Covid-19, estructura y coyuntura,
ideología y política
18 de mayo de 2020
Por
Federico Mare
y
Ariel Petruccelli
(Rebelión)
(continuación)
* * *
Las diferencias pandémicas entre el
mundo occidental, por un lado, y Asia oriental, por otro, están siendo
objeto de interpretaciones
ideológicas en el viejo y negativo sentido de la palabra
«ideología»: falsa conciencia con escasa atención a las evidencias
empíricas. Se habla de una cultura más colectivista y autoritaria,
sustentada en la tradición confuciana (China, Japón, Corea del Sur,
Taiwán, etc.), contrapuesta a una cultura más individualista y liberal
(oeste europeo, EE.UU. y otros países anglosajones). Las preferencias
pueden variar, pero el contraste parece ser aceptado como una evidencia
tanto por los que deploran el ascenso del autoritarismo policial-digital
chino (variante casi distópica del
biopoder), como por
quienes saludan las decididas políticas comunitarias de salud montadas
por los fuertes e interventores estados del lejano este asiático.
Por lo demás, Australia exhibe guarismos similares a los
del Asia oriental. Los países del Pacífico occidental, pese a sus
enormes disparidades demográficas, políticas e histórico-culturales,
celebran por igual su éxito frente a la amenaza pandémica, con el mérito
adicional de haber logrado una rápida contención en la mismísima región
donde surgió el COVID-19. Tanto la gigantesca, autoritaria y confuciana
China, como la pequeña, liberal y anglosajona Nueva Zelanda, hoy pueden
ufanarse de haber vencido al coronavirus.
Es notable que Byung-Chul Han, a la hora de explicar la
disparidad del impacto pandémico entre Europa occidental y Asia
oriental, haya elegido reciclar el
choque de civilizaciones,
cuando dos países «blancos» bastante próximos al Lejano Oriente,
Australia y Nueva Zelanda, ponen totalmente en entredicho su tesis
culturalista. No solo eso: Australia y Nueva Zelanda son estados de
ascendencia británica, es decir, países occidentales donde el
individualismo y el liberalismo tienen mayor arraigo histórico que en
otros donde ha primado, por ejemplo, la cultura latina, como Italia,
España, Francia y Portugal. Siguiendo el razonamiento del filósofo
coreano, la Europa mediterránea debería haber tenido una mejor
performance sanitaria que
la Australasia anglosajona, pero esto es ostensiblemente falso, incluso
en el caso lusitano, el menos desfavorable. La cohesión comunitaria no
parece ser un aspecto tan fundamental… Dentro del mundo islámico, ¿cómo
se explicaría entonces que el ultrafundamentalista Irán duplique la tasa
de mortalidad por coronavirus de Turquía y Bosnia-Herzegovina, las
naciones musulmanas más occidentalizadas?
También han sido objeto de polémica otros casos
contrastantes. El presidente argentino Alberto Fernández comparó
recientemente la situación de Noruega y Suecia, creyendo ver en ellas
una confirmación de lo acertado de su severa política sanitaria frente a
la pandemia: el ASPO (aislamiento social, preventivo y obligatorio), un
confinamiento masivo y total muy precoz que ya ronda casi los dos meses.
Noruega –con una cuarentena relativamente temprana– y Suecia –donde
hasta los bares continúan abiertos– presentan tasas de mortalidad por
millón de habitantes ciertamente diferentes: 43 contra 325. Sin embargo,
es cuanto menos dudoso lo que esa comparación demuestra, o deja de
demostrar. Después de todo, la mortalidad proporcional que exhibe con
orgullo la cautelosa y mesurada Noruega de Solberg no está lejos de
aquella que ostenta con escándalo el irresponsable y desquiciado Brasil
de Bolsonaro; en tanto que la tasa de la permisiva Suecia es muy
inferior a las de España, Italia y Bélgica, tres países que han optado
por la vía más estricta del confinamiento. Por otra parte, ¿por qué
habríamos de asumir, contra toda evidencia hasta el momento, que las
tasas de mortandad por millón de habitantes en América Latina tienden a
ser análogas a las de Europa occidental? Hasta ahora, viendo el panorama
en conjunto, los datos estadísticos muestran casi uniformemente lo
contrario. Las excepciones parciales sirvan para matizar, no para
validar o refutar.
* * *
Nadie sabe a ciencia cierta cuál es la efectividad de las
medidas tomadas. Los tan marcados contrastes regionales más bien parecen
mostrar –como dijimos– que el impacto de la pandemia se ve más
determinado por condiciones estructurales preexistentes que por las
decisiones coyunturales y acciones urgentes de quienes gobiernan. Las
comparaciones Argentina-Brasil y Noruega-Suecia parecerían indicar que
las medidas de confinamiento total pueden reducir significativamente el
impacto de la pandemia, pero dentro de claros y bien diferenciados
parámetros regionales (el peor resultado latinoamericano difiere poco
del mejor resultado europeo-occidental). Y el parangón entre Japón y
China, o Rusia y Bielorrusia, ponen en duda la eficacia de la cuarentena
estricta respecto a otras estrategias de contención más flexibles pero
inteligentes.
Por otra parte, es un hecho que el confinamiento tiene
consecuencias sociales y económicas. Y aquí también son marcadas las
diferencias regionales. En India y Filipinas, por ejemplo, la cuarentena
ha colocado a millones de personas al borde de la inanición. No es lo
mismo la suspensión de actividades económicas en países centrales
desarrollados y ricos –capaces de brindar cierta cobertura a su
población más desfavorecida–, que en estados subdesarrollados y pobres
de la periferia: en estos, la pandemia bien puede devenir en hambruna.
Tampoco es equiparable el impacto de la parálisis económica para
empresas que han acumulado grandes capitales, que para trabajadores sin
capacidad de ahorro: en el primer caso, peligran las ganancias; en el
segundo, la propia supervivencia.
Lo mismo cabe señalar en relación a otras variables
macroeconómicas, como los niveles de desempleo, precarización e
informalidad, o el PBI per cápita
y la distribución de la riqueza. La Noruega que ha invocado Alberto
Fernández tiene una espalda
que Argentina de ningún modo posee. Las sociedades escandinavas,
prósperas y poco desiguales, pueden hacer sacrificios materiales y
esfuerzos sostenidos en el tiempo que sus pares latinoamericanas –con
enormes bolsones de desocupación, subempleo, pobreza y marginalidad– no
están en condiciones de afrontar, por lo menos sin que medie una
auténtica revolución (el gobierno argentino retrocedió en chancletas
tras lanzar una tímida propuesta de establecer un gravamen del 1% a las
grandes fortunas. En paralelo –y claro contraste– estableció sin mucho
ruido un recorte del 25% a los salarios en los sectores privados
paralizados). La Argentina que dejó Macri, endeudada hasta el cuello y
en aguda recesión, tiene índices de pobreza/indigencia e informalidad
cercanos al 40%, que no cesan de incrementarse debido a la crisis
pandémica. El mentado quedate en
casa es una meta imposible, o suicida, para amplios sectores
sociales de la Argentina y del resto del «Tercer Mundo».
En tal sentido, la antinomia salud-economía tiene mucho de
falaz. ¿La salud de quiénes? ¿La gente pobre, caída del sistema? ¿Los
sectores medios y altos, bien integrados a la sociedad de consumo y el
empleo formal? ¿De qué hablamos cuando hablamos de
economía? ¿De la
rentabilidad empresarial o de la subsistencia popular? La burguesía,
igual que los medios y economistas que le son funcionales, solo se
preocupan por las ganancias. Su egoísmo de clase es repudiable. Pero
también merecen crítica aquellos gobiernos que, como el de Alberto
Fernández en Argentina, enarbolan un
talibanismo sanitario
despreocupado por las condiciones materiales de existencia de la gente
humilde, sobre la premisa equivocada –implícita más que explícita– de
que economía es
sinónimo de afán de lucro y riqueza concentrada.
Defender la economía no necesariamente es hacerle el juego
a la derecha neoliberal, como dicen algunos sectores del progresismo
(sectores que, dicho sea de paso, poco y nada hacen, en términos
prácticos, para que se les cobren más impuestos a las personas más
ricas, con los cuales poder financiar la actual emergencia sanitaria y
social). Se puede –y se debe– defender la economía como aquello que hace
posible la reproducción vital
de las clases trabajadoras y las mayorías populares. Está muy bien que
nos importe más la salud pública que el enriquecimiento privado, el
bienestar general más que la codicia corporativa. Lo que no está bien es
que no nos importen las consecuencias ruinosas de la cuarentena
prolongada sobre el trabajo y la subsistencia de los sectores más
vulnerables, para los cuales la estabilidad de ingresos y la capacidad
de ahorro son cuentos de hadas.
Entre el no hacer
absolutamente nada de Trump y Bolsonaro al inicio de la
pandemia, y la cuarentena draconiana e indefinida del
talibanismo sanitario, hay
una enorme gama de opciones que, desgraciadamente, no están siendo
objeto de ningún debate público. Hay que tener mucha estrechez mental
para asociar mecánicamente el cuidado de la economía a la defensa del
lucro privado. El cuidado de la economía bien puede pasar por el
establecimiento de una renta básica ciudadana, una reforma progresiva
del sistema tributario, o incluso por expropiaciones al capital. Al
poner esto sobre el tapete se torna transparente que no es exactamente
la estrechez mental lo que lleva a la asociación economía-lucro. Lo que
subyace es, en realidad, el compromiso sustancial con una economía
basada en la propiedad privada sobre los medios de producción, el
mercado y la acumulación capitalista: eso es lo que impide pensar
alternativas económicas de otro tipo.
Fuente: https://rebelion.org/covid-19-estructura-y-coyuntura-ideologia-y-politica/La contraposición entre salud y economía que hoy se asume masivamente es, pues, un espantajo. Aunque suene inverosímil en medio del pánico mundial por el COVID-19, el principal problema sanitario de la humanidad es, por lejos, el hambre, junto con la falta de agua potable. Que los millones de niños y niñas que, año tras año, mueren de desnutrición (o de problemas colaterales como las enfermedades diarreicas), no generen angustia social en la comunidad internacional, ni sean causa de drásticas medidas políticas y económicas, dice mucho del mundo en que vivimos… tanto como el pánico desatado por una pandemia que, hasta ahora, no supera los 300 mil decesos. La cifra puede parecer impresionante, pero en verdad no lo es. Para ingresar al sombrío ranking de las diez causas de muerte más importantes a nivel global, aunque más no sea en el décimo puesto, el coronavirus debería al menos cobrarse un millón y medio de víctimas fatales en 2020. Para hacerlo, la mortandad de los dos cuatrimestres próximos debería triplicar la mortandad acumulada durante el primer cuatrimestre del año, algo sumamente improbable, dado que, en casi todos los países, la curva de contagios tiende a aplanarse.En la sociedad posmoderna del espectáculo, el rigor lógico y empírico, los análisis sobriamente mesurados, las comparaciones respetuosas del principio de proporcionalidad y el examen en contexto son arrojados a la basura. Las cifras absolutas son preferidas a las relativas (casi nadie habla de Bélgica, pero se sigue hablando de China), los argumentos especulativos y anecdóticos campean por doquier, y las aprobaciones o descalificaciones a priori –ideológicas– resultan mejor valoradas que los datos y las evidencias.(...)
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