La situación ambiental de la
isla-continente prefigura
lo que podría generalizarse más temprano que tarde
Australia,
¿el último aldabonazo?
7 de marzo de 2020
Por Eduardo Montes de Oca (Rebelión)
¿Que al parecer el tema se ha posesionado del
comentarista? Sin duda alguna. ¿Que la insistencia supone paranoia? En ese
caso, habría que diagnosticar la dolencia también a la miríada de científicos
que alertan de que los fuegos de Australia –los cuales han arrasado un tercio
del vasto territorio, acarreado la muerte a decenas de personas y a alrededor
de mil millones de especímenes de la fauna, junto con otras espeluznantes
derivaciones– podrían constituir un atisbo del cercano porvenir del globo
íntegro.
Esas apocalípticas escenas proporcionan una idea de
lo que ocurriría si el calor continúa arreciando con el ritmo actual, según
expertos traídos a colación por Fiona Harvey en texto traducido por Emma
Reverter para kaosenlared.net. Richard Betts, profesor de Geografía de la
Universidad de Exeter, en el Reino Unido, ha señalado: “Estamos viendo lo que
serían las condiciones normales en un mundo con […] tres grados centígrados por
encima del período preindustrial. Los incendios son una muestra de cómo podría
ser el planeta en el futuro y nos ayudan a comprender lo que significa el
cambio climático” (CC). Por su parte, Corinne le Quéré, de la Universidad de
East Anglia, ha indicado: “Los incendios en Australia nos muestran el impacto del
calentamiento global con un aumento de un grado centígrado [antes de que los
enormes siniestros empezaran a azotar a la isla-continente, las temperaturas en
esta se ubicaban 1,4 grados por encima del lapso de referencia, un
caldeamiento más acelerado que la media mundial, de 1,1.], así que solo cabe
esperar que las consecuencias sean más graves si no tomamos las medidas
necesarias para frenar el cambio climático”.
Ah, las medidas necesarias, entre ellas la
reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). He ahí el
problema. ¿Por qué? Pues porque la lucha emprendida por la porción más
consciente de la humanidad resulta obstaculizada, coartada por… la esencia
misma del régimen extendido. Pero calcemos estos asertos con una
“radiografía” realizada por Rosa Guevara Landa en el artículo “Australia, las
dimensiones de una hecatombe” (rebelion.org).
Proporciona, la colega, datos que contribuyen a
comprender mejor el panorama, “a acercarnos […] con todas las alarmas
encendidas”: El país en cuestión es uno de los siete que la ONU sitúa en la
categoría de megadiversidad, ya que en conjunto albergan el 70 por ciento de la
biodiversidad del orbe. Allí viven entre 600 000 y 700 000 especies, muchas
endémicas (84 por ciento de las de plantas, 83 de las de mamíferos, 45 de las
de aves…). Es uno de los “mayores emisores de CO2/habitante/año (más de 15
toneladas, por encima de EE.UU.; únicamente las monarquías del Golfo le
superan)”. Se ha erigido en el Estado que “ha ido más lejos en la privatización
y la financiarización del agua (el precio se fija todos los días en los
mercados). Cientos de agricultores han tenido que cesar su actividad: sin
dinero, sin agua para regar los cultivos… mientras que la agroindustria acapara
las tierras y el agua para regar los monocultivos de almendra y especular con
los precios. En diez años, el comercio del agua se ha convertido en un nuevo
Eldorado, con un volumen de negocio de 2 000 millones de euros al año. Hay
hogares que consagran hasta el 25% de su renta a la compra de agua”.
En una nítida y abarcadora visión de la
multiplicidad de razones de la debacle, Guevara Landa nos impone de que el 80
por ciento de la electricidad se genera con carbón, fundamental culpable de la
temida metamorfosis; en cuanto a las desigualdades sociales, de 2003 a 2015 “la riqueza
media del 20% de los hogares más ricos ha aumentado un 53%; la del 20% de los
hogares más pobres ha descendido un 9%”. Los recursos están abrumadoramente al
servicio del sector privado.
Asimismo, “el poder australiano aplica una política
particularmente inmunda de rechazo de la inmigración y es un adalid de la
represión de los sindicatos, de los y las periodistas y de los movimientos
ecosociales que se oponen a la destrucción del medioambiente. (El Gobierno ha
ofrecido cuatro millones de dólares australianos al negacionista climático
Bjørn Lomborg; le ha ofrecido todavía más para que se instale en la Universidad
de Perth, un proyecto al que ha tenido que renunciar ante la protesta del
universo científico…)”. La influencia del capital extractivista en la vida
política local quedó patentizada en la última campaña electoral: “El magnate
del carbón Clive Palmer (conocido negacionista climático, famoso por su
proyecto de ampliación de una terminal carbonera que dañaría gravemente la Gran Barrera de
Coral) invirtió enormes sumas (53.600 millones de dólares australianos, más que
conservadores y laboristas juntos) en la fundación de un seudopartido […], con
el único fin de quitarle votos al partido laborista y asegurar así la victoria
de Scott Morrison, fiel devoto de sus proyectos”.
Guevara nos recuerda que, en octubre de 2019,
unos 200 entendidos expresaron su preocupación por la rapidez con que
desaparecen especies nativas, en una carta abierta al primer ministro, el
susodicho Morrison. En diciembre del mencionado año, se batió en dos ocasiones
el récord de temperatura más alta: 40,9 y 41,9 grados centígrados (el propio
efecto de los incendios las elevó por encima de esos valores en diversos
puntos). Se han liberado a la atmósfera hasta la fecha más de 400 000 millones
de kilogramos de CO2 (el equivalente a todo el carbono proveniente de la
actividad industrial del Reino Unido en 12 meses).
“Los incendios generan grandes cantidades de CO2,
negro de carbón y aerosoles. Emitidos a la atmósfera a gran altitud, estos
distintos elementos no tienen el mismo efecto sobre el clima: el CO2 y el negro
de carbón contribuyen al calentamiento, mientras que los aerosoles producen
enfriamiento, pues reflejan la radiación solar (eso mismo se produce a causa de
las erupciones volcánicas). Lo que ocurre es que los aerosoles vuelven a caer
al cabo de unos meses, mientras que el CO2 se acumulará en el aire durante más
de un siglo. A la larga, por tanto, se impondrá el efecto de calentamiento”.
Y la nación no está siquiera en camino de cumplir
la meta, fijada en el marco del Acuerdo de París, de alcanzar para 2030 una
reducción de emanaciones de entre 26 y 28 por ciento respecto de las de 2005.
Aquí la analista de Rebelión se auxilia del columnista Alejandro Nadal (La
Jornada): “De acuerdo con el índice de desempeño sobre cambio climático
(www.climate-change-performance-index.org) que agrupa a las 57 economías
responsables del 90 % de las emisiones de GEI, Australia ocupó el último lugar
en 2019. Y esta situación va a empeorar. Desde el primero de agosto de 2019 los
incendios en Nueva Gales del Sur y Queensland han emitido 306 millones de
toneladas de dióxido de carbono; ese monto representa más de la mitad de las
emisiones anuales de Australia”…
Impracticable reflejar en estas líneas el rosario
de catástrofes del aludido cariz que proliferan en aquellos pagos, con raíces
histórico-sociales, económicas, políticas. Además, lo que quiere encarnar mero
aunque contundente ejemplo del estropicio originado por el capitalismo, hoy en
aquelarre neoliberal, podría aparecer ante ojos suspicaces como una suerte de
pase de cuentas a un sitio determinado, cuando la anomalía desborda fronteras,
para convertirse en asunto de la Tierra en pleno.
Las sequías, las nevadas, los huracanes, los
tifones, los terremotos, los tsunamis…, no se constituyen en “patrimonio” de
nadie en específico. Compartidos por todos los mortales serán, son,
verbigracia, las secuelas del caldeo oceánico, que en 2019 experimentó un nivel
récord, más allá de los 2
000 metros de profundidad. Algo así como si “5 bombas de
Hiroshima se arrojaran al mar cada segundo”, conforme a un estudio recién
publicado en la
revista Advances in Atmospheric Sciences y reseñado por
Terray Sylvester, de la
agencia Reuters.
Cosas veredes
Durante su intervención en el Foro Económico
de Davos, Donald Trump llamó a priorizar el desarrollo y a rechazar a “los
profetas de la destrucción que predicen el Apocalipsis”, postura condenada en
los cuatro puntos cardinales. Empero, aseveremos en “descargo” del
magnate-mandatario que la actitud no debe asombrar, por ya asentada. El 4 de
noviembre de 2019, la Casa
Blanca notificó formalmente a la Organización de Naciones
Unidas que retirará a los Estados Unidos del Acuerdo de París de 2015, una
salida que se concretará el año en curso y que va en contra de las
recomendaciones de la comunidad científica internacional. De entre los 197
países que se han adscripto al convenio, comprometiéndose a reducir los GEI y
ayudar a los estados en vías de desarrollo a hacer frente a los efectos de la
megamutación, solo EE.UU. ha amenazado con abandonarlo.
Expresión extrema de una posición cortoplacista,
centrada en las ganancias prontas, con una (i)lógica instrumental que excluye
al sujeto, la humanidad, en tanto absolutiza la reproducción del capital. No
importa que la cita suiza de los pudientes abordara por primera vez el CC en
calidad de uno de los principales riesgos globales, y que, a diferencia de
otros encuentros, las preocupaciones de índole económica quedaran relegadas
ante las cuestiones ambientales.
Más allá de esas intranquilidades, como argumenta
Cecilia Zamudio en rebelion.org, el “maquillaje verde” no trueca la esencia de
la formación de marras. Formación en la que “el sobreconsumo es un fenómeno
teledirigido por el aparato cultural […], por el bombardeo publicitario. La Obsolescencia Programada ,
mecanismo perverso de envejecimiento prematuro de las cosas, implementado
adrede en el modo de producción capitalista, también le garantiza a la
burguesía que las masas sobreconsuman, porque así es que la burguesía llena sus
arcas: en base a la explotación contra las y los trabajadores y en base a la
devastación contra la naturaleza”.
El cataclismo, por supuesto, no halla solución con
lo que se intenta. “Ante la tragedia palpable de continentes de plástico
flotando en los océanos, de la deforestación vertiginosa de bosques milenarios,
de los glaciares depredados, de las napas freáticas y ríos contaminados y
desecados, de cordilleras rebanadas por la mega minería, del uranio empobrecido
con el que el complejo militar industrial bombardea regiones enteras, de los
niveles de CO2 en claro aumento, el cinismo de los amos del mundo es
descomunal. Cómo si plantearan lo siguiente: ‘No se puede tapar el sol con un dedo, es decir ya
es inocultable la devastación del planeta que los grandes capitalistas estamos
perpetrando; ahora bien, lo que sí se puede hacer para seguir depredando y
capitalizando, es mentir sobre las causas profundas y sistémicas del problema’”.
Lo importante es que “‘no se nos señale a nosotros
como los responsables, que no se nos señale a los propietarios de los medios de
producción, los que decidimos qué se produce, bajo qué condiciones y a qué
ritmo, los que nos enriquecemos mediante el saqueo de la naturaleza y mediante
la plusvalía que le sacamos a las y los trabajadores, los que decidimos cómo
debe comportarse la población, ya que la inducimos al sobreconsumo que nos
enriquece a nosotros, y la inducimos a no cuestionar [lo que] tanto nos
conviene a nosotros como minoría dominante’”.
De ahí, el desasosiego exhibido en Davos por
quienes pretenden “curar la gangrena con tiritas” (coincidamos en que la enorme
asolación no se conjurará con los placebos proporcionados en primerísimo lugar
para encauzar el descontento multitudinario hacia callejones sin salida).
“Mientras tengamos capitalismo, este planeta no se va a salvar, porque el
capitalismo es contrario a la vida, a la ecología, al ser humano, a las
mujeres”, proclamaba Berta Cáceres, “auténtica ambientalista y luchadora social
hondureña, asesinada por oponerse al saqueo capitalista”, evoca Zamudio.
Pregonaba bien, Cáceres, ya que el Sistema se
caracteriza por la conversión de todo en mercancía, la extracción de plusvalía,
la desposesión de lo común, la búsqueda del beneficio, la competencia entre los
diferentes capitales y la creación de una gran masa que solo tiene para
sobrevivir su fuerza de trabajo; el costo que para los más está conllevando la
vida privilegiada de los menos se ha convertido en insoportable y arrecia en la
medida en que se agudiza la crisis, con la imposibilidad de superación de las
contradicciones internas –dificultades en la tasa de ganancia, en la
acumulación de capital, sobreproducción…–.
No obstante, “el capitalismo está dispuesto a
pervivir sea como sea”, a golpes de sudor y sangre, con la consiguiente
simulación –hay que guardar las apariencias, ¿no?–. Como apunta Marisa del
Campo Larramendi en Rebelión, no lo sacude la vergüenza al echar mano incluso
del oxímoron (“figura retórica que consiste en complementar una palabra con
otra que tiene un significado contradictorio u opuesto. Por ejemplo: secreto a
voces, agridulce o muerto viviente”). A todas luces, “la utilización de
‘verde’, entendido como ecológico, junto a la palabra ‘capitalismo’ sería
contradictoria en los propios términos… aparte de un demagógico uso […] que
trataría de ocultar las leyes fundamentales del capitalismo, pues solo desde su
desconocimiento o desde un propósito de manipular conciencias es posible esa
quimera llamada capitalismo verde”.
Quimera porque el descomunal avance de la
productividad ha marchado paralelamente con un espectacular acrecentamiento de
las expulsiones de CO2. Entonces, preguntémonos con nuestra fuente si la
solución provendrá del establecimiento de proposiciones como las ecotasas. Y
respondámonos que no, por la inherente bajada del margen de beneficios
empresariales, solo compensable con el peso sobre los salarios, la reducción de
impuestos, o las subvenciones; por el hecho de que las empresas contaminantes
son más “eficaces” y tienen menos costos productivos; porque “perturbarían la
competencia entre capitales, desplazando a estos a los ‘bienes verdes’
subvencionados, lo cual, de nuevo, solo se podría reequilibrar bajando los
salarios”; ya que fomentarían las deslocalizaciones, y se originarían
desequilibrios tanto por parte de la demanda –dada la reducción de sueldos–
como de la oferta –sobreproducción de bienes verdes o el despegue de los
precios de dichos bienes…–
En fin, “el cumplimiento de esos propósitos
frenaría el crecimiento. Por ejemplo, una reducción del 85 % de las emisiones
de CO2 supondría una bajada del PIB mundial del 3,3 por año. Esta limitación
del crecimiento sería incompatible con el principio capitalista de la
acumulación continua y ampliada del capital”. La materialización de estos
cacareados anhelos vendría a exigir la instauración de una instancia ejecutiva
planetaria que colisionaría con la división internacional de trabajo, los
intereses de las grandes corporaciones y multinacionales y los objetivos de los
estados hegemónicos.
Una economía verde y sostenible solo devendría
factible en el ámbito de una planificación en escala universal, la que
conllevaría una transformación radical del modo de producción, de los bienes
producidos y de los modos de consumo. Y provocaría una contracción substancial
del excedente, “algo de nuevo inaceptable para el capitalismo”, que solo
garantizaría un “parcheo verde”: nuevas fuentes de energía, mejor
aprovechamiento de recursos, ahorro energético…, los cuales no vulneran la
naturaleza de la formación social…
Sí, usted lo ha inferido. La única vía de
salvación, el socialismo. Australia en llamas lo confirma. Y esto dista mucho
de paranoia.
Fuente: https://rebelion.org/australia-el-ultimo-aldabonazo/
No hay comentarios:
Publicar un comentario