El golpe de Estado en Chile
1 de septiembre
de 2019
Por Ralph Miliband
Ante un nuevo aniversario del golpe fascista en Chile recuperamos
un valioso aporte de Ralph Milliband que buscaba balancear la experiencia
chilena. Muchos de los debates que se reflejan en este artículo conservan a
nuestro entender fuerte actualidad sobre todo si se los mira a la luz actual de
lo que sucede en Venezuela.
Lo ocurrido en Chile el 11 de
septiembre de 1973 no reveló súbitamente nada nuevo acerca de las maneras en
que los poderosos y los privilegiados buscan proteger su orden social: la
historia de los últimos 150 años está salpicada de tales episodios. Aun
así, Chile ha obligado a mucha gente de izquierda a reflexionar y a hacerse
algunas incómodas preguntas en relación con la “estrategia” más adecuada en
los regímenes de tipo occidental para lo que de un modo algo vago se ha
llamado “transición al socialismo”.
Por supuesto, los Hombres Sensatos de
la Izquierda, y otros también, se han apresurado a proclamar que Chile no es
Francia, o Italia, o Gran Bretaña. Esto es totalmente cierto. No existe un
país igual a otro: las circunstancias son siempre diferentes, no solo entre un
país y otro, sino entre distintos períodos dentro de un mismo país. Este
sabio juicio hace posible y plausible argumentar que la experiencia de un país
o un período no puede ofrecer “lecciones” concluyentes. Eso también es
cierto, y como principio general se debiera desconfiar de aquellos que
instantáneamente formulan “lecciones” para cada ocasión. Lo más probable es que ya las
tuvieran mucho antes, y sólo intentan acomodar la nueva experiencia a sus ideas
previas. Así es que seamos cuidadosos con aceptar o dar “lecciones”.
En todo caso, y aun siendo cuidadosos, hay cosas que aprender de la
experiencia, o desaprender, lo que viene a ser lo mismo. Se decía, con mucha razón, que sólo
Chile, en Latinoamérica, era una sociedad pluralista, liberal, constitucional,
parlamentaria, y un país que tenía política: no exactamente como los
franceses, los estadounidenses o los británicos, pero que definitivamente
existía dentro de un marco “democrático”, o, como dirían los marxistas, de
la “democracia burguesa”.
Siendo este el caso, y con todo lo
cuidadoso que uno quiera ser, lo ocurrido en Chile plantea ciertas preguntas,
requiere ciertas respuestas, y puede incluso servir de recordatorio y
advertencia. Puede sugerir, por ejemplo, que los estadios que permiten otros
usos además del deporte –como albergar a prisioneros políticos de izquierda–
existen no solo en Santiago, sino en Roma y París, o también en Londres; o
que debe haber algo errado en el hecho de que Marxism Today, la revista mensual
“teórica y de discusión” del Partido Comunista británico, traiga como
artículo principal de la edición de septiembre de 1973 un discurso
pronunciado en julio por el secretario general del Partido Comunista chileno,
Luis Corvalán (actualmente en prisión en espera de juicio y una eventual
ejecución),1 que se titula “¡NO A LA GUERRA CIVIL ! PERO ESTAMOS PREPARADOS PARA
APLASTAR LA SEDICIÓN”. A la luz de lo ocurrido, esa respetable consigna luce
patética e insinúa que algo anda muy mal aquí, algo que se debe evaluar para
tratar de ver las cosas más claramente.
Puesto que Chile era una democracia
burguesa, lo que ocurrió allí tiene que ver con la democracia burguesa, y con
lo que puede también ocurrir en otras democracias burguesas. Después de todo,
a la mañana siguiente del golpe The Times escribía (y la gente de izquierda
debería memorizar cuidadosamente estas palabras): “... hayan o no las Fuerzas
Armadas hecho lo correcto al actuar del modo en que han actuado, las
circunstancias eran tales que cualquier militar razonable puede de buena fe
haber pensado que era su deber constitucional intervenir”.2 Si un
episodio similar ocurriese en Gran Bretaña, no es descabellado pensar que
quienquiera que esté dentro del estadio Wembley no será el editor del Times:
él estará ocupado escribiendo editoriales lamentando esto y lo otro, pero
coincidiendo, aunque de mala gana, en que tomadas en cuenta todas las
circunstancias, y a pesar de la naturaleza angustiosa de la elección, no
había alternativa sino la de un militar razonable que de buena fe puede haber
pensado que era su deber... etcétera.
Cuando Salvador Allende fue elegido Presidente de Chile en
septiembre de 1970, se dijo que el régimen que se inauguraba en ese momento
constituiría un experimento de transición pacífica o parlamentaria al
socialismo. Tal y como resultaron los siguientes tres años, fue una
afirmación exagerada.
El gobierno de la UP avanzó mucho en
cuanto a reformas económicas y sociales, y bajo condiciones increíblemente
adversas, pero se mantuvo como un régimen deliberadamente “moderado”: de hecho, no parece exagerado decir
que la causa de su destrucción, o al menos una causa importante, fue su
obstinada “moderación”. Pero no, ahora nos dicen los expertos, como el
profesor Hugh Thomas, de la Escuela de Estudios Europeos Contemporáneos de la
Universidad de Reading: el problema fue que Allende estaba muy influenciado por
figuras como Marx o Lenin, “más que por Mill, Tawney o Aneurin Bevan, o
cualquier otro socialista democrático europeo”.
Siendo este el caso, continúa
animadamente el profesor Thomas, “el golpe de Estado en Chile de ninguna manera
puede considerarse una derrota para el socialismo democrático, sino para el
socialismo marxista”. Todo está bien, entonces, por lo menos para el
socialismo democrático. Eso sí, “no hay duda de que el doctor Allende tenía
el corazón bien puesto”, debemos ser justos en esto; pero “hay muchas razones
para pensar que su receta era la equivocada para los males del país, y por
supuesto el resultado de tratar de aplicarla puede haber conducido a un
cirujano de hierro a hacerse cargo. La receta correcta, por supuesto, era el
socialismo keynesiano, no marxista”.3 Ahí está: el problema con
Allende es que no era Harold Wilson, rodeado de consejeros imbuidos del
socialismo keynesiano, como el mismo profesor Thomas obviamente lo está.
No debemos quedarnos en los thomases de este mundo y sus opiniones
preconcebidas acerca de las políticas de Allende. Pero, aunque la experiencia
chilena puede no haber sido un test válido para la “transición pacífica al
socialismo”, todavía ofrece un ejemplo muy sugerente de lo que puede ocurrir
cuando un gobierno da la impresión, en una democracia burguesa, de que
genuinamente intenta realizar transformaciones verdaderamente serias en el
orden social, y moverse hacia el socialismo, de una manera no obstante gradual
y constitucional; y cualquier cosa que pueda decirse sobre Allende y sus
colaboradores, sobre sus estrategias y políticas, debe tomar en cuenta que es
esto lo que pretendían hacer. No eran, y sus enemigos lo sabían, meros
políticos burgueses voceando consignas “socialistas”. No eran “socialistas
keynesianos”. Eran personas serias y dedicadas, como muchos lo han demostrado
muriendo por lo que creían. Es esto lo que hace que la reacción conservadora
se torne un asunto de gran interés e importancia, y por eso es necesario que
tratemos de decodificar el mensaje, la advertencia, las “lecciones”. Porque la
experiencia puede tener significados cruciales para otras democracias
burguesas; de hecho, seguramente no hay necesidad de insistir en que una parte
de esta experiencia repercutirá directamente en cualquier “modelo” de cambio
social radical en el marco de este sistema político.
II
Quizás el mensaje, advertencia o
“lección” más relevante es también el más obvio, y en consecuencia, el más
fácilmente ignorado. Tiene
que ver con la noción de lucha de clases. Suponiendo que dejamos de lado la
visión de que la lucha de clases es resultado de la propaganda y agitación
“extremistas”, queda el hecho de que la izquierda es más afín a la
perspectiva según la cual la lucha de clases es un movimiento de los
trabajadores y las clases subordinadas contra las clases dominantes. Por
supuesto, eso es. Pero la idea de lucha de clases también se refiere, y a menudo se refiere en primer lugar, a la lucha que libra la clase dominante,
y el Estado actuando en su representación, en contra de los trabajadores y las
clases subordinadas.
Por definición, la lucha no es un
proceso unidireccional; pero también es conveniente enfatizar que la clase o clases dominantes la
promueven activamente, y en muchas maneras mucho más efectivamente que la
batalla que libran las clases subordinadas.
En segundo lugar, pero en el mismo contexto, existe
una enorme diferencia –tan grande que requiere un cambio de nombre– entre la
lucha de clases “común”, del tipo que se ve día a día en las sociedades
capitalistas, en los niveles económico, político, ideológico, micro y macro,
y que se sabe que no constituye una amenaza para el marco capitalista en el que
tiene lugar, y la lucha
de clases que afecta, o se piensa que puede afectar, el orden social de un modo
verdaderamente esencial.
La primera forma de lucha de clases constituye la sustancia, o gran parte de la
sustancia, de la política en la sociedad capitalista. No es trivial, o una
mera farsa; pero tampoco fuerza excesivamente el sistema político. La segunda
forma habría que describirla no simplemente como lucha de clases sino como una
guerra de clases.
Allí donde los poderosos y los privilegiados (y quienes tienen el
máximo poder y privilegios no son necesariamente los más intransigentes)
creen que enfrentan una amenaza real desde abajo, allí donde piensan que el
mundo que conocen y que les gusta y que quieren preservar empieza a ser
socavado y a ceder control a fuerzas malignas y subversivas, entonces una forma
completamente diferente de lucha de clases entra en operación, una cuya
agudeza, dimensiones y universalidad garantiza la etiqueta de “guerra de
clases”.
Chile había conocido durante muchas
décadas la lucha de clases dentro de un marco democrático burgués: esa era
su tradición. Con la llegada al poder del Presidente Allende, progresivamente
las fuerzas conservadoras transformaron la lucha de clases en una guerra de
clases; y aquí también vale la pena recalcar que fueron las fuerzas
conservadoras las que llevaron adelante este proceso.
Antes de detenerme en este tema,
quisiera abordar un asunto que a menudo se plantea en relación con la
experiencia chilena. Concretamente, la cuestión de los porcentajes
electorales. Con frecuencia se ha dicho que Allende, candidato presidencial de
una coalición de seis partidos, sólo obtuvo el 36% de los votos en septiembre
de 1970, implicando de esta manera que si hubiese obtenido, digamos, 51% de los
votos, la actitud de las fuerzas conservadoras hacia él y su gobierno hubiese
sido muy diferente. En un sentido puede ser cierto; pero en otro sentido me
parece un peligroso disparate.
Tomando este último primero: uno de
los más reconocidos expertos franceses en Latinoamérica, Marcel Niedergang,
ha publicado un documento que es relevante en este tema. Se trata del
testimonio de Joan Garcés, uno de los asesores cercanos de Allende por más de
tres años, quien, bajo las órdenes directas del Presidente, escapó del
Palacio de La Moneda el 11 de septiembre. En la visión de Garcés, fue
precisamente después de que la coalición de gobierno incrementase su
porcentaje electoral a 44% en las elecciones legislativas de marzo de 1973 que
las fuerzas conservadoras comenzaron a pensar seriamente en un golpe de Estado.
“Tras las elecciones de marzo –dice Garcés–, un golpe de Estado por la vía
legal ya no era viable, ya que no sería posible alcanzar la mayoría de dos
tercios requerida para destituir constitucionalmente al Presidente. Entonces la
derecha entendió que la vía electoral estaba agotada y que el único camino
posible era el de la fuerza”.4 Lo ha confirmado uno de los
principales promotores del golpe, el general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh, quien declaró al
corresponsal en Chile del Corriere della Sera que “iniciamos los preparativos
para el derrocamiento de Allende en marzo de 1973, inmediatamente después de
las elecciones parlamentarias”.5
Tal evidencia no es concluyente, pero
tiene mucho sentido. Escribiendo antes de que esta información estuviese
disponible, Maurice Duverger dijo que, mientras Allende era apoyado por algo
más de un tercio de los chilenos al comienzo de su mandato, tenía a casi la
mitad de la población de su lado al momento del golpe; y esa mitad era la más
afectada por las dificultades económicas. “Esta es probablemente la principal
razón para el golpe militar –escribe Duverger–. Mientras la derecha chilena
creyó que la experiencia de la Unidad Popular acabaría por voluntad de los
electores, respetó el juego democrático. Valía la pena respetar la
Constitución y esperar que pasara la tormenta.
Pero cuando comenzó a temer que esta
no pasaría y que el juego de las instituciones liberales resultaría en la
permanencia de Allende en el poder y en el desarrollo del socialismo, prefirió
la violencia a la ley”.6 Probablemente Duverger exagera la actitud
democrática de la derecha y su respeto por la Constitución antes de las
elecciones de marzo de 1973, pero su argumento principal parece muy sensato.
Y lo que implica es muy importante. A
saber: en lo que respecta a las fuerzas conservadoras, los porcentajes
electorales, sin importar lo altos que puedan ser, no le confieren legitimidad
a un gobierno que les parece inclinado hacia políticas que ellas consideran
efectiva o potencialmente desastrosas. Tampoco es esto en absoluto
extraordinario: porque a ojos de la derecha quienes están en el poder son
demagogos viciosos, traidores de clase, locos, gánsteres y sinvergüenzas apoyados por una chusma ignorante, todos comprometidos en
contribuir a la ruina y al caos de un país hasta ahora plácido y pacífico,
etcétera. El guión nos es familiar.
Desde esa perspectiva, la idea de que
los apoyos electorales tienen algún sentido es ingenua y absurda: lo que
importa, para la derecha, no es el porcentaje de votos de un gobierno de
izquierda, sino los objetivos por los que se mueve. Si los objetivos les
parecen errados, profunda y verdaderamente errados, los porcentajes electorales
les parecerán irrelevantes.
Sin embargo, existe un sentido en el que los porcentajes sí
importan dentro del tipo de situación política que enfrenta la derecha en
condiciones como las chilenas. Y es que mientras más altos son los porcentajes
de votos obtenidos por la izquierda en cualquier elección, más probable es
que las fuerzas conservadoras se sientan intimidadas, desmoralizadas, divididas
e inseguras de su rumbo. Estas fuerzas no son homogéneas; y es obvio que las
demostraciones electorales de apoyo popular son muy útiles para la izquierda
en su confrontación con la derecha, siempre que la izquierda no las considere
decisivas. En otras palabras, los porcentajes de apoyo pueden ayudar a
intimidar a la derecha, pero no a desarmarla. Es muy posible que no se hubiese atrevido
a atacar cuando lo hizo si Allende hubiese obtenido porcentajes electorales aun
más altos. Pero si, habiendo obtenido este apoyo, hubiese persistido en el
rumbo al cual se sentía inclinado, la derecha habría atacado en cualquier
oportunidad que se le presentara. El asunto era negarles la oportunidad; o,
fallando esto, asegurar que la confrontación ocurriera en los términos más
favorables que fuera posible.
III
Ahora propongo volver a la cuestión de
la lucha de clases y la guerra de clases, y a las fuerzas conservadoras que la
desataron, con una referencia particular a Chile, aunque las consideraciones
que ofrezco tienen una aplicación más amplia, por lo menos en lo que respecta
a la naturaleza de las fuerzas conservadoras que deben tomarse en cuenta, y que
examinaré una por una, relacionándolas con las formas de lucha en las que
participan estas distintas fuerzas:
(a) La sociedad como campo de batalla
Hablar de “las fuerzas conservadoras”,
como lo he hecho hasta aquí, no implica la existencia de un bloque económico,
social o político homogéneo, ya sea en Chile o en cualquier otro lugar. En Chile, entre otras cosas, fueron
las divisiones entre elementos de las fuerzas conservadoras las que hicieron
posible la llegada de Allende a la Presidencia. Aun así, y tomando debidamente en cuenta estas divisiones, es
necesario recalcar que un aspecto decisivo de la lucha de clases lo acometen
estas fuerzas como un todo, en el sentido de que la lucha ocurre en toda la
“sociedad civil” y no tiene frente, ni un foco específico, ni una estrategia
en particular, ni una organización o liderazgo elaborado: es la batalla diaria
de cada miembro de las clases media y alta descontentas, cada uno a su manera,
y también de buena parte de la clase media baja. Se pelea desde un sentimiento
que Evelyn Waugh expresara admirablemente cuando escribió en 1959, recordando
los “horrores” del régimen de Attlee en Gran Bretaña después de 1945, que en
aquellos años de gobierno laborista “el reino parecía estar bajo ocupación
enemiga”. La ocupación enemiga invita a varias formas de resistencia, y todo
el mundo aporta con algo. (….)
Esa resistencia incluye a dueñas de
casa de clase media manifestándose a través de caceroleos frente al palacio
presidencial; dueños de fábricas saboteando la producción; comerciantes
acaparando existencias; dueños de periódicos y sus subordinados desarrollando
incesantes campañas en contra del gobierno; latifundistas impidiendo la
reforma agraria; la difusión de lo que en Gran Bretaña durante la guerra se
llamó “inquietud y pesimismo”, o “inquietud y desconcierto” (ciertamente
sancionado por la ley): en pocas palabras, todo lo que la gente influyente,
acomodada, educada (o no tan bien educada) puede hacer para obstaculizar un
gobierno que detesta. Tomado como una “totalidad no totalizada”, el daño que
de este modo puede provocarse es muy considerable, y no he mencionado a los
profesionales superiores, los médicos, los abogados, los funcionarios
públicos, cuya capacidad para ralentizar el curso de una sociedad, de
cualquier sociedad, debe reconocerse que es alta. No se requiere nada muy
espectacular: solo un rechazo individual a la legitimidad del régimen en
nuestra vida diaria, lo que en sí mismo se transforma en una vasta y colectiva
empresa dedicada a la producción de alteraciones.
Cabe suponer que la gran mayoría de
los miembros de las clases alta y media (no todos, por cierto) serán
irrevocablemente contrarios al nuevo régimen. La cuestión de la baja clase
media es algo más compleja. El primer requisito en esta relación es hacer una
distinción radical, por un lado, entre profesionales inferiores y oficinistas,
técnicos, personal administrativo, etc., y por otro lado los pequeños
capitalistas y microcomerciantes. Los primeros son parte integral de aquel
“trabajador colectivo” del cual Marx habló hace más de un siglo; y están
involucrados, al igual que la clase obrera industrial, en la producción de
excedentes. Esto no significa que esta clase o estrato se verá necesariamente
a sí misma como parte de la clase obrera, o que automáticamente vaya a apoyar
políticas de izquierda (ni siquiera la propia clase obrera); pero sí que
existe por lo menos una sólida base para una alianza.
Es mucho más dudoso, de hecho muy
probablemente sea falso, que esa base exista en la otra parte de la baja clase
media, el pequeño empresario y el microcomerciante. En el artículo citado,
Maurice Duverger sugiere que “la primera condición para la transición
democrática al socialismo en un país occidental como Francia es que un
gobierno de izquierda tranquilice a las clases medias acerca de su futuro bajo
el nuevo régimen, de manera de disociarlas del núcleo de grandes capitalistas
que están condenados a desaparecer o a someterse a un estricto control”.7
El problema aquí radica en lo siguiente: si con clases medias se refieren a
los pequeños capitalistas y microcomerciantes (y Duverger deja en claro que
él lo considera así), el intento está condenado desde el comienzo. Pensando
en ellos, Duverger quiere “que la evolución hacia el socialismo sea muy
gradual y muy lenta, de manera de recuperar en cada etapa una parte sustancial
de aquellos que tenían temor al principio”. Más aun, a las pequeñas empresas
se les debe asegurar que su futuro será mejor que bajo el monopolio u
oligopolio capitalista.8
Es interesante notar, y sería
divertido si el asunto no fuera tan serio, que el realismo que el profesor
Duverger es capaz de desplegar en relación con Chile lo abandona tan pronto
como se acerca a casa. Su escenario es ridículo; e incluso si no lo fuera no
existe posibilidad de que a las pequeñas empresas puedan dárseles garantías
apropiadas. No quisiera dar la impresión de estar promoviendo la quiebra de
los medianos y pequeños kulaks urbanos de Francia: lo que digo es que adaptar
la marcha de la transición al socialismo a las esperanzas y los temores de
esta clase es promover la parálisis o prepararse para el fracaso. Mejor no
empezar. Cómo manejar el problema es un tema aparte. Pero es importante
empezar siendo consciente del hecho de que, como clase social o estrato, este
elemento debe ser reconocido como parte de las fuerzas conservadoras.
Sin duda parece haber sido el caso en
Chile, particularmente en relación con los ahora famosos 40 mil dueños de
camiones, cuyas reiteradas huelgas incrementaron las dificultades del gobierno.
Estas paralizaciones, muy bien coordinadas, y muy posiblemente subsidiadas por
fuentes externas, ilustran el problema que un gobierno de izquierda debe
esperar enfrentar, en mayor o menor medida dependiendo del país, en un sector
de considerable importancia económica en términos de la distribución.
El problema, irónicamente, resalta aun más por el hecho de que,
de acuerdo con estadísticas de Naciones Unidas, era esta clase media la que
más había prosperado bajo el régimen de Allende en relación con la
distribución del ingreso nacional. En efecto, pareciera que el 50% más pobre
de la población vio incrementarse su parte del total de 16,1% a 17,6%; que el
ingreso de la clase media (45% de la población total) aumentó de 53,9% a
57,7%; mientras que el del 5% más rico de la población cayó de 30% a 24,7%.9
Difícilmente esta es la imagen de una clase media oprimida hasta morir, y de
ahí la importancia de su hostilidad.
(b) La intervención de fuerzas
conservadoras externas
No es posible discutir la guerra de
clases en ningún lugar, muchos menos en América Latina, sin tomar en
consideración la intervención extranjera, más específicamente y de manera
obvia la intervención del imperialismo estadounidense, representado tanto por
intereses privados como por el mismo Estado norteamericano. Las actividades de
la ITT han recibido bastante publicidad, así como sus planes de hundir al
país en el caos de manera de conseguir que los “militares amigos” llevaran a
cabo un golpe de Estado. Por supuesto, la ITT no era la única gran empresa
operando en Chile; de hecho, no había un sector importante de la economía
chilena que no estuviese integrado, y en algunos casos dominado, por empresas
estadounidenses, y su hostilidad hacia el régimen de Allende debe haber
acrecentado en gran medida las dificultades económicas, sociales y políticas
del gobierno. Todo el mundo sabe que la balanza de pagos de Chile depende en
gran medida de sus exportaciones de cobre: pero el precio mundial del metal
rojo, que se había reducido casi a la mitad en 1970, permaneció a ese nivel
hasta fines de 1972; Estados Unidos ejerció entonces una enorme presión
mundial para que se interpusiera un embargo al cobre chileno.
Además, presionó fuertemente y con
éxito al Banco Mundial para que este denegara préstamos y créditos a Chile,
aunque no era necesaria demasiada presión, ya fuera en el Banco Mundial o en
otras instituciones bancarias. Pocos días después del golpe, The Guardian
señalaba que “los nuevos anticipos netos, congelados como resultado de la
presión estadounidense, incluían sumas que totalizaban 30 millones de libras:
todo para proyectos que el Banco Mundial ya había aprobado como dignos de
respaldo”.10 El presidente del Banco Mundial es por supuesto el señor Robert
McNamara. Se dijo en su momento que el señor McNamara había experimentado
algún tipo de conversión espiritual por el remordimiento que sentía,
habiendo sido ministro de Defensa de Estados Unidos, al infligir tanto
sufrimiento al pueblo vietnamita: bajo su dirección, el Banco Mundial iría
efectivamente en ayuda de los países pobres. Lo que omitían aquellos que intentaron
convencernos de esta linda historia es que había una condición: los países
pobres debían mostrar la mayor deferencia, y Chile no lo hacía, por las
demandas de la empresa privada, particularmente de la empresa privada
norteamericana.
Así, el régimen de Allende enfrentó, desde el comienzo, la
implacable tentativa estadounidense de estrangular la economía. En
comparación con este hecho –que debe considerarse en conjunto con el sabotaje
realizado por los intereses económicos conservadores internos–, los errores
cometidos por el régimen son relativamente de menor importancia, aun cuando se
les echen a la cara vivamente, no solo sus críticos sino también los amigos
del gobierno de Allende. Lo verdaderamente extraordinario, contra tales probabilidades,
no son los errores sino el hecho de que el régimen resistiera económicamente
hasta el fin; tanto más cuanto que fue sistemáticamente obstaculizado por los
partidos de oposición en el Congreso cuando quiso tomar las acciones
necesarias.
Desde esta perspectiva, la cuestión de
si el gobierno de Estados Unidos estuvo o no directamente involucrado en la
preparación del golpe militar no es particularmente importante. Sabía del
golpe antes que ocurriera, eso es seguro. El ejército chileno tenía vínculos
cercanos con el ejército estadounidense. Y sería estúpido pensar que el tipo
de personas que manejan el gobierno de Estados Unidos se restarían de una
participación activa en un golpe, o de im- pulsarlo. Sin embargo, lo
importante aquí es que durante los tres años previos el gobierno de Estados
Unidos hizo todo lo que estuvo en sus manos –en términos de una guerra
económica en su contra– para preparar el camino para el derrocamiento del
régimen de Allende.
(c) Los partidos políticos conservadores
El tipo de lucha de clases conducido
por las fuerzas conservadoras en la sociedad civil al que hice referencia
requiere de dirección y articulación política en último término, tanto en
el Congreso como en todo el país, si es que va a transformarse en una fuerza
política realmente efectiva. Esta dirección la proporcionan los partidos
conservadores, y en Chile fue principalmente facilitada por la Democracia Cristiana.
Tal como la Unión Demócrata
Cristiana en Alemania y el Partido Demócrata Cristiano en
Italia, la
Democracia Cristiana en Chile albergaba muchas tendencias en
su interior, desde varias formas de radicalismo (aunque los más radicales se
apartaron para formar sus propias agrupaciones tras el triunfo de Allende)
hasta el conservadurismo extremo. Pero representaba en esencia a la derecha
constitucionalista, el partido del orden, una de cuyas figuras más
emblemáticas, Eduardo Frei Montalva, había sido Presidente antes de Allende.
Con constante y creciente
determinación, esta derecha constitucionalista buscó por todos los medios en
su poder –del lado de la legalidad– bloquear las acciones del gobierno y evitar
que funcionara adecuadamente. Los partidarios del parlamentarismo siempre dicen
que el funcionamiento del sistema depende de que haya cierto grado de
cooperación entre el gobierno y la oposición; y sin duda están en lo cierto.
Al gobierno de Allende le fue negada esta cooperación por la misma gente que
nunca cesó de proclamar su adhesión a la democracia parlamentaria y al
constitucionalismo. Aquí también, en el frente legislativo, la lucha de
clases se transformó en guerra de clases. Las asambleas legislativas son, con
algunas reservas que no vienen al caso aquí, parte del sis- tema estatal; y en
Chile el Congreso estaba sólidamente bajo el control de la oposición. También
lo estaban otros importantes sectores del sistema estatal, a las que me
referiré más adelante.
La resistencia de la oposición, en el
Congreso y fuera de él, no asumió sus verdaderas dimensiones hasta la
victoria alcanzada por la
Unidad Popular en las elecciones de marzo de 1973. Ya en el
otoño los antiguos constitucionalistas y parlamentaristas se habían lanzado
al camino de la intervención militar. Después del abortado golpe del 29 de
junio, el “Tanquetazo”, que marca el comienzo de la crisis final, Allende
trató de alcanzar un compromiso con los líderes de la Democracia Cristiana ,
Aylwin y Frei. Estos se rehusaron, y aumentaron la presión sobre el gobierno.
El 22 de agosto, la Cámara de Diputados, dominada por su partido, aprobó una
moción que efectivamente llamaba a las Fuerzas Armadas a “poner término a las
situaciones que constituían una violación a la Constitución”. Por lo menos
en el caso chileno, no hay dudas sobre la responsabilidad directa que cargan
estos políticos en el derrocamiento del régimen de Allende.
Ciertamente los líderes de la Democracia Cristiana
habrían preferido ex- pulsar a Allende sin recurrir al uso de la fuerza, y
dentro del marco de la
Constitución. A los políticos burgueses no les gustan los
golpes militares, en buena parte porque los privan
de su rol. Pero les guste o no, y a pesar de lo empapados de constitucionalismo
que puedan estar, la mayoría se volverá hacia los militares dondequiera que
sientan que las circunstancias lo demandan.
Los cálculos que entran en juego en la
decisión de que las circunstancias de- mandan recurrir a la ilegalidad son
muchos y complejos. Incluyen presiones e instigaciones de diferentes tipos y
calibres. Una de esas presiones es la presión general, difusa, de la clase o
clases a las cuales estos políticos pertenecen. Il faut en finir, se les dice
desde todos los frentes, o mejor dicho desde los frentes a los que ellos
prestan atención; y esto importa en la deriva hacia el golpismo. Pero otra
presión, que se vuelve cada vez más importante en la medida en que la crisis
aumenta, es la de los grupos a la derecha de los conservadores
constitucionalistas, que en tales circunstancias pasan a ser un elemento que importa.
(d) Agrupaciones de tipo fascista
El régimen de Allende tuvo que
enfrentar la violencia organizada de agrupaciones fascistas. Esta actividad de
guerrilla del ala más extremista de la derecha creció hasta asumir
proporciones febriles en los meses previos al golpe; implicó el estallido de
instalaciones eléctricas, ataques a militantes de izquierda y otras acciones
de ese orden que contribuyeron enormemente a la sensación general de que de
alguna manera había que poner fin a la crisis. Aquí también,
acciones de este tipo, en circunstancias “normales” de conflicto de clases, no
tienen un significado político muy importante, ciertamente no el de amenazar a
un régimen o siquiera dejar muchas marcas en él; si el grueso de las fuerzas
conservadoras permanecen en el ámbito constitucionalista, las agrupaciones de
tipo fascista permanecen aisladas, incluso la derecha tradicional las rehúye.
Pero, en circunstancias excepcionales,
uno se relaciona con gente con la que de otro modo nunca sería visto ni muerto
en la misma habitación; uno asiente y da un guiño donde antes un ceño
fruncido y una reprimenda hubieran sido casi la respuesta automática. “Son
jóvenes”, dicen ahora con indulgencia los adultos conservadores. “Por
supuesto, son salvajes y hacen cosas lamentables. Pero mira a quién atacan, y
qué esperas cuando tienes un gobierno de demagogos, criminales y ladrones.”
Así que grupos como Patria y Libertad operaron más y más audazmente en
Chile, ayudaron a acrecentar la sensación de crisis y alentaron a los
políticos a pensar en términos de soluciones drásticas para acabar con ella.
e) Oposición administrativa y judicial
Las fuerzas conservadoras en cualquier
parte pueden siempre contar con el apoyo, la aquiescencia o la simpatía más o
menos explícitos de los escalones superiores del sistema público; y es más,
de muchos, si no la mayoría, de los miembros de los escalones inferiores
también. Por origen social, educación, estatus, vínculos de parentesco y
amistad, los escalones superiores, para enfocarnos en ellos, son parte
intrínseca del campo conservador; y si ninguno de estos factores sirviera,
seguramente algunas disposiciones ideológicas los ubicarían allí. Los
funcionarios públicos de alto rango y miembros del Poder Judicial pueden, en
términos ideológicos, estar entre el liberalismo moderado y el
conservadurismo extremo, pero el liberalismo moderado, en su cara más
progresista, es el último extremo del espectro. En condiciones “normales” de
conflicto social, esta situación puede no encontrar una gran expresión
excepto en términos del tipo de sesgo implícito o explícito que se espera de
esa gente. Pero en condiciones de crisis, cuando la lucha de clases adquiere el
carácter de guerra de clases, estos miembros del aparato estatal pasan a ser
activos participantes en la batalla, y lo más probable es que quieran aportar
su grano de arena al esfuerzo patriótico para salvar a su amado país –ni
hablar de sus amados cargos– de los peligros que los acechan.
El régimen de Allende heredó un
personal que por largos años había trabajado bajo las órdenes de partidos
conservadores, y que no puede haber incluido a mucha gente que viera al nuevo
régimen con algún tipo de simpatía. Buena parte de eso cambió con la renovación
de personal en cargos de alto rango que impuso el nuevo gobierno, pero aun
así, y quizás inevitablemente, dadas las circunstancias, los mandos medios y
bajos continuaron siendo ocupados por burócratas tradicionales y establecidos.
El poder de esa gente puede llegar a ser muy grande. Puede venir una orden
desde lo alto, pero ellos están en buena posición para hacer que no avance, o
que no avance lo suficiente. Para variar la metáfora, la máquina no responde
apropiadamente porque los mecánicos a su cargo no tienen un particular deseo
de que funcione como se debe. A mayor sensación de crisis, menos voluntad
tienen los mecánicos; y mientras menos voluntad tienen, mayor es la crisis.
A pesar de todo, el régimen de Allende
no “colapsa”. A pesar de la obstrucción legislativa, el sabotaje
administrativo, la guerra política, la intervención extranjera, los recortes
económicos, las divisiones internas; a pesar de todo esto, el régimen
aguanta. Ese, para los políticos y las clases que estos representaban, era el
problema.
En un artículo que en este momento
quiero comentar, Eric Hobsbawm señala acertadamente que “para aquellos
comentaristas de la derecha que se preguntan qué otra opción les quedaba a
los opositores de Allende más que un golpe, la respuesta es simple: no hacer
un golpe”.11 Esto, sin embargo, significaba incurrir en el riesgo de que
Allende pudiera zafarse de las dificultades que enfrentaba. De hecho, pareciera
que, el día previo al golpe, él y sus ministros habían decidido hacer uso de
un último recurso constitucional, un plebiscito, que sería anunciado el 11 de
septiembre. Tenía esperanzas de que un triunfo plebiscitario hiciera que los
golpistas se lo pensaran mejor, lo que le concedería nuevos espacios para la acción. Si perdía,
habría renunciado, con la esperanza de que las fuerzas de izquierda algún
día estuvieran en un mejor pie para ejercer el poder.12 Cualquiera sea el
juicio que se haga de esta estrategia, de la que los políticos conservadores
deben haber tenido conocimiento, arriesgaba prolongar la crisis a la que estos
estaban frenéticos por poner fin; y esto significó la aceptación –de hecho,
el apoyo activo– del golpe de Estado que los militares habían estado
preparando. Al final, y de cara al peligro presentado por el respaldo popular a
Allende, no quedaba más remedio: los asesinos debían ser convocados.
(f) Los militares
Por supuesto se nos ha dicho, una y
otra vez, que las Fuerzas Armadas en Chile, a diferencia de todos los otros
países en Latinoamérica, eran polí- ticamente neutrales, no deliberantes,
constitucionalistas, etc.; y aunque el hecho se ha exagerado, en términos
generales era cierto que los militares en ese país no “se mezclaban en
política”. Tampoco existen motivos para dudar de que en la época en que
Allende llegó al poder, y durante un tiempo después, no querían intervenir y
no pensaban en montar un golpe de Estado. Fue después de la aparición del
“caos”, de la inestabilidad política extrema, y de que se revelara la debilidad
en la respuesta del régimen a la crisis, que las fuerzas militares
conservadoras entraron en acción, y entonces inclinaron la balanza
decisivamente. Pero sería desquiciado pensar que su “neutralidad” y “actitud
apolítica” significaban que no tenían posturas ideológicas definidas, y que
estas no eran definitivamente conservadoras. Como señala Marcel Niedergang,
“sea lo que sea que se haya dicho, nunca han existido oficiales de alto rango
que fueran socialistas, para qué hablar de comunistas. Había dos grupos: los
partidarios de la legalidad y los enemigos del gobierno de izquierda. Los
segundos, cada vez más y más numerosos, fueron los que finalmente
triunfaron”.13
Las cursivas de la cita tienen la
intención de transmitir la dinámica decisiva de los acontecimientos en Chile,
y que afectó a los militares tanto como a todos los demás protagonistas. Esta
noción de proceso dinámico es esencial para el análisis de cualesquiera de
las situaciones dentro de esta clase: personas que son de tal modo, y que
quieren o no quieren hacer esto o lo otro, cambian bajo el impacto de eventos
que se suceden muy rápidamente. Por supuesto, mayormente cambian dentro de un
cierto margen de opciones, pero en tales situaciones de todos modos el cambio
puede ser muy grande. Así, en ciertas situaciones los militares conservadores
pero constitucionalistas se vuelven solo más conservadores: y esto quiere
decir que dejan de ser constitucionalistas. La pregunta obvia es qué es lo que
produjo el giro. En parte, sin duda, la respuesta se encuentra en la situación
“objetiva”, que se percibía como empeorando cada día; también en la presión
generada por las fuerzas conservadoras. Pero en gran medida se debió a la
postura que adoptó el gobierno en curso, y a cómo se percibió esa postura.
Como yo lo entiendo, la débil respuesta del gobierno de Allende al intento de
golpe del 29 de junio, su constante retirada ante las fuerzas conservadoras (y
los militares) en las semanas subsiguientes, y la pérdida que le significó la
renuncia del general Prats, el único general que parecía firmemente preparado
para mantenerse junto al régimen, todo esto debe haber tenido mucho que ver
con el hecho de que los enemigos del gobierno dentro de las fuerzas armadas (o
sea, los uniformados que estaban preparados para un golpe) se hicieran “más y
más numerosos”. En estas materias, hay una ley que se mantiene: mientras más
débil es el gobierno, más audaces sus enemigos, y más numerosos se vuelven
día tras día.
Así fue que aquellos generales
constitucionalistas atacaron el 11 de septiembre, llevando a cabo la acción
que habían etiquetado –de manera muy significativa a la luz de la masacre de
los izquierdistas en Indonesia– como Operación Yakarta. Antes de continuar con
la siguiente parte de esta historia, aquella que concierne a las acciones del
régimen allendista, su estrategia y dirección, es necesario recalcar la
brutalidad de la represión desatada por el golpe militar, y sub- rayar la
responsabilidad que les corresponde a los políticos conservadores en ella.
Marx, escribiendo inmediatamente después de la Comuna de París, y mientras
los comuneros continuaban siendo ejecutados, señalaba con amargura que “la
civilización y justicia del orden burgués asoma en su espeluznante luz cada
vez que los esclavos y burros de carga de ese orden se levantan contra sus
amos. Entonces esta civilización y orden se presentan como manifiesto
salvajismo y venganza sin ley”.14 Sus palabras aplican bien al caso de Chile
después del golpe. El semanario Newsweek, no precisamente un medio muy de
izquierda, publicó una crónica de su corresponsal en Santiago poco después
del golpe, titulado “Slaughterhouse in Santiago” (Matadero en Santiago), que
decía lo siguiente:
"La semana pasada me colé por una
puerta lateral de la morgue de la ciudad de Santiago, mostrando rápidamente mi
credencial de prensa otorgada por la Junta con la impaciente autoridad de un
alto oficial. Ciento cincuenta cadáveres yacían en el suelo del primer piso,
esperando ser identificados por sus familias. Arriba, pasé por una puerta
batiente y allí, en un mal iluminado pasillo había por lo menos otros
cincuenta cuerpos, apretados unos con otros, sus cabezas contra la pared. Estaban
todos desnudos.
La mayoría habían sido ejecutados con
un tiro a corta distancia bajo la barbilla. Algunos tenían el cuerpo ametrallado.
Sus pechos habían sido abiertos y luego grotescamente cosidos en lo que
presumiblemente haya sido una autopsia pro forma. Todos eran jóvenes y, a juzgar
por la aspereza de sus manos, de la clase obrera. Un par de ellos eran mujeres,
distinguibles entre la masa de cuerpos solo por las curvas de sus pechos. La
mayoría de las cabezas habían sido aplastadas. Permanecí allí por unos dos
minutos a lo sumo, luego me fui.
Los funcionarios de la morgue han sido
advertidos de que serán enjuiciados por una corte marcial y ejecutados en caso
de que revelen lo que ocurre allí adentro. Pero las mujeres que entran a ver
los cuerpos dicen que hay entre cien y ciento cincuenta en el primer piso todos
los días. Y yo pude obtener un recuento oficial de la morgue de manos de la
hija de un funcionario: ella me dijo que, a catorce días del golpe, la morgue
había recibido y procesado dos mil setecientos noventa y seis
cadáveres".15
El mismo día en que apareció esta
crónica, el Times de Londres comentaba en un editorial que “la existencia de
una guerra o algo muy parecido explica claramente la drástica severidad del
nuevo régimen, lo que ha tomado por sorpresa a muchos observadores”. La
“guerra” era por supuesto una invención de The Times. Habiéndola inventado,
continuó observando que “un gobierno militar enfrentado a una vasta oposición
armada (¿?) es poco probable que sea muy puntilloso con las finuras constitucionales
o incluso con los derechos humanos básicos”. Pero, por si acaso se cree que el
Times aprobaba la “drástica severidad” del nuevo régimen, el periódico
decía a sus lectores que “debe permanecer viva la esperanza de los amigos de
Chile en el extranjero, como sin duda de la gran mayoría de los chilenos, de
que los derechos humanos pronto serán plenamente respetados y que el gobierno
constitucional será restablecido a la brevedad”.16 Amén.
Nadie sabe cuánta gente ha sido
asesinada en el terror que siguió al golpe, ni cuánta gente todavía va a
morir como resultado de él. Si un gobierno de izquierda hubiese mostrado una
décima parte de la crueldad de la junta militar, llamativos titulares en todo
el mundo “civilizado” lo habrían denunciado día por medio. Tal como está, el
asunto fue rápidamente pasado por alto y con suerte sonó el crujido de una
semilla cuando el gobierno británico se apresuró, once días después del
golpe, a reconocer a la
Junta. Lo mismo hicieron otros gobiernos occidentales amantes
de la libertad.
Podemos entender que la gente pudiente
en Chile compartiera, y más que compartiera, los sentimientos del editor del
Times de Londres en relación a que, dadas las circunstancias, no podría
esperarse que los militares fueran “muy puntillosos”. Aquí también, Hobsbawm
lo explica claro cuando dice que en general “la izquierda ha subestimado el
temor y el odio de la derecha, la facilidad con que los hombres y mujeres bien
vestidos adquieren el gusto por la sangre”. Esta es una vieja historia. En su
Flaubert, Sartre cita una entrada del diario de Edmond de Goncourt del 31 de
mayo de 1871, inmediatamente después de que la Comuna de París había sido
aplastada: “Está bien. No ha habido conciliación ni compromiso. La solución
ha sido brutal. Ha sido pura fuerza (...) un baño de sangre tal como este, al
ejecutar a la parte militante de la población ["la partie bataillante de
la population"], posterga por una generación la nueva revolución. Son
veinte años de tranquilidad los que la vieja sociedad tiene por delante si las
autoridades se atreven a todo lo que hay que atreverse en este momento”.17
Goncourt, como bien sabemos, no tenía necesidad de preocuparse. Tampoco la
clase media chilena, si los militares no solo se atreven sino si son capaces
–esto es, si se les permite– de dar a Chile “veinte años de tranquilidad”. Una
periodista con una larga experiencia en Chile reporta, tres semanas después
del golpe, el “júbilo” de sus amigas de clase alta que habían rogado mucho
tiempo por que se produjera el golpe.18 Probablemente estas damas no se
preocuparán demasiado por la masacre de los militantes de izquierda. Tampoco
lo harán sus esposos.
Lo que al parecer preocupa a los
políticos conservadores ha sido la meticulosidad con que los militares han
actuado para restaurar “la ley y el orden”. Perseguir y disparar a los
militantes es una cosa, como lo es la quema de libros y la intervención de las
universidades. Pero disolver el Congreso, censurar la política y juguetear con
la idea de un Estado “corporativista” del tipo fascista, como algunos de los
generales están haciendo, es otra cosa, y bastante más seria. De modo que los
líderes de la
Democracia Cristiana , que tuvieron un papel muy relevante en
azuzar a los militares, y que continúan manifestando su respaldo a la Junta,
han comenzado sin embargo a expresar su “inquietud” por algunas de sus
inclinaciones. El expresidente Frei, un tipo resuelto, ha llegado a decir
confidencialmente a una periodista francesa su creencia de que “la Democracia Cristiana
tendrá que pasarse a la oposición de aquí a dos o tres meses”,19
presumiblemente después de que las Fuerzas Armadas hayan sacrificado
suficientes militantes izquierdistas. Al estudiar el comportamiento y las
declaraciones de hombres como estos, uno entiende mejor el desprecio salvaje
que Marx expresaba hacia los políticos burgueses a quienes execró en sus
escritos históricos. La estirpe no ha cambiado.
IV
La configuración de las fuerzas
conservadoras que he presentado en la sección previa es esperable que exista
en cualquier democracia burguesa, por supuesto que no en las mismas
proporciones o con exactos paralelos; pero el patrón de Chile no es único.
Siendo este el caso, lo más importante es intentar un análisis lo más
preciso posible de la respuesta del régimen de Allende al desafío que le fue
impuesto por estas fuerzas.
Como suele ocurrir, y mientras haya y
continúe habiendo controversias interminables en la izquierda sobre quién
carga con la responsabilidad de lo que se hizo mal (si es que alguien la
tiene), y si hubo algo más que pudo haberse hecho, habrá muy poca
controversia sobre cuál fue de hecho la estrategia del régimen de Allende. De
hecho, no la hay, en la
izquierda. Tanto los Sensatos como los Rabiosos de la
Izquierda al menos están de acuerdo en que la estrategia de Allende era llevar
a cabo una transición constitucional y pacífica al socialismo. Los Sensatos
de la Izquierda opinan que este era el único camino posible y deseable. Los
Rabiosos de la Izquierda afirman que ese era el camino al desastre. Resulta que
estos tenían la razón; pero todavía está por verse si la tuvieron por las
razones correctas. En cualquier caso, hay varias preguntas que aparecen aquí,
que son muy importantes y muy complejas para responderlas con eslóganes. Son
algunas de estas preguntas las que quisiera abordar ahora.
Para empezar por el comienzo:
concretamente, con el modo en el que la llegada al poder –o al gobierno– de la
izquierda debe ser concebido en las democracias burguesas. La mayor chance por
lejos es que esto ocurra vía el éxito electoral de una coalición de
comunistas, socialistas y otras agrupaciones de tendencias más o menos
radicales. ¿La razón? No es que no pueda haber una crisis, lo que abriría
posibilidades de otro tipo (por ejemplo, el Mayo francés fue una crisis de
esta índole), pero, sea por buenas o por malas razones, los partidos que
debieran ser capaces de acceder al poder en este tipo de situaciones,
específicamente las principales formaciones de la izquierda –en particular los
partidos comunistas de Francia e Italia–, no tienen la menor intención de
embarcarse en tal rumbo, y de hecho creen fuertemente que hacerlo invitaría al
desastre y supondría un retraso del movimiento de la clase obrera durante
generaciones por venir. Su actitud podría cambiar si se dan circunstancias de
un tipo que no se puede anticipar; por ejemplo, la clara inminencia o directa-
mente el comienzo de un golpe de Estado derechista. Pero esto es especulación.
Lo que no es especulación es que estas vastas formaciones, que comandan el
apoyo al grueso de la clase obrera organizada, y que continuarán comandándola
por mucho tiempo, están totalmente comprometidas con la obtención del poder
–o del gobierno– por los medios electorales y constitucionales. Fue también la
posición de la coalición liderada por Allende en Chile.
Hubo un tiempo en que mucha gente de
izquierda decía que, si una izquierda claramente comprometida con cambios
económicos y sociales profundos estuviera en vías de ganar una elección, la
derecha no lo permitiría; esto es, lanzaría un ataque preventivo por medio de
un golpe. Esta ha dejado de ser una visión moderna: correcta o incorrectamente
se percibe que, en circunstancias “normales”, la derecha no estaría en
condiciones de decidir si podría o no “permitir” que se realicen elecciones.
Independientemente de lo que la derecha o el gobierno puedan hacer para influir
en los resultados, la verdad es que no podrían arriesgarse a evitar que las
elecciones se llevaran a cabo.
La visión actual de la extrema
izquierda tiende a ser que, incluso si esto es así, y admitiendo que es
probable que lo sea, todo triunfo electoral, por definición, está condenado y
será estéril. El argumento, o uno de los principales argumentos en los que se
basa esta afirmación, es que el costo de la hazaña de una victoria electoral
es demasiado alto en términos de acomodos, maniobras y compromisos, de
“ingeniería electoral”. Me parece que hay más de esto que lo que los Hombres
Sensatos de la Izquierda están dispuestos a conceder; pero no necesariamente
tanto como sus oponentes insisten en que debe ser el caso. Pocas cosas en estos
asuntos se pueden establecer por definición. Tampoco tienen los oponentes al
“camino electoral” mucho que ofrecer como alternativa en las democracias
burguesas de sociedades capitalistas avanzadas; y tales alternativas, de la
manera como se ofrecen, han probado hasta ahora no ser en absoluto atractivas
para el grueso de la población de cuyo respaldo la realización de estas
alternativas precisamente depende; y no existe una muy buena razón para creer
que esto cambiará drásticamente en un futuro que deba ser tomado en cuenta.
En otras palabras, debe asumirse que,
en países con esta clase de sistema político, es por la vía del triunfo
electoral que las fuerzas de la izquierda se encontrarán en el gobierno. La
pregunta realmente importante es qué sucede después. Porque, como Marx
también lo señalara en tiempos de la Comuna de París, la victoria electoral
solo nos da el derecho a gobernar, no el poder de gobernar. A menos que uno dé
por garantizado que este derecho a gobernar no puede, en estas circunstancias,
de ninguna manera ser transmutado en el poder de gobernar, es en este punto que
la izquierda enfrenta cuestiones complejas que hasta ahora solo ha sondeado de
forma imperfecta: es aquí donde más fácilmente se han usado los lemas, la
retórica y las palabras mágicas como substitutos por la dura trituradora de
la deliberación política. Desde este punto de vista, Chile ofrece algunas
pistas y “lecciones” extremadamente importantes de lo que debe, y quizás lo
que no debe, hacerse.
La estrategia adoptada por las fuerzas
de izquierda chilenas tuvo una característica no muy asociada a la coalición:
específicamente, un alto grado de inflexibilidad. Quiero decir que Allende y
sus aliados habían tomado decisiones sobre ciertas líneas de acción, y de
inacción, bastante antes de llegar al gobierno. Habían decidido proceder
conforme a la Constitución, la legalidad y el gradualismo; y también, en este
escenario, que harían todo lo posible por evitar la guerra civil. Habiendo
tomado estas decisiones antes de tomar posesión del gobierno, se mantuvieron apegados
a ellas hasta el fin, a pesar de los cambios en las circunstancias. Pero puede
ser que lo que era correcto y apropiado e inevitable en un comienzo se haya
vuelto suicida en la medida en que la batalla se desarrollaba. Lo que está en
cuestión aquí no es la oposición “reforma o revolución”: es que Allende y
sus colaboradores estaban empeña- dos en una particular versión del modelo
“reformista”, el que finalmente hizo imposible que pudieran responder al
desafío que enfrentaban. Esto necesita una mayor elaboración.
Alcanzar la Presidencia por la vía
electoral implica mudarse a una casa ocupada durante mucho tiempo por personas
de distintas costumbres; de hecho implica cambiarse a una casa en la cual
muchas habitaciones continúan ocupadas por esas personas. En otras palabras,
la victoria de Allende en las urnas permitió que la izquierda ocupara uno de
los elementos del sistema estatal, el Poder Ejecutivo: un elemento
extremadamente importante, quizás el más importante, pero obviamente no el único.
Habiendo alcanzado esta victoria parcial, el Presidente y su gobierno iniciaron
la tarea de realizar sus políticas “trabajando” el sistema del cual se habían
convertido en una parte.
Al hacerlo, indudablemente
contravinieron un principio esencial del canon marxista. Como escribió Marx en
una famosa carta a Kugelmann en tiempos de la Comuna de París, “el próximo
intento de la
Revolución Francesa ya no será, como antes, transferir la
máquina burocrática-militar de una mano a otra, sino hacerla pedazos, y esta
es la condición preliminar para una verdadera revolución popular en el
continente”.20 Del mismo modo, en La guerra civil en Francia, Marx señala que
“la clase trabajadora no puede simplemente conservar la maquinaria estatal
predefinida y manejarla para sus propios objetivos”,21 y procede a subrayar la
naturaleza de la alternativa presagiada por la Comuna de París.22 Tanta era la
importancia que Marx y Engels le atribuían a este asunto que, en el prefacio
de la edición alemana de 1872 del Manifiesto comunista afirman que “la Comuna
demostró especialmente una cosa”, que es la observación de Marx en La guerra
civil en Francia que acabo de citar.23 Fue de estas observaciones que Lenin
derivó la visión de que “destruir el Estado burgués” era la tarea esencial
del movimiento revolucionario.
Yo he defendido en otro lugar 24 que,
en el sentido en el cual parece establecerse en El Estado y la revolución (y
por ende, en La guerra civil en Francia), esto es, como establecimiento de una
forma extrema de democracia asambleísta (o soviética) inmediatamente después
de la revolución, como substituto del destruido Estado burgués, la noción
constituye una proyección imposible que puede no tener una relevancia
inmediata para ningún régimen revolucionario, y que ciertamente no la tuvo en
la práctica leninista tras la revolución bolchevique; y es difícil culpar a
Allende y sus colaboradores por no hacer algo que nunca tuvieron la intención
de hacer en primer lugar, y culparlos en nombre de Lenin, quien ciertamente no
mantuvo su promesa, y no podría haber mantenido su promesa, detallada en El
Estado y la revolución.
Sin embargo, aunque sea
desgraciadamente “revisionista” siquiera sugerirlo, puede haber otras
posibilidades que son relevantes para la discusión de la práctica
revolucionaria, y para la experiencia chilena, y que además difieren de la
particular versión del “reformismo” adoptada por los líderes de la Unidad Popular.
Así, un gobierno empeñado en cambios
mayores a nivel económico, social y político, en algunos aspectos cruciales,
tiene ciertas posibilidades incluso si no contempla “destruir el Estado
burgués”. Puede, por ejemplo, ser capaz de efectuar cambios muy considerables
en la planta funcionaria de las distintas áreas del sistema estatal; y en la
misma línea, puede comenzar a atacar y flanquear el aparato estatal existente
por medio de una variedad de mecanismos políticos e institucionales. De hecho,
si quiere sobrevivir debe hacerlo; y debe finalmente hacerlo con respecto al
elemento más difícil de todos: los militares y la policía.
El régimen de Allende hizo algunas de
estas cosas. Si pudo haber hecho más, dadas las circunstancias, es materia de
discusión; pero parece haber sido menos capaz o haber estado menos dispuesto a
abordar el problema más difícil, el de los militares. Por el contrario,
parece que hubiese buscado comprar el apoyo y la buena voluntad de estos a
través de concesiones y conciliación, incluso hasta la hora del golpe, a
pesar de la cada vez mayor evidencia de hostilidad por parte de las Fuerzas
Armadas.
En un discurso el 8 de julio de 1973, y
al que me referí en el comienzo de este artículo, Luis Corvalán observaba
que “algunos reaccionarios han comenzado a buscar nuevas formas de lanzar una
cuña entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, sosteniendo que estamos intentando
reemplazar al Ejército profesional. ¡No, señores! Continuamos apoyando el
carácter absolutamente profesional de nuestras instituciones armadas. Sus
enemigos no están en las filas del pueblo sino en el campo reaccionario”.25 Es
una pena que los militares no compartieran esta visión: uno de sus primeros
actos después de tomar el poder fue liberar a los fascistas de Patria y
Libertad que tardíamente habían sido puestos en prisión por el gobierno de
Allende. Declaraciones similares, expresando confianza en la mentalidad
constitucionalista de las Fuerzas Armadas, fueron frecuentes entre los líderes
de la coalición, y el mismo Allende. Por supuesto, ni ellos ni Corvalán
albergaban muchas ilusiones acerca del apoyo que podían esperar de los
militares; pero pareciera, sin embargo, que la mayoría pensaba que podrían
ganárselos; y que lo que Allende temía no sería algo así como un golpe en
el clásico patrón latinoamericano, sino la “guerra civil”.
Régis Debray ha escrito –por su
conocimiento de primera mano– que Allende sentía un rechazo visceral por la
guerra civil; y lo primero que hay que decir sobre esto es que solo las
personas moral y políticamente lisiadas en sus sensibilidades podrían
burlarse de este “rechazo” o considerarlo poco noble. Sin embargo, esto no
agota el tema. Hay diferentes maneras de tratar de evitar una guerra civil, y
puede haber ocasiones en las que uno no pueda hacerlo y sobrevivir. Debray
también escribe (y su lenguaje es en sí mismo interesante) que “él [Allende]
no se dejaba embaucar por la fraseología del ‘poder popular’ y no quería
cargar con la responsabilidad de miles de muertes inútiles: la sangre de otros
le horrorizaba. Por eso es que no quiso escuchar a su partido, el Partido
Socialista, que lo acusaba de maniobras inútiles y que lo presionaba a tomar
la ofensiva”.26
Sería útil saber si el mismo Debray
cree que el “poder popular” es necesariamente una fraseología por la que uno
no debería dejarse “embaucar”; y qué es lo que se entendía por “tomar la
ofensiva”. Pero, en cualquier caso, el “rechazo visceral” de Allende a la
guerra civil, como lo deja en claro Debray, era solo una parte del argumento de
conciliación y compromiso; la otra era un profundo escepticismo ante cualquier
otra alternativa. La explicación de Debray de las razones que se discutían en
las últimas semanas antes del golpe tiene un párrafo revelador:
“¿Desarmar a los conspiradores? ¿Con
qué?”, respondía Allende. “Denme primero las fuerzas para hacerlo.”
“Movilícelas”, se le decía desde todos lados. Porque es cierto que él estaba
en las alturas, en las superestructuras, dejando a las masas sin orientaciones
ideológicas o dirección política. “Solo la acción directa de las masas
detendrá el golpe de Estado.” “¿Y cuántas masas se necesitan para parar un
tanque?”, respondía Allende.27
Aparte de si concordamos o no con que
Allende estaba “en las alturas, en las superestructuras”, esta clase de
diálogo tiene algo de verdad; y puede ayudar mucho a explicar los
acontecimientos en Chile.
Considerando la forma en que murió
Salvador Allende, se justifica una cierta reticencia. Pero es imposible no
atribuirle por lo menos algo de responsabilidad por lo que finalmente ocurrió.
En el texto que acabo de citar, Debray también nos dice que uno de los
colaboradores más cercanos de Allende, Carlos Altamirano, secretario general
del Partido Socialista, le había dicho, con rabia, hablando de las maniobras
de Allende, que “la mejor manera de precipitar una confrontación y de hacerla
incluso más sangrienta es darle la espalda”.28 Había otros cercanos a Allende
que desde hacía tiempo compartían el mismo punto de vista. Pero, como Marcel
Niedergang ha señalado, todos ellos “respetaban a Allende, el centro de
gravedad y el verdadero ‘dueño’ de la Unidad Popular ”;29
y Allende, como sabemos, estaba absolutamente empeñado en el rumbo de la
conciliación, alentado hacia ese curso por el miedo a la guerra civil y la
derrota, por las divisiones en la coalición que lideraba, por las debilidades
en la organización de la clase obrera chilena, por un sumamente “moderado”
Partido Comunista, y así.
El problema con ese rumbo es que tenía
todos los elementos de una catástrofe autocumplida. Allende creía en la
conciliación porque temía el resulta- do de una confrontación. Pero,
precisamente porque creía que la izquierda era susceptible de ser derrotada en
cualquier confrontación, tuvo que proseguir con cada vez mayor desesperación
su política de conciliación; y mientras más la ejercía, más crecía la
seguridad y la audacia de sus oponentes. Más aun, y decisivamente, una
política de conciliación con los adversarios del régimen tenía el grave
riesgo de desalentar y desmovilizar a los partidarios. “Conciliación” indica
una tendencia, un impulso, una dirección, y encuentra una expresión práctica
en muchos terrenos, se quiera o no.
Así, en octubre de 1972, el gobierno
había conseguido que el Congreso promulgara una “ley de control de armas” que
dio a los militares amplios poderes para hacer rastreos en busca de arsenales
clandestinos. En la práctica, y dado el sesgo y las inclinaciones del
Ejército, muy pronto esta ley se volvió una excusa para llevar a cabo redadas
militares en fábricas que eran conocidas como bastiones de la izquierda, con
el claro propósito de intimidar y desmoralizar a los activistas,30 todo
perfectamente dentro de la “legalidad”, o al menos suficientemente dentro de la
“legalidad”.
Lo verdaderamente extraordinario de
esta experiencia es que la política de “conciliación”, tan incondicional y
desastrosamente perseguida, no causara una desmoralización temprana ni mayor
en la izquierda.
Incluso hasta fines de junio de 1973, cuando tuvo lugar el
fallido golpe militar conocido como el “Tanquetazo”, la voluntad popular de
movilizarse en contra de los futuros golpistas fue de todas maneras mayor que
en cualquier otro momento desde que Allende asumiera la Presidencia.
Probablemente fue el último momento en el que hubiera sido
posible un cambio de rumbo; y además, en cierto sentido fue el momento de la
verdad para el régimen: era necesario tomar una decisión. Y se tomó una
decisión: concretamente, que el Presidente continuaría tratando de conciliar;
y Allende siguió cediendo, una y otra vez, a las demandas de los militares.
Yo no estoy defendiendo aquí, que
quede claro nuevamente, que otra estrategia hubiera tenido éxito; solo que la
estrategia que se adoptó estaba destina- da a fracasar. Dice Eric Hobsbawm, en
el artículo ya citado: “Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende
hubiese podido hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer
hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado
concretar [¿pero cómo? –R.M.], y con suerte mantener un sistema político que
le diera a la Unidad
Popular una segunda oportunidad más tarde. (...) En cuanto a
los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera
hacer”. Con toda su aparente racionalidad y sentido de realismo, el argumento
es muy abstracto y además una buena receta para el suicidio.
Para empezar, uno no puede “hacer hora”
si ya se han impulsado grandes transformaciones, las que han conducido a una
considerable polarización; y si las fuerzas conservadoras se están
desplazando de una lucha de clases a una guerra de clases. Se puede avanzar o
retroceder: retroceder hacia el olvido o avanzar para hacer frente al desafío.
Tampoco sirve de nada, en tal
situación, actuar desde la presunción de que no hay mucho que se pueda hacer,
ya que esto significa de hecho que nada se hará para prepararse para la
confrontación con las fuerzas conservadoras. Lo que deja fuera de juego la
posibilidad de que la mejor forma de evitar tal confrontación –quizás la
única– es precisamente prepararse para ella, y estar en la mejor forma posible
para triunfar si es que efectivamente se produce.
Esta es una referencia a un artículo
de J.P. Beauvais en Rouge, donde entrega un informe como testigo ocular de una
de estas redadas del Ejército, el 4 de agosto de 1973, en la que un hombre fue
asesinado y varios resultaron heridos en el curso de lo que equivalía a un
ataque de paracaidistas en una planta textil.
Esto nos devuelve inmediatamente a la
cuestión del Estado y el ejercicio del poder. Lo dije más atrás, que un
cambio radical en la planta de funcionarios públicos es una tarea urgente y
esencial para un gobierno inclinado hacia una transformación verdaderamente
seria; y que ello necesita estar acompañado de una variedad de reformas e
innovaciones institucionales diseñadas para empujar el proceso de
democratización del Estado. Pero en este último punto es mucho más lo que
debe hacerse, no solo para concretar un conjunto de objetivos socialistas de
larga data concernientes al ejercicio del poder socialista, sino como un medio,
sea de evitar la confrontación armada o de enfrentarla en los términos más
ventajosos y menos costosos si es que evitarla se vuelve imposible.
Lo que ello significa no es simplemente
“movilizar a las masas” o “armar a los trabajadores”. Estos son lemas –lemas
importantes, sí–, a los que se requiere dotar de contenidos institucionales
efectivos. En otras palabras, un nuevo régimen inclinado a acometer cambios
fundamentales en las estructuras económica, social y política debe, desde el
comienzo, empezar a construir y alentar la construcción de una red de órganos
de poder, paralelos y complementarios al poder del Estado, además de
constituir una sólida infraestructura para la oportuna “movilización de las
masas” y la dirección efectiva de sus acciones. Las formas que esta
movilización asuma –comités de trabajadores en sus lugares de trabajo,
comités cívicos en distritos y subdistritos, etc.,– y la manera en que estos
órganos se engranan con el Estado pueden no ser susceptibles de planificación
anticipada. Pero la necesidad está allí, y es imperativo que se satisfaga,
cualesquiera sean las formas más apropiadas.
A todas luces no fue la manera en que
actuó el régimen de Allende. Algunas cosas que necesitaban hacerse se
hicieron; pero, tal como ocurrió la “movilización”, y sus preparativos
–demasiado tardíos para una posible confrontación–, careció de dirección, de
coherencia y en muchos casos incluso de valor. Si el régimen hubiese promovido
realmente la creación de una infraestructura paralela podría haber
sobrevivido; y, por cierto, podría haber tenido menos problemas con sus
adversarios y críticos dentro de la izquierda, por ejemplo el MIR, ya que sus
miembros no se habrían visto tan impulsados a actuar por su cuenta y a
desplegarse de un modo que incomodó tan enormemente al gobierno: habrían
estado más dispuestos a cooperar con un régimen en cuya voluntad
revolucionaria hubiesen podido confiar. En parte por lo menos, el
“ultraizquierdismo” es consecuencia del “izquierdismo ultramoderado”.
Salvador Allende fue una figura noble y
tuvo una muerte heroica. Pero, aunque sea difícil decirlo, ese no es el punto.
No es cómo murió lo que importa finalmente, sino reflexionar sobre si pudo
haber sobrevivido al promover otras políticas; y es errado afirmar que no
había alternativa. Aquí, como en muchos otros ámbitos, y en este más que en
la mayoría, los hechos solo se vuelven imperiosos cuando uno permite que lo
sean. Allende no fue un revolucionario que también era un político
parlamentarista. Fue un parlamentarista que, lo que ya es notable, tuvo
tendencias genuinamente revolucionarias. Pero estas tendencias no pudieron
sobreponerse a un estilo político que no era el adecuado a los propósitos que
él pretendía alcanzar.
La cuestión del rumbo no es una
cuestión de coraje. Allende tuvo todo el coraje que se requería, y más. La
famosa acotación de Saint Just, que tanto se ha citado desde el golpe, de que
“quien hace la revolución a medias cava su propia tumba”, está cerca del
blanco, pero fácilmente puede usarse en un sentido erróneo. Existe gente en
la izquierda para la que solo significa el despiadado uso del terror, y que
dicen una vez más, como si acabaran de inventar la idea, que “no se puede
hacer tortillas sin quebrar huevos”. Pero, como el escritor francés Claude Roy
observaba hace algunos años, “puedes quebrar un montón de huevos y no lograr
hacer una tortilla decente”.
El terrorismo puede llegar a ser parte
de la lucha revolucionaria. Pero la cuestión esencial es el grado en que los
responsables de la dirección de esa lucha son capaces y tienen la voluntad de
engendrar y promover la movilización efectiva, esto es organizada, de las
fuerzas populares. Si es que hay alguna “lección” definitiva que aprender de
la tragedia chilena, parece ser esta; y los partidos y movimientos que no la
aprenden, y no aplican lo que han aprendido, bien pueden estar preparando
nuevos Chiles para ellos.
Notas:
1 De no haber sido por
la presión y las protestas internacionales, bien podría ser que Corvalán ya
hubiese sido ejecutado, como muchos otros, tras la apariencia de un juicio, o
sin juicio.
2 The Times, 13 de
septiembre de 1973.
3 Íd., 20 de
septiembre de 1973.
4 Le Monde, 29 de
septiembre de 1973.
5 Citado por K.S. Karol
en Nouvel-Observateur, 8 de octubre de 1973.
6 Le Monde, 23-24 de
septiembre de 1973.
7 Ibíd.
8 Ibíd.
9 Le Monde, 13 de
septiembre de 1973.
11 Ver en este volumen,
.
12 Le Monde, 29 de
septiembre de 1973.
13 Íd.
14 “The Civil War in France ”,
en Selected Works, Moscú, 1950, vol. I, 485.
15 Citado en The Times,
5 de octubre de 1973. Por supuesto esta no es una información aislada: Le
Monde,
por ejemplo, ha
publicado docenas de informes horrorosos sobre la crueldad de la represión.
16 The Times, 5 de
octubre de 1973.
17 Sartre, L’Idiot de la Famille. Gustave Flaubert de 1821 à 1857. París, Gallimard,
1972, vol. III, 590.
18 Marcelle Auclair,
“Les Illusions de la
Haute Sociétée ”, en Le Monde, 4 de octubre de 1973.
19 Íd., 29 de
septiembre de 1973.
20 Selected Works,
op.cit., vol II, 420. 21 Íd., vol I, 468.
22 Íd., 471 y ss.
23 Ibíd.
24 “The State and Revolution”, en Socialist Register, 1970.
25 Marxism Today,
septiembre de 1973, 266. Ver además nota 29.
26 Nouvel-Observateur,
17 de septiembre de 1973.
27 Ibíd.
28 Ibíd. Vale la pena
señalar, sin embargo, que también se ha informado que después del intento de
golpe del 29 de junio Altamirano declaró que “nunca la unidad del pueblo, las
Fuerzas Armadas y la policía ha sido tan grande como ahora (...) y esta unidad
crecerá con cada nueva batalla en la guerra histórica que estamos llevando a
cabo”. (Le Monde, 16-17 de septiembre de 1973).
29 Le Monde, 29 de
septiembre de 1973.
30 Le Monde, 16-17 de
septiembre de 1973.
Sin Permiso
Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/el-golpe-de-estado-en-chile
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