Articular las resistencias
Hacia un proyecto
político altermundista
22 de noviembre de 2019
Por Arturo Borra (Rebelión)
“El todo es lo no verdadero”.
T. Adorno
1. La
heterogeneidad de lo social
Desde hace
varias décadas, la irrupción de los movimientos sociales disidentes es
insoslayable, no solo ni prioritariamente para la sociología crítica o la
teoría política, sino para nuestra formación social en conjunto. La retirada
del estado en términos de protección social, cuando no la destrucción sistémica
del estado de bienestar, así como la pérdida de confianza social con respecto a
sus márgenes políticos y su capacidad de transformación social efectiva, han
empujado a millones de personas y grupos a plantear otros vínculos con respecto
a las instituciones políticas, desplazándose de una relación de delegación o
representación a una relación crítica que exige su participación periódica en
el campo de la política (extraparlamentaria). El escepticismo ante el sistema
político, lejos de conducir hacia una apatía generalizada, también ha dado
lugar a nuevas formas de inconformismo y a una revitalización de lo político en
tanto práctica instituyente.
En diferentes partes del
mundo, bajo una presión estatal sofocante, las disidencias no han cesado de
proliferar: movimientos obreristas de recuperación de fábricas, piqueteros,
feministas, anticapitalistas, antirracistas, ecologistas, colectivos LGBTIQ+,
grupos antidesahucios, movimiento Sin Tierras (MST), defensores de DDHH,
colectivos indígenas, racializados y migrantes o grupos llamados
"antiglobalización”, entre otros, constituyen agentes políticos
diferenciados que demandan cambios sociales, económicos, institucionales y
culturales que el actual sistema político (caracterizado de forma habitual como
«democrático» y cuestionado por «timocrático») se muestra incapaz de gestionar
desde el ámbito estatal y, más ampliamente, desde las instituciones públicas
(nacionales, comunitarias e internacionales). No se trata solo de «déficits
democráticos» salvables por algún gobierno más o menos progresista (aunque
experiencias como las de Portugal muestran márgenes de acción política
significativos); por el contrario, dichos movimientos hacen manifiestas las
limitaciones estructurales de las democracias parlamentarias occidentales en su
alianza actual con el capitalismo financiero. Si bien semejante situación no
implica necesariamente desistir de las luchas institucionales (incluyendo las
luchas estratégicas por la conducción del estado), plantea un desbordamiento de la política por
lo político, esto es, un desplazamiento con respecto a los modos efectivos
de propiciar un proceso de transformación social.En ese contexto global, se hace pertinente repensar nuestros modos de intervención colectiva y, en particular, de elaborar respuestas en común ante un sistema político que, como anticipó Gramsci (1974), en momentos de crisis no duda en desplegar su aparato coercitivo, tal como ocurre en la actual coyuntura internacional frente a diversas revueltas populares. En este sentido, aunque en términos genéricos nuestra sociedad puede calificarse legítimamente como racista, xenófoba, clasista, productivista y (hetero)sexista, cualquier intento de potenciar las resistencias colectivas en curso exige, a mi entender, una distinción interna dentro de esa “sociedad”, especialmente a efectos de visibilizar su relativa heterogeneidad y, en particular, las luchas colectivas que desestructuran su orden dominante. En términos teóricos, se trata de eludir una forma recurrente de reduccionismo que, al plantear el cierre de lo social, no solo impide conocer prácticas e identidades diferenciadas, sino que dificulta el mutuo reconocimiento de movimientos, plataformas y colectivos autoorganizados que tienen como finalidad explícita el cambio social y que no se dejan describir de forma apropiada a partir de lo que un proceso hegemónico centraliza.
Si bien a menudo diferentes iniciativas colectivas han sucumbido ante las presiones sistémicas -especialmente las políticas represivas pergeñadas por los estados nacionales y la insistente labor criminalizadora de los discursos dominantes-, una constante de estos movimientos sociales disidentes ha sido su capacidad para elaborar estrategias de lucha en común frente a esas políticas y sostener mediante diferentes modalidades prácticas sus reivindicaciones específicas. Así, las resistencias a los procesos hegemónicos forman parte irreductible de un análisis político contemporáneo. Reconocer esas dinámicas, en este punto, también implica incluir en términos sociológicos la heterogeneidad de los propios movimientos sociales (Pleyers, 2018). Del hecho de que compartan algunas reivindicaciones no se deriva que dichos movimientos no estén atravesados por una conflictividad interna tan persistente como ineludible. Sin esta dimensión conflictiva, los movimientos no serían tales, sino bloques actuando con arreglo a unos objetivos unánimes.
Precisamente porque esos movimientos distan de la imagen homogénea que a menudo se plantea con respecto a los mismos, cabe remarcar que la construcción de consensos es en el mejor de los casos resultante de una práctica de negociación de sus diferencias y no un punto de partida o una condición de su existencia. La continuidad de dichos movimientos sociales, pues, depende no solo de lo que las políticas de estado permitan o el grado de consenso que generen en otros agentes sociales e institucionales, sino también del modo en que gestionan sus divergencias internas. Sus consensos son necesariamente precarios e inestables, resultantes de esta base negociada y conflictual sobre la que se construyen. Pretender construir frentes de lucha al margen de esas diferencias es ilusorio e impide asumirlas de forma abierta como parte central de su devenir político.
La misma identificación de los ejes sistémicos con que estos movimientos antagonizan está en discusión. Mientras que algunas posiciones apuestan por subsumir las distintas aristas de sus luchas bajo el significante totalizador de «capitalismo» (como vertebrador fundamental y último de todas las luchas sociales con vocación de cambio), otras posiciones abogan por distinguir cada eje, en tanto plantearían especificidades materiales, es decir, una existencia entretejida a la vez que relativamente autónoma que justificaría la referencia explícita a otros ejes de opresión, como ocurre con el antirracismo, el feminismo e incluso el ecologismo (1).
Lo relevante, desde esta perspectiva interna, es que necesitamos diferenciar en términos analíticos ejes que, aunque resulten inseparables en nuestra experiencia histórica, operan de modos específicos. Reenviar todas esas opresiones al «capitalismo», en este sentido, corre el riesgo de recaer en una forma de reduccionismo de clase(que, en términos despolitizados, suele ser planteado como «aporofobia»): remitir las dinámicas sexistas y racistas a una determinación, en última instancia, económica. Semejante economicismo no permite dar cuenta de los múltiples regímenes de poder que se sobredeterminan en el sistema mundial actual (2). Si bien las jerarquías de clase, raza/etnia y género están estructuralmente interrelacionadas, usar la categoría de capitalismo como término englobante que permite subsumir las demás podría hacer suponer, de forma equivocada, que aboliendo su modo de producción automáticamente quedarían abolidos el patriarcado, el racismo y el productivismo o suponer que los sujetos anticapitalistas son necesariamente feministas, antirracistas y ecologistas (algo que, por lo demás, es históricamente erróneo).
El argumento podría admitir diferentes conjugaciones: si «capitalismo» fuera una categoría omnicomprehensiva, eso significaría que feminismo, antirracismo y ecologismo serían formas particulares (tan parciales como concretas) de luchar de forma explícita y deliberada contra dicho sistema. Aunque hay variantes de estas corrientes que, efectivamente, luchan contra el sistema capitalista, también es claro que hay variantes del feminismo que se declaran abiertamente “liberales”(3), variantes antirracistas que luchan por cambiar la posición de determinadas personas en una sociedad racialmente dividida -sin cuestionar las estructuras socio-institucionales que sostienen esa división (4)- y variantes ecologistas que defienden más bien un “capitalismo verde” o incluso un “crecimiento sostenible” (que, por lo demás, no deja de ser un oxímoron) [5]. En síntesis, ni el anticapitalismo como tal es necesariamente antirracista, feminista y ecologista ni, a la inversa, posicionarse como feminista, antirracista o ecologista conduce de forma inevitable a combatir el capitalismo como específica estructura de clases basada en la división capital/trabajo (6).
El debate en torno al alcance conceptual de cada significante, no obstante, es recurrente y constituye parte central de la dimensión deliberativa necesaria para la propia continuidad de esos movimientos. Sin esa deliberación colectiva lo que se produce es un vaciamiento del espectro igualitario y antijerárquico que esos movimientos encarnan o aspiran encarnar: una fractura que suele derivar en su disolución o institucionalización como partido político, asociación u otro tipo de organizaciones formales. No en vano la denuncia regular ante estas reestructuraciones es la “manipulación” que unos grupos específicos hacen del movimiento en el que participan. Más o menos acertadas, esas denuncias son síntoma de un desplazamiento de lo democrático -como ejercicio de una igualdad efectiva entre sujetos diferenciados-, a lo autoritario -como ejercicio de poder jerárquico de unos sujetos sobre otros, habitualmente erigidos en guardianes de
Devenir-secta, sin embargo, no es destino. Los movimientos sociales disidentes tienen un lugar relevante en la historia del pluralismo ideológico y, en general, un espacio central en las luchas democráticas contemporáneas y en la formación de una «cultura común» ligada a la igualdad efectiva. Más aun: han contribuido a reinventar de forma decisiva, aunque a pequeña escala, formas de democracia directa que los estados han procurado sofocar de maneras distintas. En particular, debemos a esos movimientos la recuperación de una política asamblearia que ha impulsado una práctica participativa, a pesar de algunas limitaciones regulares como son los tiempos requeridos para una toma colectiva de decisiones, la dilución de responsabilidades o las dificultades para desplegar intervenciones estratégicas comunes. En ese sentido, no resulta desencaminado suponer que una de las pautas de consolidación de estos movimientos -acorde a un deber de apertura crítica propia del mandato democrático- es su capacidad para afrontar conflictos internos de forma creativa y apostar por un proceso de distribución igualitaria de poder que minimice la descalificación como relación primordial con el otro. Antes que esa polemología en acción que se suele poner en juego en algunos espacios del activismo (8), semejantes espacios bien podrían potenciarse como lugares de construcción de formas abiertas de comunidad (9).
2. Fragmentaciones
Ya es un tópico sostener que las fragmentaciones pasan factura a la(s) izquierda(s). Ciertamente, abundan ejemplos de rupturas internas que han implicado un debilitamiento notable de frentes de lucha populares. Aunque de forma legítima algunos grupos y colectivos reclaman para sí no solo una pluralidad de derechos sino también un reconocimiento identitario, las políticas de la identidad que ponen en juego corren el riesgo de confundirse con una filosofía esencialista que dificulta, cuando no bloquea directamente, la articulación con otros movimientos sociales y el despliegue de una política de alianzas efectiva. ¿No es esa la dinámica de algunos grupos disidentes erigidos en vanguardia política? ¿Cuántas veces hemos presenciado la recaída en lo que pretendemos abolir, considerándonos libres de lo que denunciamos, cuando más de una vez nuestras subjetivaciones políticas reinciden en las mismas lógicas binarias, autoritarias y jerárquicas que padecemos? Para decirlo de otro modo: ¿en qué sentido la izquierda política se ha desplazado del «discurso del amo» que pretende fijar de forma unilateral su Ley planteada como inapelable?
Si bien desde hace tiempo los movimientos disidentes han cuestionado de forma legítima un liderazgo basado en una política de representación, ejercida básicamente por sujetos privilegiados –en nuestro contexto, sobre todo, hombres blancos,
En ese contexto, la revisión del concepto de «identidad» me parece imprescindible. Incluso si el concepto sigue siendo necesario para pensar la agencia y lo político, es preciso desplazarse de aquellas perspectivas que lo plantean como una especie de núcleo fijo del individuo o la comunidad, concebidos por fuera del tejido social. Antes bien, se trata de pensar la «identidad» como construcción relacional inestable y cambiante antes que como una propiedad fija e inamovible. En esa dirección se mueve Stuart Hall al recuperar la noción de identidad para pensarla como una construcción social que, sin negar los procesos hegemónicos, permite dar cuenta de múltiples resistencias (11). En su forma de/reconstruida, el concepto de identidad nos ayuda a pensar un sujeto descentrado que se constituye a partir de identificaciones múltiples.
En vez de un individuo que preexistiría a la sociedad, Hall muestra cómo el ser humano conforma su identidad a partir de diferentes identificaciones conflictivas que nos localizan en el espacio social, como específicos sujetos sexuados, enclasados y racializados. La identificación no borra
Así pues, más que rechazar a secas las políticas de la identidad, se trata de pensar en su significación política y en sus posibilidades de articulación. Es precisamente la construcción de equivalencias entre identidades diferenciadas y la delimitación de fuerzas antagónicas lo que permite la construcción de una hegemonía alternativa, ligada a un proyecto colectivo de democracia radical y plural.
3. Hacia una política articulatoria
Frente a la creciente fragmentación de la(s) izquierda(s), articular las múltiples resistencias que se despliegan en el presente constituye una condición para la construcción de una hegemonía alternativa, tanto a nivel local como a escala nacional e internacional. Admitiendo que toda práctica política supone luchas por hegemonizar el campo político, esto es, que necesariamente se constituye en un campo de poder en el que los diferentes agentes luchan por la construcción de una voluntad colectiva (Laclau, 2007), la fragmentación política de la izquierda no significa nada diferente a la constatación de su derrota histórica en diferentes planos de su intervención (13). Precisamente porque nuestra formación social es irreductible a una lógica de dominación unitaria, necesitamosarticular nuestras reivindicaciones diferenciales en frentes comunes de lucha. El ascenso de una ultraderecha abiertamente antidemocrática, la consolidación de un orden social xenófobo, racista, sexista, ecocida y clasista, la primacía de unas políticas de estado que perpetúan esas múltiples formas de desigualdad y opresión, así como la permanente reconversión de los seres humanos en consumidores dentro de una economía de mercado que se desentiende de aquellos que condena a la pobreza, la exclusión social y la muerte por goteo (especialmente en las puertas de Europa y EEUU), entre otras realidades sangrantes, constituyen fenómenos de primer orden que, políticamente, nos exigen respuestas colectivas efectivas, delimitando las fuerzas con las que antagonizamos (14) .
Semejante
articulación, pues, constituye uno de los desafíos políticos centrales de
nuestra época, en tanto condición de posibilidad de una sociedad diferente: no
tanto abrir nuevos frentes de lucha como incluir los ya existentes en un mismo
horizonte de emancipación, partiendo de la rehabilitación de lo utópico en
tanto construcción histórica abierta y plural en la que el deseo de otro mundo
toma forma a partir de fuerzas sociales que lo anticipan (15). Dicho de otra
forma: la construcción de una sociedad ecosocialista, feminista y anticolonial
exige la elaboración de un proyecto colectivo específico antes que la
proliferación de luchas más o menos dispersas centradas en ejes planteados como
mutuamente excluyentes. No se trata, por tanto, de un proyecto que pueda
separarse de forma válida de las intervenciones políticas de los diferentes
movimientos sociales disidentes a los que nos referimos. Antes bien, ese
proyecto se entreteje –no sin ambigüedades y conflictos- en la multiplicidad de
luchas sociales por la igualdad efectiva.
Aunque a ese proyecto
podríamos denominarlo como «altermundista» por posibilitar la inscripción
discursiva de diversas luchas sociales en su voluntad común de instituir otro mundo social posible, corre el mismo
riesgo que otras categorías totalizadoras: dar por sentado que el altermundismo
implica necesariamente una práctica política anticapitalista, ecologista,
antirracista y feminista. ¿Tendríamos, entonces, que privarnos de
cualquier lógica política totalizadora? ¿Y cómo podría ser esa des-totalización
compatible con la voluntad de cambiar el mundo social como tal, en tanto totalidad determinada? ¿No
implica, por el contrario, una cierta operación re-totalizadora, en tanto
aspiración a transformar el
conjunto de la sociedad? A
menos que incurramos en alguna forma de reformismo gradualista, desde esta
perspectiva, privarnos de esa lógica sería sin más declinar de un espectro
revolucionario que aspira a cambiar el mundo social de raíz. Lo que en cambio exige de nuestra
parte es reformular la propia noción de «totalidad» ya no como lógica de una
mediación universal y necesaria (que tiene como contrapartida la idea de una
sociedad homogénea) sino como una trama específica y contingente (que
reintroduce en términos analíticos la heterogeneidad de lo social). A esa forma
de «totalidad» relativamente abierta y en devenir nos referimos, precisamente,
con la noción de una articulación política capaz de incluir una multiplicidad
de demandas en un mismo horizonte emancipatorio.¿Significa ello que cada movimiento debería asumir las demandas políticas de los otros movimientos disidentes, confluyendo en un único movimiento global (un movimiento de movimientos)? Antes bien, quizás se trate de recuperar lo que algunas corrientes libertarias identificaron como «apoyo mutuo»: no estamos obligados a participar directamente en todas las luchas sociales, algo que es material y vitalmente imposible. Ello no niega, sin embargo, la posibilidad de construir espacios de confluencia y enlaces entre esos movimientos con el fin de coordinar sus intervenciones e incrementar su eficacia política. La categoría de «articulación», así, no se confunde con ninguna propuesta de homogeneización de identidades colectivas ni, mucho menos, con un llamado a la organización, como si esas luchas no estuvieran ya autoorganizadas en un grado relevante. A diferencia de ello, se trata de reflexionar sobre aquellas modalidades prácticas de vinculación que permitan entretejer nuestras luchas a escala planetaria y crear espacios de debate colectivo que permitan, más que un consenso último, construir puntos en común o una «cadena de equivalencias» entre reivindicaciones diferenciadas que antagonizan con el actual sistema-mundo.
Algo
semejante implica al menos i) la co-presencia de agentes históricos
heterogéneos que necesitan negociar sus diferencias a efectos de inscribirlas
en una misma cadena significante; ii) la coordinación de esos agentes en
espacios de deliberación y decisión en común en diferentes escalas; y iii) el
desarrollo de estrategias conjuntas de comunicación e intervención (incluyendo
una agenda compartida de luchas). En suma, se trata de interrogar el sentido de
nuestras apuestas políticas para aprender a caminar en común. Contra todo
purismo, que confunde dogmatismo y radicalidad, en ese camino también nuestras
identidades necesariamente serán transformadas por la interacción con otras.
En suma, construir espacios de
reflexión y participación en común supone no solo rebasar la compartimentación
institucional sino, sobre todo, la inclusión de colectivos que históricamente
han sido excluidos o relegados en su necesario protagonismo: personas negras,
mestizas, mujeres, indígenas, trabajadores, migrantes, sujetos racializados y
grupos LGTBIQ+, entre otros. Al menos en el contexto europeo, más que nunca, es
preciso un doble gesto político: dejar de hablar en nombre de los otros (como
suele hacer cierto despotismo ilustrado) y apostar por la apertura de un debate
crítico multicentrado (no eurocéntrico) que nos permita recuperar saberes
elaborados en otros contextos. Es en esa recuperación por la que podemos no
solo revisar nuestros privilegios concretos sino también elaborar una crítica
sistemática a las estructuras que sostienen las desigualdades del presente
(16).
Desde
luego, nada semejante está
dado. Más que nunca, es preciso un trabajo político que permita entretejer
disidencias. En ese trabajo, la teoría crítica (anticolonial) resulta
imprescindible, ante todo, para alertarnos de nuestras posibles cegueras
etnocéntricas y orientarnos en nuestras prácticas transformadoras. Contra el
autoritarismo antiintelectualista que no cesa de proliferar, necesitamos
interrogar aquellas herramientas teóricas que nos orientan en nuestras
intervenciones. La «prohibición de pensar» -como si el pensamiento fuera por
necesidad la hybris del sujeto-, conduce a una
sociedad totalitaria. Contra ese cierre dogmático, cabe reivindicar una
práctica articulatoria, ligada a la internacionalización de la revuelta y a la
institución efectiva de otro mundo social. Es en esa práctica donde reside la
promesa siempre incierta y abierta de una sociedad más justa.
Notas
1.
Aunque el capitalismo plantea una base industrialista/
extractivista, de forma creciente, la defensa de la naturaleza también se ha
desarrollado desde la crítica al «especismo» o, en términos diferenciados, al
antropocentrismo, que desborda claramente el campo económico. Por otra parte,
la constatación de que otros sistemas económicos no han cuestionado esta base
industrialista/extractivista supone que el ecologismo implica y rebasa al mismo
tiempo el cuestionamiento del orden capitalista. La dominación técnica de la
naturaleza, reducida a un mero recurso natural explotable, es la base del
«productivismo» desenfrenado que está provocando, con intensidades variables,
una crisis planetaria irreversible .
2.
La necesidad de elaborar un pensamiento heterárquico ha sido
remarcada por parte de algunos autores decoloniales (Castro Gómez y Grosfoguel,
2007) a efectos de visibilizar la «colonialidad del poder» vigente en las
sociedades occidentales.
3.
Para una crítica a estas variantes feministas remito a Davis
(2003), Lugones (2008), Crenshaw (2012) y Arruzza, Bhattacharya y Fraser
(2019).
4.
Este es el caso, por ejemplo, de muchas ONG europeas que colaboran
en distintos aspectos con las personas migrantes y refugiadas sin incidir en
las estructuras socioinstitucionales que producen discriminaciones múltiples
con respecto a estos colectivos, comenzando por el racismo y la xenofobia del
que son objeto por parte de las propias instituciones públicas.
5.
Para una crítica a estas variantes medioambientalistas remito a
Taibo (2019).
6.
Aunque podría objetarse con razón que el feminismo liberal, el
antirracismo moral o el ambientalismo son inconsecuentes, en tanto discursos
determinados tienen una presencia significativa en nuestra formación social.
Por más inconsistentes que los consideremos, ello no niega su relativa eficacia
ideológica, en cuanto matriz discursiva que orienta específicas prácticas
sociales y políticas. Puesto que la producción de sentido se inscribe en
contextos histórico-sociales concretos, ninguna categoría está exenta de las
disputas simbólicas que atraviesan nuestras sociedades: cuanto mayor es su
centralidad en la vida política, más ambigüedad semántica adquieren. Dicho lo
cual, es sobre el reconocimiento de estas disputas simbólicas como mejor
podemos luchar para dotar de un sentido emancipador a estas categorías. De modo
análogo, incluso si abogamos por un anticapitalismo capaz de cuestionar el
patriarcado, el colonialismo y el productivismo, considero crucial diferenciar
entre aquello que nos resulta políticamente deseable de aquello que, en el
marco de unos grupos sociales, se plantea en cuanto al alcance y límites de
ciertas luchas. Dicho en otros términos: que nosotros apostemos por articular
diferentes luchas sociales en un sentido emancipador no niega que, de facto,
otros agentes sociales desplieguen concepciones contrarias acerca de lo que
implica, en términos semánticos, cada una de estas luchas.
7.
Aunque esta caracterización sumaria sea necesariamente
esquemática, atraviesa todo el espectro político. Si bien no es privativa a los
movimientos disidentes, también los incluye. El autoritarismo y el sectarismo
son formas estructurales de las dinámicas grupales, riesgos de los que ningún
grupo social está exento.
8.
A diferencia del concepto de «militancia», ligado a un compromiso
práctico relativamente estable con respecto a ciertas estructuras
institucionales (especialmente partidos políticos y sindicatos), el «activismo»
podría vincularse a la participación variable en múltiples espacios sociales de
carácter extrainstitucional.
9.
Achile Mbembe se ha explayado sobre la relación entre esta forma
de comunidad y su relación con la clínica en (2016). Al respecto, parte del
trabajo de esa comunidad no puede ser otro que un trabajo de duelo en torno a
las heridas históricas infligidas a los sujetos subalternos.
10.
“La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la
construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter
parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su
vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de
la discursividad”(Laclau y Mouffe, 2010: 130).
11.
A diferencia del estructuralismo,
más que pensar al sujeto como un efecto, de lo que se trata es de
reconceptualizarlo a partir del cuestionamiento del mito de una interioridad
fundante, pero también de la idea de un sujeto que no ofrecería resistencia al
“poder disciplinario” que estudia Foucault. Se trata más bien de recuperar una
doble vertiente del sujeto: no solo como sujeto disciplinado sino también como
sujeto deseante.
12.
Tal como Hall lo retoma, se trata de un concepto estratégico y
posicional: “Precisamente porque las identidades son construidas dentro, y no
fuera, del discurso, tenemos que entenderlas como producidas en localizaciones
históricas e institucionales específicas, dentro de formaciones y prácticas
discursivas y por medio de estrategias enunciativas específicas. Más aún,
surgen dentro del juego de modalidades específicas de poder y por lo tanto son
más el producto de la marcación de la diferencia y la exclusión, que signos de
una unidad idéntica naturalmente constituida, una “identidad” en su sentido
tradicional (esto es, una igualdad total, sin grietas, sin diferenciaciones
internas)” (Hall, 2003: 18).
13.
Una «política anti-hegemónica» es, a mi entender, una política
denegatoria: al autoafirmarse, niega ladimensión constitutiva de lo político ligado a la construcción de una
voluntad colectiva en tanto condición de existencia de toda práctica
instituyente.
14.
Entre otras formas discriminatorias, también es oportuno advertir
sobre la escalada de la homofobia, la lgtbifobia, la disfobia, la transfobia,
el antigitanismo y la islamofobia, en tanto modos en que los privilegios del
sujeto hegemónico tienen como contrapartida serios perjuicios para los sujetos
subalternos.
15.
En “¿Qué hacer con la pregunta «qué hacer»?” Derrida (1997)
aproxima lo utópico a la posibilidad de soñar, no ya en lo que pudiera tener de
«cierre» en su realización material sino en tanto principio de apertura de lo
histórico.
16.
Para una crítica a la «episteme occidental», remito a Castro Gómez
(2005).
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