Distanciamiento físico y solidaridad
social en la ciudad «cuarentenada»
8 de abril de 2020
Por Silvio Schachter
Rebelión
Estamos viviendo lo que
parece una ficción que nos incorporó a su relato, la inédita distopía de
nuestras ciudades vacías, silenciadas por el encierro obligado. Urbes que
quedaron inmovilizadas, con sus espacios públicos, calles y plazas, sus aulas, junto
a sus cafés, bares y restaurantes, los habituales lugares de encuentro, nodos
vitales de la vida urbana, ahora transformados en sitios peligrosos y lugares
de contagio.Ha mutado momentáneamente nuestra percepción del espacio y el movimiento, las dualidades cerca y lejos, lentos o veloz, se miden desde otros parámetros, la noción del tiempo se ha trastocado. Para quienes permanecen en sus viviendas, los días transcurren indiferenciados, nuestro reloj biológico se va adaptando a horarios de un estadio donde se rompió la rutina previa y las acciones cotidianas adquieren nuevos significados.
La distancia
entre unos y otros, la cancelación de los contactos, ha moldeado en pocos dias
la forma de relacionarnos. El abrazo, el beso, el darse la mano, el poder mirarnos
y hablar presencialmente, la gestualidad con que nos formamos para expresar
nuestros sentimientos, deseos y emociones, el amor y la fraternidad, han
quedado suspendidos por el temor al contacto con otros cuerpos.
Si bien la tecnología, el universo de la
virtualidad, las comunicaciones y el entretenimiento siglo XXI, nos hacen
soportable la cuarentena de origen medieval, también
han resaltado que el mundo de los flujos informáticos tiene sus límites, tanto
para los afectos como para garantizar el funcionamiento del tejido vital de La ciudad, como ahora queda en evidencia, es más que un damero de hormigón y ladrillos ordenado por vías de asfalto, es urbs y también es civitas, es una sinergia de múltiples fenómenos y efectos, circulación, trabajo, estudio, recreación, cultura, vida al aire libre, una urdimbre de lugares donde se tejen nuestras historias personales y colectivas. Esta cuarentena también dejará su huella en ella, quedará registrada en un sinnúmero de imágenes y sensaciones.
La ciudad es el principal territorio donde el capitalismo produce el espacio que le garantiza su reproducción, el ámbito esencial donde se materializa el consumo. Esta realidad ha sido trastocada por un cuadro de excepcionalidad con plazo cercano aun indefinido e impacto futuro azaroso, porque como dicen quienes gustan usar terminología bélica, hay y habrá profundos daños colaterales
A diferencia de lo que llamamos “normalidad”, cuando el ajetreo cotidiano nos traía los sonidos y el bullicio del movimiento vital, ahora es al anochecer, cuando se encienden las luces en casas y departamentos, el momento en que confirmamos visualmente que allí habitan otros, aislados en soledad o conviviendo en los límites de su vivienda que seguramente están atentos a las mismas noticias y comparten preocupaciónes y temores. Pero las diversas condiciones de este retiro forzado no pueden equipararse en una sociedad donde la desigualdad social es esa “normalidad” que quedó suspendida pero dolorosamente vigente.
Es en nuestras
ciudades, donde se registran altos índices de segregación social y
fragmentación espacial, donde el abismo que separa el acceso a recursos y por
ende a las diferentes calidades de hábitats se explicita abrumadoramente. En
América latina, 100 millones de personas viven en asentamientos precarios, con
déficits gravísimos de servicios y condiciones de habitabilidad agobiantes. En las
favelas de Río de Janeiro, acosadas por la represión y el narco, viven 350.000
familias de 3 a
4 integrantes en un solo cuarto. La situación se repite, de diversas formas,
en todo el continente.
La ayuda y contención deben concentrarse
en el territorio más precario, el históricamente carenciado y desatendido
por gobiernos indiferentes ante la miseria de los nadies, los más vulnerables a
la pandemia y a otras patologías que los afectan y cuyas víctimas nunca
figuran en los titulares. En nuestro país son 4 millones de personas que moran
en 3.800 barrios y asentamientos, la mitad se hallan en el Área Metropolitana
de Buenos Aires, la megalópolis cuyo desbordado tamaño y densidad es el
principal foco de atención. No alcanza con la consigna “cuidate”, “quedate
en casa”, algo incómodo pero tolerable para quienes están dentro de las capas
más favorecidas, los/as más castigados por el capitalismo salvaje necesitan de
toda la solidaridad posible y más. Estigmatizados por el prejuicio, el racismo, la xenofobia y todos los estereotipos construidos desde la lógica de cada cual tiene lo que se merece, de la meritocracia, del individualismo hedonista de un sector de la sociedad cargado de animosidad y beligerancia hacia el diferente, incapaz de cualquier alteridad, alimentando el odio y la justificación de acciones punitivas contra quienes no tienen nombre y apellido, los sectores menos favorecidos son englobados en la figura despectiva de villero. Los barrios pobres no son un nicho malthusiano, un excedente demográfico de la ciudad y no deben ser cercados y transformados en guetos de facto. La distancia física no puede ser usada para invalidar la solidaridad social.
En nuestro
país, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes, existen desde hace
décadas movimientos, que más allá de sus diferencias y formas de actuar, tienen
una larga experiencia acumulada de trabajo y construcción genuina en esos
ámbitos, porque la amplia mayoría de sus integrantes habitan ese mundo,
son conocedores de los problemas y padecimientos, son solidarios por
naturaleza, son artífices de las soluciones colectivas que fueron encontrando
para enfrentar la
adversidad. Ellos siguen presentes como siempre, ahora en
condiciones más difíciles, y deben ser arte y parte de las acciones que se
promuevan desde el Estado.
El reconocimiento hacia a los
trabajadores de la salud y a los que investigan contrarreloj para
encontrar la medicación para hoy y la vacuna para mañana, debe ampliarse a los
miles de trabajadores anónimos, que en las fábricas, en los campos
y en los caminos, en los locales de suministro, asumen riesgos
para garantizar con su esfuerzo que podamos seguir vivos. El cuadro sirve
para dar una idea cabal de quienes son los imprescindibles y también de los
prescindibles Emocionan las múltiples conductas solidarias y de quienes se hacen cargo de su responsabilidad, a la vez que indignan, aunque no sorprenden pues son fieles a su formación de clase, las actitudes miserables de empresarios, del oportunismo visceral de numerosos políticos y comunicadores, de los burócratas sindicales, de los despreciables que deberían estar y desparecieron para cuidarse el trasero y sus bolsillos. La condena no solo debe ser de palabra, la crisis indica que este es el momento para actuar y no olvidar
El COVID 19, que se desparrama velozmente por el mundo, no es el arma bacteriológica que escondía Sadam Hussein y que el ejército de EEUU y sus socios nunca pudieron encontrar, la excusa para desatar una guerra que causó 500.000 víctimas y la destrucción de cientos de ciudades. El coronavirus es el virus de la peste permanente que es el capitalismo, cuyo virus globalizado contamina todo el planeta y destruye la vida en todas sus formas.
Ahora
que el enemigo no es ni el comunismo ni el terrorismo, ni se puede usar la
retórica del choque cultural, cuando el dinero ficticio se esfuma de las bolsas
de valores, cuando se paraliza la circulación de todo lo que el capital
transformó en mercancía y se detuvo el efecto narcotizanrte del consumismo y la
tierra respira de un tregua en su depredacion, la esencia del capitalismo quedó
al descubierto, todas sus lacras están a la vista. Está desnudo
como el rey del cuento de Hans Christian Andersen, y al revés del engaño de ese
relato, ahora hay que ser tontos para no verlo, incluidos aquellos que
siguen buscando el invisible rostro idealizado de un capitalismo
humanizado.
En la crisis del 2008, fueron los que
estaban en la parte baja de la pirámide, los más afectados, deudores
hipotecarios que perdieron sus viviendas, los jubilados que vieron esfumarse
sus pensiones y millones de trabajadores que perdieron sus fuentes de ingreso
condenados al hambre y Nada será igual, es la frase que se escucha con intensidad en estos días, si bien es cierta, contiene un nivel de generalidad, que no es una guía para pensar y actuar. Frente a la crisis en desarrollo, que el coronavirus aceleró hasta niveles impensados, la posibilidad de su resolución antisistémica no será viable con simplificaciones. Al virus del capital no se lo combate con recetas tan simples y efectivas como lavarse con jabón o usar alcohol. Con la mitad de la población mundial en encierro, aislada, presa del temor y la represión, ya hay muchas señales concretas de cual es será la alternativa ante el desborde y la desesperación de millones. Frente a tamaño desafío se multiplican las reflexiones sobre cómo interpretar el presente y pensar el futuro, lo que no cabe es el pensamiento binario que encierra el debate ante la idea de “todo se derrumba” o su antítesis, “nada cambiará”.
Mucho de lo que vendrá será condicionado por el tipo de desenlace de la crisis, que aunque determinada por la pandemia, la excede porque estructuralmente estaba en curso. La duda persiste ¿seremos capaces de realizar la transformación civilizatoria que nos salve a los humanos y a la naturaleza que nos incluye, de dar un giro copernicano hacia un camino, que aunque incierto no deja de ser más perentorio que nunca?
Silvio Schachter es arquitecto, urbanista, ensayista y periodista. Miembro del Consejo Editorial del colectivo Herramienta
Fuente: https://rebelion.org/distanciamiento-fisico-y-solidaridad-social-en-la-ciudad-cuarentenada/
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