Pandemia:
sintomatología
del Capitaloceno
27 de abril de 2020
Por Horacio Machado Aráoz (Rebelión)
“A primera vista, los virus, intermediarios entre la vida y la materia inerte, representan una forma particularmente humilde de
Claude
Lévi-Strauss, «Arte en 1985», 1965 [1]
En el momento menos esperado, pero en el más necesario y oportuno que nunca; desde el lugar ontológico más imprevisto, la Tierra ha sido políticamente convulsionada y no atina aún a reaccionar. Como un sutil y paradójico terremoto histórico y geológico, el Coronavirus lo ha cambiado todo; pero no con movimientos bruscos, sino con una parálisis masiva y global. Su irrupción en la biología humana, ha provocado una interpelación mayúscula al conjunto de la población global contemporánea; probablemente el desafío más crítico que nos haya tocado afrontar en el breve lapso de nuestra aventura como especie.
Pero aunque este virus nos interpela a todxs, debemos su visita no por causa de todos. Ha venido a poner en cuestión un modelo civilizatorio en concreto, que mucho tiene que ver con cómo su irrupción se transformó rápidamente en una masiva crisis sanitaria mundial. Nos referimos a un modelo civilizatorio que, en el relámpago de su vigencia, ha puesto en crisis no apenas la continuidad de tal o cual forma de vida social, sino ya la de la mera continuidad de lo humano como tal. Hoy, en su crepúsculo, podemos ver cómo y en qué medida esa civilización ha comportado un dislocación drástica en el devenir mismo del proceso de hominización/humanización. Sin embargo, esto que es evidente y crucial, no todos lo ven. Más bien pasa desapercibido; sobre todo para amplias mayorías que viven inmersas en su ritmo y en sus reglas. Una civilización que, con aguda lucidez, fuera caracterizada por su método viral, viene a ser interpelada precisamente por un virus.
De repente, las civilizaciones otras, que fueron infectadas por aquella civilización viral, ven en el virus, menos un enemigo y más un inesperado aliado. Así como las otras especies y el conjunto de los seres vivos que fueron arrinconados a los extremos de la sobrevivencia, esos pueblos otros re-existentes, ven este tiempo, claro, con angustia e incertidumbres, pero también con mucha esperanza. Sintiéndonos parte de ellas y ellos, compartimos algunas reflexiones que procuran precisar la envergadura de los desafíos y los motivos de nuestras angustias, así como dar cuenta de nuestras esperanzas. Trazamos acá una somera hermenéutica crítica de la pandemia, como sintomatología del Capitaloceno. A través de ella queremos compartir el diagnóstico sobre el régimen de relaciones sociales que nos está enfermando y abrir nuestros sentipensares, para seguir tejiendo con nuestrxs hermanxs, las rutas alternativas que nos lleven a otros rumbos. Un virus, es decir, un lenguaje de la Tierra, nos viene a ofrecer una opción terapéutica y una práctica pedagógica. Ojalá podamos escucharle, aprender con él, y sanar.
1. Paro
“Marx dijo
que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Tal vez las
cosas se presenten de otra manera. Puede ocurrir que las revoluciones sean el
acto por el cual la humanidad que viaja en el tren tira del freno de
emergencia”
Walter Benjamin
El año 2020 encuentra a la humanidad
sumida en una parálisis apabullante, tan imprevista como generalizada. De
repente, el mundo se ha parado en seco. Como si el tiempo se hubiera congelado.
Todo, prácticamente todo ha sido interrumpido. Puede decirse en cierto sentido,
que el 2020 no ha comenzado aún. La vida social del mundo globalizado está, por
ahora, en suspenso. Salvo reveladoras excepciones, la inmensa mayoría de individuos
que hoy conforman la población de humanos vivientes, está atravesando estos
días confinada en sus recintos, bajo distintos regímenes de aislamiento. Una elemental interacción microbiológica -de las miles de millones que acontecen a diario, a cada instante, en el planeta- desencadenó semejante conmoción. Es que, esta vez, el desvío contingente de sus trayectorias zoonóticas habituales hizo que una cepa de coronavirus fuera a parar en organismos humanos, para cuya visita no estaban biológicamente preparados. Ese minúsculo acontecimiento fue el detonante. Luego, siguiendo las rutas más transitadas del turismo y el comercio internacional, se fue expandiendo a la velocidad del ritmo de vida contemporáneo, hasta encender las alarmas sanitarias del mundo entero.
Así, la irrupción de un ignoto microorganismo en la fisiología humana, colocó a la especie ante una situación inédita. Nos puso a todxs, bajo un mismo prisma de sensaciones compartidas. Por primera vez en nuestra breve historia, afrontamos una misma experiencia vital, compartida en simultáneo a nivel global. Una vivencia que nos embarga a todxs. Porque, efectivamente, el virus nos afecta a todxs. Más allá de las insoslayables diferencias intra-especie (aquellas que nos distinguen, y aquellas que nos separan y nos clasifican), ese ser infinitesimal nos ha afectado a todxs. A cada uno de los cuerpos de todos los agrupamientos humanos, en sus distintas escalas, alrededor del mundo.
Se trata, por supuesto, de una afectación diferencial, que, por un lado, pone al desnudo todas las desigualdades creadas y vigentes, esas que hacen de ese “nosotros-humanidad”, una pirámide de enormes distancias y fronteras incólumes. Pero que, por otro lado, al mismo tiempo, nos genera una afectación radicalmente igualadora; como queriéndonos enseñar que -aunque no nos sintamos y no nos reconozcamos como tales-, somos parte de una misma familia, de una misma Comunidad de Vida; hermanadxs biológicamente, específica e interespecíficamente, por el aire que respiramos; por el agua, de remotos tiempos geológicos, que corre por nuestras venas y que nos une, en un mismo destino, con todos los seres del planeta.
Si al menos lográramos aprovechar este silencio, esta quietud, para percatarnos de ello, diríamos que esta pandemia, valió
2. Tiempo
“‘Los cinco raquíticos decenios del homo sapiens”,
dice un biólogo moderno, “representan con relación a la historia de la vida
orgánica sobre la tierra algo así como dos segundos al final de un día de
veinticuatro horas. Registrada según esta escala, la historia entera de la
humanidad civilizada llenaría un quino del último segundo de la última hora’.
El tiempo-ahora, que como modelo del tiempo mesiánico resume en una abreviatura
enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura
que dicha historia compone en el universo”.
Walter Benjamin, Conceptos de Filosofía de la Historia.
Para una sociedad que ha hecho de la
aceleración del tiempo, de la velocidad de las interacciones, del movimiento,
la innovación y el crecimiento incesante sus marcas de origen, la parálisis se
le presenta como un fenómeno radicalmente disruptivo y perturbador. Sumergidxs ya en generaciones y generaciones nacidas bajo el imperativo de la productividad, para lxs habitantes de este mundo, vivir es correr. Ir y venir, persiguiendo siempre objetivos, fijados quién sabe por quién y para qué. Hasta para sus vacaciones tienen tiempos reglados y metas de ‘disfrute’ (im-)puestas. Por eso la parálisis descoloca de forma absoluta. “No hacer nada”, está fuera de nuestro genoma societal. Y de repente, un microorganismo lo hizo. Dejó prácticamente en desuso, la primera y más emblemática de las máquinas de nuestra Era [3]. Transitamos días en los que el reloj no cuenta.
A los miedos epidemiológicos, se suman los de clase -es decir, de hambres de un lado y lucros cesantes del otro-, los de piel y los de sexo, esos que distribuyen desigualmente las probabilidades de enfermar y de morir. El “tiempo improductivo” los aumenta a todos; provoca incertidumbres varias y desesperaciones diversas, pero generalizadas. (Mal)educadxs en formar parte de una maquinaria en movimiento perpetuo, de mercados que no cierran, de fábricas que “trabajan” las 24 horas, los 365 días del año, la parálisis es fuente de una angustia existencial inconmensurable.
Un diminuto
habitante de este planeta, que sólo vive a condición de ser alojado en otros
organismos más complejos, ha logrado hacer lo que muchxs, millones, hubiéramos
deseado: una gran huelga mundial masiva que corte, por un tiempo indefinido,
las cadenas de la explotación; la explotación de los cuerpos y de los
territorios. Que detenga las maquilas que expolian capacidades; las motosierras
que arrasan los bosques; los pesqueros que azuelan los mares; las cosechadoras
que esquilman los suelos; los explosivos que vuelan montañas y exprimen las
rocas del subsuelo. Un virus ha logrado, por unos días, detener los vertidos
tóxicos y las incontables fuentes de contaminación que, día a día, envenenan
las aguas y el cielo. La revolución que soñó el más osado –y, probablemente,
más lúcido- revolucionario de esta época, no la hizo (hasta ahora) un colectivo
humano, sino un pequeño microorganismo. Como si fuera el enviado de Benjamin,
el coronavirus ha activado -al menos por un tiempo- el freno de emergencia.
Estamos así, paralizados. Pero no es apenas una parálisis forzada. Es la parálisis de una sociedad que ha perdido el rumbo. Más que parada, somos una sociedad perdida. Una forma societal aturdida y desorientada. Que ha errado la concepción del espacio y del tiempo; que anda así, ignorante de su geografía y desubicada en
Una civilización errante nos puede convertir en una especie fallida. Una especie fallida es aquella que, básicamente, desconoce su procedencia y su lugar en el cosmos; que reniega de su pertenencia geológica y su destino. Así, en lugar de lamentar la parálisis, deberíamos estar agradecidxs. Porque cuando unx está perdido, nada mejor que detenerse a revisar de dónde venimos y hacia dónde realmente querríamos ir.
Si esta parálisis nos llevara a preguntarnos seriamente a dónde vamos, cuál es la razón de nuestra prisa; si llevara a cuestionarnos qué nos urge y qué nos desvela, diríamos que esta pandemia valió la pena.
3. (Sin-)Razón
“Y tal vez la primera prueba de fuego sea el
abandono sin nostalgia de la herencia de un siglo XIX fascinado por el progreso
de las ciencias y las técnicas, con la ruptura del lazo establecido en aquella
época entre emancipación (…) y la fábula del hombre ‘creado para dominar la
naturaleza’ por la epopeya de una conquista de esa misma naturaleza por medio
del trabajo humano. Definición seductora, pero que implica una apuesta por una
naturaleza ‘estable’, disponible para esa conquista».
Isabelle
Stengers, En tiempos de catástrofes,
2017
“Hemos tenido más que suficiente de imperialismo –de
aquel impulso característico de Bacon a ‘ampliar los límites del imperio
humano’. En esta era de mortales nubes en formas de hongo y otros venenos
ambientales, creo ciertamente que ha llegado la hora de desarrollar una ética
más gentil y modesta hacia la
Tierra. Y una ética así debe guiarnos, con toda humildad
intelectual, a juzgar críticamente el pasado cuando nos ha conducido en otra
dirección”.
Donald Worster,
Transformaciones de la Tierra,
1991
Vivimos en una sociedad nacida de la
arrogancia de Es asombroso ver con qué naturalidad este discurso de guerra se instala y circula aproblemáticamente entre los habitantes contemporáneos del mundo globalizado. Si bien esto, hasta cierto punto, es bastante esperable –pues nada más emblemático que la guerra como acto reflejo de este modelo civilizatorio-, no cabe desconocer que la lógica de la guerra es doblemente inconveniente para estos tiempos.
En términos coyunturales, nos hace correr justamente hacia la dirección contraria a la que deberíamos ir para buscar salidas de fondo. En lugar de ampliar y profundizar la cooperación internacional, las reacciones políticas han ido por el lado de cerrar fronteras, intensificar prejuicios y actitudes racistas-clasistas y xenófobas, y abrir una competencia geopolítica por tecnologías de gestión de la crisis y el acopio de materiales e insumos médicos. En el colmo, las principales potencias entablan a los codazos una carrera narcisista por ver quién logra “dar con la vacuna”. Al interior de las fronteras, la “excepcionalidad” del estado de guerra –como ha sido señalado- intensifica la imposición y aceptación de políticas de control, policiamiento y militarización de la vida social, lo que esta vez, dado el poder de las tecnologías disponibles, ha hecho palpables escenarios extremos de totalitarismo digital, antes sólo reservados al campo de
Esto que ya es muy grave, no es sin embargo todo. En un sentido más estructural y profundo, el paradigma de la guerra presupone una epistemología política ya anacrónica. Moviliza todo el imaginario modernista y reinstala subrepticiamente la legitimidad de todo el andamiaje institucional (la santísima trinidad del sistema, Estado-Ciencia-Capital) que nos condujo justamente hasta donde nos hallamos hoy parados.
Bajo regímenes de necesidad y urgencia, la convocatoria a la guerra contra la pandemia activa, una vez más, la vieja y perimida cosmovisión antropocéntrica, expresada paradigmáticamente en la axiomática separación entre ciencias naturales y sociales. Más aún, en nombre de la jerarquía epistémica de la ciencia, se profundiza la delegación del gobierno de Lo Común a un reducido círculo de expertos. La pragmática de la guerra no deja lugar a problematizaciones, al pensamiento crítico ni a epistemologías de
Así, en nombre de su presumida eficacia, la maquinaria bélica se echa a andar. Las ciencias biológicas y médicas son convocadas a estar en la primera línea de ‘batalla’; tienen la función prioritaria de atender y procurar reducir las “bajas”, proponer medidas profilácticas para contener la expansión del ‘enemigo’, y crear las armas para vencerlo. Las ciencias sociales, por su parte, son convocadas a estudiar cómo se va a afectar la “normalidad” del sistema, para luego idear medidas paliativas y de control, en lo económico, en lo social y en lo político; en todo caso, acá el objetivo es investigar qué y cómo restablecer lo más pronto posible al normal funcionamiento de las instituciones.
Por supuesto, no se trata (tal como lo hicieran políticos e intelectuales de las más variadas corrientes), de desconocer la existencia del virus en sí, ni de minimizar su incidencia sobre la biología humana sino justamente de tomarlo en serio. Eso significa revisar y reconsiderar cómo lo tratamos. Y la verdad es que –más allá de diferencias superficiales- el trato que desde el poder se ha elegido dar al coronavirus es uniforme y típicamente moderno. Porque no hay nada más radicalmente característico de la Modernidad que esa actitud epistémica y política de absoluta desconsideración antropocéntrica hacia el resto de los seres vivos que (co-)habitan (con nosotrxs) este planeta. El sujeto moderno trata al mundo como si no fuera parte de él. Se para frente a la Tierra (incluso frente a lxs otrxs, de su propia especie) con la postura del conquistador. Figura emblemática si la hay, -filosóficamente enunciada por Descartes y Bacon en el siglo XVII, pero nacida antes, en el siglo XVI, como práctica política de los Colón, los Cortés, los Pizarro-,el conquistador como prototipo de la matriz de relaciones que entablamos con el mundo, condensa y resume todo nuestro tiempo y todo nuestro drama.
Quienes dirigen los destinos de la humanidad han optado, una vez más, por esa anquilosada postura para “enfrentar” al virus. Se lo trata, básicamente, como algo in-significante. Es decir, algo absolutamente desprovisto de sentido. A lo sumo, sólo lo considera en la medida en que afecta a los humanos (y acá, también –como es sabido, como parte de la política del conquistador, unos grupos de humanos importan y valen más que otros). Más allá de eso, el sistema científico y político hegemónico no considera al virus, ni ontológica ni semióticamente en serio. No se les ocurre preguntarse sobre el sentido de su existencia en el mundo.
Aunque parezca mentira, prominentes científicos e intelectuales críticos –incluso encumbrados filósofos de la biopolítica contemporánea- parecen seguir apegados al viejo paradigma newtoniano. No han tomado nota del giro ontólogico que –desde el interior mismo del pensamiento occidental- se ha dado al respecto, abriendo la ciencia a una nueva y más compleja comprensión del mundo-de-la-vida y, correlativamente, replanteándose el lugar de lo humano dentro del mismo. Desde la hybris moderna, se desconoce que un virus, como todo agente biológico, no sólo existe, sino que tiene significación en sí mismo; es un ser con capacidades teleonómicas [4] y semióticas. Un virus es parte de la densa red de almacenamiento y procesamiento de información biológica que se condensa en los genes; y, como tal, es también portador del proceso geológico general de (re)producción de conocimientos sobre los que –holísticamente- se sustenta la vida en general en la Tierra.
Sólo tardíamente, después de un duro desierto obscurantista, las ciencias occidentales lograron “descubrir” esta asombrosa capacidad autogenerativa y de excedencia semiótica del mundo. De la mano de la revolución científica operada por el paradigma de la complejidad en la física y la biología principalmente aunque no exclusivamente (desde Einstein, Bohr, Heisenberg y Bohm, hasta Prigogine, Zohar, Monod, Maturana, Varela, Margulis, Harding y un largo etcétera), en convergencia con el llamado giro ontológico en las ciencias sociales y humanas (desde Morin, Capra y Boff, a Haraway, Descola, Viveiros de Castro y Danowski, Latour, De la Cadena, Escobar y otro largo etcétera), se vino a “caer en la cuenta” que habitamos un Planeta Vivo. Se empezó a tomar nota de la inconmensurable complejidad de los sistemas vivos; a dimensionar la extraordinaria capacidad autopoiética- sympoiética, teleonómica y semiótica del conjunto de procesos y seres que conforman el mundo que habitamos y que –con sus propias existencias- constituyen y producen nuestras propias condiciones de (co-)existencia.
Y, fundamentalmente, como eje de esa revolución científica, el nuevo paradigma de las ciencias de la vida, o de la complejidad, vino a producir una nueva comprensión de la propia condición humana, esta vez, no ajena y extraña al mundo, sino precisamente como parte del tejido de
Siendo que esta constatación es un saber fundamentalmente pre-moderno, pero vivo y presente aún en muchas culturas y pueblos mal-tratados por Occidente como primitivos y/o “atrasados”, esta verdad primordial, a los fines que nos ocupan, viene a significar ni más ni menos que –como especie- nuestras vidas dependen –literalmente; es decir, materialmente- hasta de los más elementales seres y agentes microbianos y de los procesos y redes biogeoquímicos más básicos y rutinarios. Sólo vivimos por gracia y a condición de mantenernos conectadxs al resto de las otras especies, a la biodiversidad en su conjunto, como expresión sinfónica de la vitalidad de
Con esto no estamos diciendo que, en general, las medidas sanitarias que se están tomando (al menos en algunos países) en el mundo sean irrelevantes o inconducentes. Al contrario, son necesarias, pero aún así, insuficientes. Y sobre todo, serán epistemológica y políticamente erradas si no se pasa de la profilaxis a la etiología de
Necesitamos ahora, en la urgencia, reactivos de testeo, barbijos, respiradores, lugares en salas de cuidados intensivos. Será preciso seguir con medidas de aislamiento y/o distanciamiento social, mientras no hallemos otros medios para evitar que la afección que nos provoca el Covid-19 se propague. Pero tengámoslo claro, esas medidas no nos sanarán. Para verdaderamente sanar, tenemos que atrevernos a abrir la pregunta respecto a qué es lo que realmente nos enferma y nos mata. Debemos abrirnos al sentido etiológico profundo, al sentido ontológico y político del coronavirus: ¿cuál es el régimen de relaciones sociales, biológicas, económicas, culturales y políticas que incubó este microorganismo que hoy nos interpela?
Curar no es apenas sofocar los síntomas. Curar es mudar; es atreverse a cambiar la matriz de relaciones que causó
Si esta pandemia, con todo el dolor y el sufrimiento humano producido, nos ayudara a preguntar-nos de qué realmente estamos enfermos. Si pudiera ayudar-nos a descubrir y afrontar la etiología de nuestras dolencias, y hacer los cambios que debemos hacer para sanar, diríamos que sí, que esta pandemia valió la pena.
4. (Necro-)Economía
“Sabemos que las sociedades industrializadas viven
del pillaje acelerado de stocks cuya constitución ha exigido decenas de
millones de años…
La
actividad humana encuentra su limitación externa en la naturaleza y cuando se
hace caso omiso de tal limitación sólo se consigue provocar una reacción que
adopta en lo inmediato la forma de nuevas enfermedades y nuevos malestares;
descenso de la esperanza de vida y de la calidad de vida, aún cuando el nivel
de consumo esté en alza.”
André Gorz,
1977.
“La agroindustria está tan centrada en los
beneficios que considera que vale la pena correr el riesgo de ser afectada por
un virus que podría matar a mil millones de personas”
Rob Wallace,
2016.
La Pandemia en curso ha sido usada como
excusa para la más reciente declaración de guerra. Ha forzado -se dice- una economía de guerra. Le llaman así a la
parálisis temporaria de los mercados, los grandes flujos comerciales y gran
parte del gigantesco aparato tecno-industrial global, con sus distintas
ramificaciones sectoriales y geográficas. En nombre de esa economía de guerra, países
de todos los rangos geopolíticos y gobiernos de todos los tintes ideológicos,
preparan enormes paquetes financieros para -se dice- “paliar la crisis”. Bajo un engañoso abandono de la razón neoliberal que muchos se precipitan a declarar, de repente, todos parecen haberse vuelto keynesianos. Desde la derecha a la izquierda, se aboga por la necesaria intervención del estado. Sin embargo, tal como se están pensando, esos salvatajes no van dirigidos a acabar con la economía de guerra, sino a profundizarla. Los enormes subsidios y ayudas financieras que se preparan, pueden ser las municiones que carguen las armas de una nueva ola de despojo. A juzgar por las condiciones previas, podemos estar ante un nuevo capítulo de una vieja historia: el salvataje de los privilegiados de siempre; a costa de un nuevo expolio de lxs condenadxs de la Tierra.
Aunque esto no tiene que ser necesariamente así, para evitarlo y para tener chances de torcer el rumbo, es preciso que nos aclaremos primero la etiología de la guerra y de esta crisis. Partamos entonces por lo básico: el coronavirus no ha declarado ninguna guerra; mucho menos, una guerra económica. En cualquier caso, su irrupción ha detenido -por un tiempo y parcialmente- la economía de guerra en la que venimos inmersos. La economía de guerra es -ni más ni menos, como ya sabemos y está a la vista de todo el mundo- la propia economía capitalista.
Esta afirmación -somos conscientes- es tan evidente como problemática. Por un lado, desde una perspectiva de rigor histórico-científico y honestidad intelectual, resulta irrefutable; pero, por el otro, dada la contundencia y la radicalidad de los cambios que involucra asumirla, es fácilmente rechazable por “idealista”, “romántica”, y cosas por el estilo. Lo sabemos, el capitalismo es el principal virus que ha afectado lo más profundo de los cuerpos -esto es, las estructuras perceptivas, emocionales, libidinales e intelectuales- de una enorme masa de población humana. Es, en ese sentido, la verdadera pandemia. Desde esas subjetividades infectadas -como dijera Fredric Jameson-, “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Pero lo cierto es que nada más realista hoy, que reconsiderar la envergadura de los cambios que precisamos hacer. Porque ya no tenemos tiempo para perder en reformas gatopardistas. Necesitamos cambiar de manera significativa el actual curso civilizatorio hegemónico.
Para entenderlo, nada más claro que la pedagogía del coronavirus. Ésta nos muestra que -tanto en un sentido biológico-económico inmediato, como en un sentido ecológico y político de fondo- la pandemia en curso es un síntoma del Capitaloceno. Es el capitalismo lo que funciona como una economía de guerra; una guerra de conquista, iniciada hace ya más de quinientos años, pero drásticamente acelerada e intensificada en las últimas siete décadas. Se trata, como dijimos, de la primera y única guerra verdaderamente mundial; una guerra que tiene fecha de inicio, pero que hasta ahora no ha cesado. Una guerra declarada, en primer lugar, contra las mujeres y los pueblos agro-culturales, contra las culturas así estigmatizadas como primitivas y salvajes; una guerra contra la Tierra en sí, y contra el conjunto de seres vivos, “descubiertos” y “por descubrir” en cuanto objetos mercantilizables. (Porque, en definitiva, el capitalismo es básicamente una gran máquina de “descubrir” seres vivientes y procesos biológicos, geológicos, atmosféricos y socioculturales para transformarlos en mercancía).
El capitalismo hace que lo que llamamos modernamente “economía” sea efectiva y literalmente una gran maquinaria de guerra que funciona en una dinámica de destructividad inercial, avanzando a paso firme, creciente e incesante sobre el mundo vivo; produciendo cada vez más, mercancías y necesidades; dueños -cada vez más pocos dueños- y despojadxs a mansalva; bienes necesarios y -muchísimos más – productos superfluos; residuos y más residuos. Como advertía André Gorz en los ’70, “el desarrollo de las fuerzas productivas, gracias al cual la clase obrera debería haber podido romper sus cadenas e instaurar la libertad universal, ha desposeído a los trabajadores de sus últimas parcelas de soberanía… El crecimiento económico, que debía garantizar la abundancia y el bienestar para todos, ha hecho crecer las necesidades [y la población bajo condiciones humillantes de vida]” (Ecología y Libertad, 1977).
Así, ya nada queda de aquella ciencia aristotélica, la ciencia de la buena administración de
En ese marco, la acción del virus ha abierto una tregua en el curso de una economía de guerra. Por un tiempo, la paz volvió a
Se trata entonces de la necesidad epocal de poner en cuestión una economía que nos enferma y que nos mata. Entender la etiología profunda del coronavirus, lleva, por un lado, a ver los motivos inmediatos, directos y concretos que explican los detonantes específicos de esta pandemia. Pero también, permiten echar luz sobre los factores estructurales, generales y de larga duración que
En su libro “Big Farms make Big Flu” [Las grandes granjas producen grandes gripes] (2016), el biólogo evolutivo y fitogeógrafo especialista en estudios de salud pública, Rob Wallace, apunta que, como consecuencia de la acelerada expansión agronegocio “El planeta Tierra se ha convertido ahora en la Granja del Planeta, tanto por la biomasa como por la porción de tierra utilizada (…) Como resultado, se están liberando muchos de estos nuevos patógenos que antes y durante largo tiempo se mantenían bajo control por los ecosistemas de los bosques, amenazando al mundo entero (…) La cría de monocultivos genéticos de animales domésticos elimina cualquier tipo de barrera inmunológica capaz de frenar
En definitiva, el coronavirus emerge como síntoma de la expansión de los procesos de mercantilización hacia las últimas fronteras de
Del siglo XVI al siglo XXI hemos dejado que el régimen de plantación fuera demasiado lejos. Hoy es una pandemia. Una fábrica de pandemias [8]. Antes que una metáfora,
La plantación, en efecto, es la institución económica y política que está en la matriz generadora de las formaciones sociales de América, pero también en la raíz de la producción capitalista de la Naturaleza, en general. Se trata de un régimen de propiedad y de poder (sobre la tierra y los cuerpos esclavizados) que delata las raíces coloniales y patriarcales del capitalismo.
Más que un tipo de producción agraria, la plantación es un régimen de relaciones sociales en sí mismo. Una tecnología política y ecológica de expolio de la vitalidad de los cuerpos y de
La plantación, por eso, es monocultivo; es erosión de la diversidad biológica, agrocultural y también inmunológica de los sistemas vivientes, incluidos los humanos. No es agri-cultura, sino su contrario: una forma de explotación de la tierra; una técnica de guerra contra la fertilidad del suelo. Agricultura es el arte humano de cultivar la tierra para producir su propio sustento vital, y al hacerlo, es el modo también de cultivar lo propiamente humano, lo que nos debería distinguir como especie. Agricultura es un metabolismo energético que se basa en el aprovechamiento de la energía solar captada a través de la fotosíntesis como medio de nutrición. El régimen de plantación, en cambio, nos ha llevado a comer petróleo; ha provocado un drástico colapso geometabólico, tanto a nivel de los suelos, como de los cielos. Eso que llamamos calentamiento global y cambio climático, es, en buena medida, un derivado del régimen de plantación.
Todos los trastornos ecológicos derivados del régimen de plantación, tienen su correlato en el plano ontológico-político. Y es que, la plantación, como tecnología política, se funda y supone la figura del conquistador. La plantación, la estancia, el latifundio,
En definitiva, al frente de
Por un tiempo, el coronavirus ha puesto en cuarentena al conquistador. Ha detenido la normalidad necroeconómica de
Así, en los umbrales del capitaloceno, un microorganismo nos viene a regalar la oportunidad de revalorizar la economía del cuidado y de volver a practicar una economía centrada en la reproducción de
5. Nutrir la tierra, sanar los cuerpos, alimentar comunidades políticas democráticas. Pistas para una salida más humanizada del Capitaloceno… (**)
“En todas las divisiones [creadas por la
Modernidad] veo que se repiten las mismas
antinomias básicas: el ser humano como conquistador versus el ser humano como
ciudadano/a biótico/a; la ciencia como afilador para su espada versus la
ciencia como antorcha para explorar su universo; la tierra como esclava y
sirviente versus la tierra como organismo o cuerpo colectivo”.
Aldo Leopold,
1949.
“Deberíamos haber construido las civilizaciones de
la huerta y el jardín –en vez de ello hemos levantado las economías de la mina
a cielo abierto”
Jorge
Riechmann, 2018.
Sin terminar de procesar la etiología de
la pandemia, los análisis del presente están precipitadamente enfocados en cómo
vamos a salir de la “crisis”. Tanto en lo económico como en lo político,
predominan los discursos que hablan de la vuelta a la “normalidad”. No se
termina de comprender la envergadura de la crisis; por tanto, no se cae en la
cuenta que una “vuelta a la normalidad” no sólo no es posible, sino que tampoco
sería deseable. Mientras que en lo económico el debate está planteado en
términos de una todavía mayor intensificación neoliberal o un retorno a alguna
forma de keynesianismo como presunta alternativa, en lo político las
discusiones están centradas en torno al tipo de Estado (o de gubernamentalidad)
que se están gestando. Las perspectivas críticas han centrado mayormente sus preocupaciones
en los nuevos o mayores peligros que para la democracia y los derechos
ciudadanos, se incuban en el gobierno de la crisis. En su mayoría, las advertencias se han dirigido a marcar el sobregiro de la biopolítica hasta los umbrales de nuevas formas de totalitarismo digital. La concentración del poder de vigilar y castigar a manos del aparato estatal y cómo ese reforzamiento biotecnológico de seguimiento minucioso de la población, de lo que hace, piensa, dice, siente, y por dónde y cómo circula, que parece poner los cuerpos bajo regímenes de algoritmos autocráticos, ha hecho que se pongan todos los ojos en el “estado de excepción”, como si fuera ése el locus desde el cual se ejerce efectivamente el poder concentrado de hacer vivir y/o dejar morir.
Muy agudas para describir sus tecnologías, las miradas foucaultianas suelen ser, sin embargo, insuficientes para ver las raíces de ese poder totalitario en ciernes. No se vislumbra en toda su dimensión en qué medida, décadas de hegemonía neoliberal han reconfigurado la tierra en un sentido más bien hobbesiano; un mundo donde se ha exacerbado el individualismo competitivo, las desigualdades segregacionistas, el miedo y la violencia discriminatoria hacia las alteridades. En fin, un mundo donde la figura del conquistador ha impregnado los imaginarios como modo natural-izado de ser y estar en el mundo y como paradigma del “éxito” social y el sentido de
A juzgar por los análisis sobre los impactos de la pandemia, la teoría política contemporánea parece seguir presa de los presupuestos antropocéntricos de origen. Sigue pensando lo humano como excepcionalidad. Sigue concibiendo la historia como exclusividad humana. Así, no atina a advertir en qué medida la salubridad de los regímenes políticos está radicalmente imbricada en la matriz de relaciones materiales y energéticas que el cuerpo social establece con la Tierra, como soporte básico primordial de la reproducción de la vida en general, y de las sociedades humanas en particular.
Desde nuestra perspectiva, además o más allá de las mudanzas en la estatalidad y/o en las formas de gubernamentalidad, los actuales acontecimientos y procesos en curso, requieren ampliar la mirada tanto a las raíces ecológicas del autoritarismo y la violencia política, como a las raíces políticas de
Es decir, es preciso poder vislumbrar hasta qué punto las posibilidades de la democracia se empiezan a erosionar decisivamente en los procesos de concentración de la tierra y de monopolización de los flujos energéticos que nos constituyen como cuerpos vivientes, en particular, los flujos energético-alimentarios. Hasta qué punto la concentración de la capacidad de disposición sobre las dietas (el agua, las semillas, los saberes, los sabores), la uniformización y sobresimplificación genética y sociobiocultural de los territorios-poblaciones, son aspectos claves que están operando como vectores de fondo de las tendencias neofascistas del presente, la intensificación de la violencia racial, machista y clasista, el surgimiento de liderazgos autoritarios con apoyo electoral y la regresión general de los valores democráticos en las sociedades contemporáneas.
En este plano, se hace evidente que no estamos apenas ante una “crisis sanitaria” que ha desencadenado una crisis política o el peligro de los autoritarismos. La biopolítica opera sobre el trasfondo histórico y como contrapartida sistémica de
Como planteamos, en el meollo generador y desencadenante de esta crisis situamos el régimen de plantación; la matriz agroalimentaria moderna que progresivamente se fue imponiendo y mundializando como hegemónica a fuerza de cacerías de “brujas” y cercamientos, tráfico de cuerpos humanos esclavizados, masacres coloniales y neocoloniales para el despojo de tierras y la generalización de regímenes de trabajo forzado, misiones civilizatorias y campañas “nacionales” de conquistas de desiertos” contra los pueblos indígenas y campesinos del mundo.
Desde sus orígenes hasta nuestros días -con mayor intensidad a partir de mediados del siglo pasado-, la mundialización de esta matriz agroalimentaria hegemónica ha engendrado una ‘ontología (agro)tóxica’ cuyo flujo de insalubridad sistémica, circula entre la tierra, los cuerpos y las energías sociales siendo fuente de enfermedades biológicas, ecológicas y políticas. Desde una perspectiva de salud integral, un grupo de científicos hablan de una “sindemia global” para referir a los problemas correlativos y sinérgicos entre “obesidad, desnutrición y cambio climático” como efectos de este modelo (The Lancet, 2019). Desde la perspectiva de los pueblos originarios, se habla de «terricidio» [9] para referir al curso exterminista de este modelo civilizatorio en general, que incluye, claro, al régimen agroalimentario. A nuestro entender, ese concepto advierte muy bien sobre el papel clave de la violencia como combustible político de ese régimen y sobre sus consecuencias inseparablemente ecobiopolíticas.
Es en este contexto, en el epílogo de este derrotero histórico que cabe preguntarse: ¿qué tipo de democracia podemos aspirar en un mundo híper-concentración de la tierra; en un mundo en manos de pocos dueños? ¿Qué tipo de pluralismo y respeto de la alteridad podemos esperar, ante la descomunal homogeneización de los ecosistemas, la uniformización de los paisajes y los sueños, el desmonte de la diversidad biológica y sociocultural del mundo? ¿Qué tipo de poder y de libertades queda en manos de sujetos individuales y colectivos cuyos principales bienes y servicios vitales se hallan bajo el control oligopólico de grandes maquinarias globalizadas de abastecimiento y producción de necesidades? La mercantilización del alimento y la apropiación concentrada de la tierra no sólo degrada la biodiversidad, el clima y las dietas; erosiona las condiciones más elementales de la democracia, al horadar los propios procesos de producción y sustento de las comunidades políticas.
-La comunidad (política) de vida, del origen a la ruptura
«Cada uno
de nosotros, en nuestras relaciones mutuas, pasamos minutos en los que nos
indignamos contra el credo estrechamente individualista, de moda en nuestros
días; sin embargo los actos en cuya realización los hombres son guiados por su
inclinación a la ayuda mutua constituyen una parte tan enorme de nuestra vida
cotidiana que, si fuera posible ponerles término repentinamente, se
interrumpiría de inmediato todo el progreso moral ulterior de la humanidad. La
sociedad humana, sin la ayuda mutua, no podría ser mantenida más allá de la
vida de una generación»
P. Kropotkin,
1902
“La historia nos demuestra que producir común es el
principio mediante el cual los seres humanos han organizado su existencia
durante miles de años”.
George Caffentzis y Silvia Federici, 2018
Más allá de cuestiones formales, y de
otras dimensiones, que es preciso tener en cuenta, la discusión por la
democracia no puede omitir una teoría de la tierra, que involucre también una
comprensión sobre nuestra vinculación específica como comunidades políticas con
ella. Desde los orígenes de nuestra especie, producir la vida ha significado producir comunidad; porque la vida,
materialmente hablando, es una producción; y una producción comunal. La vida
específicamente humana es producción comunal en
la Tierra, con la Tierra; de Entendiéndola como un organismo vivo y complejo, como trama de interacciones inconmensurables en continuo devenir autopoético y simpoiético, la Tierra en su dinámica vital ha sido el útero material en cuyo seno se ha gestado la irrupción de nuestra especie. Entre otros millones de especies, fuimos misteriosamente habilitados a co-habitar este planeta y, desde esos orígenes, los procesos específicamente humanos no han dejado de estar radicalmente conectados y afectados a la dinámica geometabólica de la Madre-Tierra en general.
Históricamente, nuestro propio proceso de constitución como especie -hominización- no fue sino el resultado de esa interacción metabólica entre tierra y trabajo principalmente orientada a obtener y asegurar
La irrupción de la agricultura -entre 10.000 y 15.000 años atrás- no hizo sino intensificar ese vínculo inseparablemente material y simbólico de flujos energéticos y materiales entre tierra y trabajo, como matriz fundamental a través de la cual tuvo lugar la producción y el despliegue de la vida social humana. La diversidad ecológica de los territorios fue la materia prima a partir de la cual se fue moldeando la extraordinaria diversidad sociocultural de los pueblos. Desde tiempos inmemoriales, la diversidad de las dietas constituyó un elemento emblemático de las culturas. Las dietas, en efecto, expresan sintética e integralmente todos los aspectos y dimensiones del modo de vida de los pueblos: su cosmovisión, sus saberes, sus modos de organización del trabajo y de la cooperación social en general. Es en este sentido que los sistemas agroalimentarios constituyen un nudo vital -en el más literal de los sentidos- tanto en la configuración de las sociedades humanas, como comunidades políticas, como en la socialización de la Naturaleza, como modo humano de habitar la Tierra.
Como enseñan los estudios de antropología económica, más allá de esa extraordinaria sociobiodiversidad -o en el marco de la ella-, los sistemas agroalimentarios pre-modernos se estructuraron bajo el mismo principio compartido de organización comunal de
Tales principios tenían el efecto de asegurar el balance energético entre todos los miembros -humanos y no-humanos- de la comunidad-de-vida. En concreto, reciprocidad y redistribución son la fórmula a través de la cual la comunidad es el alimento de sus miembros, así como cada miembro provee a su vez a la nutrición de
La orientación prioritaria a la autoproducción para la satisfacción de necesidades vitales, tenía el efecto de regular los ritmos y niveles de producción, ajustándolos las posibilidades de los ecosistemas y los requerimientos energéticos básicos de cada miembro. Era lo que marcaba el límite, el freno que la comunidad humana tenía que considerar para que sus tasas de consumo energético no sobrecargaran los ecosistemas ni los cuerpos.
Estos principios básicos eran el soporte material y espiritual de estas agro-culturas; la clave de su economía y de su constitución política. Su efecto, el balance energético -lo que hoy llamaríamos justicia socioecológica-, era el modo de ajustar la producción a la vida (bio-economía) y era el modo (inseparablemente ecológico, económico y político) de (re)producir la comunidad política. De allí que, en estos sistemas comunales, el alimento y el trabajo (los flujos energéticos vitales) se concebían y producían más como bienes políticos antes que “económicos”; sus reglas de reparto y acceso estaban sujetas -como el mercado mismo- a la economía moral de la comunidad.
Por contraste, se torna evidente la gran fractura que involucró la transformación capitalista de la agricultura, con la irrupción del régimen de plantación.
Los primeros estudiosos modernos del suelo, ya a mediados del siglo XIX, se percataron que la agricultura capitalista no era agricultura, sino una forma extrema de minería. En base a los estudios de Liebig, Marx habló de la ruptura metabólica que representó la irrupción del capital en las comunidades agrarias. La producción agraria se desentiende del sostenimiento de la vida; se producen commodities, no alimentos. El suelo deja de ser organismo vivo y pasa a ser tratado como cantera. En el principio desencadenante de esas transformaciones, tenemos la violencia expropiatoria que se ejerce sobre la tierra y los cuerpos; el alimento y el trabajo pasan a regirse bajo las reglas del mercado. En el colmo, dejar de orientarse por el valor de uso y orientarse al valor de cambio, fue como romper la brújula: echar a andar una maquinaria poderosa y veloz, pero sin rumbo y sin freno.
Las consecuencias de este proceso ya las sabemos: la destrucción de las economías comunales fue el punto de partida de la necroeconomía del capital. Por eso, más que ruptura, cabría decir que se trató de un profundo y drástico trastorno geosociometabólico. La irrupción del capital afectó los ciclos de vida, tanto a nivel geológico, como antropológico. Todos los desequilibrios que hoy vemos y padecemos tienen su raíz en ese trastorno originario.
Desequilibrios tróficos a nivel biosférico y de las comunidades humanas: eso que llamamos cambio climático, erosión de la biodiversidad y sexta extinción masiva de especies, crisis de los ciclos de nutrientes. Desequilibrios drásticos en el balance energético de los organismos humanos vivientes: a la geografía del hambre -advertida Josué de Castro- hay que sumar ahora la geografía de la obesidad, la geografía de la intoxicación y la geografía del cáncer. Y los desequilibrios en el cuerpo no son sino un reflejo de los desequilibrios en
Pero, en el fondo de todos los desequilibrios, en la raíz generadora de este caos geo-sociometabólico está la propia di-solución de la comunidad política: la invención/creación de una sociedad de individuos, autoconcebidos como dueños absolutos de “sus vidas” y “sus propiedades”; llamados a transformarse en conquistadores; y que definen el sentido de su existencia en términos de un camino infinito de compra-venta.
La ruptura de las cadenas tróficas por los monocultivos, de las reglas de reciprocidad y responsabilidad mutua, la abstracción del valor, ha terminado así, afectando la conciencia de la interdependencia, la necesidad y la centralidad de la economía de cuidados y de crianza; la sensibilidad vital de
En nuestro país, en nuestra región, tenemos un ejemplo dramático de estos procesos. La drástica transformación de las ecoregiones pampeanas y chaqueñas en un mar de soja, la abrupta y soterrada reconfiguración de la geografía política sudamericana para dar lugar a la constitución de la “república unida de la soja”, ha dado lugar a conformación de una “ciudadanía sojera”; una subjetividad sojera. Una subjetividad política que bien se ajusta a los moldes del individuo hobbesiano. He ahí la especificidad regional de la cepa viral que nos está infectando.
-Volver-nos humus… Para alimentar un nuevo horizonte político
«Hablar del
fin del mundo es hablar de la necesidad de imaginar, antes que un nuevo mundo
en el lugar de este mundo presente nuestro, un nuevo pueblo; el pueblo que
falta. Un pueblo que crea en el mundo que deberá crear con lo que le dejamos de
mundo»
Viveiros de
Castro y Danowski, 2019
De alguna manera, el coronavirus nos
devuelve la imagen del mundo que hemos creado y nos hemos creído. En la raíz de
la necroeconomía del capital yace la antropología imaginaria de la filosofía
política liberal y la “economía moderna”: el individuo “racional”, maximizador
de sus intereses/utilidades, titular de “derechos” (básicamente derechos reales) y que ahora, en el
epílogo de la carrera armamentístico-tecnológica, pretende controlar-lo todo a
través de pantallas táctiles y algoritmos; el individuo que cree que todos los
vínculos y las relaciones pueden reducirse a lo virtual y a la agenda de
contactos de un celular; que el mundo digital es el presente y el futuro; ese
individuo, encarnación de las elucubraciones de Hobbes y de Smith, es el que
hoy está puesto en cuarentena. Aislados, con medidas de “distanciamiento social”, acuartelados en las respectivas condiciones de clase; ensimismados y cada vez más enfrascados en el “mundo virtual” y la industria global del entretenimiento, el virus refleja la imagen de una sociedad perdida. Perdida en la historia y en el cosmos; pero también perdida como sociedad, como comunidad política. Porque la disolución de los principios de reciprocidad y redistribución, es la disolución misma de la sociedad humana como tal, como ámbito y sistema de con-vivencia política.
El desconocimiento de los vínculos y los flujos que nos obligan a la Tierra, que nos hacen ser seres terrestres, con-vivientes con la biodiversidad toda, en una comunidad de comunidades, ha llevado al desconocimiento de la propia sociabilidad intra-específica. Nos hallamos en el umbral de una crucial encrucijada civilizatoria: o seguimos por la senda del mundo hobbesiano que esta crisis develó, o nos atrevemos a avanzar por la senda contraria de re-crear y cultivar la comunidad, a cultivar un mundo de solidaridades ampliadas y de reciprocidades intensas, que esta crisis también ayudó a visibilizar en los mundos re-existentes, confinados a los márgenes.
Así, lo que está en juego no es apenas el grado de autoritarismo de los sistemas políticos, sino las condiciones elementales de reproducción de vidas humanamente reconocibles como tales. No es posible detener ola de autoritarismos y pulsiones neofascistas que degradan las democracias realmente existentes, sin des-adueñar el mundo. Sin restringir radicalmente los “derechos de propiedad”. Sin desmercantilizar los dos principales flujos energéticos en los que nos va la vida, el alimento y el trabajo, y sin desmercantilizar la tierra en sí, como la fuente primaria de todas las energías.
Hoy más que nunca se hace evidente que los principales desafíos políticos son eminentemente (agro-)ecológicos. El desafío pasa por la necesidad imperiosa de re-crearnos como comunidad política, para lo cual, resulta indispensable recomponer los flujos geosociometabólicos a fin de detener la devastación y empezar a recomponer la salud material y espiritual, de los cuerpos, de las sociedades humanas, y de la Tierra, como comunidad de comunidades. Necesitamos recuperar esa memoria ancestral que nos enseña que “producir común” es la ley de la vida, expresión de una racionalidad encarnada, arraigada; la razón justamente denegada por imperio de la Razón abstracta. Recuperar el saber transmitido por generaciones de que la salud de la tierra, de los alimentos, de los cuerpos y de las comunidades políticas forman todos una misma trama; son parte del complejo tejido de la vida.
Para (tener chances de) recuperar la democracia, necesitamos primero, sanar
En su análisis sobre la crisis en curso, el investigador británico Naffez Ahmed plantea que “Superar el coronavirus será un ejercicio no solo para desarrollar la resiliencia social, sino también para reaprender los valores de cooperación, compasión, generosidad y amabilidad, y construir sistemas que institucionalicen estos valores”. Estos valores, remarca, no son simples construcciones humanas o preferencias ideológicas. Se trata en realidad de principios vitales y categorías cognitivas que orientan a la materia viviente en general en su curso de evolución y adaptación. En tanto principios ecológicos que orientan la dinámica de la evolución de la Vida en la Tierra, la reciprocidad y la solidaridad ampliada son hoy un requisito de sobrevivencia. Como ya en 1949 advertía el ecólogo norteamericano Aldo Léopold, precisamos entablar una relación ética con la Tierra, no ya para “salvar el planeta”, sino para recuperar nuestra propia condición humana. “Una ética de la tierra cambia el papel del Homo sapiens: de conquistador de la comunidad de la tierra al de simple miembro y ciudadano de ella. Esto implica el respeto por sus compañeros-miembros y también el respeto por la comunidad como tal” (“La ética de la tierra”, 1949).
Así, mientras no abramos la posibilidad de reconsiderar el estatuto ontológico, político y ético de
En medio de tanto dolor, ante el panorama de tanto sufrimiento revelado y provocado, esta pandemia nos ha venido a ofrecer también, sin embargo, una acción terapéutica y una lección política. Nos ha mostrado el origen de nuestros males, de nuestra enfermedad civilizatoria. Pero nos ilumina también sobre caminos de sanación posibles. Nos muestra la posibilidad terapéutica de dejar de comportarnos como conquistadores y empezar a concebir-nos y comportar-nos como nobles y humildes cultivadores de
Notas:
* Este artículo fue originalmente publicado por secciones en www.latinta.com.ar, bajo el título de La pandemia como síntoma del Capitaloceno.
(**) Este apartado fue escrito en co-autoría con Leonardo Rossi. Colectivo de Investigación Ecología Política del Sur –CITCA-CONICET.
[1] Agradezco al gran maestro y compañero, el Prof. Carlos Walter Porto-Goncalves, quien, en nuestras compartidas e intercambios de sentipensares, me acercara esta referencia de Levis-Strauss.
[2] Fritjof Capra, “La trama de
[3] “El reloj, y no el motor de vapor, es la máquina clave de la moderna era industrial. (…) el reloj es una pieza de maquinaria cuyo “producto” son los segundos y los minutos. Merceda su esencial naturaleza, disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y contribuye a generar la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticas mensurables: el mundo particular de la ciencia. (…) El tiempo abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de
[4] La teleonomía es la capacidad proyectiva de los organismos vivos, por la cual –incluso en sus formas más elementales y microbióticas- sus existencias se mueven y orientan en función de objetivos adaptativos. El conocimiento de este atributo se debe a las investigaciones del biólogo molecular Jacques Monod, publicadas en su obra “El azar y la necesidad” (1970).
[5] https://news.un.org/es/story/2020/03/1471562
https://sostenibilidad.semana.com/medio-ambiente/articulo/el-positivo-impacto-ambiental-que-ha-dejado-el-coronavirus/48932
https://www.bbc.com/mundo/noticias-51713162
https://es.greenpeace.org/es/noticias/asi-ha-bajado-la-contaminacion-durante-el-estado-de-alarma-por-el-coronavirus/
[6] Nafeez Ahmed, “Coronavirus, synchronous failure and the global phase-shift”, 2020. https://medium.com/insurge-intelligence/coronavirus-synchronous-failure-and-the-global-phase-shift-3f00d4552940
Véase también: Colectivo Chuang, “Contagio social. Guerra de clases microbiológica en China”, 2020 https://artilleriainmanente.noblogs.org/?p=1334&fbclid=IwAR36eLCYF4OenJfDDV7FvPv4B6UjzIi0MvfLeN96I0q6KMNGgJCNArIc11c
[7] Silvia Ribeiro, “El sueño de la razón: los hacendados de la pandemia”, 2020. http://www.biodiversidadla.org/Recomendamos/El-sueno-de-la-razon-Los-hacendados-de-la-pandemia
[8] Sólo en los últimos años, “entre los recientes patógenos emergentes y reemergentes de origen agrícola y alimentario, que se originan a través del dominio antropogénico, se encuentran la peste porcina africana, Campylobacter, Cryptosporidium, Cyclospora, Reston Ebolavirus, E. coli O157: H7, fiebre aftosa, hepatitis E, Listeria, Virus Nipah, fiebre Q, Salmonella, Vibrio, Yersinia y una variedad de variantes nuevas de la gripe, incluyendo H1N1 (2009), H1N2v, H3N2v, H5N1, H5N2, H5Nx, H6N1, H7N1, H7N3, H7N7, H7N9 y H9N.4 y H9N” (Wallace, R.; Liebman, A.; Chavez, F.; Wallace, Rodrick, “El COVID-19 y los circuitos del capital”, 2020). http://lobosuelto.com/el-covid-19-y-los-circuitos-del-capital-rob-wallace-alex-liebman-luis-fernando-chavez-y-rodrick-wallace/
[9] Dentro de un reclamo al Estado argentino, mujeres indígenas de diversas comunidades expresaron en 2019: “Llamamos terricidio al asesinato no sólo de los ecosistemas tangibles y de los pueblos que lo habitan, sino también al asesinato de todas las fuerzas que regulan la vida en la tierra, a lo que llamamos ecosistema perceptible. Esos espíritus, son los responsables de que la vida continúe sobre la faz de la tierra y ellxs están siendo destruidos conjuntamente con su hábitat” (https://bit.ly/3cFsskA)
Horacio Machado Aráoz. Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur (CITCA-CONICET-UNCA)
Fuente: https://rebelion.org/pandemia-sintomatologia-del-capitaloceno/
No hay comentarios:
Publicar un comentario