Pese a todo: a 100 años de los
asesinatos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht
14 de enero de 2019
Este domingo a las nueve de la mañana
en Berlín, miles y miles de personas marcharán en silencio hacia el cementerio
de Friedrichsfelde. Protegiéndose contra el frío invernal con gruesos abrigos y
bufandas, jóvenes y viejos, familias con bebés y abuelas con bastón, militantes
de toda la vida y gente sin afiliación partidaria rendirán homenaje a Rosa
Luxemburgo y a Karl Liebknecht, líderes revolucionarios asesinados hace exactamente
100 años, el 15 de enero de 1919. Depositarán claveles rojos en las tumbas y
volverán a sus hogares. El año que viene se darán cita nuevamente.
Hinnerk
Berlekamp en Suplemento para La Diaria.
Habrá también otros homenajes en
estos días, desde conferencias hasta performances teatrales, pero esta marcha es
especial: se celebra desde hace 100 años. Ya no se ven los puños en alto de la
entreguerra ni se escuchan los discursos solemnes con los que la cúpula
dirigente de la RDA procuraba reafirmarse en la tradición de la clase obrera
berlinesa. Hoy es casi un acto de obstinación, de no dar el brazo a torcer en
un mundo en el que los ideales de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo parecen
estar más lejos que nunca.
Para entender cómo y por qué estos
dos revolucionarios siguen siendo referencia para la izquierda (no sólo en
Alemania) aun 100 años después de su muerte, corresponde empezar por lo que
significaron para sus contemporáneos. Karl Liebknecht, nacido en 1871 y de
profesión abogado, era hijo de Wilhelm Liebknecht, legendario cofundador junto
a August Bebel de lo que llegó a ser el partido obrero por lejos más fuerte de
la época, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD). Ferviente
antimilitarista, fue acusado de alta traición y encarcelado en 1907. Todavía preso,
en 1908 logró su primera banca en la Cámara de Diputados de Prusia –verdadera
proeza en una época en la que, gracias al sistema de voto diferencial vigente,
el voto de un terrateniente valía textualmente diez veces (!) el voto de un
obrero– y en 1912 entró en el Reichstag, el parlamento nacional de Alemania,
como diputado por la ciudad de Potsdam, residencia del mismísimo emperador. Un
enorme talento político en un partido cuyo peso en la sociedad aumentaba día a
día.
También en 1871 nació Rosa Luxemburgo,
hija de un comerciante judío de la ciudad polaca de Zamosc en la periferia del
imperio zarista ruso. Perseguida por su actividad en diversos grupos de
izquierda, se exilió a los 18 años en la ciudad suiza de Zúrich, uno de los
poquísimos lugares en Europa donde la universidad admitía a una mujer como
estudiante. Siendo ya una militante política de renombre, eligió en 1898 la
Berlín efervescente como centro de su actividad. Jamás llegó a ocupar un cargo
parlamentario, nada extraño en un mundo en el que el voto femenino no existía
casi en ninguna parte.
Apreciada por su enorme intelecto y sus dotes de
oradora, se convirtió en una de las cabezas ideológicas de la socialdemocracia
alemana e internacional. Y, como suele suceder, cosechó amistades y enemistades
a la par. Libró una
lucha frontal contra Eduard Bernstein y luego Karl Kautsky, celebrísimos
pensadores que sostenían que el camino al socialismo en el incipiente siglo XX
pasaba por la vía parlamentaria y ya no por la revolución proletaria de Karl
Marx. En su oposición a dichas tendencias reformistas coincidía Rosa Luxemburgo
con un ruso todavía bastante desconocido llamado Vladimir Ilich Lenin, lo que
no le impidió discrepar con él en otras varias cuestiones.
La hora de la verdad
En agosto de 1914 llega el momento de
la verdad. Estalla
la Primera Guerra Mundial, que pone a prueba las convicciones pacifistas de los
socialdemócratas en todo el viejo mundo. Habían jurado que los obreros alemanes
jamás abrirían fuego contra los obreros franceses y viceversa. Promesas vacías.
En el Reichstag, el SPD en bloque aprueba los créditos pedidos por el gobierno
para financiar el Ejército. Ni el diputado Liebknecht, antibelicista declarado,
tiene el valor de votar en contra de lo decidido por la mayoría de su bancada.
Es la última concesión que hace en su
vida. Junto con Rosa Luxemburgo, agrupa en la Liga Espartaquista
a los opositores a la
guerra. Establecen contactos con los militantes antibélicos
en los países “enemigos”, lo que les acarrea violentas reacciones de sus
propios compañeros de partido. Cuando en diciembre de 1914 los parlamentarios
socialdemócratas vuelven a levantarse de sus asientos para aprobar el siguiente
préstamo militar, sólo uno se queda sentado: Karl Liebknecht.
En 1916, Liebknecht y Luxemburgo son
procesados por alta traición. Como respuesta, 50.000 obreros en Berlín,
organizados por delegados revolucionarios que ya no obedecen a los sindicatos
oficialistas, van a la
huelga. No logran evitar que sus dos líderes pasen el resto
de la guerra en la cárcel, pero sí dejan constancia de que está emergiendo una
fuerza política que la socialdemocracia “patriótica” ya no sabe controlar.
A fines de 1918, la situación en el
imperio alemán se hace insostenible. Se avecina otro invierno de hambruna. En
las trincheras las tropas empiezan a amotinarse. En las unidades militares y en
las grandes fábricas se forman los Räte, consejos de obreros y soldados
similares a los soviets en la Rusia revolucionaria. La socialdemocracia se ha
dividido, del SPD se ha escindido el Partido Socialdemócrata Independiente, que
reúne a las fuerzas antibélicas, incluida la Liga Espartaquista.
El 9 de noviembre se firma el
armisticio en el frente occidental. El emperador Guillermo II debe abdicar. En
un espacio de dos horas, dos políticos diferentes proclaman la República: desde
una ventana del Reichstag, Philipp Scheidemann, del SPD, reacio a cada cambio
que vaya mucho más allá del fin de la monarquía; y desde un balcón del castillo
de Berlín, Karl Liebknecht, que, al igual que Luxemburgo, acaba de salir de la cárcel. Cientos de
miles están en las calles para defender la revolución. Todo
parece posible. La cuestión decisiva es: ¿quién tomará las riendas del poder?
Para Liebknecht y Luxemburgo no hay
duda posible: ¡todo el poder a los consejos de obreros y soldados! Pero el
Partido Socialdemócrata Independiente y los propios consejos vacilan. Terminan
apoyando el planteo del SPD de convocar elecciones a una Asamblea
Constituyente. Friedrich Ebert, líder del SPD y presidente de la junta que
ejerce como nuevo gobierno, sella un pacto secreto con la cúpula militar del
imperio derrotado: llama tropas a Berlín para sofocar esa revuelta que, en su
opinión, ya ha llegado demasiado lejos y podría desembocar en una guerra civil.
“No quiero la revolución.
La odio como la peste”, afirma.
La confrontación entre las tropas
revolucionarias dispuestas a defender un gobierno que no quiere ser defendido
por ellas y las tropas militares regulares no se hace esperar. En otras partes
de Alemania, habrá enfrentamientos hasta mediados del nuevo año. En Berlín, la
batalla se decide a los cinco días. El 10 de enero de 1919 “vuelve a gobernar
el orden”. Las víctimas se cuentan por miles.
El “levantamiento espartaquista” es
el nombre con el que se recuerdan las luchas en el centro de Berlín, donde la
artillería del ejército pulveriza las barricadas de las milicias
revolucionarias. Pero los espartaquistas, que el 1º de enero habían fundado el
Partido Comunista de Alemania (KPD), ni instigaron la contienda, ni lograron
liderarla en ningún momento. Ellos mismos dudan qué hacer. De los dos
presidentes del flamante partido, Karl Liebknecht llama a la rebelión contra la
junta de gobierno socialdemócrata. Rosa Luxemburgo está en contra, convencida
de la imposibilidad de ganar esa batalla. Aboga sin éxito por participar en las
ya inevitables elecciones a la Constituyente.
Pasan a la clandestinidad, pero la
venganza contrarrevolucionaria los alcanza. El 15 de enero de 1919 son
detenidos en casa de un amigo. En el hotel Edén, cuartel general de las tropas
contrarrevolucionarias, los oficiales presentes los maltratan con la culata de
sus rifles. Casi muertos, los suben a dos autos. En la oscuridad de un parque
matan a Karl Liebknecht de varios tiros en la espalda. A Rosa
Luxemburgo la golpean hasta que queda inconsciente, le dan un tiro en la sien y
tiran su cadáver a un canal del río Spree. Queda desaparecida hasta que un
trabajador la encuentra en una esclusa cuatro meses más tarde.
Eliminados los líderes revolucionarios
más importantes, en febrero se constituye la República de Weimar y Friedrich
Ebert es designado primer presidente. De socialismo ya no se habla, el poder
económico de las clases dominantes ni se toca, pero la Constitución que se
aprueba es de las más progresistas de la época: elimina los privilegios de la
nobleza, introduce el voto libre, secreto e igualitario para hombres y mujeres,
y protege los derechos individuales de los ciudadanos. Avances importantísimos,
sin duda alguna. Pero eso no necesariamente convierte a la revolución de
1918-1919 en victoriosa. ¿Cuánto era posible? ¿Cuánto era necesario, y para
quién?
Para la izquierda alemana dividida, de todas formas, el
asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht es un golpe del que no se
recuperará nunca. El 15 de enero de 1919 se produce un cisma que pronto se
extenderá mucho más allá de Alemania. Si se pudiera personificar la
responsabilidad, llevaría el nombre del socialdemócrata Gustav Noske, encargado
de asuntos militares y por ende mano ejecutora de la junta de gobierno. Es él quien atiende aquella noche el
teléfono cuando el capitán Waldemar Pabst pide autorización para la ejecución
de Liebknecht y Luxemburgo. “Usted sabe muy bien qué hay que hacer”, le
contesta Noske. Y Pabst cumple.
Muertes impunes
Los asesinos nunca fueron castigados.
El juicio militar, que se celebra sólo porque el Partido Comunista ha
identificado públicamente a los oficiales implicados, termina con la absolución
de los únicos dos acusados. La sentencia lleva la firma de Noske.
Lo que sigue son largos años de lucha
fratricida. El KPD tilda a los socialdemócratas de “socialfascistas”, el SPD
responde llamando a los comunistas “fascistas pintados de rojo”. Cuando llega
el fascismo verdadero con el triunfo del nazismo, los dos serán víctimas. El intento de reconciliar las dos
corrientes de la izquierda alemana después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial
sólo termina profundizando la brecha. Reunificados SPD
y KPD en la parte oriental de Alemania ocupada por la Unión Soviética ,
el nuevo partido luego se somete al estalinismo y varios antiguos
socialdemócratas son perseguidos por sus propios compañeros. Cuando se
reunifican las dos Alemanias en 1990 –y no son pocos los que prefieren hablar
de una simple anexión de la RDA por la República Federal –,
el SPD toma parte activa en la eliminación de los símbolos del difunto régimen
socialista. En todas partes se cambian nombres de calles, y en varias ciudades,
entre los nombres que desaparecen están los de Rosa Luxemburgo y Karl
Liebknecht.
No sirve especular qué hubiera sido de la
izquierda alemana, europea e incluso mundial sin la traición del 15 de enero de
1919. De lo que no cabe duda es que la muerte de Rosa Luxemburgo deja un vacío
que en este momento histórico nadie puede llenar. La nueva Internacional
Comunista que se forma alrededor de la Unión Soviética
pronto asume el dictamen de Iósef Stalin de que “el leninismo es el marxismo de
nuestra época”, aplicando el modelo ruso a cualquier proceso a nivel global. No
hay nadie con la autoridad política e intelectual de Rosa Luxemburgo que pueda
parar el tren, exigir respeto por otras experiencias y realidades y criticar
desde una posición inconfundiblemente solidaria los errores y hasta las
aberraciones de los compañeros.
“Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad
de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda
institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda
la burocracia como elemento activo”, había escrito Luxemburgo desde la cárcel
en un texto sobre la revolución rusa. Proféticas palabras. Cuando en enero de
1988, un pequeño grupo disidente en la RDA lleva a la marcha de siempre una
pancarta con la emblemática frase de Rosa Luxemburgo “libertad es siempre la libertad de los
que piensan diferente”,
cuatro de ellos pagan la herejía con meses en la cárcel.
Menuda carga histórica la que llevarán sobre sus hombros
este domingo los participantes de la marcha de los 100 años. Aciertos y errores
propios y ajenos, y la conciencia de que hubo más batallas perdidas que
ganadas. Pero la conclusión que sacan no es quedarse en casa a esperar tiempos
mejores. Se pondrán el abrigo y la bufanda e irán al cementerio, con la frase
con la que Karl
Liebknecht cerró su último texto antes de morir: “Trotz
alledem!”. Pese a todo.
Fuente: https://www.anred.org/?p=109153
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