguridad del Estado y estará más
dispuesta a ceder su autonomía a cambio de sentirse seguros. Como resultado, la
criminalización de la pobreza y la criminalización de la protesta crecen y
comparten un referente de clase. El excluido-migrante-mena-barrio-gitano-joven
es un potencial delincuente al igual que el excluido en general es un potencial
activista y/o manifestante.
La
narración desde el miedo, especialmente si la persona está despolitizada y no tiene un marco de referencia crítico,
es una narración descontextualizada; así, la realidad aparece más como producto
del infortunio -”la crisis”- que de la decisión e intereses de quienes ejercen
el poder. Sin contexto, no se puede construir el
sentido y significado de lo que sucede; lo particular se generaliza y entonces,
nos convertimos en reproductores y amplificadores del miedo que (nos) paraliza.
Impotencia ante el abuso y la corrupción
Primero se legalizó el saqueo. Mucho antes de la crisis de 2008
las reformas legales ya habían desmantelado una parte del Estado social. A
partir de entonces, se acelera intensamente el proceso. El ciudadano se siente
rebasado, no sólo por la velocidad e intensidad de la destrucción sino por el
avasallamiento de la corrupción que aparece día con día y que es parte del
saqueo. Un sinnúmero de tramas y casos (Lazo, Bárcenas, Gürtel, Enredadera,
etc) acompañado de cifras escandalosas. Muchos implicados y pocos condenados,
lo que genera un sentimiento de impotencia. Al mismo tiempo que se desahucian
familias y muchas calles aparecen desoladas tras la quiebra de pequeños
negocios, el mundo del glamour y el derroche se exhiben como referentes de
éxito. Todo es un gran exceso convertido en espectáculo que el ciudadano tiene
que procesar: la descomposición de la clase política, el sistema judicial en
entredicho, el desamparo y la burla cruel ante el abuso. Los medios de
comunicación acríticos actuarán como cajas de resonancia del disciplinamiento.
Al enojo le sigue la frustración que paraliza y desmoviliza. Cuando el poder se
parapeta tras la Unión Europea proyecta una imagen de fortaleza
inexpugnable, como con la reforma del art. 135 constitucional que prioriza el
pago de la deuda externa. Además se judicializa el conflicto y se legaliza la
represión; las multas y sanciones por “atentado contra la autoridad” en las
movilizaciones son parte del disciplinamiento.
El
desánimo y la desesperanza serán síntomas del doblegamiento. Sin darnos cuenta,
nos convertimos en difusores de la negación del cambio; nuestras conversaciones
empiezan a contener sus expresiones, “no hay nada que hacer”, “estamos
vendidos”. El siguiente paso es la desmovilización, ceder el espacio público
para recluirse en la vida privada.
El disciplinamiento del cuerpo
La refundación social se aprehende e interioriza a través del
cuerpo. En él se experimentan los sentimientos y emociones de lo que hacemos,
de lo que oímos, de lo que vemos. El cansancio y estrés del exceso de trabajo
aparece en todos los relatos recabados (en el campo, en la fábrica, en el
hospital, etc.). Rápido, cada vez más. Sin tiempo de vida. La flexibilización,
la productividad, la multifuncionalidad se corporizan. El móvil es la extensión
que hace presente el trabajo más allá de la oficina; un mensaje automático se
activa cada noche: “Sra. Rodríguez, son las 22:30, es tiempo de descansar”
(Relato de Martina, 2019).
También hablan del dolor (cuello, ciática, codos, cabeza, etc.), del insomnio y
la ansiedad, de la agresión física y verbal de muchos jefes, del acoso laboral
(Relato de Marta, 2019).
La medicalización asegura un día más de trabajo para el capital. Saliendo del
trabajo continúa la agresión: en lo que vemos al recorrer las calles, en lo que
escuchamos en las noticias, en los mensajes de vulnerabilidad, de frustración,
etc. La agresión es corporal y emocional. Imágenes y lenguaje asociados. Así,
el disciplinamiento del cuerpo y de las emociones se retroalimenta. En el
cuerpo-mente tiene lugar la batalla que cada persona enfrenta todos los días
entre el doblegamiento y la resistencia. El asedio psicológico permea las
prácticas socioculturales y la vida cotidiana buscando un sujeto dócil, por eso
se asemeja a una cultura de guerra donde el objetivo es la población civil.
El lenguaje como arma de guerra
Frases construidas desde el poder, como “Han vivido por encima de
sus posibilidades”, se repitieron una y otra vez desde la clase política
conservadora y los medios de comunicación. En la afirmación estaba contenido el
juicio y condena que responsabilizaba a los ciudadanos de a pie de todos los
males de la economía; eran irresponsables, derrochadores y debían pagar por
ello. Así se justificaban los “recortes”. Quienes estaban siendo saqueados eran
además despreciados públicamente. El exceso y la burla son propios de la crueldad. La ofensa es aún mayor si consideramos
que en España, la distribución social fue relativa y duró apenas unos años,
logrando cosas muy básicas: tener un trabajo (y no todas), endeudarse para
adquirir una vivienda y un coche, e irse unos días de vacaciones. El lenguaje,
que es un constructor de realidad, operó como instrumento de maltrato para
legitimar la exclusión.
El ejercicio de crueldad no tuvo contención. Recordemos aquel
famoso “que ¡se jodan!”, dicho a micrófono abierto por la diputada del PP
Andrea Fabra, durante el periodo más duro de las políticas de ajuste, o el “Qué
ganas de hacerles un corte de mangas de cojones y ¡os jodéis!” de la Secretaria
de Comunicación del gobierno de Rajoy. En ambas expresiones no sólo hay
desprecio sino disfrute. Los ciudadanos fueron así maltratados y victimizados
una y otra vez por los mismos que encabezaban la corrupción. Las tertulias televisivas se encargarían
de convertir en espectáculo la agresión verbal, con participantes gritando e
insultando al que piensa diferente. Desde hace años, han jugado un importante
papel en la banalización de la crueldad, contribuyendo a normalizar esas
prácticas entre los espectadores.
El lenguaje de la crueldad coloniza también a los de abajo, que
reproducen, a veces sin darse cuenta, el discurso y las prácticas dominantes,
en sus entornos y con sus iguales. Así es el comentario despreciativo, racista
o clasista, en la barra del bar, lanzado con fuerza para provocar y hacerse
oír. Otras veces, ya no es necesario el papel del maltratador externo
(tertuliano virulento, político conservador, jefe explotador, “cuñado”), uno
mismo realiza esa función a través de expresiones cotidianas que refuerzan el
doblegamiento: “Aquí sólo pagamos los pringaos”, “Esto es lo que hay”, “Hemos
vivido por encima de nuestras posibilidades”. La autodescalificación está
impregnada del lenguaje de la derrota que nos expropia de la palabra para
nombrar y comunicar el mundo futuro que queremos construir.
Silenciamiento forzado o cuando tu “cuñado” es un paramilitar
cultural
La agresión permanente también busca doblegar al disidente hasta
condenarle al silencio; se apropia de su palabra y neutraliza su acción en el
medio social. Es censura y actúa en los espacios de vida cotidiana (la familia,
los amigos, el trabajo). El proceso es doloroso para quien lo experimenta. Sin
palabra no podemos nombrar y ser en el mundo. Sin narración propia la persona
es anulada. Así opera la agresión del “cuñado” conservador que convierte
cualquier reunión familiar en ocasión de acoso y derribo. Provoca, insulta y
degrada recurriendo a etiquetas descalificadoras -”radical”, “extremista”,
“podemita”-. La víctima será recriminada por el resto del grupo que actúa como
espectador, como sucede en toda cultura de guerra -“siempre estás igual”, “para
qué sigues con eso si no te hace bien” (Relato de Teresa, 2019)-.
La víctima
será identificada como fuente del problema, quien arruina la fiesta -”siempre
hablando de política”- siendo revictimizada. Peor aún si es mujer. Por la vía
de fuerza queda regulado de qué se puede hablar, cómo y cuándo. Resistir no es
fácil. El “cuñado” (o el jefe, amigo, vecino), disfruta de la agresión y, lo
sepa o no, es un operador del frente neoconservador en esta guerra cultural.
Mecanismos de adaptación: (auto)destrucción emocional para la
supervivencia
En la sociedad neoliberal la transformación de la subjetividad nos
impone dejar de ser, para ser otro. Ante lo doloroso del proceso, la persona
activa mecanismos de adaptación que disminuyan el dolor y le permitan
sobrevivir. Una anciana buscando comida en un contenedor de basura. La imagen
es impactante. Un hombre duerme en el cajero todas las noches, coloca su cartón
y se cubre con una manta. Escenas que ahora son recurrentes. Unos no quieren
mirar, porque produce dolor, otros porque no les interesa; otros guardan
silencio. A medida que las situaciones se mantienen en el tiempo e incluso se
intensifican, se sienten impotentes. Los espectadores generan estrategias para
aceptar los hechos, evitar el dolor y así sobrevivir; serán los principales
destinatarios de los mensajes y acciones difundidos por los victimarios (Blair,
2001). La violenta exclusión se va normalizando. El precio será la destrucción
previa del sujeto doliente, de su mirada del mundo empática, de su sentir
solidario y de su palabra crítica. Es parte del proceso de disciplinamiento y
doblegamiento. Parafraseando a Lind, creador del concepto guerra de cuarta
generación, es en el campo mental y emocional donde se define el triunfo de
esta guerra cultural. Una guerra invisible e invisibilizada que tiene como
objetivo el control social con aceptación (Kilcullen, 2006).
5. La guerra contra los pobres: no merecimiento y segregación
territorial
A medida que las políticas neoliberales se extienden en el tiempo,
el empobrecimiento afecta a más personas. La crueldad escala varios niveles cuando desde los sectores
conservadores se construye una corriente de opinión que responsabiliza a los
excluidos de todos los problemas sociales (previos y por venir) y del mal
funcionamiento de la economía a partir de una supuesta inferioridad moral. Se
les culpabiliza y exhibe públicamente como únicos responsables. Las etiquetas
denigrantes brotan en cascada y se repiten incesantemente en medios de
comunicación y desde las voces conservadoras: irresponsables, derrochadores,
fracasados, incapaces, personas que no valoran, que no aprovechan, que
abandonan. Se construye una corriente de opinión que les considera no
merecedores (undeserving) e indignos de una vida mejor, de recibir ayuda
social del Estado y de habitar los espacios de la ciudad donde viven los
“afortunados”. La narrativa del poder no tiene contexto, ni historia, ni
estructura económica. Una vez trasladada la responsabilidad de su situación a
las propias víctimas, la crueldad se habrá banalizado penetrando las prácticas
sociales e instalándose en la vida cotidiana: el duque de Alba declara que
“envidia ser un jornalero del PER”, un grupo viola colectivamente a una mujer
para “divertirse” porque están de fiesta, un niño maltrata sistemáticamente a
su compañero en el colegio, etc. El exceso y la banalización de la crueldad son
características de una cultura de guerra.
A los
excluidos se les exige superarse a sí mismos al mismo tiempo que el maltrato y
la degradación pública promueven el desánimo; una exigencia imposible -y por
ello cruel- considerando los candados estructurales del neoliberalismo que
cancelaron la movilidad social ascendente. La presión social y psicológica
refuerza la autoculpabilidad y el sentimiento de inutilidad social de los
excluidos. “Trabajo hay pero no quieren trabajar”, “quieren chupar del Estado”; son tratados como
parásitos, como un costo y un lastre. Los mensajes violentos se incorporan al
discurso público y se difunden entre los sectores medios e incluso entre los
afectados. “La gente derrocha y pide medicinas que no necesita”, como se
argumentó para impulsar el co-pago,
aunque ninguno de sus voceros aclaró que el término procedía del viejo lenguaje
neoliberal, usado hacía cuarenta años en América Latina. Además, se considera
que no se esfuerzan lo suficiente para salir de su situación, por lo que hay
que presionarles, administrativa y jurídicamente. Así se endurece y reduce el
acceso a las ayudas sociales, casi todas externalizadas, que revictimizan al
solicitante, teniendo que exponer y justificar moralmente su situación. “Lo más
difícil no fue tomar la decisión de ir a pedir la ayuda alimentaria sino tener
que contar una y otra vez por lo que estábamos pasando a personas que no
conocía de nada” (Relato de Regina, 2019).
A medida que el trabajo disminuya o que los trabajos bien pagos
escaseen, el rechazo a los pobres será mayor y nutrirá las bases sociales y
electorales conservadoras y de extrema derecha. La toxicidad de la mentira es
parte del desmerecimiento y la guerra cultural: los inmigrantes y la población
gitana “acaparan las ayudas sociales”, “A este país ha venido mucha gente a
hacer turismo sanitario”. No importa que varios funcionarios de servicios
sociales, Médicos del Mundo (2012), Amnistía Internacional y otras
organizaciones lo hayan desmentido (Reder, 2017). No importa que lo que existe
como negocio sanitario sea de carácter privado y esté orientado a tratamientos
estéticos para el turismo europeo. Los pobres serán la amenaza y el enemigo a
combatir. La cultura conservadora previa será el caldo de cultivo ideal, con
todos sus imaginarios históricos, códigos y símbolos del (in)consciente
colectivo.
El no merecimiento es la fase más cruenta de la guerra
sociocultural contra los pobres, “es una guerra librada con una variedad de
armas como la retención de oportunidades de trabajo decentes, escuelas,
viviendas y las necesidades requeridas… A veces es también una guerra asesina,
pero más a menudo, la guerra mata el espíritu y la moral de la gente pobre y
además se suma a las miserias que resultan de la carencia de dinero” (Gans,
1995). En el frenesí de la crueldad, además, se les exige que tengan suficiente
fortaleza para salir adelante por sí mismos, que crean en sí mismos, que se
sobrepongan a sus circunstancias, que no se dejen arrastrar. El “coaching” y
“mindfulness” serán la nueva ideología orientada a los pobres y convertida en
negocio; inunda el campo laboral y terapeútico, alimentando la egolatría, el
presentismo (aquí y ahora) y la despolitización del sujeto. La solución está en
uno mismo y en la irrestricta libertad de mercado, diría Hayek, sólo hay que
ser “emprendedor” -lo que se conoció como “microempresario” en América Latina
hace treinta años- Así, el capital accede a los escasos ahorros familiares y
generar nuevo endeudamiento. Nada escapa al saqueo.
Pero la
crueldad no es inútil para el productor de violencia (Blair, 2001). La guerra
cultural contra los pobres es una estrategia altamente provechosa que permite:
construir una explicación sobre la “crisis” con responsables definidos sobre
los que focalizar la rabia; justificar las medidas políticas adoptadas; y legitimar
y legalizar el desmantelamiento de las instituciones de distribución social,
así como la cancelación de futuros recursos para los excluidos. Los únicos
pobres aceptados socialmente son los pobres dóciles, los que no protestan o los
que se suicidan; contra todos los demás, se reforzará la legislación de
seguridad que criminaliza la disidencia. Es una guerra de espectro completo
(económica, social, cultural, psicológica, política, jurídica) en la que se
disputa el control de la población. Es guerra de cuarta generación.
Territorios segregados, la frontera del barrio y la frontera de
clase
A la segregación física, ideológica y cultural de los pobres se
sumará la territorial. El desplazamiento hacia la periferia de
las ciudades es parte del despojo a la vez que refuerza su invisibilidad
-desaparecen del espacio público por donde transitan los favorecidos, donde su
presencia incomoda-. Los territorios con valor de negocio para la especulación
inmobiliaria, viviendas, calles, barrios enteros, se disputan como en un frente
de guerra (Relato de Santiago, 2019; Relato de Alba, 2019; Relato de Ma.
Antonia y Salvador, 2019). El precio del suelo crece de forma imparable al
igual que los alquileres que el Estado, apelando a la propiedad individual y al
mercado, no está dispuesto a regular ¿Cómo van a vivir “esas gentes” a escasos
metros de una de las zonas turísticas más codiciadas de Barcelona, como El
Raval? ¿O Lavapiés? En el centro de Sevilla varios carteles pegados en las
paredes denuncian “¿Conoces a Javier Lorenzo? Javier no es un vecino del
barrio. Javier no es el vecino que alquila una habitación para llegar a fin de
mes. Javier tiene 77 apartamentos en AirBnb”. El lenguaje de la especulación es
cruel y clasista: “se vende con bichos”
es una expresión usada en el sector inmobiliario en referencia a las personas
que habitan un edificio en disputa. El acoso inmobiliario sucede en grandes y
pequeñas ciudades, como León, y no respeta edades. María tenía 80 años y su
esposo 88, habían vivido cerca de 60 años en una casa de alquiler. La presión
del propietario para que abandonara el piso fue creciendo hasta que un día dos
hombres entraron en su casa y le dijeron “venimos a medir el piso”.
Inmediatamente preguntaron si tenía joyas, reloj y dinero mientras abrían cajones
y puertas para intimidarles y lograr que se fueran (Relato de María, 2019).
La
dinámica de los desplazamientos en las ciudades es un espejo de la desigualdad
en ascenso. A gran escala, hay un efecto de expulsión hacia la periferia que
tiene un efecto dominó. Quienes estaban en el centro se trasladan a un barrio
contiguo -si pueden-, a su vez la presión encarecerá el suelo en ese lugar y
desplazará a una parte de esos vecinos y así sucesivamente. Por otro lado, el
modelo laboral de concentración urbana genera una dinámica del desplazamiento
desde los pueblos más pequeños a las ciudades próximas y, en general de éstas a
las ciudades más dinámicas. Trabajadores concentrados, compitiendo por los
escasos puestos de trabajo, viviendo en caros y escasos metros cuadrados. Es
una dinámica de empobrecimiento masivo. El resultado, sumado al envejecimiento
demográfico, son extensas zonas del país despobladas y un mundo rural en agonía
(50%de los municipios está en riesgo de desaparición) (FEMP, 2016).
En una escala micro, los antiguos barrios obreros se convierten en
los lugares donde se concentra la población con menos recursos, originaria y/o
migrante. Estos barrios se van degradando con la indolencia si no es que con la
complicidad de las autoridades (Polígono Sur y Pajaritos en Sevilla, El Crucero
y Armunia en León, Entrevías, San Blas o Vallecas en Madrid, etc.). Se habla de
barrios y escuelas gueto,
algo inaudito, en alusión a los guetos en Estados Unidos y las banlieue en Francia (Wacquant, 2007). Una
etiqueta degradante más de la guerra cultural que penetra el lenguaje
cotidiano. El discurso de la diversidad convive hoy con el de la segregación,
que invisibiliza a los actores de estos espacios, su diversidad mestiza, su
historicidad política y su organización.
La desconfianza y el miedo construyen una frontera simbólica y
cultural que los medios de comunicación y el pensar acrítico cultivan sin
cesar (Roitman, 2016). En algunos casos, la frontera es física y literal, como
el muro que separa el Polígono Sur en Sevilla. Se habla desde los prejuicios y
de lo que no se conoce. La frontera es, sobre todo, ideológica; una frontera de
clase que marca lo incluido y excluido, el adentro y afuera, el ser respetado o
visto como amenaza, el temer o tener miedo de ser temido. Los muros de la
frontera crecen con la destrucción de políticas sociales, con el carácter
punitivo de la cultura neoliberal y con el añejo eco del clasismo y racismo de
una derecha revivificada. Cada día hay que desmontar el estigma y enfrentar la
agresión para ser reconocido como interlocutor. La negritud, el acento
extranjero o caló, el rostro gitano, el aspecto de barrio, pesan. Y, por si
esto fuera poco, hay que sobreponerse al peso que impone la degradación del
entorno (el deterioro de los espacios públicos, o la basura en la calle, o la
venta de droga, etc.).
Se tendría
la impresión de que son territorios cercados y “gestionados” desde el poder,
con menos presencia de los servicios sociales y de seguridad en relación a los
espacios donde vive población más favorecida, cuando debería ser al contrario.
Así son Las Vegas, en Sevilla, un conocido punto de distribución de droga. La
patrulla pasa y mira mientras la solicitud de la gente del barrio para poner
una comisaría nunca ha sido atendida. Esto mismo sucede en otros lugares del
país.
6. Políticas de seguridad y guerras de cuarta generación
Las políticas de seguridad y defensa en el Estado neoliberal son
un reflejo de la conservadurización del poder. Los cuerpos de seguridad cumplen
un papel cada vez más relevante como garantes del orden social. En un contexto
en el que se castiga la inversión en política social, el presupuesto de defensa
creció un 10,6%, tan sólo en 2018, alcanzando los 8.500 millones de euros (M€);
el incremento en 2017 fue de 32%. Pero si se considera el gasto de defensa
oculto e integrado en otras partidas, el gasto real ascendería a 19.926 M€
(Ortega y Bohigas, 2018). Por otra parte, está el gasto en seguridad ciudadana
y penitenciarias que en 2018, fue de 8.400 M€.
A medida
que se fortalece el Estado de seguridad, la definición (y percepción) de las
amenazas se amplía. Al terrorismo se suman las amenazas y conflictos híbridos.
La generalidad de su definición corresponde a la guerra de amplio espectro o
guerra total (económica, social, política, ideológica), permanente y
preventiva, con implicaciones en seguridad interior. La Estrategia de Seguridad Nacional 2017,
desde la que se definen las acciones de los cuerpos de seguridad y cuyo
contenido se refleja en materia jurídica, identifica amenazas y desafíos que
fácilmente caen en el campo social y político. Más allá del terrorismo, crimen
organizado o ciberseguridad, entre las amenazas se incluye seguridad
informativa y desinformación, infraestructuras críticas (relativas al
funcionamiento de las funciones sociales básicas de salud, seguridad, bienestar
social y económico, sector público, agua, alimentación, administración,
energía, espacio, industria química y nuclear, transportes, sistema financiero
y tributario); desestabilización; catástrofes; estados fallidos; inestabilidad
económica y financiera; migración irregular; y cambio climático. El texto
reconoce la naturaleza no sólo geopolítica, tecnológica y económica sino
también social de las amenazas y conflictos
híbridos. La finalidad de éstos es “la desestabilización, el fomento de
movimientos subversivos y la polarización de la opinión pública”. La
subversión, la presión económica y financiera forman también parte de ellos,
con la elasticidad e implicaciones que conllevan. Muchos de los conflictos y
acciones de protesta social y política podrían caber en tal definición,
abriendo el camino a la criminalización de la protesta.
En la multidimensionalidad, ambigüedad y mutabilidad de las amenazas
descansa el carácter permanente y preventivo de la respuesta, lo que significó
un cambio drástico en la política de seguridad y defensa a nivel nacional e
internacional, con profundas implicaciones en la obtención de información y en
las acciones de los cuerpos de seguridad. A partir de la idea del enemigo
interno y difuso, que puede ser cualquiera y estar en cualquier parte, se
desdibujó la frontera entre seguridad nacional y seguridad pública. Aunado a
los atentados de los últimos años, el uso político del miedo, al convertir a
cualquier ciudadano en una posible amenaza, disparó la percepción de
inseguridad y promovió la securitización de la sociedad.
De estas concepciones y lineamientos de seguridad derivan la
Ley de Seguridad Nacional, la reforma del Código Penal y la Ley de Seguridad
Ciudadana, que es una gran camisa de fuerza destinada al control social y
político. Amnistía Internacional señalaba: “las leyes antiterroristas
restringen la libertad de expresión en España... decenas de personas usuarias
corrientes de las redes sociales, así como artistas musicales, periodistas e
incluso titiriteros, han sido procesadas por motivos de seguridad nacional.
Esto ha tenido un profundo efecto paralizante al crear un entorno en el que la
ciudadanía teme de forma creciente expresar opiniones alternativas o hacer
chistes controvertidos” (Amnistía, 2018). La lista es larga. Los músicos Pablo
Hasél y César Strawberry, el cineasta Alex García, condenado a dos años de
prisión, 4.800 euros de multa y 9 años de inhabilitación para empleos o cargos
públicos por su documental Represión:
un arma de doble filo, en el que entrevistaba a personas procesadas por
“enaltecimiento del terrorismo” y por el que sería él mismo acusado de acuerdo
al art. 578 del Código Penal. Entre 2016-17, 66 personas fueron detenidas a
raíz del dicho artículo. 300 sindicalistas fueron acusados por participar en
piquetes como resultado del art. 315.3 del Código Penal. Desde que entró en
vigor la Ley de Seguridad Ciudadana, las multas ascienden a 270 M€. Todas estas
situaciones de criminalización de la disidencia y la resistencia son acciones
ejemplarizantes propias de un Estado de seguridad que usa el miedo como
mecanismo de desmovilización y silenciamiento. Es la otra vertiente del
doblegamiento y la derrota. El delito de rebelión y desobediencia
imputado a los políticos catalanes, más allá de la posición política que cada
quien tenga sobre el independentismo, es otra muestra. La situación ha llegado
a tal punto que el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sancionado a
España por violar la libertad de expresión, como en el caso de la condena de
cárcel impuesta a E.Stern y J. Roura por quemar una foto de los Reyes en una
manifestación.
La
securitización de la sociedad crece con el aumento de efectivos en las calles y
con la penetración de la “cultura de seguridad” en la educación pública, con
programas conjuntos del Ministerio de Interior y de Educación para introducir
el enaltecimiento y acercamiento a las Fuerzas Armadas y Guardia Civil,
ideológicamente y como fuente de empleo (Díez, 2019). La promoción de una
“cultura de la seguridad” aparece explícitamente como una de las líneas de
acción de la Estrategia de Seguridad Nacional que hace descansar en la
participación ciudadana la efectividad de la política de seguridad: “nadie es
hoy ya sujeto pasivo de la seguridad”, señala. Así, todos, en cierta medida,
podemos ser simbólicamente soldados del sistema. El Ministerio del Interior
prepara un carnet de "policía honorario" para reconocer a quien actúe
a favor de la Policía (Agueda, 2019). La securitización también se expresa en
las formas de actuación de los cuerpos de seguridad. El maltrato y la tortura
han sido documentados por Amnistía Internacional, Naciones Unidas, por el
Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa, en 2007, y por
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que, desde 2010, ha condenado a España hasta en ocho
ocasiones por no investigar con eficacia las denuncias de tortura. Entre 2005 y
2015 se habían denunciado 6.621 casos de maltrato y tortura policial, según la
Coordinadora para la Prevención de la Tortura. El experto Pau Pérez-Sales (2015),
precisa: de los casos “producidos en ambientes ajenos a una detención en
comisaría, el 50% de los mismos se ha producido contra activistas de los
movimientos sociales, cerca del 40% contra inmigrantes y sólo un 10% está
relacionado con el ‘conflicto en Euskadi’”.
Todos estos procesos alimentan la cultura de guerra en la que
descansa la refundación conservadora del sujeto. Términos como “extremista
violento”, “radical” y “terrorista” aparecen en los documentos de seguridad y
serán usados también para insultar y denigrar públicamente a quienes tienen
posturas políticas críticas. La amenaza de “desestabilización” corresponderá
coloquialmente con la etiqueta de “antisistema”. La concepción de seguridad y
la definición de amenazas no sólo responden a la Estrategia de Seguridad
Europea sino al modelo de norteamericanización de la seguridad difundido en la OTAN.
La guerra híbrida es un concepto de
reciente aparición (2014) que tiene sus antecedentes en la guerra de cuarta
generación, una guerra no convencional, que no requiere de actores estatales
-como señala la Estrategia Nacional de Seguridad para referirse a los
conflictos híbridos, “[acciones] perpetradas tanto por actores estatales como
no estatales”-, y ni siquiera armados porque el carácter central de los
conflictos será cultural: “Es en la estrategia y en los niveles mental y moral
donde se define la guerra” (Lind, 2004). Una guerra de amplio espectro en la
que se disputa el control de la población; el éxito requiere información y
conocimiento de la población y su contexto sociocultural. No es casual que el
término fuera acuñado en 1989, en una primera versión, en pleno ascenso del
neoconservadurismo en Europa y Estados Unidos, cuando la concepción de las
amenazas se traslada del comunismo al terrorismo. De aquí se irán ampliando hasta abarcar un amplio
espectro y serán recogidas en el Documento Santa Fe IV (2000): amenazas no
convencionales (económicas, culturales, ideológicas), demografía (asociada con
migración y pobreza), desindustrialización (asociada con desempleo),
deforestación (asociada con el actual cambio climático), deuda (amenaza
financiera), drogas y terrorismo, desestabilización y democracia populista. Son
equivalentes a las que encontramos en la Estrategia de Seguridad Nacional.
Es decir, desde hace más de tres décadas, la concepción de la
guerra se modificó y poco tiene que ver con la guerra militar explícita, aunque
ésta siga presente. De hecho, la fase armada es la última de todas las fases, a
la que antecedieron la guerra económica, jurídica, mediática, etc. Creveld, en
su conocida obra La
transformación de la guerra (2007),
destaca que la propaganda y la generación de terror son definitorias para el
éxito. Hoy sabemos que
cuanto mayor miedo y vulnerabilidad, mayor es la demanda de seguridad y
disposición de la población a aceptar medidas de control. Estas nuevas formas
de guerra también son consideradas conflictos de baja intensidad en los que la
insurgencia puede operar a nivel internacional (grupos pequeños o articulados
que pueden estar asociados o no a un poder estatal). Entre las nuevas formas de
insurgencia están catalogados no sólo el narcotráfico y el terrorismo, como
señala el Manual de contrainsurgencia 3-24, usado por la OTAN (2014). Kilcullen, un pensador de referencia,
ex militar, diplomático y asesor político que fundó una compañía de consultoría
de estrategia, define la insurgencia como “una lucha por el control de un
espacio político disputado entre un Estado, un grupo de Estados o poderes y uno
o más rivales no estables de base popular. Las insurgencias son levantamientos populares que crecen y se conducen a través
de redes sociales
preexistentes: aldeas, tribus, familias, vecindarios, partidos políticos o
religiosos. Y existen en un entorno social, informativo y físico complejo”
(Kilcullen, 2006). El triunfo ante estos actores no convencionales, dirá,
reside en el control con aceptación de la población. De ahí que la guerra ideológica, cultural
y psicológica sea vital. Kilcullen, además, incorpora explícitamente en su
análisis el conflicto de “clases sociales”.
En
definitiva, la refundación conservadora de la sociedad en el neoliberalismo no
puede entenderse al margen de la política de seguridad y defensa que está
centrada en guerra ideológico-cultural.
7. Un epílogo que es sólo el inicio
Son muchos quienes tejen proyectos y construyen organización,
quienes mantienen la palabra crítica y resguardan la memoria. Las muchas resistencias y fortalezas que
enfrentan cada día el doblegamiento necesitan (volver a) encontrarse. Es
urgente detener este capitalismo de guerra. No estamos defendiendo solamente
nuestros derechos, sino la vida y nuestras posibilidades de vida. Nadie nos va
a dar otra. Como dicen sabiamente los yayos, “Si luchas puedes perder. Pero, si
no luchas, estás perdida” (Asamblea en Defensa de las Pensiones León, 2019). Ya
no tenemos opción, ni tiempo para alimentar la derrota, lo que nos queda es
seguir manos a la obra y sumar muchas otras.
María José Rodríguez Rejas es socióloga. Es
autora de La norteamericanización de la seguridad en América
Latina(Akal, 2017).
Referencias: (…)
Notas:
1/ Este
trabajo es resultado de una reflexión tejida a través de largas conversaciones
con diversas personas que tuvieron la amabilidad y paciencia de compartir sus
experiencias y su mundo de vida durante siete meses. Fue la mejor cátedra sobre
experiencias e impactos del neoliberalismo que podría haber imaginado. Por todo
ello les estoy infinitamente agradecida. También por permitirme vivir desde la
cotidianidad el país del que emigré hace 24 años y al que regreso siempre. Los
registros se plasmaron en un diario de campo y en la grabación de 75 relatos de
personas de Sevilla, Barcelona, Logroño, Zaragoza, Madrid y León que conforman
una radiografía del país y que serán trabajados a futuro desde temáticas
específicas: condiciones laborales (falsos autónomos, jornaleros, obreros,
trabajadores de la banca, de la salud, artesanos, desempleados, acoso laboral,
“emprendedores” endeudados), desplazados (deslocalizados, emigrados,
desplazados urbanos por la gentrificación), desahuciados, migrantes,
retornados, jubilados, jóvenes, territorios estigmatizados (barrio popular,
escuela “gueto”), represión de activistas, salud en riesgo, silenciamiento,
negritud y racismo, despoblamiento, caridad y externalización de la asistencia
social, personas en situación de calle.
2/ Para
revisar la distinción entre situación de guerra y estado de guerra, véase “La
caracterización de una situación de guerra, el problema más allá de la
violencia”, en Rodríguez Rejas (2017).
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