Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular
Dictadura franquista y
dictadura cívico-militar de
1976
12
Sep,2019
Por Daniel Campione
En cambio, el gobierno argentino
anterior al golpe había asumido la represión de la “subversión”, sobre todo con
métodos ilegales y clandestinos, y encomendado por decreto a las Fuerzas
Armadas “ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias
a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el
territorio del país.”2 Esta norma no era sino la ampliación a
escala nacional del involucramiento directo de las FFAA en la represión, cuyo
inicio, localizado en la provincia de Tucumán, se había instaurado a comienzos
de 1975.3 Después del golpe lo que hicieron las
Fuerzas Armadas fue continuar; con mayor sistematicidad, cobertura
institucional y a una escala cuantitativa mayor, unas acciones emprendidas por
organizaciones paramilitares que contaban con el amparo directo del gobierno
precedente y de las propias instituciones militares. Se ha señalado la
continuidad entre la actuación de las organizaciones paramilitares y el plan de
acción de la Junta
Militar , que era “involucrar al conjunto del sistema de
defensa y seguridad estatal, de modo orgánico, en la formación de un ejército
secreto para llevar a cabo un plan de operaciones que sistematizaba y
perfeccionaba lo que las bandas paramilitares ya habían venido haciendo”.4
Los militares españoles se alzaron
contra un gobierno al que veían sino como cabecilla al menos como cómplice de
la “conspiración comunista”5 cuyo peligro decían querer aventar de
modo definitivo. Los argentinos desplazaron mediante el golpe de estado a un
elenco gubernamental en cuya autoridad y cohesión interna no confiaban, pero
con el que compartían la identificación del “enemigo” y el objetivo de
exterminarlo.
Tanto la dictadura franquista como la
argentina de 1976 se hicieron con el poder en momentos en que sus ámbitos
continentales respectivos (América del Sur en el caso argentino, buena parte de
Europa, en el español) estaban atravesados por el abandono de los sistemas
liberales y parlamentarios y el advenimiento de nuevos regímenes que intentaban
legitimarse presentándose como la única garantía posible contra la llegada de
la revolución social, el desorden y la anarquía. En Sudamérica
los golpes militares eran la regla mientras que las dos principales dictaduras
de derecha, en Italia y Alemania, tuvieron su punto de partida en victorias
electorales de partidos fascistas, pero el resultado común en ambos continentes
y períodos era que las “democracias representativas” iban extinguiéndose unas
tras otras.
Si bien también tuvo su origen en un
golpe militar, el franquismo pretendió tempranamente constituir un “movimiento
nacional”, que pusiera en conjunción con los militares sublevados a la Iglesia,
y al conjunto de la “gente de orden”, católica y conservadora, con predominio
de las clases “altas”, desde la nobleza terrateniente hasta la poderosa
burguesía de las grandes ciudades, y con un rol importante para partidos de
extrema derecha que constituían milicias incorporadas luego al ejército. Pero
esa identificación con el “orden” (y con la Iglesia como “guía espiritual” indiscutible),
se extendía más allá de los dueños del poder económico, social y religioso.
Amplios sectores de las pequeñas burguesías urbanas, y rurales apoyaron
masivamente al “alzamiento” y luego se integraron a la base de sustentación del
largo régimen franquista.
La sublevación española no fue
precedida por la acción de partidos políticos de masas, pero movimientos al
principio minoritarios, se hicieron masivos al calor del conflicto, y del
entusiasmo bélico necesario para ganar la contienda, sobre todo Falange
Española, hasta ese momento un pequeño partido que ni siquiera había obtenido
diputados en las elecciones de febrero de 1936, pero desató una suerte de
“lucha de calles” en Madrid y otros puntos de España luego del triunfo del
Frente Popular. Franco utilizó esa capacidad de movilización, estimuló la
formación de milicias, y luego dispuso “domesticar” a esas fuerzas,
unificándolas por decreto bajo su jefatura única, suprema e indiscutida,
establecida en el acto fundacional de Falange Española Tradicionalista y de las
Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista6, la
interminable denominación del partido único, amparado y propulsado desde el
Estado, a cambio de la renuncia a toda autonomía, y en particular, a los pujos
“revolucionarios” que los movimientos fascistas poseen sobre todo en sus
inicios y de la mano de algunos de sus “idealistas” fundadores. Franco pasaba a
ser el Caudillo, “responsable sólo ante Dios y ante la Historia”, un unicato
inamovible convertido en marca distintiva de su tiranía.
El autodenominado Proceso de
Reorganización Nacional, en cambio, no tuvo ningún componente de movilización.
Más bien apostaba al silencio temeroso extendido en el conjunto de la sociedad,
sin excluir de ello a la mayoría de los que lo apoyaban. Se puede ejemplificar
esa actitud con dos eslóganes de apariencia “apolítica”, de profusa difusión a
través de la publicidad oficial: “El silencio es salud” y “Cada uno en lo suyo
defendiendo lo nuestro.”7 En la mentalidad de los jefes de la
dictadura, “organización y movilización” rimaban con subversión. Hasta la
ocupación de las Islas Malvinas, en abril de 1982, nunca hubo una convocatoria
pública del gobierno dictatorial, salvo que se le asigne ese carácter al
estímulo al festejo del triunfo en el Mundial de Fútbol de 1978. Tampoco hubo
intentos serios de formar un partido o coalición identificados con los
objetivos políticos de la
dictadura. La idea sobrevoló el ambiente, el dictador Videla
habló más de una vez de una posible “cría del proceso”, pero nada pasó de
reuniones de dirigentes que podían tener un pasado conservador, radical o hasta
socialista, pero un presente de unívoco sentido reaccionario y casi nula
adhesión en ámbitos más populares, carentes de la menor voluntad, y aptitud
para constituir un partido o coalición con sustento de masas. También se
acercaron a la conducción dictatorial, sobre todo en los primeros tiempos,
dirigentes de los partidos políticos que sí tenían arraigo popular, en
particular la
Unión Cívica Radical. Le brindaron apoyo y ocuparon cargos de
segunda línea, pero no concretaron una iniciativa política de apoyo al “Proceso
de Reorganización Nacional.”8y 9
Puede agregarse con razón que ambas
dictaduras en definitiva tenían como objetivo central la imposición del terror
en la población, que a su vez constituía el medio indispensable para impedir
cualquier reconstitución o regreso del bando enemigo. Pero mientras la de Franco acudía a
utilizar la movilización de un sector de la población para contribuir a la
paralización por el miedo del resto, la de Argentina sólo confiaba en el confinamiento
del conjunto de la sociedad al ámbito privado, en una “despolitización” lo más
amplia y completa que fuera posible, la que sólo en una etapa ulterior
habilitaría una vuelta a la política y las “instituciones”, bajo estrecha
supervisión militar.
El respaldo de las clases dominantes
La instauración y permanencia en el
poder de las respectivas dictaduras, tuvo amplio respaldo en lo más granado del
núcleo de las clases dominantes respectivas.
Una alta nobleza de terratenientes y
banqueros, así como la gran burguesía industrial, comercial y financiera,
gravitante en las grandes ciudades y en las áreas de mayor desarrollo
económico, las grandes compañías de capital extranjero y sus administradores
locales10; se
alinearon todos detrás del “movimiento nacional” español, y suscribieron su
política de represión a ultranza y de reaccionarismo político en toda la línea,
a despecho de las anteriores propensiones “liberales” de algunos de esos
sectores. Su apoyo tuvo un sentido de clase: Terminar con las luchas obreras y
con los avances para los trabajadores de la ciudad y el campo que había traído
o podía traer en el futuro la República. Resulta válida una observación de
George Orwell: “En lo esencial era una guerra de clases. Si se hubiera ganado
habría quedado fortalecida la causa de la gente corriente de todo el mundo. Se
perdió, y los ganadores de dividendos de todo el mundo se frotaron las manos.
Ese fue el verdadero resultado; todo lo demás es solo espuma.”11
Desde el día del golpe, se abocaron a
liquidar las políticas laicistas, la ampliación y el carácter público del
sistema educativo, las políticas culturales de signo progresivo, las medidas
orientadas hacia la emancipación de la mujer, las reformas de las fuerzas
armadas, la aprobación y aplicación de estatutos autonómicos. Todas las
realizaciones de los períodos más progresivos de la Segunda República
Española fueron encaminadas a su anulación. La perspectiva de
radicalización marcada por el reciente triunfo del Frente Popular y el
incremento de la conflictividad social asociado a su acceso al gobierno,
constituyeron la situación propicia para efectuar un golpe de estado que
estaban planeando con bastante antelación. Pero sus raíces venían aún de más
atrás, de la decisión de las clases dominantes y las derechas españolas de no
aceptar ningún proceso reformista, ni renunciar al más mínimo de sus
privilegios
La dictadura argentina tuvo también un
sólido apoyo de lo más concentrado del gran capital local y extranjero. La
gestión de la política económica fue entregada a personeros de las grandes
empresas, a comenzar por un ministro perteneciente a una familia terrateniente
y dirigente de una asociación de los más grandes empresarios del país.12 La represión selectiva a los cuadros
sociales, políticos e intelectuales se erigió en instrumento privilegiado para
imponer ampliamente los intereses más conservadores, con una política que se
proponía revertir cuatro décadas de conquistas sociales y debilitar, fragmentar
y dispersar a la clase obrera y a los trabajadores en general, junto con todos
los que apuntaban de un modo u otro a producir transformaciones con sentido progresivo.
Cualquier pensamiento cuestionador quedaba censurado y un vasto conjunto de
partidos políticos, organizaciones sociales, agrupaciones estudiantiles,
organismos de derechos humanos, fueron proscriptos, amén de la intervención de
numerosos sindicatos.13 Las patronales argentinas participaron
de modo directo en la represión, incluyendo la confección de listas de
delegados y activistas a ser “eliminados” en las diferentes empresas. Hubo una
verdadera revancha de clase, con múltiples manifestaciones, entre las que la
eliminación física de trabajadores activos en el cuestionamiento al poder
patronal en los lugares de trabajo, ocupó un lugar destacado.14
Las clases dominantes de los dos países
compartieron los objetivos, y avalaron los métodos de las dictaduras, sin
cortapisas ni atenuantes. Y se comprometieron más o menos directamente en la
comisión de los actos represivos, incluidos los de más manifiesta ilegalidad y
reprochabilidad ética.
La represión: Secreto o “publicidad”
Los actos criminales del “Proceso de
Reorganización Nacional” revistieron un amplio predominio de usos sigilosos y
clandestinos. No hubo nunca condenas a muerte oficiales; la pena capital había
ingresado en la legislación penal15, pero jamás
fue llevada a efecto. El asesinato a escondidas, cuidadosamente ocultado y
negado a cómo diera lugar, fue la regla, precedido en la mayor parte de los
casos por el secuestro hecho por fuerzas que solían disimular su carácter
oficial. El patrón más común era la internación en campos de concentración
mantenidos en riguroso secreto, con la desaparición del cuerpo como fase final.
También menudearon las detenciones “a disposición del Poder Ejecutivo”16, llevadas a
efecto en cárceles oficiales y existieron juicios que dieron lugar a algunos
procesamientos y condenas. Pero como ha afirmado una estudiosa de la represión
dictatorial “El eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor de las
cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de
personas”17. El
secuestro y desaparición fue la táctica privilegiada, útil para mantener el
terror de la incertidumbre en la población en general y en los familiares y en los
compañeros de ideas y militancia de las víctimas en particular. Servía también
para el intento de generar una falsa imagen, interna y hacia el extranjero, que
admitiera el carácter autoritario del régimen, pero que no dejara en evidencia
a la dictadura sanguinaria que en realidad era. Tal vez el principal provecho
para la dictadura del secreto aplicado a la represión, fue la posibilidad de
torturar de modo ilimitado a sus prisioneros clandestinos, y luego matarlos por
millares, una verdadera aniquilación del “enemigo”, que nunca hubieran estado
en condiciones de realizar por medio de sentencias de consejos de guerra o
cualquier otro procedimiento público y reconocido, por más discrecional y
draconiano que fuera.18 También la práctica masiva de las
“desapariciones” puede ser interpretada como un siniestro acto de “autoridad”,
a modo de demostración práctica de que los detentadores del poder podían hacer
literalmente lo que quisieran con la población, aplicando a su antojo
“castigos” que nadie podía prever ni medir. Los cuerpos ausentes testimonian
así un estado de amenaza indefinida sobre el conjunto de la sociedad.19 Se ha sostenido que la “estructura
represiva” dictatorial se asentaba en un modelo que conjugaba el secreto de las
detenciones y ejecuciones con la necesidad de exponer parcialmente los efectos
de la represión para instalar el temor y mostrar los “éxitos” obtenidos.20 La ambigüedad entre el “saber” y el
“no saber”, el conocimiento directo sobre acciones que todos los organismos del
Estado no asumían y negaban activamente, generaban cierta dialéctica de
“ocultamiento-exhibición”, dotada de deletérea eficacia a la hora de expandir
el terror.
El franquismo integró a sus prácticas,
sobre todo durante la guerra civil, y en particular en sus primeros tiempos,
los “paseos” y las “sacas”, modalidades del asesinato “extraoficial” y no
asumido.
Muerte en forma de 'paseos', que
mancharon con sangre aquella atmósfera inclemente. Las víctimas eran detenidas
en las calles o en sus casas, por ser 'significados izquierdistas', por
oponerse al 'glorioso Movimiento Nacional', buscadas porque aparecían en la
documentación confiscada en las sedes de las organizaciones políticas y
sindicales, señaladas por sus vecinos o marcadas por su irreligiosidad. Se las
encerraba en los numerosos edificios habilitados como cárceles en los primeros
días, donde permanecían hasta la 'saca', otra palabra que se hizo con un puesto
de honor en el vocabulario de las represiones en los dos bandos durante 1936. A los elegidos en las
'sacas' se les 'paseaba' por las noches y antes del amanecer.21
La “ley de fugas” tenía una larga
tradición, y también fue utilizada. Pero no se escatimó, y de hecho
predominaron cada vez más a medida que se consolidaba el régimen, las
ejecuciones públicas, fuera previa orden de “ser pasados sin más por las
armas”, sin formación alguna de proceso, o con algún modo de juicio sumarísimo,
mediante consejos de guerra o tribunales militares. Esas penalidades fueron
establecidas ya en los bandos que declaraban el Estado de Guerra en alguna
ciudad o provincia, al comienzo del conflicto. Por ejemplo, el de la provincia
de Huelva:
Ordeno y mando: 1. Queda declarado el
ESTADO DE GUERRA en toda la provincia de Huelva. 2. En el plazo de cuatro horas
quedarán entregadas en el Cuartel de la Guardia Civil todas
las armas blancas y de fuego, siendo juzgados los contraventores en Consejo
sumarísimo y pasados por las armas, quienes hubiesen hecho uso de ellas. 3.
Queda terminantemente prohibido todo intento de huelga; los inductores serán pasados
por las armas sin previo juicio y juzgados en sumarísimo los que participasen
en ella.”.22
Se celebraron procedimientos con mucho
de farsa, que solían durar pocos minutos y en los que no intervenía la defensa,
pero tuvieron lugar:
“Tras la típica explosión de venganza
en las ciudades recién conquistadas, los ‘paseos’ y las actuaciones de poderes
autónomos, como los escuadrones de falangistas, dejaron paso al monopolio de la
violencia del nuevo Estado, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de
terror sancionados y legitimados por leyes.”23
A diferencia de la última dictadura
militar argentina, el franquismo sentenciaba a muerte, ejecutaba a los
“culpables” en público, abandonaba cadáveres en espacios abiertos. Baste
recordar, entre otros ejemplos posibles, el fusilamiento de miles de
prisioneros después de la toma de Badajoz, parte de ellos a plena luz del día24 y sin que nadie se molestara en
negarlo. Al contrario, el jefe al mando, el entonces coronel Juan Yagüe, lo
reconoció expresamente25. Es cierto que
asimismo se mató por la noche, al lado de las carreteras y en las tapias de los
cementerios, y eso en gran número, pero incluso parte de esos actos dejaban
algún rastro escrito, así fuera un certificado de defunción impreciso o
abiertamente falso,26 o un registro incompleto en un
cementerio. Con todo la cifra total de desaparecidos durante la guerra y en los
primeros años del franquismo es particularmente impresionante. Numerosos
informes y artículos proporcionan cifras que oscilan entre 120.000 y 150.000
desaparecidos, cantidad que suele incluir a fusilados en circunstancias
públicas sin formación de juicio, o condenados por consejos de guerra y
tribunales militares, en aquellos casos en que no se conoce su lugar de
entierro o sus restos no han podido ser identificados de un modo fehaciente.
El franquismo fue administrador de todo
un sistema de campos de trabajo cuya existencia no se ocultaba y estaban
incorporados a un procedimiento de “redención por el trabajo” de las penas.
Estos “campos” fueron creados en 1937, como modo de mejor administrar una
cantidad de presos que empezaba a contarse por cientos de miles. Un decreto de
junio de ese año establecía una modalidad de trabajo virtualmente esclavo,
presentado como una solución al problema planteado por el inusitado incremento
del número de presos, a medida que avanzan las tropas “nacionales”.27 El sistema de “campos” franquistas
tuvo mucho que ver con la idea “redentora” de unos presos a los que se atribuía
rasgos deshumanizados, que incluían la afirmación “científica” de que eran
portadores de graves perturbaciones psiquiátricas. El “nuevo Estado”, guiado
por sus “principios cristian os”,
encaraba la rehabilitación de los delincuentes “rojos” que no hubieran
incurrido en los actos más graves.
En Argentina, los campos fueron el
correlato de los secuestros y desapariciones, con las peculiaridades que el
estricto secreto imponía. Su objetivo no era el trabajo ni el cumplimiento de
penas que nadie había dictado, sino la antesala del exterminio, en general
precedido por prolongadas sesiones de torturas y de los más variados ultrajes.
Puede discurrirse con amplitud sobre
las razones del secreto y el ocultamiento sistemático practicado por los
militares argentinos, y de la admisión en el caso español de la responsabilidad
gubernamental sobre la muerte de muchos millares de hombres y mujeres, la
mayoría al margen de operaciones bélicas. Veamos algunas motivaciones posibles.
El franquismo era, durante la guerra
civil y en los años inmediatos posteriores, un fascismo orgulloso de serlo. Se
ha negado con frecuencia el carácter fascista de la dictadura franquista, en
buena medida aduciendo la fuerte presencia de la Iglesia y el Ejército en el
régimen, y el papel relativamente débil de Falange. Esos argumentos son
rebatidos con eficacia por Julián Casanova, que destaca la existencia de otros
poderes por fuera del partido y de la burocracia estatal, también en el caso
alemán y, sobre todo, el italiano.28 El régimen se caracterizaba a sí mismo
como una dictadura que aspiraba a “redimir” al suelo de España y a su población
de la influencia de corrientes socialistas, “separatistas” y liberales, y
consideraba a todas las formas democráticas como fruto de ideas extrañas al
espíritu hispánico. Esas características, invocadas con orgullo, eran altamente
compatibles con un terror “ejemplarizador”, cuyo ejercicio público y amparado
por normas pseudolegales, era un instrumento para paralizar cualquier signo de
oposición y resistencia.
A la dictadura argentina iniciada en
1976, en cambio, le interesaba sobremanera presentarse como un decidido
integrante del “mundo occidental”, aspirante a ser aliado de las potencias consideradas
democráticas, con EE.UU a la
cabeza. En la coyuntura inmediata, la dictadura argentina
procuraba no ser sometida a un aislamiento internacional del tipo del sufrido
por el abiertamente represor régimen chileno.29Trataba en
lo posible de eludir sanciones que pudieran devenir de la política de derechos
humanos asumida por el presidente norteamericano James Carter, poco tiempo
después del advenimiento de la dictadura30. Los
militares represores pudieron además capitalizar las experiencias de exterminio
desarrolladas en épocas de “guerra fría”, de un terror de estado ejercido en
nombre de la libertad y la democracia, que no estuvieron al alcance de Franco.31 Con ese propósito se articulaba el
aparecer como un régimen que, pese a su origen golpista, tenía el retorno a un
gobierno constitucional como objetivo mediato, para lo que hablaba de una
“convergencia cívico-militar”32 y en consecuencia no apelaba a
procedimientos que la sensibilidad política y jurídica vigente desde el final
de la segunda guerra mundial consideraba repudiables y delictivos. Por
debajo de esa fachada de “moderación” y hasta de “liberalismo”, la dictadura
militar usufructuó las ventajas que, para su accionar de exterminio, brindaba
el carácter secreto de la represión, que volvió factible acciones que no habría
podido realizar, y mucho menos legitimar, de ser sometidas a la luz pública.
El carácter del conflicto armado y el papel de
los civiles en la represión
La guerra civil fue un conflicto armado
abierto, que comenzó como resistencia contra un golpe militar de civiles en
armas, con una minoría de militares y parte de los cuerpos de seguridad que se
oponían a los sediciosos. Evolucionó luego hacia un enfrentamiento entre dos
fuerzas que tenían dominio territorial efectivo y un aparato estatal más o
menos organizado, poseyendo cada una su ejército, con base ambos en el
reclutamiento masivo, posesión de armamento moderno y poder de fuego más o
menos equiparable, más allá de la mejor provisión de armas y equipo para el
bando de los “nacionales”.
Los militares argentinos se esforzaron
desde el primer momento en legitimar la masacre que cometían como episodios de
una supuesta “guerra sucia” que estarían librando. Sin embargo, la llamada
“guerrilla” nunca poseyó un dominio territorial estable, ni aun de espacios
reducidos, menos aún algún esbozo de poder estatal. La integraban distintos
grupos, sin ninguna instancia de coordinación efectiva entre ellos y menos aún
un mando unificado. Su poder de fuego y número de efectivos no resistía la
menor comparación con los de las fuerzas armadas y de seguridad al servicio de la dictadura. Por
añadidura, al momento de producirse el golpe del 24 de marzo de 1976, una de
las dos principales organizaciones se encontraba ya desarticulada, y la
restante había sufrido derrotas importantes, además de experimentar un
aislamiento político que redundaba en muy escaso consenso en la población para
su accionar. La virtual destrucción de las dos principales organizaciones
armadas, Ejército Revolucionario del Pueblo y Montoneros, fue cuestión de
meses, una vez que los militares asumieron el poder.
Antes de finalizar 1976 el ERP casi
había dejado de existir. De Montoneros habían sido desmanteladas regionales
enteras, con alrededor de 2000 muertos.33 La acentuada debilidad del enemigo no
era óbice para que las Fuerzas Armadas argentinas consideraran que libraban una
“guerra total”, que requería métodos “excepcionales” para alcanzar el triunfo,
“victoria” que constituiría la fuente central de legitimidad de la dictadura.34 No se alcanza el sentido de la
supuesta “guerra total” si no se comprende que la lucha era librada por el
estado terrorista contra ámbitos sociales, activos o potenciales cuestionadores
del orden existente, que excedían muy ampliamente y en variadas direcciones a los
pocos miles de militantes que habían tomado las armas.
Los represores de la dictadura de 1976
pertenecían, en su amplísima mayoría al aparato estatal. Los “agentes civiles
de inteligencia”35, y algún
“informante rentado”, era lo más alejado de la estructura oficial que se podía
encontrar, y eso en corto número. Se podría decir que predominó la acción
clandestinizada del propio Estado y sus instituciones armadas. Una formación
estatal; militar, policial y de servicios de información, que actuaba sin
identificación, con alteración de las jerarquías formales y operó mediante
grupos con alto nivel de autonomía. Todo al servicio del carácter secreto, de
una masacre cuya magnitud y carácter no se quería asumir.
Por el contrario, en la represión
franquista durante la guerra, los civiles jugaron un papel gravitante36. Sobre todo
las milicias de Falange tuvieron una vasta actuación en la “limpieza” de la retaguardia. Como
explica un historiador del período:
La doble necesidad bélica de ocupar el
territorio y de asegurar la retaguardia reprimiendo la disidencia política
incluso de los meros simpatizantes o votantes del Frente Popular en las
elecciones de febrero., se combinó con la escasez de efectivos militares de las
primeras columnas de avance del ejército franquista en “todos los frentes. Las
formaciones paramilitares de Falange permitían no distraer fuerzas en el avance
franquista.”37
También actuaron en la retaguardia
distintas “guardias cívicas”, más informales, a menudo integradas por quienes
eran inaptos para el combate en el frente, que constituyeron otra importante, y
poco recordada, fuerza auxiliar de la represión.38
El componente fascista
Pocas dudas pueden caber sobre lo
inadecuado e improductivo de la aplicación del término “fascista” a las
dictaduras latinoamericanas de la época de la “guerra fría”, y a la argentina
iniciada en 1976 en particular. En casos como el de Videla y sus sucesores, los
dictadores fueron más bien “hombres grises”, personajes burocráticos de escaso
relieve y carentes de todo “magnetismo” personal, sin casi puntos en común con
los líderes carismáticos característicos de los fascismos. No recurrieron a la
movilización de masas, menos aún formaron partidos con una base popular. En
general su ideología estuvo articulada sobre el “occidentalismo” de la época de
la guerra fría, fortalecido por la “doctrina de la seguridad nacional”39. No
tuvieron inquietud ni capacidad para generar doctrinas propias de ningún tipo,
ni instituciones de pretensión innovadora, como sí hicieron todos los
fascismos, que generaron regímenes políticos nuevos, con elementos de
representación corporativa, presentados como alternativa superadora de la
democracia representativa y portadores de una doctrina nacional específica.
El fascismo, el nazismo, y el
franquismo, hicieron uso de un lenguaje y consignas de intencionado tono
“anticapitalista”, para atraer simpatías en ámbitos obreros o con inclinaciones
radicalizadas.
En el caso de este último, constituye
ejemplo claro de esos postulados el punto 10 de los 27 que constituyen el
programa de Falange:
Repudiamos el sistema capitalista que se desentiende de las
necesidades populares, deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los
trabajadores en masas informes, propicias a la miseria y a la desesperación. Nuestro
sentido espiritual repudia también el marxismo. Orientaremos el ímpetu de las
clases laboriosas, hoy descarriladas por el marxismo, en el sentido de exigir
su participación directa en la gran tarea del Estado nacional.40
Las dictaduras latinoamericanas, en
cambio, se autoproclamaron como una transición más o menos prolongada hacia
alguna forma de “república” o “democracia” convenientemente depurada de
cualquier influencia considerada “subversiva”, desde una perspectiva temerosa
en extremo de algún proceso de radicalización de las clases populares. Y en
cuanto a la retórica “anticapitalista”, jamás recurrieron a ella, su rechazo a
todo elemento sindical u obrero, y su pronunciamiento a favor de una ideología
de propiedad privada y libre mercado irrestrictos, inhibían su aparición. La
dictadura argentina de 1976 tuvo aspiraciones “refundacionales” sobre su
sociedad, de las que puso plenamente en práctica la represión sangrienta, que
supuestamente daba las bases para una transformación de fondo. Así, su obra
destructiva tuvo terribles efectos y fue en parte exitosa en cuánto a la
aniquilación de las fuerzas “subversivas“ que se propuso. “Triunfo” que hay que
tener en cuenta no iba sólo dirigido al aplastamiento de la contestación
armada, sino sobre todo a minar las bases de la elevada movilización popular y
la expansión de una cultura política contestataria, que habían tenido lugar en
Argentina, sobre todo a partir de 1969.41
El franquismo, en cambio, abrevó de
lleno en la ideología y las prácticas de los fascismos. Se ha discutido mucho
acerca de si los cuarenta años de dictadura española pueden ser caracterizados
de modo adecuado como fascismo. Nos parece que, sobre todo durante la guerra
civil y los primeros años de la posguerra, los rasgos compartidos con los
totalitarismos alemán e italiano fueron predominantes en un régimen que
comenzaba por adoptar simbología fascista y seguía por identificarse con
entusiasmo con el programa y las políticas que se desenvolvían en Italia y
Alemania. Al mismo tiempo abrevaba en un modelo de partido único y liderazgo
carismático, que lo emparentaba con sus explícitos modelos italiano y alemán.
La relativamente escasa propensión a la movilización de masas del régimen, así
como el signo conservador del poderío eclesiástico e incluso de las
instituciones armadas en su seno, que atenuaría los rasgos modernizantes
propios de otros fascismos pueden, nos parece, contribuir al establecimiento de
necesarios matices en la caracterización de la dictadura franquista. No
alcanzan, sin embargo, para desvirtuar su fuerte “parecido de familia” con las
de Hitler y Mussolini.
Respecto a las ideas, profesó e impuso
un nacionalismo exacerbado y proyectado en “vocación imperial”, incluidos
ribetes racistas, el repudio al mundo de ideas procedente de la Ilustración del
siglo XVIII con apelación a valores de fe e irracionales, anticomunismo
extremo, orientado a la supresión del movimiento obrero y de toda organización
popular autónoma, en la perspectiva de construcción de un orden político
antiliberal, con una visión en que las instituciones parlamentarias aparecían
como generadoras de desorden y posible antesala del comunismo. Las ideas ligadas
al repudio a la Ilustración del siglo XVIII tenían arraigo desde la
conformación de una derecha radical en España, como reacción a la implantación
de la IIa.
República. En ese campo tenía influjo decisivo, en el nivel
de la elaboración intelectual el grupo de Acción
Española, constituido ya en 1931.42
En cuanto a las prácticas, la presencia
del jefe carismático dotado de todos los poderes, tanto en el aparato del
estado como en el partido oficial, acompañó al franquismo desde los primeros
meses de la guerra civil. A partir del 1° de octubre de 1936, quedó consagrado
Franco como “Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire”, y
“Jefe de gobierno del Estado español”, que a poco andar fue transformado en
“Jefe de Estado” a secas, de modo de aventar cualquier idea de provisionalidad
o carácter temporario del cargo43. La
maquinaria estatal incorporó y absorbió la del partido único, situado también
bajo la jefatura intangible del Caudillo, como base para suscitar un apoyo
movilizado de sectores de la pequeña burguesía. Caudillo y Falange fueron
claves en la supresión de todas las libertades y en la construcción de un
régimen político antiliberal, con rasgos de corporativismo.44
Cabe la aclaración que descartar que la
dictadura cívico-militar argentina tuviera carácter fascista, no implica
ninguna atenuación en la gravedad y el carácter sistemático y masivo de sus
comportamientos criminales. Sólo apunta a precisar mejor los rasgos de sus
prácticas e ideología, los que podría argumentarse que eran incluso demasiado
elitistas y reaccionarios como para incorporar los procedimientos de
movilización y la retórica “obrerista” y hasta “anticapitalista” que constituyó
una de las fachadas de los fascismos.
La cuestión nacional y la tendencia a la
uniformación cultural forzosa.
Una parte sustancial de la doctrina
franquista fue la idea de “Imperio español”, una remembranza de la España que fuera
potencia mundial en el siglo XVI y una pretensión de revancha del “desastre” de
1898, que buscó compensar la pérdida de las últimas colonias americanas
mediante la ampliación de las posesiones coloniales en el norte de África. Era
también un imperio “cristian o”,
poder mundial capaz de defender y expandir la cristian dad.45 Esto se traducía en la reivindicación
de un nacionalismo agresivo que, hacia adentro de la sociedad española se
expresaba a través de un centralismo “castellano” que negaba de plano cualquier
identidad nacional diferenciada e incluso las manifestaciones de regionalismo.
Castilla, era la tierra de origen de la monarquía española, de allí habían
salido el Cid y el Quijote, de la corona de Castilla dependieron “las Indias”,
pieza fundamental del Imperio. El “castellano”, que se pretendía expandir como
lengua exclusiva por todo el territorio, se tornaba idioma “español”. Lenguas
de vasta tradición como el catalán y el vasco eran degradadas a “dialectos” y
la propaganda del régimen predicaba “Habla la lengua del imperio” o bien “Sana
y noble advertencia, hablad castellano”.46. Las
literaturas en esas lenguas y todas las manifestaciones de sus culturas eran
sospechosas de ser manifestaciones de la “Antiespaña ”. Los lemas “España una, grande y
libre” y “Una Patria, un Estado, un Caudillo”, indicaban la vocación
exclusivista de una “hispanidad” que no admitía distingos ni matices. Los
nacionalismos quedaban condenados como “separatismo” y colocados en el index de los enemigos ideológicos a extirpar
del cuerpo social de España. Ello fue acompañado por el tratamiento de las
regiones que más habían resistido al franquismo como “culpables” cuyos
habitantes debían ser “castigados” en conjunto. Cataluña, por resistir hasta el
final de la guerra, lo padeció en grado sumo, y Barcelona fue tratada como
“ciudad enemiga”. La victoria del bando reaccionario inauguró varias décadas de
españolismo autoritario y compulsivo, con anulación de toda autonomía y los
aparatos estatales, desde el educacional al represivo, estuvieron dedicados con
entusiasmo a la tarea de aplastamiento de toda identidad que pretendiera ser
alternativa o complementaria de la “hispanidad”.
Aunque sin la presencia de
reivindicaciones nacionales a las que combatir, la dictadura argentina también se
dedicó a buscar la uniformación en una “argentinidad” definida a gusto y placer
de los sectores más conservadores y autoritarios de las clases dominantes. El
pasado indígena era relegado a una trastienda de barbarie, y en 1979, el
cumplimiento de su centenario fue ocasión de la glorificación oficial de la
“conquista del desierto”47, y 1880 fue
entronizado como el momento fundacional del estado argentino, a través de un
acontecimiento de tinte “unitarista”, la federalización de la ciudad de Buenos
Aires. Se podría decir que no carecía de lógica que los genocidas de la segunda
mitad del siglo XX tomaran como referencia histórica loable a los autores del
genocidio del siglo XIX.
Sin abandonar el discurso de
celebración del aporte inmigratorio, tradicional en Argentina, éste se
inscribía en la idea del “crisol de razas” que aplastaba toda peculiaridad,
además de reducir el afluente inmigratorio deseable al de origen europeo,
tendiendo un manto de sospecha sobre el más reciente, proveniente de los países
limítrofes. Valga como ejemplo de esto último la política de vigilancia
estrecha a los residentes chilenos en las áreas de frontera que acompañó a los
momentos álgidos del entredicho por el canal de Beagle. El tinte racial
“blanco” y europeo que se asignaba al “ser” argentino tenía como correlato
ideológico la negación de la pertenencia a la comunidad nacional de quienes
sostenían ideas y prácticas “subversivas”.
¿A quiénes se atacaba?
Con las modificaciones de lenguaje que
la época y las respectivas modalidades nacionales imponían, el objeto de la
represión era presentado de modo similar.
En primer lugar, aunque tanto en España
como en Argentina se había producido una irrupción ilegal e ilegítima, apuntada
a desplazar por la fuerza a gobiernos constitucionales; los golpistas
respectivos presentaron a sus adversarios como a los violadores de la ley y el
orden. Los franquistas fueron quizás los más groseros, al acusar y condenar por
“rebelión militar” a los defensores del gobierno legítimo, cuando precisamente
eran ellos los pasibles de ser condenados por ese tipo de delito. Se ha hablado
muchas veces de una “justicia al revés”48 En Argentina se aplicó a quienes
sustentaban al gobierno derrocado como “corruptos”, sin distinción alguna, y a
quienes estaban sobre las armas desde años antes como “subversivos”. Y también
los acusaron penalmente de esos delitos, en los casos en que no optaron por el
secuestro y la desaparición.
La “subversión internacional” y la
“antipatria” de Argentina eran más o menos equivalentes al “bolchevismo
internacional y sus cómplices” y a la “antiespaña” del discurso franquista. De
hecho el término “antipatria” era utilizado por el propio Franco:
La guerra de España no es una cosa
artificial, es la coronación de un proceso histórico, es la lucha de la Patria
con la antipatria, de la unidad con la secesión, de la moral con el crimen, del
espíritu contra el materialismo, y no tiene otra solución que el triunfo de los
principios puros y eternos sobre los bastardos y antiespañoles.49
Quienes eran construidos como “el
enemigo interior” eran arrojados fuera de la comunidad nacional, presentados
como servidores de intereses foráneos y, en el límite, se los trataba como
seres deshumanizados. Se les endilgaba ser contrarios a todos los valores
auténticos del patriotismo, el orden social, la familia, la moral, la religión,
sujetos activos de todos los comportamientos incivilizados o delictivos.
Una diferencia importante en el
discurso legitimador la proporciona el protagonismo del componente religioso en
el franquismo. Es cierto que la dictadura de 1976 evocó la defensa del “modo de
vida occidental y cristian o”, y tuvo
en la cúpula eclesiástica una base de apoyo no desdeñable, que osciló entre el
entusiasta panegírico del terror y el silencio cómplice.
Pero el franquismo se planteó la
defensa de España como nación católica a modo de objetivo central. En acuerdo
con los obispos, pasó a denominar el conflicto como “cruzada”, y condenó a sus
adversarios como “enemigos de la religión”, “contrarios a la moral cristian a”, etc. No hay nada de casual en esto, el
predominio ideológico de la Iglesia ocupaba un lugar en la Península muchísimo
mayor que en Argentina y el catolicismo tenía allá una monolítica
identificación con los sectores más ricos y conservadores. Junto a ello la
pertenencia al catolicismo, siquiera nominal, de la casi totalidad de la
población50, existía el
enorme poder institucional de una Iglesia que no admitía la libertad de cultos,
la educación laica, la libertad de prensa sin previa censura eclesiástica, el
matrimonio civil, registros de nacimientos y muertes que no fueran los
parroquiales, el divorcio y mucho menos el aborto. Y aspiraba al mantenimiento
e incremento de sus privilegios económicos en forma de “presupuesto de culto y
clero”, suprimido por la
República. La jerarquía católica aborrecía a la República,
que había avanzado, o intentado hacerlo en todos esos terrenos, en dirección a
una mayor laicidad de la sociedad, e independencia del Estado frente a la Iglesia. Los sectores
conservadores eran unánimes en considerar a la “Santa Madre Iglesia”
como “pilar del orden social”51. La Iglesia
sancionó y glorificó la violencia ejercida por el franquismo y se sumó a su
sistema de represión, asociada al logro de revertir las conquistas del laicismo
y darle a la Iglesia una hegemonía y manejo en el terreno de la educación, la
cultura, la moral y la vida cotidiana, que superó los mejores sueños de la
dirigencia eclesiástica.52 El entusiasta respaldo del episcopado
español a Franco y los prohombres de la “Cruzada ” se manifestó de continuo, siendo quizá la Carta Colectiva
firmada por casi todos los obispos españoles a pedido del propio Franco, su
expresión institucional más sistemática. Allí se caracteriza a la guerra como
“un plebiscito armado (...) lucha
cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los
sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización
tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la
defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista,
comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España,
con todos sus factores, por la novísima "civilización" de los soviets
rusos.”53
Como respuesta, la institución eclesiástica era percibida como un
enemigo irreconciliable por todas las fuerzas de izquierda y buena parte de las
clases explotadas de España. Eso era válido tanto para los obreros urbanos
como, muy en particular, los jornaleros y campesinos pobres de pueblos y aldeas
donde la Iglesia contribuía con todo su poderío y su prédica, a la opresión y
reducción a la miseria de la población rural. Las quemas de iglesias y
conventos que constituyeron luego una de las justificaciones de la sedición,
respondieron a la explosión de esos sentimientos. Lo mismo las matanzas de
eclesiásticos que se desencadenaron después del golpe militar.54
Corresponde aquí recordar que, pese al fervor religioso que
exhibían y utilizaban en su beneficio, ambas dictaduras no tuvieron reparos en
reprimir y eliminar a los sacerdotes y religiosos que se le opusieron. Los
dieciséis curas vascos fusilados por el ejército franquista van en paralelo con
los casos argentinos de los obispos Enrique Angelelli y Carlos Ponce de León,
los sacerdotes y seminaristas palotinos, las monjas francesas Alice Domon y
Leonie Duquet, los curas Gabriel Longueville y Carlos de Dios Murias.55 Mientras Franco avaló la ejecución
pública de miembros de un clero mayoritariamente nacionalista, la dictadura
argentina puso en juego su gama de recursos de ocultamiento y clandestinidad
para terminar con la vida de quienes, desde el seno de la Iglesia profesaban
inquietudes sociales, predicaban en sitios “conflictivos” o desarrollaban
perspectivas críticas del sistema social y de la acción dictatorial. Si para
ambos regímenes, todo el que no era católico estaba sospechado de pertenecer al
campo contrario, la pertenencia a esa religión, ordenamiento eclesiástico
incluido, no eximía de ser tratado como el peor de los enemigos a quien se
comportara como adversario del orden dictatorial.
La definición del sujeto a combatir y
exterminar, con sus disimilitudes, tuvo parecidos resultados en España y en
Argentina. No sólo el tomar las armas contra el régimen, sino la militancia o
la mera pertenencia a organizaciones sindicales o partidos de izquierda, así
como cuales cualesquiera manifestaciones de apoyo a posiciones más o menos
radicalizadas (y en ocasiones sólo a un democratismo consecuente) quedaban
sujetos a un castigo que a menudo incluía la eliminación física. El
aplastamiento de las organizaciones populares y la aniquilación por el terror
de las ideas consideradas subversivas, era un objetivo principal, común a las
dos dictaduras. Y la amplitud desbocada de los blancos de la represión, se
expresaba tanto en el franquismo que establecía penas hasta para la llamada
“pasividad grave”56, como en
los dichos del encumbrado general argentino Ibérico Saint Jean, que manifestó
el propósito de eliminar a los “indiferentes” e incluso a los “tímidos”.57
Las intenciones de perdurar y la sucesión a la
que apuntaban.
Ambos regímenes tenían vocación de
permanencia, sin fijación de plazos para su acción, e invocaban por igual los
derechos de la “victoria” obtenida, como justificativo de su continuidad en el
poder.
La diferencia central es que el Proceso
de Reorganización Nacional no dejaba de referenciarse como una “transición”,
todo lo larga que se pudiera, hacia alguna modalidad restringida de la
democracia liberal. Los objetivos eran la reconfiguración de la sociedad, la
apertura de un futuro deseable cuya formulación inicial se asentaba en el
borramiento, todo lo sangriento que fuera necesario, de un pasado de desorden,
subversión e “ideas foráneas extrañas al ser nacional” que se repudiaba en su
totalidad. Pero la ideología del liberalismo, tradicional y mayoritaria en las
clases dominantes de Argentina, continuaba invocándose. Hasta la Constitución
liberal de 1853, metódicamente conculcada, se mantenía en teoría como norma
vigente, por debajo del “Estatuto” aprobado después del golpe.58
En cambio para Franco todas las formas
del parlamentarismo eran “invenciones extranjeras”, ajenas al “temperamento
español”, ocasión, cuando no causa, de aberraciones sociales, políticas,
culturales y religiosas a las que había que arrancar de raíz. La sociedad
española debía quedar “redimida” de la destructiva amenaza que solía cifrarse
en el “marxismo”, y también en la “masonería”, el “liberalismo” y el
“separatismo”59. El futuro
fijado por el régimen era la monarquía, acompañada por unas Cortes de carácter
corporativo, con la menor influencia del sufragio popular (reemplazado en el
franquismo tardío por el “sufragio familiar”) que se pudiera, y con Falange
como única fuerza política legal. La restauración monárquica (en realidad
“instauración”60 en el vocabulario oficial) se fue
difiriendo hasta después de la muerte del dictador, ya que Franco estaba
interesado, por sobre todo, en mantener su poder con carácter absoluto y
vitalicio.
La proyección internacional de la acción
represiva.
Tanto el “Nuevo Estado” como el
“Proceso” llevaron a otros países la captura y supresión de los considerados
enemigos que habían logrado escapar hacia el exilio, contando para ello con el
auxilio indispensable de dictaduras afines.
Ya en los primeros tiempos de la guerra
civil, el gobierno de Antonio de Oliveira Salazar “devolvió” a los sublevados a
partidarios de la República que se habían refugiado en territorio portugués,
sobre todo durante el avance de Franco por tierras de Andalucía Occidental y
Extremadura. Terminado el conflicto, ya en el transcurso de la guerra mundial,
la derrota de Francia y la subsiguiente ocupación nazi del país, constituyó una
verdadera bendición para los propósitos de venganza de los vencedores. Lluis
Companys, Joan Peiró y Julián Zugazagoitía fueron las figuras más destacadas,
pero no las únicas que, arrestadas por los nazis, fueron remitidas a España
para enfrentar consejos de guerra inexorables y el fusilamiento.
En el caso argentino, la actuación
represiva en el plano internacional fue más amplia y sistemática, con la
conformación del Plan Cóndor y la colaboración entusiasta de las demás
dictaduras del Cono Sur.61 Intercambios de prisioneros
clandestinos, operativos de secuestro conjuntos, vía libre para el asesinato de
opositores refugiados en otro país, acciones de inteligencia coordinadas,
integraron el repertorio de una “lucha contra la subversión”, que los distintos
regímenes sudamericanos, bajo la inspiración de la Doctrina de la Seguridad Nacional
pergeñada en EE.UU, vivían como parte de una “tercera guerra mundial contra el
comunismo”, de la que se imaginaban como luchadores invictos.
A modo de síntesis.
A la hora de reseñar las similitudes
sin menospreciar las diversidades, resulta indispensable el señalamiento de que
las dictaduras española y argentina desarrollaron ambas la práctica de la
masacre de las clases populares, al servicio de la consolidación de un orden
social más injusto y desigual que todo lo preexistente en los respectivos
países. Las dos encarnaron ofensivas contrarrevolucionarias para destruir la
capacidad de organización, movilización y lucha de amplios sectores de la
sociedad, de modo de imponer en toda la línea tanto los intereses materiales de
los dueños del poder económico, como la “agenda” política y cultural de los
sectores más conservadores y reaccionarios, que se habían sentido amenazados
por sendos procesos de ascenso del conflicto social y de radicalización
ideológica. Su acción represiva se orientó en primer lugar a los sectores
trabajadores y pobres sin circunscribirse a ellos, alcanzando también a los
portadores de un pensamiento progresivo y cuestionador, e incluso a quienes sólo
procuraban ser consecuentes en una reflexión y una acción de signo democrático.
Produjeron en las dos sociedades transformaciones económicas, sociales,
políticas y culturales de sentido claramente regresivo, con consecuencias de
largo plazo sobre sus respectivas sociedades, con poblaciones diezmadas por la
acción del terrorismo de Estado y con buena parte de su dirigencia política,
social e intelectual muerta o exiliada. En ambos casos, sus actos de exterminio
estuvieron orientados a producir efectos definitivos, actuando incluso sobre
las generaciones futuras, como se puede apreciar en el robo de niños de padres
“rojos” o “subversivos”. La diferencia, como en otros campos, fue que el
accionar del régimen español se desenvolvió a través de acciones estatales
abiertas y sistemáticas, con amplia intervención de instituciones católicas, y
en el argentino primó la más estricta clandestinidad.62
Junto a estos parecidos de signo ominoso, hay una semejanza
auspiciosa que, por fortuna, podemos constatar ya desde hace tiempo, no ya
entre las dictaduras, sino en la respuesta de las sociedades actuales a las
consecuencias de la
represión. Se trata de la común reacción contra la impunidad,
a pesar del largo tiempo transcurrido desde que se consumaron los hechos,
prolongado en particular en el caso español. Se iniciaron o se retomaron
acciones judiciales, la búsqueda e identificación de los cuerpos que los
asesinos ocultaron, las investigaciones históricas, no sólo las generales sino
las hechas lugar por lugar y sector por sector, el señalamiento no sólo de los
autores directos de los crímenes, sino de sus instigadores, cómplices, y de
quienes los avalaron con manifestaciones entusiastas o con la participación en
el ocultamiento. Se hacen cotidianos homenajes y recordatorios a los caídos y a
todos los que lucharon por la libertad, por las soberanías nacionales, por las
transformaciones sociales profundas y las utopías socialistas y libertarias. Se
ha librado y sigue en curso una batalla cultural, por una recuperación de la
memoria histórica que extienda al conjunto social el conocimiento y el repudio
de las acciones de las dictaduras, y eduque a las nuevas generaciones en el
mismo sentido.
*Este trabajo forma
parte del libro “La guerra civil española, Argentina y los argentinos”. Daniel
Campione es profesor de la Universidad de Buenos Aires y miembro de la
Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP). Como escritor
publicó decenas de artículos en distintos medios y el libro “Para leer a
Gramsci”. Actualmente es colaborador de Contrahegemonia y uno de los autores de
“Resistencia o Integración. Dilemas de los movimientos y organizaciones populares
de América Latina y Argentina” editado recientemente por Contrahegemonia y
Herramienta.
Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/dictadura-franquista-y-dictadura-civico-militar-de-1976
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