Cumbre nacional
agropecuaria
Sembrando Bolivia
11 de febrero de 2015
11 de febrero de 2015
Por Arturo C. Villanueva Imaña (Rebelión)
No todo lo que parece,
en verdad lo es. Por ejemplo, últimos datos de la producción agropecuaria del
país, dan cuenta que Santa Cruz se ha convertido en el principal productor de
alimentos que concentra el 70% de la producción nacional. Por la cantidad, el
volumen y la extensión de tierras utilizadas para la producción, podría
asumirse la sensación y el criterio de que se habría resuelto prácticamente el
problema de la seguridad alimentaria del país. Sin embargo, lo que esas cifras
ocultan, es que de ese gran total de alimentos producidos, la mayor cantidad
constituyen productos de exportación como la soya, el azúcar, el aceite y la
carne que se producen en grandes extensiones de tierra y con tecnología
transgénica, cuyo destino principal es el mercado internacional. Por tanto, una
cosa es la cantidad total de productos alimenticios que produce Bolivia, y otra
cosa muy diferente es la cantidad, diversidad y los requerimientos que cubren
el consumo y la canasta familiar de los bolivianos. En este último aspecto,
Bolivia ha incrementado su dependencia de la importación de los alimentos que
requiere para cubrir sus necesidades de alimentación. Es decir, tenemos cada
vez menos seguridad alimentaria.
Tomando en cuenta esas diferencias que suelen
ser inducidas por el manejo de la información, este artículo busca advertir del
riesgo inminente de aprobar una medida antinacional, que bajo el loable
argumento de mejorar la producción nacional de alimentos, el crecimiento
económico y la seguridad alimentaria, sea precisamente todo lo contrario, hasta
el punto de constituir una especie de traición a la patria.
En primera instancia, con la idea de que la
Cumbre de referencia debe tener un carácter exclusivamente técnico y económico
(supuestamente descontaminado de intereses políticos), el empresariado
agroindustrial cruceño sostiene que la única manera de lograr el incremento de
los rendimientos y la productividad agropecuaria, para contribuir al
crecimiento económico nacional y mejorar la seguridad alimentaria del país,
pasa indispensablemente por incorporar la tecnología de los transgénicos. Ello
oculta deliberadamente el hecho de que si fuese cierto, entonces ya hace varios
años se debía haber logrado mejores rendimientos y resultados en la producción
de soya (que respecto de los demás productos alimenticios que se cultivan , constituye el principal producto de
exportación y siembra en grandes extensiones de terreno), porque se trata de un
cultivo extensivo que en su generalidad es sembrado con semilla transgénica y
sin embargo no ha logrado alcanzar los estándares de rendimiento y
productividad de otros países que tienen esa tecnología.
En realidad, lo que ha sucedido es que la
agroindustria ha logrado insertarse en los flujos financieros internacionales
de comercialización de commodities, y lo que pretende ahora es que esta
inserción que le ha permitido disfrutar de grandes ingresos extraordinarios
mientras el precio de los productos se mantuvo alto, ahora (tras la decisión
largamente acariciada y presionada frente al gobierno), se logre generalizar
para utilizar transgénicos en otros productos y cultivos extensivos que son
demandados por el mercado internacional. La seguridad alimentaria y el
mejoramiento de los rendimientos y la productividad, son solamente un señuelo
artificioso para convencer; la clave es imponer, garantizar y ampliar la visión
empresarial de los agronegocios, inclusive como modelo de desarrollo y
producción agropecuaria.
Desde el gobierno, empecinados por incrementar
el crecimiento económico de los últimos años y preocupados por sustituir la
baja de los precios internacionales de los hidrocarburos que mermarán los
ingresos recibidos por su exportación; están equivocadamente convencidos que la
única manera de lograr este propósito es sobre la base del impulso e incentivo
a la gran agroindustria terrateniente de una muy reducida cantidad de
empresarios, pero que concentran grandes extensiones de tierra. Bajo el
criterio equivocado de que únicamente los que cuentan con grandes
emprendimientos agroindustriales serían capaces de encarar satisfactoriamente
el despropósito de ampliar la frontera agrícola en un millón de hectáreas
anuales que ha sido planteado como desafío por el vicepresidente Alvaro García
Linera; lo que se ha venido haciendo hace varios años, es otorgar las más increíbles
y hasta ilegales concesiones e incentivos (como la de legalizar la quema y
desmonte de grandes extensiones de bosques y biodiversidad), a título de
generar condiciones favorables para la producción, el crecimiento económico y
el potenciamiento nacional.
Al margen de que este tipo de razonamiento no
solamente desalienta y castiga a los sistemas de producción ecológica, familiar
y comunitaria campesina que concentran a la mayor cantidad de población
productiva, sino que también promueve el desmonte, la quema y pérdida de
grandes extensiones de bosques y biodiversidad; en realidad no solo decreta en
la práctica la desaparición de este tipo de sistemas de producción agropecuaria
que efectivamente contribuyen al abastecimiento de la canasta familiar, la seguridad
y la soberanía alimentarias del país; sino que realmente suponen el exterminio
del campesinado (una especie etnocidio planificado y concertado), puesto que
imposibilitados de convertirse masivamente en mano de obra de las grandes
empresas agroindustriales a las que apoya incondicionalmente el gobierno
(porque la nueva tecnología agroindustrial requiere cada vez menos mano de
obra), terminarán engrosando los cinturones peri y semiurbanos de las ciudades,
sometidos e incrementando las condiciones de miseria y pobreza que han sufrido
por siglos.
No es un dato menor que una de las principales artífices de la
búsqueda de concertación y acuerdos con los empresarios agroindustriales para
alcanzar semejantes “logros”, es nada menos que la ministra de Desarrollo Rural
y Tierras, antigua dirigente nacional de las mujeres campesinas de la Confederación
Bartolina Sisa.
Pero lo peor de esta estrategia no es ni
siquiera aquello, sino más bien su carácter antinacional y neocolonial. Todos
sabemos que quien controla las semillas, controla la alimentación. Este
atributo (incluido el conocimiento, las prácticas, el almacenamiento y la
diversidad de cultivos, plantas y semillas), ha sido conservado ancestralmente
por el campesinado en los diversos lugares y comunidades del mundo, como un
bien colectivo de la
humanidad. Sin embargo, con el avance de la tecnología
transgénica, se ha ido produciendo un fenómeno singular por el cual se pretende
concentrar y privatizar el control de las semillas en manos privadas de grandes
empresas transnacionales. Es decir, no sólo se pretende usurpar aquel bien
colectivo que pertenece a toda la humanidad, para enajenarlo en pocas manos
privadas, sino que además se busca concentrar y monopolizar el control de las
semillas, para convertirlo en un negocio particular de grandes intereses
transnacionales. De esa forma, al concentrar y privatizar el control sobre las
semillas, se tiende a adueñarse del derecho a la alimentación de las personas y
la sociedad.
Equivale a convertir el derecho a la alimentación en una
propiedad privada, particular. De esa forma inclusive, en la medida en que la
producción de alimentos transgénicos se generalice, ya no habrá necesidad
siquiera de comprar y concentrar tierras, porque al haberse asegurado del
control y la provisión de las semillas transgénicas en el mercado, también se
habrá asegurado el control de la producción, en vista del desplazamiento de las
otras semillas y la consolidación de la dependencia de las semillas
transgénicas introducidas.
Desde esa perspectiva, no es posible imaginar
mayor envilecimiento, incapacidad y sometimiento que embarga a aquella clase
empresarial de la agroindustria (que supuestamente estaba llamada a emprender
el compromiso patriótico para encarar el crecimiento y desarrollo productivo
agropecuario del país), así como de algunas autoridades nacionales, que no
tienen mejor idea que tratar de embargar y enajenar dicha responsabilidad, nada
menos que cediendo la potestad de controlar y administrar soberanamente la
producción de alimentos de la nación. Parecería que en el afán de concretar
buenos agronegocios e incrementar mayores ingresos económicos, no repararan
siquiera que este encaprichamiento por incorporar tecnología transgénica en la
producción de alimentos, no solamente los convierte en dependientes y sometidos
a la provisión de semillas, la arbitrariedad del mercado y los costos que
impone la tecnología transgénica, sino que contribuyen a la pérdida de
libertad, la soberanía y la capacidad autónoma del país para producir alimentos
propios, diversos y descontaminados. Tal es la estrechez de sus intereses, que
no se percatan siquiera que al enajenar su iniciativa para encarar la
responsabilidad elemental de producir con sus propios medios ,
terminan embargando y sometiendo la soberanía nacional en un acto de la más
evidente colonialidad mental y antipatriotismo, que nos convertiría en
dependientes de la cadena de agronegocios de las transnacionales. No se
comprende que al pretender implantar tecnología transgénica, se anula la capacidad
y la libertad de sembrar y producir alimentos propios y adecuados, para
adquirir y depender de la compra obligada de semillas ajenas, que han sido
privatizadas por corporaciones transnacionales.
Literalmente es como si una voluntad superior
se hubiese apoderado de sus seres, obligándolos a entregar su alma al diablo, o
lo que viene a ser lo mismo, sostener una propuesta tan contraproducente como
antinacional, como lo es la de utilizar transgénicos en la producción
agropecuaria.
Menos mal que estamos a tiempo.
Arturo D. Villanueva Imaña es Sociólogo,
boliviano.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=195335
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