Estado español
Neoliberalismo y
guerra contra los pobres,
la construcción social del
doblegamiento y la derrota
23 de agosto de 2019
Por María José Rodríguez Rejas
Viento Sur
“Nos han engañado tantas veces que, al final, nos dimos cuenta” (Coordinadora Estatal por la Defensa
del Sistema Público de Pensiones, León)
del Sistema Público de Pensiones, León)
La violencia
económica, social e ideológica de las políticas neoliberales en España condena
a miles no sólo a la exclusión social y a la negación de su condición de
ciudadanos sino también a la muerte y al daño físico y psicológico. La magnitud
de los impactos es tal que términos como violencia estructural, exclusión o
precarización se quedan cortos. Los datos cuantitativos y las
experiencias narradas por las y los afectados dan cuenta no sólo de un alto
nivel de violencia en todas sus formas sino de la crueldad ejercida hacia la
población, lo que se asemeja a una situación de guerra que permea la vida
cotidiana 2/ .
Si bien no es guerra explícita, en su sentido militar-armado, sí está más allá
de la lucha de clases tal cual se concibió tradicionalmente.
El proceso de
despojo que concentra riqueza y poder en unos pocos mientras muchos son
excluidos va acompañado no sólo de un cambio en la legislación y en las
instituciones. Se aspira a mantener el control social y, sobre todo, el control
con aceptación de la población para lo cual se construye una nueva
subjetividad. La refundación del sujeto social en el neoliberalismo se erige
sobre la demolición del sentir, pensar y hacer previo. Los excluidos en general
y, sobre todo, quienes se resisten a la destrucción de las instituciones de
distribución e igualación que garantizan una vida digna, son percibidos y
tratados como (potencial) amenaza. Esto se expresa incluso en las políticas de
defensa y seguridad del Estado, que deja de ser un Estado social para
transformarse en un Estado de seguridad garante de las ventajosas condiciones
del capital.
Como en una guerra de asedio, la
población trabajadora será cercada, disciplinada y doblegada, a nivel físico y
psicológico. Se rompió el sueño de la “clase media”. El no merecimiento de los
(potenciales) excluidos se va convirtiendo en opinión pública. La cultura neoliberal responde así a
estrategias de guerra cultural cuyo objetivo último es la derrota psicológica e
ideológica. Éste es el
campo donde se define el triunfo en las nuevas formas de la guerra (Lind, 2004;
Creveld, 2009; Kilcullen, 2006). Una guerra invisible en la que no se cuentan los daños ni las
bajas. A ocho años de la gran movilización del 15-M, son muchas las expresiones
de fortaleza y resistencia pero también hay un reflujo participativo y una
población mucho más pauperizada que enfrenta cada día, desde hace años, estas
estrategias; “no veo cómo vamos a salir de esto”, “siempre ganan” o “esto es lo
que hay”, son muestra de ese estado emocional ante la impunidad y la
destrucción del bienestar social.
Asistimos a la banalización de la
crueldad que normaliza el despojo y el dolor. De ahí que sea urgente llamar a
las cosas por lo que son.
2. No es “crisis”, es capitalismo de
guerra
Sabemos hace mucho que el
neoliberalismo no es una respuesta a la crisis ni un conjunto de políticas
económicas, como tampoco lo fue, hace más de cuarenta años en otras latitudes
donde se echó a caminar. Es un proyecto de reestructuración del capitalismo
cuyo objetivo fue desde un inicio la concentración de la riqueza y el poder sin
precedentes (Vega, 2010) que va acompañado de un proceso de refundación social
conservador. Los datos no dejan lugar a duda: en España los beneficios
empresariales crecieron en 2016 un 200,7% manteniendo una tendencia alcista
desde el 2013. El 1% más rico concentra el 40% de la riqueza mientras el 50%
más pobre apenas el 7% y entre 2013-16, con la relativa “recuperación” económica,
los más ricos se beneficiaron 4 veces más que lo más pobres. Es el tercer país
más desigual de la Unión Europea ,
sólo detrás de Rumanía y Bulgaria, y cuenta ya con 25 multimillonarios en la lista Forbes 2017 (Oxfam, 2018).
El
neoliberalismo funciona como una gran maquinaria de saqueo y despojo, de
acumulación por desposesión (Harvey, 2007). Los grandes negocios se financian
con los recursos de las trabajadoras y los trabajadores a través de la
superexplotación del trabajo y el pago de sus impuestos, que, tenemos que
recordar, es la base del capital público que se transfiere a manos privadas
(rescates bancarios, deuda externa, externalización de servicios, obra pública,
corrupción). De hecho, el trabajo y las familias aportan 83% de los recursos
públicos a través de impuestos. Mientras, la evasión fiscal de grandes empresas
y fortunas fue 140.000 millones de euros en 2018, lo que representó el 80% del
total defraudado -en 2011 la cifra fue de 42.700 M€-. Éstos serán considerados
inversores mientras se acusa a la clase trabajadora de pedir demasiado. Es el
discurso del poder basado en una estrategia de no merecimiento (undeserving)
de quienes van siendo excluidos. La estrategia es rentable económicamente y
políticamente. El endeudamiento se presenta como una opción para los
trabajadores y las trabajadoras. La hipoteca, el crédito para el coche, la
lavadora o el pequeño negocio cuando estás desempleado no es sino otra forma de
despojo de los más vulnerables basado en las teorías individualistas; tú sólo tienes
que hacerte cargo de todo.
Las “políticas de ajuste”, que
asociamos con recorte del gasto social, privatización, pago obligado de la
deuda externa o flexibilización laboral, operan cotidianamente el saqueo. La transferencia de riqueza y poder sólo
podía lograrse excluyendo a gran parte de la población y desplazándola de sus
territorios. El
neoliberalismo fue violento desde un inicio, no es que se fue poniendo
violento. El despojo opera en dos niveles: sobre el territorio-espacio y sobre
el territorio-cuerpo. La gentrificación, por un lado, y el modelo laboral que
concentra a la población en las grandes ciudades y zonas turísticas, mientras
vacía pueblos y provincias pequeñas, por otro, genera un desplazamiento forzado
que pauperiza a quienes tienen que abandonar sus lugares de vida. Mientras, el
cuerpo, el único territorio propio, sin el cual no es posible la vida, es
sometido a un ritmo frenético, con jornadas cada vez más largas, menor
remuneración y menos tiempo de vida, eso que llamamos “tiempo libre”. La
persona, entendida como una unidad de cuerpo-mente-emociones, es prescindible.
En la lógica neoliberal, el cuerpo es cosificado y reducido a herramienta de
trabajo; es un “recurso humano”. El disciplinamiento va acompañado del cerco y
el aislamiento a medida que las organizaciones son fracturadas y
deslegitimadas. Así, las políticas neoliberales actúan como una estrategia de
asedio que concluye en la derrota y apropiación del territorio y de las
personas.
Este proceso se
lleva a cabo desde los propios aparatos institucionales del Estado neoliberal,
que lejos de ser débil, como se han empeñado en difundir sus teóricos cercanos,
se convierte en un Estado gestor y de seguridad, cada vez más punitivo a nivel interno
(Ley de seguridad ciudadana, conocida como Ley Mordaza, la reforma más punitiva
del Código penal, etc.) y con un creciente número de efectivos y de recursos de
control del espacio público (cámaras de seguridad, drones de supervisión,
etc.). Lo que desaparece es la dimensión social y distribuidora del Estado, que
pasa a estar controlado por un bloque de poder tecno-empresarial. Su
desmantelamiento se legaliza a través de las diversas reformas (laboral, salud,
etc.).
Hay por
tanto una responsabilidad por parte de la clase política que ha respaldado
tales medidas; tras cuarenta años de experiencias neoliberales en otras partes
del mundo, nadie podrá decir que no sabía cuáles serían las consecuencias en
este caso.
La crueldad se convertirá así en una
práctica legalizada, institucionalizada, sistemática y permanente; es decir, en
política de Estado. No sólo es un insulto, es un acto de crueldad decirle a una
población que no hay recursos para educación, salud, pensiones, etc. mientras
las arcas del Estado son saqueadas por políticos y empresarios. La corrupción
asciende a más de 123.500 millones de euros (Casos aislados de una corrupción
sistémica, s/f). El rescate con dinero público, a los bancos causantes de la
denominada “crisis”, supuso 60.000 millones de euros que nunca se recuperarán.
La discrecionalidad y el maltrato se imponen cuando además la justicia se
decanta del lado del poder. La condena del Tribunal de Cuentas a Ana Botella
por menoscabo del patrimonio público, en la venta de vivienda social a un fondo
de inversión cuando era alcaldesa de Madrid, fue revocada por dicho Tribunal
con los votos de dos consejeros propuestos por el PP, una de ellas, Margarita
Mariscal, Ministra de Justicia del gobierno de Aznar. El exceso de un poder sin
contrapesos y la violencia consciente son una característica de una cultura de
guerra, así ésta no sea explícita.
Warren Buffet, un multimillonario
estadounidense, dijo claramente hace unos años: “Hay una guerra de clases, de
acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo la guerra y la
estamos ganando” (Stein, 2006). En 2011, volvió a expresar claramente la
necesidad de aumentar los impuestos a los más ricos, en el artículo “Dejen de
mimar a los super-ricos”, posición que comparten un grupo de millonarios.(...)
3. ¿España es “diferente”? La
construcción social del sufrimiento y la contundencia de las cifras
Caminar por las calles de este país en
los últimos años nos confronta con imágenes que hubiéramos pensado imposibles
hace no tanto. Un hombre pide ayuda en la calle. Un breve cartel cuenta su vida y drama,
algo más de cincuenta años, sentado en la acera, la mirada al suelo y las manos
entrecruzadas bajo el mentón: “soy español tengo una niña de 7 años, necesito
trabajo. No tenemos luz, ni agua caliente. Ayuden por favor. Humanidad. Te
puede pasar a ti, te juro que es verdad”.
Ciudades inundadas por miles de
turistas de todas partes del mundo, las sonrisas dispuestas para la selfie
capturando la estancia en Sevilla, Barcelona, Madrid, etc. Las mismas tiendas de
moda, bares y restaurantes, el mismo estilo, el menú en inglés, terrazas llenas
de gente. Experiencias simuladas para el turista. Una muestra de la
transformación del espacio público, reflejo del cambio en las condiciones de
vida. En el negativo de la foto, poblaciones desplazadas por la especulación
inmobiliaria que oferta pisos turísticos, redes humanas fracturadas, trabajo
precario. Algún vestigio del pequeño comercio local invita a evocar lo que
fueron esas calles alguna vez.
En otro lugar, filas. Filas de personas
a la puerta de un banco de alimentos gestionado por una fundación. Una fila en
la oficina de empleo, esperando que esta vez “algo salga”. Por la noche, una
larga fila en la Plaza Mayor ,
en Madrid, para recibir un bocadillo que será su cena. Soportales, cajeros
automáticos y esas tiendas de provincia que cerraron con la “crisis” y hasta
hoy no han vuelto a abrir, dan cobijo a quienes pasaron a vivir en situación de
calle. Mientras, florecen las tiendas de segunda mano, las casas de empeño, los
negocios de apuestas (Diario de campo, 2019).
A las imágenes podríamos agregar
relatos. Luisa, una mujer
que ronda los cuarenta y tiene una hija de siete años cuenta cómo fue
condicionada a vivir en la otra punta del país para mantener su trabajo. Un
caso de deslocalización de la banca que les llevó a mudarse, sin opción. Su
marido tuvo que renunciar a su trabajo. Ahora, se sienten desplazados y ajenos
al nuevo lugar. “Fui a la universidad, saqué buenas notas, hice lo que se
esperaba que debía hacer. Busqué un trabajo, formé una familia, tuve una
hija... ¿qué es lo que hice mal?” (Relato de Luisa,
2019).
Los trabajos precarios han sido
normalizados; contratos en los que figuran menos horas de las que realmente se
trabaja. Horas extras que no se pagan. Contratos por días, semanas o pocos
meses. Salarios de 650 y 850 euros -al menos antes de la reciente subida del
salario mínimo-. Si te contratan en el campo te toca llevar tu propia
herramienta (Relato de Victoria no, José Manuel, Antonia,
David, Carmen y Miguel, 2019). Jubilados que tienen que priorizar qué medicinas
comprar porque no alcanza para todas con una pensión mínima de 620 o una no
contributiva de 400 (Relato de Irene y Paula, 2019).
Los datos corroboran las historias.
España es el segundo país de la UE con la mayor tasa de “pobreza severa”, 6.9%.
La población en “riesgo de pobreza” (At Risk of Poverty and/or Exclusion,
AROPE, indicador creado desde la UE) es el 26.6%, 12 millones de personas; un
eufemismo ya que se refiere a personas con una renta 60% por debajo de la
mediana “considerando las transferencias sociales”, con carencia material severa
de bienes y hogares que tienen una “muy baja intensidad laboral” (menos de 20%
de su potencial). La política institucional banaliza (y con ello normaliza) la
pobreza al evitar nombrar y reconocer una realidad que afecta a muchas
personas. Quien la padece guarda silencio, se avergüenza y recluye a su mundo
privado, como si fuera responsable y no víctima del saqueo. El 32% de los niños
y niñas son pobres. Los estudios sobre desigualdad y pobreza dejan claro que
tal situación no es superable sin un cambio en las condiciones estructurales y
sin políticas de distribución social. En el caso de los jóvenes la cifra
alcanza el 37% (INE).
En 2018, cuando se anuncia que por fin
se han reducido los desahucios, 60.000 familias fueron despojadas de su
vivienda, la mayor parte por impago de alquiler. La casa es un espacio físico,
social y simbólico esencial para la vida humana. Es un espacio de seguridad, de
intimidad y afectividad; sin ella estamos a la deriva. ¿Qué pasará cuando ya no
estén los ancianos que ahora son el soporte de los hijos que perdieron su casa
o su trabajo?
La precariedad, que se superpone al
problema del desempleo, va acompañada de incertidumbre, temporalidad y bajos
salarios. Se requieren 43 contratos en promedio para crear un puesto de
trabajo. Ahora sabemos que puedes tener trabajo y ser pobre. La situación es
más difícil para los jóvenes; el 50% cree que tendrá que migrar. Lena Álvarez
es una joven maestra que no ha conseguido trabajar en su ámbito: “Para
cualquier cosa te piden un mínimo de años de experiencia, certificarlo, una
carta de recomendación… Es imposible tener la experiencia que demandan y esos
estudios con veintipocos años”. Después de un año, sólo encontró empleo en un
supermercado. “No es el trabajo de mi vida, es en un pueblo y me tiene que
llevar mi pareja, muchas veces es
lo comido por lo servido… Mi pareja con ingeniería electrónica y un máster,
también está en paro. Estamos en plan de pillar
lo que salga, olvidar lo
que querías. Cuando recibí la llamada del supermercado me ilusioné pero luego me dio el
bajón porque no he conseguido meterme en nada de lo que yo estudié. Lo cojo
porque las facturas hay que pagarlas y me da algo más de tranquilidad,
aunque son sólo dos meses y a media jornada” (Público, 2 oct. 2018).
Su relato está atravesado por la impotencia y la desesperanza. Se asume que el trabajo no da para vivir,
que hay que renunciar al proyecto de vida propio y que, además, hay que hacer
el esfuerzo de sobreponerse anímicamente. Asociar estabilidad a un contrato de dos meses y a media
jornada es demoledor. El doblegamiento es un proceso doloroso y cruel que
conduce a la destrucción de la subjetividad.
Si además no se tiene trabajo la
situación es aún peor. La cifra de paro es una de las más altas de Europa
(17.3% en 2018 y 14% para mayo de 2019). En el caso de los jóvenes alcanza el
32.5%. De acuerdo con el economista Antonio Sanabria, las cifras reales son aún
mayores ya que: “Las estimaciones del desempleo no cuentan a quienes han dejado
de buscar activamente al no encontrar trabajo, así como a quienes sí trabajan
pero hacen menos horas en contratos por horas o a jornada parcial… Si incluimos
a estas personas desanimadas y subempleadas, la tasa de paro actual se
aproximaría al 24,5%. Es decir, que una de cada cuatro personas en edad de
trabajar no encuentra empleo, ha dejado de buscarlo o está subempleada” (Público,
2 oct. 2018). Y, por si esto fuera poco, la tasa de cobertura del sistema de
protección por desempleo en enero de este año fue de sólo el 61,87% (La
Moncloa, 2019). ¿Cómo vive el 38.13% restante?
La maquinaria
neoliberal avanza como bulldozer destruyendo posibilidades de vida. Vicenç
Navarro plantea que la esperanza de vida se ha modificado en Cataluña en
función del nivel socioeconómico, entre ciudades y entre barrios, a partir de
la recesión de 2007 y que la situación es semejante en el país: “En Catalunya,
la diferencia de esperanza de vida de ciudades de elevada renta como Sant Cugat
del Vallès era de ocho años más que en ciudades obreras del cinturón de Barcelona
como El Prat de Llobregat o Sant Adrià de Besòs. Y dentro de Barcelona, los
barrios con rentas superiores como Pedralbes registraron durante el periodo
2009-2013 una esperanza de vida de 11 años más que el barrio obrero de Torre
Baró, que tiene la esperanza de vida más baja de Barcelona” (Navarro, 2017). En
este contexto de guerra contra los pobres crece el número de personas que
mueren por infartos y derrames cerebrales en el lugar de trabajo (208 sólo en
2017), las muertes por accidente laboral continúan creciendo (un 5.5% en 2018)
y sólo desde inicios de 2019 comenzaron a contabilizarse como tales algunos
accidentes de automóvil que tenían lugar en la jornada de trabajo. La
concentración laboral en las grandes ciudades obliga a los trabajadores y a las
trabajadoras a recorrer cada vez mayores distancias que se suman a su jornada
de trabajo y que aumentan los riesgos de accidentes.
El neoliberalismo mata, literalmente,
de diversas formas. Los suicidios se dispararon en los últimos años. En 2016 la
cifra llegó a 3.569 suicidios, 10 por día. La tendencia se repitió en 2017. Es
la segunda causa de muerte entre los jóvenes. Además, 2 millones de personas
sufren ansiedad y 2,4 millones depresión. Desde las teorías individualistas son
silenciados al considerarlos problemas personales y no psicosociales. Muchos
trabajadores de diversos ámbitos (campo, call center, comerciales, hostelería,
salud, etc.) son tratados con ansiolíticos y antidepresivos. Orfidal y
Trankimacin aparecen con frecuencia en sus relatos. Pazital será el analgésico
estrella recetado por los médicos para tratar un cuerpo que se rebela a través
del dolor. Asistimos a la medicalización y psiquiatralización de los problemas
sociales (Moreno y Casani, 2011; Guinsberg, 2002).
Detrás de cada
número en las estadísticas hay un ser humano asediado y doblegado que trata de
resistir. El caso de Rosa,
una trabajadora de un call
center que sufrió acoso
laboral es revelador. Tras el cambio de directrices en la empresa comenzó a
sufrir acoso laboral al discrepar sobre la exigencia de vender ADSL a personas
ancianas, lo que consideró poco ético. Al coaching empresarial de grupo siguió
el personalizado. El malestar y la angustia fueron tratados por su médico con
un ansiolítico, además de recomendarle “hacer como los demás” y adaptarse.
“Llegó un momento en que sentía que mi boca y mis oídos ya no me pertenecían”,
cuenta, conectada durante horas a la diadema donde no dejaban de entrar
automáticamente llamadas. Después sobrevino el tratamiento psiquiátrico y la
pérdida del trabajo. Tras mucho esfuerzo está reconstruyendo su vida (Relato de Rosa, 2019).
La
experiencia española no es diferente. Los impactos del neoliberalismo son
similares a los de otras partes del mundo y de esas experiencias hay que
aprender. (...)Fuente: https://vientosur.info/spip.php?article15069
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