martes, 24 de febrero de 2015

Recordemos la política estatal de seguridad argentina está dirigida por EE.UU. que "también 'terceriza', por ejemplo, su accionar a través del Estado de Israel, que ofrece similares cursos, que, de paso, sirven para difundir propaganda sobre su producción industrial bélica".

De la Doctrina de la Seguridad Nacional

la doctrina de la Seguridad Ciudadana:

la inseguridad del régimen

 

Por María del Carmen Verdú
Herramienta N°48
Octubre de 2011 - Año XV

(...)La evangelización yanqui

Históricamente, las políticas de seguridad nacional han respondido a los planes digitados por el Departamento de Estado de los Estados Unidos para América Latina. Así fue la doctrina Monroe y luego, bajo el imperio de la “doctrina de la seguridad nacional”, la aplicación del plan Cóndor. A partir de 1989, la nueva situación internacional, con la caída del Muro de Berlín y el fin de la “Guerra Fría”, persuadió a los norteamericanos a variar la forma de dominación.
Se plantearon nuevas estrategias, que fueron esbozadas en los documentos Santa Fe, con una política de apuesta al fortalecimiento de las “democracias” en América Latina, que pretendía instarlas a mantener el control social y aplacar la lucha en forma local, sin la necesidad de la intervención directa, estrategia que había sufrido ya un serio desgaste.
Hoy, mediante estas estrategias perfeccionadas y acordes a las necesidades actuales, estas políticas siguen siendo digitadas desde los EE.UU. mediante los organismos internacionales y sus propias agencias, como el Departamento de Defensa y el Comando Sur, que garantizan los entrenamientos conjuntos, por medio de los cuales se tiene injerencia sobre la formación de las FF.AA. de los diferentes Estados latinoamericanos, se establecen acuerdos de inmunidad para penetrar sobre territorios de la región y, así, acceder a áreas ricas en recursos naturales, y se hace uso de bases militares locales para intervenir en regiones en las que existe conflicto armado como es el caso colombiano con las FARC.
Pero, fundamentalmente, el paradigma imperialista a partir de los noventa apunta, más que a las fuerzas armadas, al control y adoctrinamiento del aparato de seguridad interior; a las fuerzas de seguridad, con énfasis en los grupos de operaciones especiales y despliegue rápido; a jueces, fiscales y funcionarios del poder ejecutivo del área de seguridad.
La textualidad de los documentos Santa Fe I y II permite reparar en la sistematicidad y el detalle con que, desde el Departamento de Estado de EE.UU., se planifica la política de seguridad para América Latina; cómo se detectan claramente como enemigos a quienes ataquen la gobernabilidad y atenten contra la propiedad privada y los negocios, y cómo la respuesta es siempre la búsqueda del perfeccionamiento de los mecanismos represivos para lograr el control social con el menor costo posible.
Este nuevo modelo de intervención internacional está montado sobre conceptos como “cooperación internacional”, “multilateralismo”, “gobernabilidad democrática” y, por supuesto, la “lucha contra el terrorismo y el narcotráfico”: expresiones clave para sustentar el nuevo paradigma de dominación, que, acomodado a la época, ya no predica la seguridad nacional, sino la seguridad ciudadana.
Cada año, el congreso yanqui actualiza el Plan de Estrategia Nacional para Combatir el Terrorismo, que, como lineamiento de política exterior yanqui a corto plazo, orienta el accionar de todas las agencias del Estado norteamericano, y renueva los programas de becas para estudiantes extranjeros. Si se proyectan a un segundo plano los ejercicios y cursos para militares, que se siguen haciendo, pero no son más un eje central, hace años que Argentina es parte del Programa de Becas de Contraterrorismo (CTFP) que se destina, no a las fuerzas armadas, sino a grupos de elite de las fuerzas de seguridad (policía federal y provinciales, gendarmería y prefectura). En una versión actualizada de lo que fue la Escuela de las Américas para los militares de los sesenta y setenta, un millar de efectivos de las fuerzas de seguridad argentinas reciben entrenamiento en EE.UU. cada año. De acuerdo con un informe aprobado por el congreso norteamericano, en 2009 un total de 939 integrantes de las fuerzas de seguridad argentinas participaron de estos entrenamientos en territorio estadounidense, a un costo total de 1.434.782 dólares.
A tono con la máscara de la “inseguridad”, también dan cursos dirigidos al manejo de “situaciones de crisis con rehenes”, “secuestros extorsivos” o similares para miembros del poder judicial y el ministerio público, cuyos diplomas son después expuestos con orgullo en sus despachos. EE.UU. no se limita a entrenar a policías y gendarmes latinoamericanos; también “terceriza”, por ejemplo, su accionar a través del Estado de Israel, que ofrece similares cursos, que, de paso, sirven para difundir propaganda sobre su producción industrial bélica.
Así, tras la pantalla de la “cooperación” y con la excusa de la “defensa de la seguridad continental”, entendida como sinónimo de la propia, EE.UU. impuso en pocos años un nuevo esquema de política represiva en el continente, que los gobiernos proimperialistas de los países dependientes se apresuraron a adoptar. En Argentina, todas las fuerzas de seguridad, con un fuerte impulso a los grupos de choque, se han unificado bajo un comando político único, la secretaría de Seguridad, creada por el menemismo en el ámbito del Ministerio del Interior, y que el kirchnerismo trasladó al ministerio de Justicia, Seguridad y DD.HH., para luego autonomizarla como ministerio de Seguridad.

Bien lo explica Loïc Wacquant en su prólogo a la edición para América Latina de Las Cárceles de la Miseria: “América Latina es hoy la tierra de evangelización de los apóstoles del ‘más Estado’ policial y penal, como en las décadas del setenta y del ochenta, bajo las dictaduras de derecha, había sido el terreno predilecto de los partidarios y constructores del ‘menos Estado’ social dirigidos por los economistas monetaristas de América del Norte” (Wacquant 2003: 12). (...)

Decíamos ayer…

En septiembre de 1998, diez meses después de aquel “asalto a sangre y fuego en Saavedra”, CORREPI publicó un breve opúsculo que llevaba por títuloSeguridad ciudadana o (in)seguridad del régimen. Pese al tiempo transcurrido, bien vale reproducir unos pocos párrafos:

[…] sin solución de continuidad, la enardecida y excitada sensación de falta de seguridad encarnada desde el autoritarismo desató una suerte de terror social en las clases medias con el pretexto de un auge de los delitos contra la propiedad, obteniendo consenso para facilitar el control social y la represión. Esta intención, dirigida a lograr la convicción de las clases medias de que cualquiera proveniente de sectores sociales bajos es un enemigo y merece ser eliminado, también está encaminada a los pobres para lograr imponer la desconfianza entre pares.
[…] Seguridad es confianza, tranquilidad, y seguro es lo que está firme, lo que está exento de riesgo o daño o lo que funciona adecuadamente. Hace no muchos años también el lenguaje político daba a la palabra “seguridad” ese sentido. Al asimilar la “seguridad” de la población al problema del “delito”, se perpetra un doble fraude político-ideológico. Por un lado se pretende secundarizar y relativizar un conjunto de demandas populares –trabajo, vivienda, salud, educación– que los rumbos actuales de la economía impiden satisfacer. Al mismo tiempo, al manipular la opinión de millones para que pongamos en el centro de nuestras preocupaciones y demandas el “problema de la delincuencia”, se orienta el reclamo popular hacia cuestiones en las que los gerentes de la Argentina globalizada son expertos en “solucionar”: más cárceles, menos derechos humanos, más pena de muerte, menos garantías constitucionales, millones de pobres bajo sospecha.
El objetivo de la ingeniería represiva del gobierno es mostrar a las asustadas clases medias que el gobierno se ocupa de sus preocupaciones, pero –fundamentalmente– al llenar la ciudad de policías logran el efecto acostumbramiento frente a los desproporcionados dispositivos policiales que acechan las manifestaciones opositoras. Ya pocos se sorprenden de ver tanta policía disciplinando la protesta social, pues se ha convertido en normal su exhibición constante.
El opositor de la década del ’70 era el enemigo real, mientras que el marginal/excluido del presente es utilizado para manipular hábilmente la opinión pública antes que se constituya un polo contrahegemónico al sistema. De allí la equivalencia instrumental notoria entre “erradicar el delito” y “aniquilar la subversión”.
Si con enorme esfuerzo de los familiares de las víctimas y de algunos organismos de DD.HH. se había logrado obtener escasas condenas para asesinos de uniforme, hoy su impunidad está prácticamente garantizada por decreto de necesidad y urgencia. Necesidad de darles licencia para matar y urgencia represiva.
A ello debe sumarse la acción de los medios de información que hace rato se han olvidado que existe el gatillo fácil, y han manipulado la endeble conciencia de vastos sectores con esta sensación de inseguridad.
La necesidad de nuevos ajustes ante los tembladerales del capitalismo mundial requiere un estado represivo sin ningún tipo de cuestionamiento [...]. Si oportunamente los planes de diseño económicos y sociales fueron volcados sobre el convencimiento popular y fueron sufragados, hoy las nuevas prescripciones ante la inestabilidad capitalista, que necesariamente implicarán mayores sufrimientos para la población (ley de flexibilidad laboral, recientes suspensiones en empresas automotrices) requerirán de un enorme aparato de represión frente a las renovadas luchas que se impondrán. En un momento de profunda crisis económica mundial, con previsiones de graves repercusiones recesivas y de parálisis industrial y laboral, no puede soslayarse que [...] se perderán cientos de miles de puestos de trabajo. El aparato de seguridad, previa legitimación, con el pretexto del combate al delito, necesita estar mejor equipado, mejor entrenado, y por sobre todas las cosas, tener asegurada su intangibilidad.
Es obvio entonces que necesiten legislación más represiva, jueces más cómplices y medios que inculquen que hay ladrones y que hay que matarlos; que los escraches (y movilizaciones, piquetes, y cortes de calles) son subversivos y hay que castigarlos y que la policía es una institución que nos protege de los delincuentes y exaltados”.

Y terminábamos, hace 13 años, vaticinando que, por este camino, “…no sólo tendremos muchas más víctimas de la policía, sino que habrá –sobre todo– más Víctor Choque y Teresa Rodríguez”.
Víctor y Teresa, los primeros dos muertos en la protesta social posteriores a 1983, fueron asesinados, ambos, un 12 de abril. En 1995 el primero, en Tierra del Fuego, mientras se movilizaba contra el cierre de la fábrica Continental. Ella, en 1997, en Cutral Có, durante la protesta de los docentes. En los años siguientes, confirmando el pronóstico, fueron fusilados Francisco Escobar y Mauro Ojeda en la masacre del puente de Corrientes, en 1999; Aníbal Verón en 2000, Barrios y Santillán en 2001, los tres en Salta; en todo el país, 39 personas en la represión del 19 y 20 de diciembre de 2001; Darío Santillán y Maximiliano Kosteki en el puente Pueyrredón, en 2002; Luis Cuéllar en Jujuy, en 2003, manifestándose frente a la comisaría en la que otro joven había sido asesinado en la tortura; el docente Carlos Fuentealba, en Neuquén, en 2007, y el trabajador del ajo Juan Carlos Erazo, en Mendoza, en 2008.
En 2010, nueve manifestantes fueron asesinados mientras participaban de una movilización: Facundo Vargas (Pacheco), Nicolás Carrasco (Bariloche) y Sergio Cárdenas (Bariloche), en diferentes marchas contra el gatillo fácil (caso Villanueva, el primero, y Bonefoi, los dos restantes). Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero, fue asesinado cuando, junto a su organización, acompañaba una medida de fuerza de los trabajadores ferroviarios tercerizados en Barracas. Roberto López y Mario López, de la etnia Qom, murieron en la represión a un corte de ruta en Formosa, y Bernardo Salgueiro, Rosemary Chura Puña y Emilio Canaviri Álvarez, en la ciudad de Buenos Aires, en la toma de tierras del Parque Indoamericano.
En este año 2011, otras cuatro víctimas se sumaron al listado de los asesinados por luchar por sus derechos, con Ariel Farfán, Félix Reyes Pérez, Víctor Heredia y José Sosa Velázquez, en la represión a la toma de tierras en Jujuy. Ése es, junto a los 3.200 muertos por el gatillo fácil y la tortura, el saldo humano acumulado en 13 años de doctrina de la “seguridad ciudadana”.

Bibliografía(...)
Revista Herramienta N° 48 Fuente: http://www.herramienta.com.ar/revista-herramienta-n-48/de-la-doctrina-de-la-seguridad-nacional-la-doctrina-de-la-seguridad-ciudada

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