La soberanía alimentaria
frente a la mega-minería de litio
7 noviembre 2019
Por Leonardo
Rossi
"En el marco de un nuevo ciclo de
auge de los precios internacionales de las materias primas, la geografía
latinoamericana experimentó un profundo proceso de reconfiguración dando lugar
a un nuevo orden económico y político de reprimarización, concentración y
extranjerización socioterritorial y productiva".
“Ética
frente al despojo, binomio contestatario y combate necesario (como entre maíz y
gorgojo); pugna impostergable, arrojo al desnudo y sin blindaje, ethos, pasión
que desgaje, humano, amoroso beso, y hasta el tuétano del hueso ¡Decisión
frente al ultraje!”
Juglar de fiesta y quebranto
G. Velázquez B
Marx para la emancipación del
extractivismo
Buscamos detectar y caracterizar prácticas y discursos que
den sentido a la soberanía alimentaria como horizonte emancipatorio en
territorios rurales atravesados por la mega-minería.
Como explica Machado Aráoz (2017), el extractivismo no es
una mera actividad económica de países colonizados, es el conjunto de arreglos
institucionales y geográficos que configuran las condiciones estructurales para
la acumulación capitalista a escala mundial (“la estructura geometabólica del
capital”). La disputa territorial con el extractivismo implica confrontar el
corazón que bombea desde hace siglos la sangre de la tierra a la máquina
capitalista.
Nos alejamos de cualquier determinismo, y enfatizamos que el
sujeto siempre se desplaza entre la externalidad de las circunstancias,
históricas, y ser productor de su realidad, lo que a su vez altera su propia
subjetividad.
Modonesi (2010), nos invita a pensar los procesos de
subjetivación política en un nivel sincrónico, a partir de reconocer
combinaciones desiguales de subalternidad, antagonismo y autonomía, que
reflejan experiencias de subordinación, insubordinación y emancipación. Es en
esa dirección que intentamos captar esos “espacios de esperanza” forjados en
torno a la soberanía alimentaria como resistencia, desafío y/o respuesta a las
lógicas del capitalismo en su expresión local de la dinámica extractivista.
Extractivismo situado
Es una dinámica global, histórica, intrínseca y fundamental
en el devenir capitalista. Su re-actualización es incesante y, si bien la
configuración de sus sentidos permea toda la cadena del capital —bienes,
trabajo, relaciones, emociones—, es en los territorios de las extracciones
donde hallamos la explicitación más llana de esa renovada acumulación por
despojo.
En el marco de un nuevo ciclo de auge de los precios
internacionales de las materias primas, la geografía latinoamericana
experimentó un profundo proceso de reconfiguración dando lugar a un nuevo orden
económico y político de reprimarización, concentración y extranjerización
socioterritorial y productiva.
Algunos datos ilustran con claridad estas tendencias, y el
tipo de actividad extractiva que ahora atraviesa los países de la región. Las naciones
del extremo sur de América triplicaron el área de cultivo y quintuplicaron la
producción de soja entre 1990 y 2014, hasta alcanzar en conjunto más de 150
millones de toneladas en 60 millones de hectáreas, una extensión más grande que
la superficie de Paraguay y Uruguay juntos.
Según un documento de Oxfam, entre 2000 y 2014 “las plantaciones
de soja en América del Sur se ampliaron en 29 millones de hectáreas, comparable
al tamaño de Ecuador”. Como reflejo de estas prácticas predatorias en la década
de 1990 se desató un “boom minero” en el Centro y Sur de América que hizo
crecer las exportaciones, duplicándolas en esos años. El aumento no se revirtió
ni con el significativo cambio de escenario político regional a partir del
2000, durante el denominado ciclo progresista: la megaminería triplicó sus
exportaciones en la década siguiente.
El proceso es nítido en Argentina. La década de 1990 marca
un hito del modelo mega-minero, con la sanción del nuevo Régimen de Inversiones
Mineras en 1993. Cuantitativamente, tales políticas significaron que entre 2002
y 2012 se pasara de 18 a
614 proyectos de explotación minera. Según el Observatorio de Conflictos
Mineros de América Latina, con datos oficiales, son 435 los prospectos mineros
existentes en Argentina: 82 por ciento en etapa inicial; un 9.5 por ciento de
los proyectos en etapa de factibilidad y operación, mientras que una veintena
alcanza ya una exploración avanzada. El territorio afectado por minería
atraviesa 183 mil kilómetros cuadrados (7 por ciento de la superficie
continental argentina). Son 17 las provincias con proyectos, más allá de legislaciones
que limiten la actividad o que estén comprometidas tierras indígenas, áreas
protegidas o zonas urbanas.
Catamarca se ha convertido en una jurisdicción emblemática
del régimen minero exportador: es sede del primer mega-proyecto de minería a
cielo abierto del país, por la transnacional Minera
Alumbrera Ltd, con una capacidad de explotación de 180 mil
toneladas diarias de roca y un consumo de agua autorizado de mil 200 litros de agua por
segundo según Machado Aráoz (2009).
El discurso “oficial” (político y empresarial) del presente
opera desde una concepción binaria de los territorios basada en la lógica
viable-no viable, “que desemboca en dos ideas mayores: por un lado, la de
“territorio eficiente”; por otro, la de “territorio vaciable”, en última
instancia, “territorio sacrificable” (Svampa, Bottaro y Sola Álvarez, 2009).
Esto es evidencia de ese eco-geno-cidio, más explícito en algunas regiones, más
anestésico en otras, nacido de la conquista y el saqueo de América y que funda
la institucionalidad y subjetividad moderna que aún nos habita como cultura
hegemónica. El desacople de la autoproducción alimentaria, la contaminación
concentrada en las grandes urbes, la industrialización de la agricultura, el
desplazamiento de comunidades campesinas, la inferiorización de los cuidados
socio-afectivos se desata a niveles inconmensurables por la secuencia
colonialismo-capitalismo. que pervive hasta nuestros días como profunda “falla
civilizatoria’ según afirma Machado Aráoz, 2017.
Soberanía alimentaria, horizonte
emancipatorio
En 1996 La
Vía Campesina (VC) lanzó al debate público el término
“soberanía alimentaria” como respuesta crítica a la Conferencia Mundial
sobre la Alimentación que la FAO organizaba en Roma. Desde el organismo
dependiente de Naciones Unidas, en el marco de históricas reuniones, se fijó
como eje principal la lucha por la “seguridad alimentaria”, definida como “el
derecho de toda persona a tener acceso a alimentos sanos y nutritivos, en
consonancia con el derecho a una alimentación apropiada y con el derecho
fundamental de toda persona a no padecer hambre”. Si bien desde el organismo se
hacía mención a las comunidades indígenas y campesinas como sujetos productores
de alimentos, el foco de sus intenciones estaba puesto en las lógicas del desarrollo,
los mercados y los aportes de la transferencia científica desde una perspectiva
occidental.
Desde la VC, la principal articulación de organizaciones
rurales de base a nivel mundial, se buscó una “alternativa a los problemas del
hambre, la pobreza y la degradación medioambiental y social relacionadas con la
producción de alimentos a través de la distribución de poder en la cadena
alimentaria”. Mientras que la seguridad alimentaria significa que “cada niño,
cada mujer y cada hombre deben tener la certeza de contar con el alimento
suficiente cada día”, nada dice esa propuesta respecto a “la procedencia del
alimento o a la forma en que se produce” como señala Peter Rosset (2003).
Esto dejó claro que la soberanía alimentaria es un concepto
en permanente recreación, que dialoga con las realidades territoriales y las
coyunturas políticas. Tal vez, la Declaración de Nyéleni (2007) sea una de las
definiciones más acabadas y que mejor sintetiza la densidad de la propuesta:
[…] es el derecho de los pueblos a alimentos
nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma
sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y
productivo. Una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y
corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas
alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar
gestionados por los productores y productoras locales. La soberanía alimentaria
da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y
otorga el poder a campesinos, campesinas y agricultura familiar, la pesca
artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la
distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental,
social y económica. La soberanía alimentaria promueve el comercio transparente,
que garantiza ingresos dignos para todos los pueblos, y los derechos de los
consumidores para controlar su propia alimentación y nutrición. Garantiza que
los derechos de acceso y a la gestión de nuestra tierra, de nuestros
territorios, nuestras aguas, nuestras semillas, nuestro ganado y la
biodiversidad, estén en manos de aquellos que producimos los alimentos. La
soberanía alimentaria supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y
desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases
sociales y generaciones.
El extractivismo no sólo pone en jaque lo que desde la
lógica del capital se tipifica como “recursos naturales” pues erosiona diversas
tramas socio-culturales que caminan en los bordes del modelo capitalista. El
capitalismo implica un metabolismo que arrasa el vínculo con la tierra, y el
cuidado ecológico urdido en torno a esa comunalidad.
Desde una perspectiva política radical, debemos comprender
la disputa de sentidos y prácticas alimentarias como esencia de la democracia
en su sentido profundo. “Las resistencias campesinas, alimentarias, ecologistas
o fundadas en una economía solidaria entienden que no puede haber soberanía
alimentaria si no se trabaja en la democratización del entorno extenso que la
puede producir” según Calle, Montiel y Ferré (2010). La disputa por la
soberanía alimentaria nos ubica en una esencial lucha por emanciparnos de las
lógicas del capital. La soberanía alimentaria encarnada en las prácticas
concretas habla en términos de comunalidad y autonomía alimentaria territorial,
situada, que se tensiona y coexiste con aspectos soberanos a nivel macro si
pensáramos en términos netamente estatalistas.
Nutrir (se-de) el territorio1
Si los grandes trazos del extractivismo nos hablan de daños
inconmensurables, la soberanía alimentaria como “régimen sociometabólico otro”
respecto al capitalismo nos permite dimensionar con mayor claridad sus
impactos. En el caso catamarqueño, los requerimientos de agua de la explotación
minera desplazan las economías domésticas cuyas actividades agrícolas son por
completo dependientes del riego, tal como se constata en el valle de Santa
María. Son visibles los impactos en la agricultura y la ganadería: degradación
de los pastizales naturales con el consecuente despoblamiento de puestos y
localidades pastoriles. Son casos emblemáticos Amanao y Vis Vis, en el
departamento Belén. La degradación y pérdida de las capacidades productivas
también se nota en el departamento Belén, donde según datos de la Dirección Provincial
de Riego desde fines de la década de 1990 la superficie cultivada se ha
reducido en 2 mil 600
hectáreas .
En Andalgalá, según estimaciones de la Estación Experimental
del INTA, la superficie cultivada anual descendió de mil 700 hectáreas a
principios del 2000 a
800 hectáreas
en las últimas campañas. En tanto que para Andalgalá se observa una
significativa merma de las unidades productivas, de 800 a 450 explotaciones
agropecuarias. En ese departamento, los pequeños productores centrados en la
economía local ponen como eje central de sus discusiones frente a organismos
técnicos del Estado la cuestión del agua, tanto su disponibilidad como su
calidad por encima de otros temas de índole productivo (Ver Machado Aráoz y
Rossi, 2017).
Con estos
antecedentes, y en el marco de una “fiebre” global por el litio, al menos doce
proyectos relacionados están vigentes en la provincia en diverso estado de
avance y actividad.2 Un
ejemplo insignia de esta nueva minería es el emprendimiento Tres Quebradas (3Q)
al oeste de Fiambalá, Tinogasta, área agrícola atravesada por el río Abaucán.
En la margen norte de esa “herradura” natural que forman los cerros, hay la
intención de explotar el proyecto aurífero La Hoyada.3 En este territorio del denominado
bolsón de Fiambalá, aún pervive una intensa actividad agrícola con población
rural estable, principalmente vinculada a la producción de vid en unidades
familiares, tanto para uva de mesa como para vino.4 Las chacras se caracterizan ser
diversificadas: cuentan con variedad de frutales (durazno, manzanas, higo,
entre otros), horticultura, granos, pasturas, cultivo de árboles para extraer
madera a baja escala, y además de satisfacer el consumo familiar aportan
productos para vender (en especial la uva), y para truequear (por otras frutas,
verduras y carne).
Esta tensión latente se refleja en los relatos de la Asociación Campesinos
del Abaucán (Acampa) en torno a la posible convivencia entre la minería y la
agricultura que practican.
Dice Santiago, de Chuquisaca, 69 años: “el gobierno local
dice: vamos a apoyar a los productores, pero da apoyo a la minería; sí sabemos
que el agote de agua nos va a perjudicar nuestro frutos. Las riquezas que
tenemos, no sé cómo llamarles, yo les digo así, tantos yuyos que hay en nuestra
zona que son curativos, van a morir; los animales, hay mucha hacienda, y ésas
son las riquezas de la
gente. Mucha gente en la zona no es empleada del Estado y no
es jubilada tampoco. Vive con su ganadito: ovejas, llamas, cabras. Eso a lo
último va a fracasar”.
Nicasio, de Medanitos, con 58 años afirma: “aparte del
litio, hay muchos proyectos para otros minerales. Una vez que se instalan ahí
vamos a tener verdaderos problemas. Todo el agua que se utiliza, eso es de la cordillera. Si
sacan el agua allá, ya está”.
Cuenta Helena, de 63 años, habitante de Tatón: “si empiezan
con la minería no sé qué va a pasar, cómo vamos a sobrevivir. Toda la
contaminación va a llegar. Ojalá no sean los emprendimientos en nuestro pueblo,
pero estamos cerca. Ahora es una preocupación, hemos empezado a pensar en los
problemas, las enfermedades, y lo que sería si faltara el agua. Estamos
acostumbrados a beber agua del río, y lo que cultivamos es con esa agua”.
La minería a gran escala será un perjuicio en tanto
afectaría la cantidad y calidad de agua, con la consecuente extinción de la
agricultura y ganadería a pequeña escala, entre otras secuelas. Como dejan
entrever los relatos, para quienes practican esta economía de subsistencia la
presión pone en riesgo su propio modo de relacionarse con la naturaleza. No es
la mera desaparición de un oficio lo que está en juego sino una trama compleja
que abarca una relación con el alimento escasamente mediada que incluye
aspectos bio-físicos (relación entre cuerpo y tierra entendida en sentido
pleno) y profundas prácticas e imaginarios culturales en torno al ser con la
agricultura.
Comenta Nicasio, de Medanitos: “Se siembra un poco de todo:
morrón, zapallito, maíz. Se va probando. Este año he sembrado ajo, cebolla. Hay
tomate, zapallo. Se hace acopio para la ganadería, porque tenemos chanchos
también. Hay intercambio todavía con los vecinos. Por ahí uno tiene carne,
huevo y uno cambalechea. Y las viñas mal que mal se venden, a bajo precio, pero
siempre tenés la esperanza el año siguiente”.
Helena, de Tatón, completa: “Tenemos la vid, higuera,
duraznero, manzano, granada, nuez, hortaliza, ponemos alfalfa, vicia, papa,
maíz, zapallo. Tenemos hermosas chacras. Hacemos dulces, jaleas, aprovechamos
la fruta, desecamos la
verdura. Eso es una ayuda, da un rédito. Nos quedan los
chanchos. Uno lo que tiene es para mantenerse para la familia, y el sobrante
por ahí vende, lo cambia. Tenemos la hortaliza para todo el año, para poner la
olla todos los días”.
Santiago, de Chuquisaca, comenta: “hortalizas todos tienen.
Tenemos durazno, nogales, la higuera, el membrillo, la manzana deliciosa, y el
vino, alfalfa. Y truequeamos: capaz yo no tengo higuera y cambiamos con otro
que no tiene membrillo; o algún cabrito por pasa de higo”
Mercedes, de Medanitos, con 62 años agrega: “acá se vive
mejor que en la ciudad, porque allá si no tiene un bolsillo con plata no va a
comer, acá mal que mal tiene un choclo, un zapallo, un tomate que lo cocina y
lo va a pasar bien. En cambio en la ciudad lo tiene que comprar todo”.
Desde esta identidad de campesinas y campesinos toma
densidad la preocupación por el avance de los proyectos mineros. Es la propia
subjetividad reflejada en la defensa de esas prácticas agrarias la que expresa
su potencial político en antagonismo con la apropiación de la naturaleza. El
posible avance de ese modelo extractivo a gran escala no implica solamente el
gravísimo riesgo de agotamiento del agua o el desplazamiento de algunas
familias; expresa sobre todo la probable erosión de un tejido de sabias
relaciones entre humanos y naturaleza que sienten, habitan y producen el lugar
para vidas futuras, a manos de quienes ven allí una superficie inanimada a ser
ocupada con fines capitalistas excluyentes, como dice Escobar, 2017.
Mercedes de Medanitos nos dice: “nosotros salimos,
conversamos con gente que ha sido golpeada por eso. Si sigue la minería, va a
llegar un momento dado que ni uva vamos a cosechar. ¿Y los que vienen detrás de
nosotros? Uno no puede pensar en sí mismo, sino pensar en las generaciones que
vienen detrás”.
Helena, de Tatón agrega: “Sería lindo hacer reuniones, para
enseñar, hablar más, porque en la radio poco se habla de esto. Que le cuenten a
la gente que no cree, que expliquen”.
Dice Nicasio, de Medanitos: “está la posibilidad de hablar
con gente que ya sufre en Belén o Andalgalá. Ya están diciendo cuáles son las
consecuencias de la minería, porque la han vivido. Hay gente que espera trabajo
de la minera, algún beneficio, eso es pan para hoy, hambre para mañana”.
Socio-metabolismos antagónicos
Los miembros de Acampa manifiestan su conocimiento de los
riesgos de la actividad minera por su articulación con afectados de otras
locaciones; expresan la incompatibilidad con sus prácticas productivas y la
necesidad de ampliar la discusión sobre el tema en las comunidades de la zona. En tanto riesgo
latente, la actividad minera en el Bolsón de Fiambalá se perfila como
“antagónica” desde la posición de alguna gente organizada en Acampa.
Se explicitan aquí al menos dos tipos de “territorialidades”
claramente diferenciadas, que expresan diversos modos de ser-estar en el
territorio, y que lo reconfiguran a partir de la subordinación, la
insubordinación o la emancipación.
·
Por un lado, los pueblos que practican una posesión y una
producción colectiva de la tierra, o formas más próximas a este tipo de
dinámicas, son quienes históricamente han tendido a “sentirse parte de la
naturaleza, que si es afectada seriamente también pone en peligro la vida de la
comunidad”, como dice Tapia, 2009.
·
En otro camino, el avance de la propiedad privada,
simbolizado en la empresa mega-minera, “cancela las prácticas de reciprocidad o
complementariedad”.
Para Modonesi (2010), las diversas instancias de conflicto
nunca son puras y se superponen de forma permanente: encontramos rasgos de
subalternidad (no existe una resistencia sistemática al aval institucional
hacia la actividad minera ni una lucha sostenida contra el discurso hegemónico
en favor del sector empresarial que avanza), mientras que sí persisten profundos
rasgos de autonomía en las prácticas productivas y socio-culturales de las
comunidades campesinas (siembra para subsistencia, trueque, venta de alimentos
artesanales, feria de intercambio de semillas). Éstas son las prácticas
autónomas que anteceden al potencial conflicto y que son un reservorio clave
para la lucha.
La presencia de un discurso enraizado en las prácticas
concretas de la agricultura campesina, que sugiere la imposibilidad de
convivencia entre las actividades en disputa, plantea un horizonte donde la
“soberanía alimentaria” (término clave), nos permite dimensionar una serie de
tensiones que afloran allí donde irrumpe el capital extractivista.
Ese embrionario antagonismo pone de manifiesto la lucha por
el agua, la tierra, el aire, por los modos de producir, distribuir y consumir
el alimento; por las formas de habitar (con) el territorio, es decir
‘socio-metabolismos’ contrapuestos: uno que aún mantiene una flecha del tiempo
más armónica con lo circular, con la regeneración de los ciclos de la vida; y
otro que se encuentra plenamente fracturado, que va hacia un adelante
auto-destructivo. La posibilidad de una práctica política radical emerge allí,
en esta conflictividad latente, donde las comunidades defienden su esencial
derecho a cultivar la tierra para alimentarse de modo sano y soberano; para
conservar una economía agraria con arraigo territorial; para sostener un suelo
habitable para las próximas generaciones. A la vista de la larga historia de
desplazamiento de las economías campesinas e indígenas, y de la sistemática
erosión de la autonomía alimentaria puesta a andar por el capitalismo,
entendemos que la defensa de los bienes comunes que hacen posible la vida desde
el propio territorio-cuerpo como expresión materializada de la “soberanía
alimentaria” nos pone frente a una otra práctica política imprescindible frente
a la profunda crisis civilizatoria que atraviesa la humanidad.
Bibliografía:
Fuente: http://www.biodiversidadla.org/Documentos/La-soberania-alimentaria-frente-a-la-mega-mineria-de-litio
No hay comentarios:
Publicar un comentario