lunes, 24 de agosto de 2020

" Abandonemos las ensoñaciones reformistas: ese posibilismo castrado de las últimas décadas que llevó a ver con buenos ojos cualquier proyecto que fuera un poco menos que el neoliberalismo puro y duro. Habrá que hacer a un lado al neoliberalismo y criticar de lleno a la verdadera fuente de los males: el capitalismo. Habrá que volver a hablar de socialismo. Habrá que hacer del ecosocialismo un proyecto de masas. Y habrá que volver a pensar en la revolución. La alternativa es aceptar la hecatombe y que se salve quien pueda".

Algunas reflexiones sobre

el marxismo de nuestro tiempo

19 de agosto de 2020

Por Ariel Petruccelli (Rebelión)

(...)

A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX diferentes teóricos y escuelas marxistas debatieron sobre la supuesta teoría del derrumbe del capitalismo. Hubo interpretaciones de todo tipo y para todos los gustos: a favor y en contra del derrumbe; derrumbistas reformistas y derrumbistas revolucionarios; negadores del derrumbe desde perspectivas revolucionarias y desde perspectivas reformistas. El derrumbe en cuestión era, con todo, un proceso económico: la posibilidad, o no, de que el capitalismo pudiera seguir su marcha económica basada en la acumulación ampliada de capitales. Estas viejas discusiones hace rato que han salido de la agenda. Y sin embargo, la civilización burguesa se aproxima raudamente a lo que parece un colapso o un derrumbe. El talón de Aquiles del sistema se sitúa -para decirlo con los términos de James O’Connor- no tanto en la “primera contradicción del capitalismo” -la contradicción capital/trabajo- sino más bien en la “segunda”: la contradicción capital/naturaleza. El descalabro ecológico planetario provocado por el desarrollo incesante del capital ha colocado a la humanidad a las puertas de una situación catastrófica.
Ahora bien, desde la perspectiva de la primer contradicción -y con relativa independencia de si se creyera o no en un derrumbe automático del sistema del capital como consecuencia de su propio desarrollo económico- es razonable pensar que el propio desarrollo del capitalismo generará una masa creciente y crecientemente organizada de proletarios: la materia prima de una revolución anticapitalista, los sepultureros del capital, como dijo Marx. El curso histórico real no correspondió plenamente a ese modelo. Aunque la masa de trabajadores asalariados ha crecido indudablemente a escala planetaria, su organización y su predisposición a la lucha ha fluctuado, aunque la tendencia a largo plazo (hasta ahora) ha sido una general integración consumista al sistema (no sin tensiones ni estallidos) antes que la impugnación revolucionaria en el ámbito de la producción. Mayormente, lo que se constata en las últimas décadas es un proceso de relativa desorganización de los proletariados tradicionales de los países centrales, no compensada por un proceso paralelo de organización y beligerancia de los nuevos proletariados en Asia y América Latina. El ideario socialista, por lo demás, sigue en baja.
Aunque el crecimiento económico (resultado necesario del capitalismo y condición clave del funcionamiento “normal” capitalista a largo plazo) se ha ralentizado en los viejos países industriales, la emergencia económica de Asia oriental y sus “tasas chinas” de crecimiento han compensado de momento la ecuación. Y, fundamentalmente, las reformas neoliberales y el proceso de globalización han permitido una enorme concentración de la riqueza: la riqueza privada capitalista ha crecido en promedio muy por encima del crecimiento económico. Superada la coyuntura excepcional de las guerras mundiales, dislocada la amenaza anticapitalista que en algún momento parecieron suponer los estados surgidos de la Revolución rusa, esterilizadas las organizaciones sindicales por una burocracia crecientemente privilegiada y parasitaria, desorganizados las viejos movimientos obreros por los procesos de deslocalización empresarial, a la clase trabajadora no les quedó mucho más que el consuelo de un consumismo acrecentado por medio de una densa red de crédito al consumo de los hogares, dependiente de un crecimiento económico no menor del 3 % anual y crecientemente vulnerable a las fluctuaciones y crisis económicas, cuya frecuencia y magnitud la propia globalización financiera profundiza.
Visto desde el ángulo de la “primera contradicción”, el capital parecería tener la vaca atada, como dice el dicho campero. Aunque las recurrentes crisis elevan olas de protesta popular, las crisis económicas son parte del funcionamiento “natural” del sistema capitalista. En tanto esas protestas carezcan de voluntad de poder, de un proyecto alternativo de sociedad, y de organizaciones dispuestas no sólo a demandar sino decididas a transformar de raíz el sistema social, los personeros del capital no tienen demasiadas razones para la preocupación. La vaca zapatea, pero sigue atada y se la ordeña a diario.
Sin embargo, la situación del sistema es tremendamente critica y sumamente frágil. El crecimiento económico inherente al desarrollo capitalista ha destrozado el suelo sobre el que se levanta todo el edificio social. La devastación incesante y sistemática de la naturaleza coloca a la civilización del capital a las puertas de un colapso, debido a la incapacidad de integrarse establemente en el medio ambiente. El proceso que un tanto reductivamente se llama “cambio climático” es ya una realidad palpable incluso a simple vista. Y de consecuencias dramáticas en lo que tienen de previsibles; e imprevisibles si el aumento de la temperatura promedio no se detiene en 1,5 grados. Aquí están las claves de lo que bien se puede llamar “crisis civilizatoria”.
La contradicción capital/naturaleza ha saltado, pues, al primer plano, amenazando con catástrofes inauditas. De hecho ya estamos experimentando anticipos del mundo dislocado que se avecina. La pandemia del covid-19 es un botón de muestra. En primer lugar porque la proliferación de nuevos virus, lejos de ser un proceso puramente natural, es algo propiciado por el tipo de producción industrial de animales de granja en base a antibióticos y por el avance indiscriminado sobre las selvas y bosques que quedan en el mundo. Esa es la razón de que en los últimos diez años haya habido diez pandemias. Y habrá más en el cercano futuro.
En realidad, en la pandemia del covid-19 no hay nada especialmente significativo como pandemia en sí: ni su grado de letalidad ni su tasa de expansión son significativas en comparación con otras pandemias históricas. Más bien al contrario. Lo que la ha convertido en un acontecimiento histórico sin precedentes es el que ha afectado a países y clases que normalmente resultan invulnerables a las principales causas de mortalidad a nivel mundial, desatando un pánico de masas entre las clases altas y medias del mundo del capital. Es la primera vez que experimentan en carne propia las consecuencias nefastas del desarrollo capitalista. Hay un contraste absolutamente obsceno entre la alarma, la movilización de recursos y la paralización social masiva que ha provocado el covid-19, y la pasividad y naturalidad con que se miran los más de seis millones de niños que mueren en el mundo año tras año por hambre, o por circunstancias vinculadas con el hambre. O el millón de vidas que se cobra anualmente la malaria, pese a que hace ya mucho tiempo que se dispone de la vacuna.

Regresemos ahora a los cuatro escenarios posibles para el futuro del socialismo contemplados por Perry Anderson. Si la rápida panorámica aquí brindada es válida, entonces parecería que de los cuatro futuros posibles para el socialismo, la opción jacobina sería la que mejor encaja si confiamos en que la crisis en curso de nuevos bríos al socialismo revolucionario: la subsunción del viejo ideario dentro de un movimiento renovado, ecologista, feminista, plurinacional y socialista. Sin embargo quizá lo más adecuado sea verlo como una situación intermedia o híbrida entre la posibilidad “jacobina” y la “liberal”. Pienso esto por varias razones. La primera es que desde sus orígenes el socialismo tuvo un componente internacionalista y feminista. No siempre, evidentemente, su práctica real estuvo en consonancia con sus planteos internacionalistas y feministas teóricos. Pero no es menos obvio que ninguna de estas dimensiones le ha sido ajena a la tradición socialista. La cuestión ecológica es de otro calado. No tuvo ninguna centralidad en la tradición, y en este terreno hay que introducir modificaciones mucho mayores. Pero, sin embargo, su misma universalidad hace que la cuestión ecológica, aunque en principio podría involucrar a todos y todas, carezca de un referente social claramente determinado (como las mujeres para el feminismo, cierta nación para el nacionalismo, o los trabajadores para el socialismo); y esos referentes más acotados y precisados son indispensables para una movilización y organización sostenidas en el tiempo. Como problemática “vaporosa”, que nos concierne a todos y todas, la cuestión ecológica es fácilmente domesticable por el capital: con políticas empresariales “verdes”, propuestas para un Green New Deal o insulsas campañas escolares de recolección de basura. La problemática ecológica -socialmente explosiva- sólo tendrá fuerza y potencialidad revolucionaria cuando sea adoptada por sectores específicos (particularmente por la clase trabajadora) y encuentre responsables fundamentales bien determinados (la clase capitalista y su afán de lucro). Aunque ningún socialismo posible en el futuro podría no ser ecologista, y aunque ningún socialismo deseable podría no ser feminista y antirracista, el enemigo esencial a abatir es el capitalismo. La fuente fundamental de los desmanes en el mundo contemporáneo, lo que nos coloca como humanidad al borde del precipicio, es el capitalismo, no el patriarcado o el racismo (por condenables que sean, y por cierto lo son). En consecuencia, aunque un movimiento revolucionario en el siglo XXI deba ser necesariamente plural y multifacético, su centro de anudamiento es el combate contra el capital. Esto no significa necesariamente dar ninguna apriorística prioridad a las clases trabajadoras, por ejemplo, por encima de las mujeres o ciertos grupos étnicos. Significa, más bien, que todos los planteos vinculados a demandas clasistas, etnicistas o feministas deberán ser evaluados en primer lugar por cómo se posicionan en relación al capitalismo como sistema. Por consiguiente, habrá que apoyar a los feminismos anticapitalistas, pero denunciar a los procapitalistas. Habrá que intentar orientar las demandas de los trabajadores en un sentido anticapitalista, antes que favorecer acríticamente reivindicaciones puramente absorbibles por el sistema. Por último, si el capitalismo es un sistema basado en el desarrollo de las fuerzas productivas en un sentido crecientemente destructivo e incluso autodestructivo, la participación decisiva de los trabajadores en el combate contra el mismo es fundamental. Y es precisamente el movimiento de los trabajadores el que menos ha avanzado en los últimos años: más bien ha retrocedido. Revertir esto es imperioso.

Aunque la tradición marxista estuvo fuertemente influida por concepciones escatológicas, perspectivas ingenuamente optimistas respecto al progreso histórico, confianza excesiva en el desarrollo de las fuerzas productivas, etc., no es menos evidente que, al interior de la propia tradición ha habido importantes contrapesos. Prácticamente desconocido, antes que injustamente olvidado, el caso de Manuel Sacristán es de referencia obligada. Como dijera Jorge Riechmann, “Manuel Sacristán pensó el ecosocialismo antes de que el termino ni siquiera existiera”.
En su “Comunicación a las Jornadas de Ecología y Política” de 1979 -un texto prácticamente desconocido- en seis apretados puntos, esbozó un verdadero manifiesto de marxismo ecológico que hoy haríamos bien en reivindicar. En el punto número uno ponía las cartas sobre la mesa y obligaba a un ejercicio autocrítico:
La principal conversión que los condicionamientos ecológico proponen al pensamiento revolucionario consiste en abandonar la espera del Juicio Final, el utopismo, la escatología, deshacerse del milenarismo. Milenarismo es creer que la Revolución Social es la plenitud de los tiempos, un evento a partir del cual quedarán resueltas todas las tensiones entre las personas y entre éstas y la naturaleza, porque podrán obrar entonces sin obstáculo las leyes objetivas del ser, buenas en sí mismas, pero hasta ahora deformadas por la pecaminosidad de la sociedad injusta. La actitud escatológica se encuentra en todas las corrientes de la izquierda revolucionaria. Sin embargo, como esta reflexión es inevitablemente autocrítica (si no personalmente, si en lo colectivo), conviene que cada cual se refiera a su propia tradición e intente continuarla y mejorarla con sus propios instrumentos.
En el marxismo, la utopía escatológica se basa en la comprensión de la dialéctica real como proceso en el que se terminan todas las tensiones o contradicciones. Lo que hemos aprendido sobre el planeta Tierra confirma la necesidad (que siempre existió) de evitar esa visión quiliástica de un futuro paraíso armonioso. Habrá siempre contradicciones entre las potencialidades de la especie humana y su condicionamiento natural. La dialéctica es abierta. En el cultivo de los clásicos del marxismo conviene atender a los lugares en los que ellos mismos ven la dialéctica como proceso no consumable.
En consonancia con esto, Sacristán podía afirmar sin subterfugios que “hemos de ver que somos biológicamente la especie de la hybris, del pecado original, de la soberbia, la especie exagerada”. Pero la biología es meramente condición de posibilidad de ciertos desarrollos. La clave de las mismos no reside en las biológicas posibilidades, sino en las estructuras económico-sociales que empujar en cierta dirección. En tal sentido, no es la humana biología la causa de los presentes descomunales desequilibrios ambientales. Su causa fundamental es el capitalismo. El desarrollo capitalista entraña, necesariamente, desmesura. Y una desmesura potencialmente autodestructiva de la propia especie humana. Ante ello, Sacristán reivindicará el valor de la mesura. Apelará al desarrollo de “una ética revolucionaria de la mesura y la cordura”. Esto es, mesura en el consumo, mesura en la relación con la naturaleza, mesura en la producción de bienes, mesura en la investigación y producción científico-técnica: no todo lo que puede ser producido debe serlo. Pero -y esto conviene subrayarlo- la mesura no se contraponía al radicalismo. Al contrario, Sacristán asumía que en términos ecológicos había que ser muy radical. Los problemas son tales, y de tal magnitud, que no hay ni tiempo para el gradualismo ni es sensato el reformismo. La crisis ecológica en la que se estaba sumergiendo la humanidad era una crisis que exigiría soluciones radicales, revolucionarias. Y no es que esperara Sacristán grandes e inminentes éxitos del movimiento obrero revolucionario. Mas bien al contrario, en 1981 declaró sin atenuantes que se vivían tiempos de derrota, y que nadie de su generación viviría cambios sociales progresivos. Ello no obstante, y a pesar del sólido posicionamiento del capitalismo y del naciente neoliberalismo, la dialéctica perversa del desarrollo capitalista continuaría operando: el capitalismo llevaría ineludiblemente a una situación de crisis ecológica colosal. Podía dudar Sacristán de si se hallarían soluciones a tiempo. De lo que no dudaba es de que las soluciones, si las hubiera, tendrían que ser revolucionarias. Vale decir, con cambio radical de las estructuras económicas y con modificación sustantiva de las finalidades sociales. Tampoco dudó respecto a que el movimiento obrero debería ser un actor clave. En tal sentido escribió:
Las clases trabajadoras (…) se tienen que seguir viendo como sujeto revolucionario no porque en ellas se consume la negación absoluta de la humanidad, negación a través de la cual vaya a irrumpir la Utopía de lo Último, sino porque ellas son la parte de la humanidad del todo imprescindible para la supervivencia.
La clase trabajadora debía ser vista, y tendría que verse a si misma, “como sustentadora de la especie, conservadora de la vida”. En esta línea de pensamiento, Sacristán exploró las opciones políticas, proponiendo simultanear prácticas indispensables a dos niveles: el del ejercicio del poder estatal y el de la vida cotidiana. Ambos necesarios, ambos insuficientes sin la complementariedad del otro. Pero también aclaró:
Las dos prácticas complementarias han de ser revolucionarias, no reformistas, y se refieren específicamente al poder político estatal y a la vida cotidiana. Es una convicción común a todos los intentos marxistas de asimilar la problemática ecológico-social que el movimiento debe intentar vivir una nueva cotidianeidad, sin remitir la revolución de la vida cotidiana a “después de la Revolución”, y que no debe perder su tradicional visión realista del problema del poder político, en particular estatal.
Problemas colosales, soluciones radicales. Pero se trata de un radicalismo no alocado, un radicalismo científicamente informado y mesurado. Su perspectiva política ahondaba todavía analizando problemas conexos, que siguen siendo hoy nuestros problemas. Por ejemplo sostuvo que “la crisis ecológica aumenta la validez y la importancia del principio de planificación global y del internacionalismo”.
Manuel Sacristán -que no en vano fue temprano lector de Georgescu Roegen y su tesis sobre la entropía en el proceso económico- ya lo sabía: el crecimiento económico ilimitado es una ilusión criminal. Lo que nuestra especie y el resto de las especies que comparten con nosotros este planeta necesitan es un reparto igualitario de las riquezas (que no son pocas) y de los esfuerzos, reducir las actividades industriales y el consumo superfluo, planificar la economía y equilibrar el metabolismo socio-natural. Nada de esto es posible sin abolir el capitalismo como modo de producción.
Escribo estas líneas en medio de la cuarentena obligatoria por la pandemia del covid-19. Cuando salgamos de la cuarentena la crisis económica nos estallará en la cara. La crisis ecológica se profundizará en los años próximos y las consecuencias del cambio climático, que ya se están haciendo sentir, serán desoladoras. Es imperioso, en tales circunstancias, romper toda atadura subjetiva con el sistema del capital. Abandonar las ensoñaciones reformistas: ese posibilismo castrado de las últimas décadas que llevó a ver con buenos ojos cualquier proyecto que fuera un poco menos que el neoliberalismo puro y duro. Habrá que hacer a un lado al neoliberalismo y criticar de lleno a la verdadera fuente de los males: el capitalismo. Habrá que volver a hablar de socialismo. Habrá que hacer del ecosocialismo un proyecto de masas. Y habrá que volver a pensar en la revolución.
La alternativa es aceptar la hecatombe y que se salve quien pueda.
Fuente: https://rebelion.org/algunas-reflexiones-sobre-el-marxismo-de-nuestro-tiempo/

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