Sustentabilidad de la deuda
o del país
23 de agosto de 2020
Un gobierno de mayorías no puede prosperar con un patrón oligárquico de apropiación de la Tierra
Por
Horacio Machado Aráoz
Dejando de lado las
desorbitadas voces de la derecha extrema local, la amplia mayoría del arco
político del país ha saludado como positivo el acuerdo anunciado por el Ministro
Guzmán con los acreedores privados externos. El oficialismo lo exhibe como un
logro; incluso referentes de la oposición “responsable” así lo admiten.
Desoídos los sectores que
reclaman la impugnación y el repudio de la deuda; archivadas las promesas
electorales sobre una previa revisión democrática de la legitimidad de la misma,
el gobierno instaló de facto un escenario construido sobre la premisa de que “no
hay otra alternativa que pagar”. En ese marco, las discusiones sobre cuán
aceptable/favorable o cuán desventajoso/perjudicial es lo pactado se restringen
al exclusivo campo de los flujos y valores financieros: montos del capital,
tasas de interés, plazos; en definitiva, pareciera que lo único que importa es
cuánto y cuándo vamos a pagar. La cuestión de cómo se van a afrontar los pagos
se debate también dentro del reducido ámbito de las variables macroeconómicas.
En ese reducto, las posiciones de derecha (ortodoxas) ponen énfasis en la
necesidad del superávit fiscal; las que se dicen progresistas o heterodoxas
procuran presentar estrategias de pago que no signifiquen (o que minimicen)
políticas de ajuste. Unos y otros dan por descontado que los dólares necesarios
para afrontar lo comprometido saldrán de un inevitable aumento de las
exportaciones.
Desde los tiempos de campaña,
el actual Presidente planteó que su estrategia de sustentabilidad de la deuda
consistiría en la fórmula de “crecer para pagar”, apostando para ello a un salto
exponencial en el volumen de las exportaciones, como supuesta variable clave
para que el peso de las “obligaciones externas” no signifique mayores “políticas
de ajuste”. Desde
“mis principales aliados son los que exportan”, al anuncio de las
negociaciones con el gobierno chino para exportar millones de toneladas de carne
de cerdo, y la recepción de la Vicepresidenta al flamante
Consejo Agroindustrial Argentino, desde la razón progresista se busca
instalar un sólido consenso en torno a la idea de que la intensificación de la
vieja matriz primario-exportadora de la economía argentina, sería la única vía
posible para eludir el ajuste y la más favorable a los intereses populares.
Esa fórmula parece tener un
poder alquímico, capaz de diluir todas las contradicciones entre empresarios y
sindicalistas, bonistas y deudores, oficialistas y opositores, derechas e
izquierdas. Para unos, es la locomotora necesaria para la reactivación del
mercado interno, el consumo, el empleo, los salarios; para otros, la clave para
la atracción de inversiones y la recuperación de la tasa de ganancias; en fin,
la base de los superávits comercial y fiscal requeridos para cobrar sus
acreencias. En este plano de urgencias económicas, no hay mucho espacio para
preocupaciones ecológicas. En tiempos de emergencia, lo lógico -para los
principales actores del sistema— es sacrificar las riquezas naturales de los
territorios.
Resulta llamativo que en nombre
de la sustentabilidad de la deuda se cree un consenso para la intensificación
del extractivismo. Paradójicamente, un término que nació al lenguaje político
global como significante de problemáticas ambientales, remite ahora a meros
balances y flujos financieros. Los flujos de materiales, como medida de pago del
capital ficticio, pasan absolutamente desapercibidos. Como una ironía de la
historia (o de la necedad política de los tiempos que vivimos), en nombre del
realismo, se impone una lógica sacrificial sobre las fuentes materiales de vida;
en nombre de una estrategia-país, se antepone el cortoplacismo de la lógica
financiera por sobre la temporalidad de los ciclos geológicos de la materia
viviente.
A nuestro entender, la
aceptación política de esta fórmula aparece como síntoma de hasta qué punto ha
calado el neoliberalismo en el imaginario social. La naturalización de la
lógica financiera como patrón único de valor social es lo que explica que este
crecer para pagar no se vea como una contradicción; ni siquiera como
problemático para un gobierno que se pretende progresista. Visto en términos de
una elemental ecología política, implica un rumbo cuya concreción significará la
consumación de un nuevo ciclo de despojo.
Deuda, geometabolismo del capital y ciclos de despojo
No es una novedad para la
ciencia social la asociación entre préstamos internacionales y producción de
desigualdades y dependencias entre países. Desde hace ya más de un siglo, los
estudios clásicos del imperialismo se ocuparon de identificar la deuda como
dispositivo clave de ese engranaje. Entre los análisis de Hobson, Hilferding y
Lenin, se destaca especialmente el de Rosa Luxemburgo, cuya clarividencia tiene
mucho que aportar a los problemas de nuestros días.
Rosa analiza el papel de la
deuda, no como algo aislado ni ocasional, sino como un componente sistémico de
la acumulación a escala global. En tanto el capital supone una dinámica
autoexpansiva que no reconoce límites, la realización de la plusvalía sólo se
logra a costa de una continua expansión geográfica (es decir, ecológica y
sociocultural). Las colonias proveen a los centros de acumulación lo que estos
empiezan a agotar durante su ‘desarrollo’: mercados para sus manufacturas,
nuevas fuentes de materias primas y de fuerza de trabajo, y nuevas oportunidades
de inversión. De allí el carácter indisociable entre colonialismo y capitalismo.
En ese plano, el endeudamiento
de países formalmente independientes cumple la misma función que las guerras de
conquista. Es decir, no se limita a ser un mecanismo de exacción financiera, ni
al poder de tutelaje que los acreedores adquieren sobre las economías deudoras,
sino que la deuda opera decisivamente como dispositivo de ampliación de las
fronteras de mercantilización: creando nuevas zonas de aprovisionamiento y
valorización equivalentes a la invasión de territorios, el saqueo de recursos,
la sobreexplotación de poblaciones subalternizadas y la apertura forzada de
mercados. Así, la deuda realimenta continuamente los ciclos de despojo, una vez
que no son viables los mecanismos tradicionales de la política colonial. En este
proceso, más importante que el drenaje del excedente financiero que ocurre a
través de los pagos, es el drenaje ecológico, de materia y energía, que fluye
desde las economías deudoras a través de sus exportaciones.
Resulta sumamente sugestivo
que, al desarrollar estos análisis, Rosa usara como ejemplo la estructura de
relaciones económicas entre Inglaterra y Argentina en el siglo XIX. Su análisis
devela el fondo de la sujeción imperialista que se realiza a través del crédito.
Pues, el retorno del capital metropolitano invertido en créditos, ferrocarriles
y puertos, no sólo se dio a través de los flujos financieros de la balanza de
pagos, sino principalmente a través de la anexión de la región pampeana como
proveedora de alimentos y otras materias primas baratas claves para su
industria.
Desde la ecología política, la
noción de geometabolismo —que mira el proceso global de acumulación en términos
de los flujos materiales y no sólo de los financieros— permite develar la
dimensión ecológica del imperialismo subyacente en el comercio mundial. Lejos
del mundo idílico supuesto por David Ricardo, el libre comercio no fluye en una
geografía plana, sino que tiene lugar a través de una rígida geometría del poder
que divide jerárquicamente las regiones de la pura y mera extracción, de
aquellas que concentran el procesamiento y consumo diferencial de los recursos.
La división internacional del trabajo (y de la naturaleza) opera como una matriz
que sedimenta y profundiza los mecanismos sistémicos de apropiación desigual del
mundo; de extracción de una plusvalía ecológica.
Así como en el siglo XIX, la
experiencia argentina reciente resulta un ejemplo emblemático de estos procesos.
La dinámica especulativa y de endeudamiento de los ’90 que desembocó en el
colapso de 2001, operó como detonante del boom de las commodities
(2003-2013). El fenomenal salto habido de las exportaciones (cuyas divisas
permitieron ‘desendeudar’ el país y activar la ‘recuperación’ del mercado
interno) significó —en términos geometabólicos— un más que proporcional drenaje
ecológico de energía primaria a través de las cuales la geografía argentina
subsidió la expansión industrial china. Los millones de dólares de exportaciones
‘ingresados’ durante el período encubrieron, en realidad, millones de toneladas
de nutrientes y materias primas estratégicas, literalmente trasvasadas de un
territorio a otro. Una vez menguado el boom exportador, el
funcionamiento de la economía volvió a depender del endeudamiento. Hoy, la
gravosa herencia de la deuda macrista deja al país a disposición de un nuevo
ciclo de despojo.
En este contexto, crecer para
pagar significa forzar la apertura de una nueva frontera de mercantilización
hacia territorios y bienes naturales codiciados por el mercado mundial;
concretamente, avanzar con la explotación de Vaca Muerta y el fracking;
abrir definitivamente la frontera de la explotación del litio en la Puna
argentina; intensificar y ampliar el régimen del agronegocio y de la minería a
gran escala a lo largo de la cordillera. La intensificación del extractivismo
para pagar las obligaciones externas, cumplirá el cometido del endeudamiento:
completar los mecanismos de saqueo financiero con la intensificación de la
plusvalía ecológica. No hay quita de la deuda que compense ese nuevo ciclo de
despojo.
Una dimensión sustantiva de
este problema es la cuestión geopolítica; pues la plusvalía ecológica requiere
control territorial. Es un hecho que las cadenas de exportación del país están
dominadas por el capital transnacional, en el agronegocio y, ni qué hablar, en
la minería y el petróleo. Grandes empresas transnacionales detentan el control
tecnológico, comercial, financiero de esos procesos productivos. Al tratarse de
economías naturaleza-intensivas, el proceso implica la efectiva ocupación y
control de vastas extensiones geográficas. Se configura así una matriz por la
que la integridad territorial del país se fragmenta en cuadrículas de
mono-explotaciones subordinadas a cadenas de valor global. Mediante la
intensificación de las exportaciones, el capital transnacional oligopólico
adquiere una decisiva capacidad de disposición sobre fuentes de agua, nutrientes
y energía primaria de los territorios ocupados. La contracara de la ocupación
territorial es el desplazamiento poblacional. El control del agua, de los
nutrientes y la energía es, lisa y llanamente, el control de (las fuentes) de
vida; de la vida presente y futura.
Extractivismo: cuestión
política; no (sólo) ambiental
Desde sus orígenes, el
pensamiento crítico latinoamericano se constituyó como tal a partir de la
identificación de los regímenes primario-exportadores como el problema de fondo
de las sociedades latinoamericanas. Las críticas no estuvieron dirigidas a sus
consecuencias ambientales, sino a sus implicaciones económicas y políticas.
Desnudaron la conexión intrínseca entre modelo primario-exportador,
concentración de la tierra y poder.
El extractivismo no sólo tiene
que ver con economías exportadoras de naturaleza, sino con un patrón oligárquico
de apropiación, control y disposición de territorios y poblaciones. Ese fenómeno
está en la raíz de la constitución política de nuestras sociedades. América
Latina, como entidad geopolítica, nació al Mundo Moderno como la Gran Frontera
de mercancías. El saqueo originario de sus tierras y poblaciones fue lo que
detonó el Big Bang de la Era del Capital, haciendo posible la
acumulación originaria a través del envío de “vastas reservas de trabajo,
alimento, energía y materias primas a las fauces de la acumulación global”, como
escribió Jason Moore en El auge de la economía-mundo capitalista I.
La historia económica de la
Argentina (y de la región) puede verse en términos de ciclos crónicos de auges y
depresiones sucedidos al ritmo de la explotación de sus recursos naturales; de
endeudamientos y crisis financieras, donde las dimensiones del despojo
financiero y del despojo ecológico se fueron retroalimentando en una espiral
continua de mercantilización creciente. Esa historia nos debería enseñar que el
extractivismo es la dimensión ecológica del imperialismo. Que la producción del
subdesarrollo, de las desigualdades sociales y de los autoritarismos hunden sus
raíces en el duro suelo del extractivismo.
Desde la época de las carabelas
hasta la actual, de grandes empresas transnacionales, el extractivismo opera
como vínculo geometabólico que subsume las economías coloniales a los centros de
acumulación. Las cadenas geográficas de materias primas que fluyen de Sur a
Norte nos atan a un régimen estructural de dependencias y desigualdades
ecológicas, económicas y políticas.
En ese escenario, hoy como ayer, crecer para pagar es
profundizar la dependencia, ensanchar las brechas de desigualdad, al interior de
nuestras sociedades y a nivel global; entre países y regiones; entre cuerpos de
distintos colores, géneros y generaciones. Es, en última instancia, amplificar
los autoritarismos; degradar las condiciones socioecológicas de la democracia.
Porque ningún gobierno de las mayorías puede prosperar allí donde rige un patrón
oligárquico de apropiación de la Tierra.
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