La dimensión política del coronavirus
15 de marzo de 2020
Tras unas semanas en las que abundaron las críticas a China
por su gestión de la crisis, varios países del mundo occidental han entrado en
pánico por la gestión de la crisis provocada por el coronavirus.
Por Angel
Ferrero para
El Salto
En un momento en el que los esfuerzos de los estados están
concentrados en la contención de la pandemia mundial de coronavirus (covid19),
puede parecer una frivolidad preguntarse por sus repercusiones políticas. Sin
embargo, a nadie se le escapa que antes o después llegarán. Por lo pronto, el
impacto económico ya se está dejando notar: los principales índices bursátiles
han registrado caídas —el jueves Wall Street cerró después de que el Dow Jones
se dejase 1.700 puntos en la apertura— y sectores enteros de la economía y las
cadenas de suministro se han visto golpeados.
El
director de Foreign Policy In Focus, John Feffer, recogía en un artículo
reciente algunos datos que no está de más reproducir aquí: se ha calculado
que el tráfico mundial de contenedores de transporte se reducirá un 9,5%
este mes de marzo, y del sector industrial al turístico —reservas
hoteleras, restauración, aerolíneas y cruceros— e incluso el entretenimiento
—cancelación de conciertos, exposiciones en museos, funciones de teatro y
estrenos cinematográficos— las consecuencias ya se dejan notar.
China
ha ajustado su previsión de crecimiento, que ha rebajado a un 5% del PIB
del 6% previsto, y se espera una caída similar para Italia, cuyo
gobierno ha anunciado ya una inversión adicional de 25.000 millones de euros.
Según fuentes del Fondo Monetario Internacional (FMI), Italia podría
necesitar un rescate de 500 a
700 mil millones de dólares. El pasado martes la Unión Europea
adelantó que activará un fondo de 25.000 millones de euros para hacer frente a
la crisis, un día antes de que el Banco Central Europeo (BCE) alertase de la
posibilidad de una crisis como la de 2008 si no se toman medidas cuanto antes.
Bloomberg
presentaba hasta cuatro escenarios, en el peor de los cuales la economía
global perdería 2,7 billones de dólares y algunas de las principales economías
industriales verían caer su PIB hasta un 3%. Según sus autores, “las históricos
bajos niveles de las tasas de interés y los elevados niveles de deuda” limitan el
margen de maniobra de los estados europeos, haciendo que la “caja de
herramientas sea poco adecuada para la tarea” de enfrentarse al daño económico
que causará la pandemia.
“Si
algo con una tasa de mortandad relativamente baja como el coronavirus, de entre
un 1 y un 4%, en comparación con el 50% del ébola, puede ocasionar semejante
daño a la economía global, quizá es que el paciente estaba sufriendo ya de
algún tipo de dolencia previa”, observa Feffer. “Puede parecer ridículo esperar
que un patógeno, incluso uno que se propaga al ritmo de una pandemia, pueda
revertir una trayectoria que lleva desarrollándose un siglo, pero el estallido
de coronavirus coincide con los ataques a la globalización económica desde
diferentes sectores”, añade el director de Foireng Policy in Focus, quien cita
el ejemplo de los ecologistas que cuestionan desde hace décadas la política de
crecimiento y la mundialización.
En este
sentido, el covid19, “como la pandemia de gripe de 1918, puede contribuir a una
mayor fragmentación” o puede “servir como recordatorio de cómo la salud de la
humanidad ha dependido de allende de las fronteras durante milenios” —las
pandemias, recuerda el autor, siempre han estado relacionadas con los
desplazamientos comerciales y militares— conduciendo a replantarse “cómo
funciona el mundo”.
Quizá
no se equivocaba del todo el editor del Global Times, Hu Xijin, al afirmar que
“nos encontramos ante la primera fase de un enorme cambio”, ni tampoco
exageraba el sociólogo Jósczef Böröcz al decir que “la humanidad se
encuentra a prueba […] ¿Cómo reaccionan las culturas, clases e individuos a un
desafío colectivo de esta importancia? ¿Qué culturas, clases e individuos son
capaces de ajustarse a las respuestas colectivas adecuadas? ¿Qué produce
reacciones sociales absolutamente antisociales? ¿Quién se dedica a
pseudoactividades irrelevantes? Y la mayor pregunta de todas: ¿Qué culturas,
clases e individuos serán capaces de sobrevivir o cuáles se irán por el
desagüe?”
PRIMERO
SCHADENFREUDE, LUEGO PÁNICO
Como se
ha señalado ya en varios lugares, y el propio Feffer recoge, la primera
reacción de muchos comentaristas occidentales al brote de covid-19 en Wuhan fue
de Schadenfreude, un término alemán de uso frecuente en los medios con el que
se describe el sentimiento de alegría por la desgracia ajena. ¿Cuántos medios
no hablaron de un ‘Chernóbil chino’? Se lo preguntó The Guardian, lo
afirmó la revista Newsweek y, como por desgracia acostumbra
a suceder, en España se repitió acríticamente en diarios como
el ABC y en todos los telediarios de importancia. Foreign
Policy llegó a acusar a China de haber “puesto en riesgo al mundo”
con su “incompetencia”.
Muy
diferente era el juicio de las autoridades sanitarias competentes: después de
visitar el país, el director ejecutivo de la Organización Mundial
de la Salud (OMS) para brotes epidémicos y emergencias sanitarias, Bruce
Aylward, elogió en una rueda de prensa a finales de febrero la respuesta china
y señaló que el resto de países no están preparados, “pero pueden estar listos
rápidamente si hay un cambio de mentalidad sobre cómo vamos a manejar la
enfermedad”.
En
una entrevista con el medio estadounidense Vox publicada a
comienzos de este mes, Aylward desarrollaba sus conclusiones. “La cuestión es
la velocidad, todo se reduce a la velocidad: cuanto más rápido se puedan
encontrar los casos, aislarlos y rastrear sus contactos, más éxito se tendrá”,
exponía. Lo que demuestra la respuesta de China en 30 provincias, continuaba,
“es que si uno se lo propone, se arremanga y comienza el trabajo sistemático de
encontrar los casos y rastrear los contactos, se puede modificar la forma del
estallido, reducir la presión y prevenir que mucha gente enferme y que los más
vulnerables mueran”.
En
Nueva York el cierre de escuelas se ha considerado como “la última opción”, ya
que significaría dejar a 114.000 estudiantes sin hogar sin la posibilidad de
recibir atención médica o comida
No se
trata solamente de medidas comunes como el aislamiento de casos y la suspensión
de reuniones públicas, sino de construir instalaciones hospitalarias
especializadas, acelerar las pruebas —los resultados se conocen en un espacio
de cuatro a siete horas— y garantizar su gratuidad, agilizar las recetas de
medicamentos y crear una red para su distribución a las poblaciones afectadas,
así como adquirir aparatos de respiración asistida, oxígeno, material de
laboratorio. E incluso a pesar de ese esfuerzo hercúleo “hubo problemas con los
suministros en algún punto”. ¿Y qué hay del aislamiento de ciudades enteras o
del seguimiento de ciudadanos a través de sus teléfonos móviles? “Los
aislamientos a los que se refiere, las preocupaciones por los derechos humanos,
reflejan la situación en lugares como Wuhan, [los aislamientos] se concentraron
en Wuhan y otras dos o tres ciudades que explotaron [con casos de COVID-19],
estos lugares se descontrolaron al comienzo [de la epidemia] y China tomó la
decisión de proteger a China y al resto del mundo.”
Ahora
que el covid19 se extiende por Europa y Estados Unidos, la comparación en la
gestión de la pandemia ha dejado en evidencia la “dolencia previa” de la que
hablaba Feffer. En EEUU, hogar de 28 millones de personas sin seguro médico,
las enfermeras se han quejado por la falta de equipos y también lo ha
hecho el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC)
por la escasez de material de laboratorio para las pruebas de
detección después de haber sufrido retrasos y errores.
En
Nueva York el cierre de escuelas se ha considerado como “la última opción”, ya
que significaría dejar a 114.000 estudiantes sin hogar sin la posibilidad de
recibir atención médica o comida. En Counterpunch resumía bien la
situación JP Sottile al escribir que estos últimos cuatro años la Casa Blanca “ha estado
privan do de oxígeno a las agencias
federales, reduciendo sus recursos y su personal”, avanzando en el programa
neoliberal de tres décadas que convierte así a Donald Trump en “el omega al
alfa de Ronald Reagan”. “Cualquier ‘incompetencia’ relacionada con el
coronavirus que veáis en las noticias es una característica intrínseca de todo
ello, no un error”, denunciaba Sottile.
Cabe
recordar que todo esto sucede mientras China clausuraba recientemente 16
hospitales de emergencia en Wuhan, enviaba 250.000 mascarillas y
cuatro expertos en el control de la epidemia a Irán —donde las sanciones
estadounidenses agravan la crisis— y un millar de ventiladores pulmonares, dos
millones de mascarillas ordinarias y 100.000 mascarillas de alta tecnología a
Italia.
En un
artículo en Politico, el representante permanente de Italia ante la UE,
Maurizio Massari, volvía a reclamar a Bruselas que relajase el acceso al
crédito y difícilmente podía ocultar su indignación ante la respuesta de sus
socios europeos: “Italia ya ha pedido que se active el Mecanismo de Protección
de la Unión Europea
para el suministro de equipos médicos para protección individual, pero por
desgracia ni un solo país europeo ha respondido a la llamada de la Comisión,
únicamente China ha respondido bilateralmente”. “Ciertamente, esto no es un
buen signo de solidaridad europea”, apostillaba Massari.
El
jueves la embajada china en Madrid informaba de la llegada de un
cargamento de 1,8 millones de mascarillas y 100.000 reactivos. Alemania ya
ha prohibido la exportación de material médico, provocando la indignación
de Suiza y Austria. Berna ha llamado al embajador alemán a consultas en
protesta por el bloqueo de un cargamento de 240.000 mascarillas médicas en la
frontera, mientras que la ministra de Economía austríaca, Margarete Schramböck,
ha exigido a Berlín que deje de retener los suministros.
“No
puede ser que Alemania esté reteniendo productos destinados a Austria por el
simple hecho de encontrarse almacenados en un Alemania”, declaró Schramböck,
“estos productos son para el mercado austríaco, y los movimientos unilaterales
de Alemania lo único que hacen es causar problemas a otros países”. Tan poco
para tantos valores europeos.
China
ha donado más de un millón de máscaras y otro material médico a Corea del
Sur, 5.000 trajes protectores y 100.000 máscaras a Japón y 12.000 kits de
detección a Pakistán, pero a pesar de todo ello algunos medios occidentales
parecen concentrarse en atacar al país que más ayuda.
En
España es digna de mención la rápida progresión del economista Juan Ramón Rallo
quien, desde su columna en El Confidencial —programáticamente titulada Laissez
faire— ha pasado de calificar de “extralimitación liberticida” la
decisión de Francia de requisar los stocks de mascarillas para evitar el
acaparamiento y la especulación a explicar a sus lectores por
qué las medidas adoptadas por China para contener el Covid-19 son un
ejemplo a seguir.
Aunque
este cambio ha dado pie a numerosas bromas, pocos
lectores parecen haber reparado en el último parágrafo de su artículo: “Pero, a
la vez, los casos de Hong Kong y Singapur también nos recuerdan que, con
restricciones muchísimo menores a las de China pero con un seguimiento
exhaustivo de los contagiados y de sus contactos y una extrema responsabilidad
individual hacia los demás (tomarse en serio la higiene y minimizar las salidas
innecesarias de casa), también es posible frenar el ritmo de contagio. No hace
falta hacer como China para obtener resultados chinos: pero sí es
imprescindible actuar con profesionalidad y diligencia. Si no lo hacemos,
confundiremos la inoperancia, pasividad y negligencia de un partido político
específico con la inoperancia de un régimen amplio de libertades. Y la epidemia
vírica será seguida por una epidemia autoritaria.”
BEIJING
VS. SINGAPUR
Después
del crack del 29 millones de personas en el mundo quedaron fascinadas por la
capacidad de resistencia a la crisis —supuesta o relativa, dependiendo del
observador— de dos países de políticas diametralmente opuestas: Italia, donde
se aceleró el corporativismo con la nacionalización de bancos y la creación de
empresas mixtas y estatales, y la URSS, donde el sistema de economía
planificada protegía relativamente al país de los shocks de la Gran Depresión.
Con la
crisis del Covid-19 podría ocurrir algo parecido, salvando por descontado todas
las distancias. La derecha ya parece haber tomado como ejemplo Singapur, como
atestiguan algunos artículos publicados hasta la fecha. Pocas
sorpresas: la combinación de una economía de libre mercado, por una parte, y de
un longevo gobierno autoritario del Partido de Acción Popular (PAP) que se
encarga de vigilar su cumplimiento, por la otra, convierte a la ciudad-estado
en un modelo atractivo para la derecha.
Singapur,
con todo, no llega a los seis millones de habitantes. China, en cambio, tiene
más de 1.400 millones, lo que la convierte en el país con más población del
mundo. A diferencia de Singapur, su sistema político es una evolución del que
existía en los estados del “socialismo realmente existente” antes de su
desintegración, y mantiene, a pesar de la liberalización de buena parte de su
economía, elementos socialistas. Los muchos comentarios que ha provocado la
respuesta china a la crisis del coronavirus estos días traen a la memoria ¿Comunismo
sin crecimiento? (1975) de Wolfgang Harich.
Este
libro —una larga conversación entre el filósofo alemán y Freimut Duve, un
socialdemócrata germano-occidental— abordaba el replanteamiento del marxismo a
la luz de la crisis ecológica desde una óptica pesimista, partiendo de la tesis
que aquélla establecía límites a la abundancia material con la que el marxismo
tradicionalmente había vinculado la libertad comunista y la consiguiente
extinción (o abolición) del Estado. En palabras de Harich, “mi creencia en la
superioridad de modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde
que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la —por otra
parte absoluta— competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a
juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para
sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro
planeta, para la salvación de la humanidad”. Según Harich, únicamente un
sistema comunista, con su centralización administrativa y economía planificada,
permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del consumo y de
la población o el racionamiento de productos de acuerdo a un principio de
igualdad.
El
libro de Harich fue ampliamente debatido en su momento en España, donde Manuel
Sacristán le achacó tres defectos: “En primer lugar, es inverosímil si se tiene
en cuenta la experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la
ofrecida por la aristocracia de los países del llamado ‘socialismo real’; en
segundo lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se
trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento comunista
luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará más que bien que
para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la lucha revolucionaria. A la
objeción (repetidamente insinuada por Harich) de que el instinto de
conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede
oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin
entusiasmos, defraudada en su aspiración milenaria de justicia, libertad y
comunidad.”
A la
luz de la crisis del Covid-19, los argumentos de Wolfgang Harich merecen
reflexión. En una entrevista concedida en 1979 al semanario Der
Spiegel, Harich defendía “que hay parámetros de alcance global que
sólo pueden resolverse con un poder centralizado”, y añadía que “éste, en mi
opinión, debe contar con plenos poderes dictatoriales” (aquí conviene matizar
que Harich hablaba de una dictadura fideicomisaria y no de un despotismo
soberano). “No soy un sádico, no me gustan las dictaduras duras, no me
despiertan ninguna simpatía”, aseguraba, “sólo anticipo que si todo sigue como
hasta ahora, entonces revertir las consecuencias sólo será posible con una
tiranía terrible, temible”.
La
pandemia de coronavirus ha vuelto a poner sobre la mesa la cuestión de la
eficacia de un sistema centralizado como el chino para hacer frente a los
graves problemas a los que se enfrenta el mundo en el siglo XXI. Las llamadas
que han hecho algunos desde las redes sociales y desde la nueva izquierda a la
política de curas durante la pandemia son loables, pero quedan empequeñecidas
ante la magnitud del problema. La autoorganización o los movimientos sociales,
por encomiables que sean, pueden servir para crear una red barrial de
distribución de alimentos o tareas —que no es poco, en los tiempos que corren—,
pero no para la organización y traslado de personal médico, y menos aún para
fabricar aparatos de respiración, material de laboratorio o mascarillas en una
crisis como ésta: de eso se encarga el Estado. El tiempo corre, y a medida que
avanza la única alternativa, advertía Harich en la entrevista, “será entonces
la autodestrucción en libertad, democracia y economía de mercado o un golpe de
timón con medidas muy duras”. Entonces “quizá vendría, como teme el socialdemócrata
Richard Löwenthal, un nuevo cesarismo con una nueva guardia pretoriana, que
destruye todo lo que se cruza a su paso”. “El riesgo”, terminaba un sombrío
Harich, “está ahí”. Si el dilema económico en los veinte se planteó, por tomar
una conocida expresión de Thomas Mann, como una elección entre “Roma o Moscú”,
el de este siglo XXI podría acabar siendo —si no se encuentra una solución
socialista democrática a tiempo— entre Beijing o Singapur. El tiempo corre.
Fuente: https://www.anred.org/2020/03/15/la-dimension-politica-del-coronavirus/
Fuente: https://www.anred.org/2020/03/15/la-dimension-politica-del-coronavirus/
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