Soberanía en tiempos de biopolítica:
estado de alarma y derechos fundamentales
20 de marzo de 2020
Por Jorge León Casero, profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza.
Fuente: Salto Diario –
La declaración de un estado de alarma ante una crisis sanitaria
no es una decisión que responda únicamente a razones puramente científicas. Es
un modelo de gestión de la población propio de un régimen disciplinar orientado
al control de la conducta de los individuos. Según el Instituto Nacional de
Estadística, la última campaña de gripe en España causó 525.300 casos y 6.300
muertes. A escala mundial, las epidemias por gripe pueden llegar a causar hasta
5 millones de casos de enfermedades graves y unas 650.000 muertes por año. Por
su parte, de los 80.000 casos de coronavirus detectados en China desde el
comienzo de la crisis, más de 60.000 están curados, la mayor parte de los
mismos sin un tratamiento mayor que el aplicado en un simple catarro. Por
supuesto, no estamos diciendo que no se deban tomar precauciones y modificar en
cierta medida aquellos comportamientos que puedan poner en riesgo a las partes
más vulnerables de la
población. Simplemente creemos que deberíamos preguntarnos
por qué se declara el estado de alarma en el caso del coronavirus y no en el de
la gripe. ¿Somos realmente conscientes de lo que supone anular algunos de
nuestros derechos más fundamentales, como es el derecho de reunión pacífica
recogido en el art. 21 de la Constitución Española o el derecho a circular
libremente por el territorio nacional del art. 19? Y lo que es más preocupante
aún, ¿somos realmente conscientes de la facilidad con la que renunciamos a
nuestros derechos y otorgamos potestades soberanas al poder ejecutivo cada vez
que se produce una situación de alarmismo social?
Después de que Naomi Klein mostrase
en La doctrina del shock (2007) (LINK) que la mayor parte de modificaciones
sustanciales de los regímenes políticos acaecidas durante el último medio siglo
siempre han sido precedidas de agresivas campañas propagandísticas orientadas a
provocar el miedo y el alarmismo social como estrategia de aceptación de las
medidas adoptadas, deberíamos plantearnos seriamente la posibilidad de que la
declaración del Estado de alarma en España haya sido motivada por factores
políticos y económicos ajenos a un planteamiento puramente “científico” o
“biológico” de la crisis. (Ver LINK)
LA
PESTE Y LA
VIRUELA
Según Foucault, existen dos modelos paradigmáticos en la
política de poblaciones, que derivan
directamente de dos posibles formas de enfrentarse a una epidemia: el modelo
disciplinar, derivado del tratamiento de la peste, y el modelo securitario,
derivado del tratamiento de la viruela. Mientras que el modelo del tratamiento
de la lepra se reducía a la simple expulsión de los infectados, el modelo
disciplinar desarrolló grandes dispositivos de vigilancia y gestión del espacio
con el objetivo de controlar la conducta de sus usuarios sanos. El objetivo ya
no era excluir a los enfermos, sino regular el comportamiento de aquellos que
podían infectarse. Para lograrlo, la gestión de la peste siempre se hacía
mediante un control estricto de la movilidad y los hábitos de todos los
ciudadanos, indicando a la población cuándo podían salir, cómo, a qué horas,
qué debían hacer en sus casas, qué tipo de alimentación debían seguir, qué
tipos de contacto podían tener y cuáles no, obligándoles incluso a presentarse
periódicamente ante inspectores o a dejarles entrar en sus casas. En palabras
del propio Foucault, el modelo disciplinar “fija los procedimientos de
adiestramiento progresivo y control permanente” de cada individuo.
Por su parte, el modelo securitario no busca tanto la
normalización de la conducta de cada individuo como asegurar que el conjunto de
la población se mantiene dentro de unos márgenes controlados que no se alejan
demasiado de la media estadística (de individuos sanos). En este sentido, el
control de la viruela no limitaba en modo alguno la libertad ni la movilidad
espacial de los individuos, sino que se ejercía mediante prácticas obligatorias
de inoculación (vacunación), que asegurasen que siempre iba a haber un número
suficiente de individuos con los anticuerpos necesarios para no desarrollar, ni
por tanto contagiar y diseminar, el virus. Las muertes de una minoría de
implicados eran aceptadas como algo completamente normal siempre y cuando
existiese la garantía de que hay un número de personas no vulnerables a la
enfermedad que impiden su propagación a escala epidémica. Concretamente,
Norbert Wiener mostró hace más de medio siglo que las matemáticas con las que
puede calcularse el riesgo de propagación de un virus eran prácticamente las
mismas con las que se calculaba el riesgo de propagación de un incendio. En el
primer caso, se trata de la proporción existente entre el número de individuos
susceptibles de contagio frente al que han desarrollado los anticuerpos. En el
segundo, de la proporción existente entre el número de partículas combustibles
frente al de partículas incombustibles. Tal y como afirmaba Foucault, el
“problema fundamental va a ser saber cuántas personas son víctimas de la
viruela, a qué edad [se producen la mayor parte de los casos], con qué efectos,
qué mortalidad, qué lesiones o secuelas [tiene], y qué riesgos se corren al
inocularse”.
Desde este punto de vista, la gran diferencia entre la gripe y
el coronavirus radica en que todas las epidemias mundiales de gripe que se
suceden anualmente cuentan con rápidas y efectivas campañas de vacunación que
aseguran que la epidemia no se descontrolará. En el caso del coronavirus en
cambio, aún no hay vacuna, si bien cada vez son más las personas curadas que
han desarrollado o se espera que desarrollen en los próximos días los
anticuerpos necesarios que les permitan funcionar socialmente como un cortafuegos
de la epidemia. El
Estado de alarma se ha tomado como una medida preventiva para
el control de contagios que funciona según el modelo disciplinar de gestión de
la peste, mientras la mayor parte de infectados genera en su casa los
anticuerpos necesarios que permitan volver a instaurar un modelo de gestión
securitario. A nivel de gestión de epidemias esto es algo suficientemente
conocido que no supone mayor problema. El problema que realmente debería
preocuparnos a nivel social no es tanto el control del virus ―cosa que se va a
hacer tarde o temprano―, como el origen económico de las principales presiones
a las que ha sido sometido el poder ejecutivo de España para declarar el Estado
de alarma, y la facilidad con la que dicha decisión ha sido obedecida por las
instituciones políticas, así como socialmente aceptada (e incluso aplaudida y
bienvenida) por la mayor parte de la población.
SOBERANÍA Y BIOPODER
Guste o no escucharlo, hace ya décadas que España no es un
Estado soberano. La
Constitución Española podrá afirmar en su primer artículo que
“la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes
del Estado”, si bien la práctica totalidad de las competencias que Jean Bodin o
Carl Schmitt atribuían a la soberanía, como eran el poder de emitir moneda o el
derecho de última instancia, ya no se encuentran entre los poderes del Estado.
Del mismo modo, el principal atributo del soberano según Schmitt ―la capacidad
de declarar los estados de sitio o excepción―, en nuestro caso reducido al
estado de alarma, es una decisión cuyo origen último debería ser buscado más en
unos poderes fácticos que tratan de dar una apariencia de dominio efectivo de
la situación, ante unos posibles disturbios sociales que suman al país en “la
anarquía”, que como una medida única y exclusivamente sanitaria. Lo que la
declaración del estado de alarma está diciendo al mundo no es que Europa es
capaz de controlar una epidemia, sino que Europa tiene un soberano que no es
tanto el Parlamento o “el pueblo” como el Banco Central Europeo (BCE).
Si en el pasado el soberano era aquel
capaz de declarar el estado de guerra, y por tanto de identificar al enemigo
público, ello se debía a que durante la mayor parte de la historia la guerra ha
sido uno de los mayores miedos de la población. En la actualidad, en cambio, si bien
el terrorismo sigue siendo uno de los leitmotivs principales con los que
ejercer el poder soberano en perjuicio de los derechos fundamentales de los
individuos, está claro que el miedo a una pandemia es una cuestión todavía más
efectiva para ejercer un poder soberano que garantice el control de la
movilidad de los individuos, y ello con el pleno consentimiento de los mismos.
En un mundo cada vez más conectado y con una densidad
poblacional nunca vista ―recordemos que desde el año 2000 más del 50% de la
población mundial vive en ciudades y que el porcentaje se espera que llegue al
80% para 2050―, las crisis epidémicas a nivel mundial van a ser cada vez más
habituales. A este respecto, resulta crucial tener en cuenta que el modo en que
gestionemos esta crisis sanitaria va a servir como pauta y modelo para una gran
cantidad de casos futuros. El coronavirus pasará, pero las decisiones políticas
tomadas durante esta crisis es probable que duren mucho más. Debido a ello,
deberíamos reflexionar mínimamente si el recurso inmediato al alarmismo social,
el saqueo de supermercados y la gestión soberana-autoritaria de la crisis por
parte de los poderes políticos, desde el momento en que el BCE dice que hay que
tomar medidas drásticas, es el mejor protocolo que podemos desarrollar.
En el caso de Roma, el paso de la
República al Imperio se debió a una gestión soberana del poder que pusiera fin
a los disturbios y las guerras civiles. Del mismo modo, el origen de la mayor
parte de los Estados y monarquías absolutas europeas a lo largo del siglo XVII
fue consecuencia de las crisis y disturbios originados por las guerras de
religión. En la era de la biopolítica y la movilidad tecnológica, lo más
probable es que en caso de producirse un nuevo devenir autoritario de los
regímenes políticos occidentales, ello sea justificado por una gestión de los
disturbios sociales que pueda provocar una epidemia y/o un posible escenario de
carencia de recursos. A este respecto, no deberíamos olvidar nunca que es
precisamente en los casos de mayor alarmismo social cuando todo el mundo
reclama un soberano que venga y lo proteja. Ante esta situación, lo primero que
habría que temer no sería tanto la epidemia en sí como nuestro oscuro deseo de
un Leviatán que lo solucione todo “con mano firme”. Ahora más que nunca, la
primera cosa que deberíamos recordar no es otra que la primera consigna de todo
auténtico revolucionario libertario. Precisamente aquella que fue negada por el
Hegel más conservador en su defensa del Estado: Fiat
iustitia, pereat mundus! (“Que se haga Justicia
aunque perezca el mundo”).
Fuente: http://desalambrar.com.ar/soberania-en-tiempos-de-biopolitica-estado-de-alarma-y-derechos-fundamentales/
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