domingo, 29 de diciembre de 2019

I. Recordemos conqué fines se instalaron dictaduras genocidas y no conciliemos con el capitalismo

Apuntes sobre socialismo desde abajo y poder popular

Dictadura franquista y

dictadura cívico-militar de 1976

12 Sep,2019
En cambio, el gobierno argentino anterior al golpe había asumido la represión de la “subversión”, sobre todo con métodos ilegales y clandestinos, y encomendado por decreto a las Fuerzas Armadas “ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país.”2 Esta norma no era sino la ampliación a escala nacional del involucramiento directo de las FFAA en la represión, cuyo inicio, localizado en la provincia de Tucumán, se había instaurado a comienzos de 1975.3 Después del golpe lo que hicieron las Fuerzas Armadas fue continuar; con mayor sistematicidad, cobertura institucional y a una escala cuantitativa mayor, unas acciones emprendidas por organizaciones paramilitares que contaban con el amparo directo del gobierno precedente y de las propias instituciones militares. Se ha señalado la continuidad entre la actuación de las organizaciones paramilitares y el plan de acción de la Junta Militar, que era “involucrar al conjunto del sistema de defensa y seguridad estatal, de modo orgánico, en la formación de un ejército secreto para llevar a cabo un plan de operaciones que sistematizaba y perfeccionaba lo que las bandas paramilitares ya habían venido haciendo”.4
Los militares españoles se alzaron contra un gobierno al que veían sino como cabecilla al menos como cómplice de la “conspiración comunista”5 cuyo peligro decían querer aventar de modo definitivo. Los argentinos desplazaron mediante el golpe de estado a un elenco gubernamental en cuya autoridad y cohesión interna no confiaban, pero con el que compartían la identificación del “enemigo” y el objetivo de exterminarlo.
Tanto la dictadura franquista como la argentina de 1976 se hicieron con el poder en momentos en que sus ámbitos continentales respectivos (América del Sur en el caso argentino, buena parte de Europa, en el español) estaban atravesados por el abandono de los sistemas liberales y parlamentarios y el advenimiento de nuevos regímenes que intentaban legitimarse presentándose como la única garantía posible contra la llegada de la revolución social, el desorden y la anarquía. En Sudamérica los golpes militares eran la regla mientras que las dos principales dictaduras de derecha, en Italia y Alemania, tuvieron su punto de partida en victorias electorales de partidos fascistas, pero el resultado común en ambos continentes y períodos era que las “democracias representativas” iban extinguiéndose unas tras otras.
Si bien también tuvo su origen en un golpe militar, el franquismo pretendió tempranamente constituir un “movimiento nacional”, que pusiera en conjunción con los militares sublevados a la Iglesia, y al conjunto de la “gente de orden”, católica y conservadora, con predominio de las clases “altas”, desde la nobleza terrateniente hasta la poderosa burguesía de las grandes ciudades, y con un rol importante para partidos de extrema derecha que constituían milicias incorporadas luego al ejército. Pero esa identificación con el “orden” (y con la Iglesia como “guía espiritual” indiscutible), se extendía más allá de los dueños del poder económico, social y religioso. Amplios sectores de las pequeñas burguesías urbanas, y rurales apoyaron masivamente al “alzamiento” y luego se integraron a la base de sustentación del largo régimen franquista.
La sublevación española no fue precedida por la acción de partidos políticos de masas, pero movimientos al principio minoritarios, se hicieron masivos al calor del conflicto, y del entusiasmo bélico necesario para ganar la contienda, sobre todo Falange Española, hasta ese momento un pequeño partido que ni siquiera había obtenido diputados en las elecciones de febrero de 1936, pero desató una suerte de “lucha de calles” en Madrid y otros puntos de España luego del triunfo del Frente Popular. Franco utilizó esa capacidad de movilización, estimuló la formación de milicias, y luego dispuso “domesticar” a esas fuerzas, unificándolas por decreto bajo su jefatura única, suprema e indiscutida, establecida en el acto fundacional de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista6, la interminable denominación del partido único, amparado y propulsado desde el Estado, a cambio de la renuncia a toda autonomía, y en particular, a los pujos “revolucionarios” que los movimientos fascistas poseen sobre todo en sus inicios y de la mano de algunos de sus “idealistas” fundadores. Franco pasaba a ser el Caudillo, “responsable sólo ante Dios y ante la Historia”, un unicato inamovible convertido en marca distintiva de su tiranía.
El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, en cambio, no tuvo ningún componente de movilización. Más bien apostaba al silencio temeroso extendido en el conjunto de la sociedad, sin excluir de ello a la mayoría de los que lo apoyaban. Se puede ejemplificar esa actitud con dos eslóganes de apariencia “apolítica”, de profusa difusión a través de la publicidad oficial: “El silencio es salud” y “Cada uno en lo suyo defendiendo lo nuestro.”7 En la mentalidad de los jefes de la dictadura, “organización y movilización” rimaban con subversión. Hasta la ocupación de las Islas Malvinas, en abril de 1982, nunca hubo una convocatoria pública del gobierno dictatorial, salvo que se le asigne ese carácter al estímulo al festejo del triunfo en el Mundial de Fútbol de 1978. Tampoco hubo intentos serios de formar un partido o coalición identificados con los objetivos políticos de la dictadura. La idea sobrevoló el ambiente, el dictador Videla habló más de una vez de una posible “cría del proceso”, pero nada pasó de reuniones de dirigentes que podían tener un pasado conservador, radical o hasta socialista, pero un presente de unívoco sentido reaccionario y casi nula adhesión en ámbitos más populares, carentes de la menor voluntad, y aptitud para constituir un partido o coalición con sustento de masas. También se acercaron a la conducción dictatorial, sobre todo en los primeros tiempos, dirigentes de los partidos políticos que sí tenían arraigo popular, en particular la Unión Cívica Radical. Le brindaron apoyo y ocuparon cargos de segunda línea, pero no concretaron una iniciativa política de apoyo al “Proceso de Reorganización Nacional.”8y 9
Puede agregarse con razón que ambas dictaduras en definitiva tenían como objetivo central la imposición del terror en la población, que a su vez constituía el medio indispensable para impedir cualquier reconstitución o regreso del bando enemigo. Pero mientras la de Franco acudía a utilizar la movilización de un sector de la población para contribuir a la paralización por el miedo del resto, la de Argentina sólo confiaba en el confinamiento del conjunto de la sociedad al ámbito privado, en una “despolitización” lo más amplia y completa que fuera posible, la que sólo en una etapa ulterior habilitaría una vuelta a la política y las “instituciones”, bajo estrecha supervisión militar.

El respaldo de las clases dominantes
La instauración y permanencia en el poder de las respectivas dictaduras, tuvo amplio respaldo en lo más granado del núcleo de las clases dominantes respectivas.
Una alta nobleza de terratenientes y banqueros, así como la gran burguesía industrial, comercial y financiera, gravitante en las grandes ciudades y en las áreas de mayor desarrollo económico, las grandes compañías de capital extranjero y sus administradores locales10; se alinearon todos detrás del “movimiento nacional” español, y suscribieron su política de represión a ultranza y de reaccionarismo político en toda la línea, a despecho de las anteriores propensiones “liberales” de algunos de esos sectores. Su apoyo tuvo un sentido de clase: Terminar con las luchas obreras y con los avances para los trabajadores de la ciudad y el campo que había traído o podía traer en el futuro la República. Resulta válida una observación de George Orwell: “En lo esencial era una guerra de clases. Si se hubiera ganado habría quedado fortalecida la causa de la gente corriente de todo el mundo. Se perdió, y los ganadores de dividendos de todo el mundo se frotaron las manos. Ese fue el verdadero resultado; todo lo demás es solo espuma.”11
Desde el día del golpe, se abocaron a liquidar las políticas laicistas, la ampliación y el carácter público del sistema educativo, las políticas culturales de signo progresivo, las medidas orientadas hacia la emancipación de la mujer, las reformas de las fuerzas armadas, la aprobación y aplicación de estatutos autonómicos. Todas las realizaciones de los períodos más progresivos de la Segunda República Española fueron encaminadas a su anulación. La perspectiva de radicalización marcada por el reciente triunfo del Frente Popular y el incremento de la conflictividad social asociado a su acceso al gobierno, constituyeron la situación propicia para efectuar un golpe de estado que estaban planeando con bastante antelación. Pero sus raíces venían aún de más atrás, de la decisión de las clases dominantes y las derechas españolas de no aceptar ningún proceso reformista, ni renunciar al más mínimo de sus privilegios
La dictadura argentina tuvo también un sólido apoyo de lo más concentrado del gran capital local y extranjero. La gestión de la política económica fue entregada a personeros de las grandes empresas, a comenzar por un ministro perteneciente a una familia terrateniente y dirigente de una asociación de los más grandes empresarios del país.12 La represión selectiva a los cuadros sociales, políticos e intelectuales se erigió en instrumento privilegiado para imponer ampliamente los intereses más conservadores, con una política que se proponía revertir cuatro décadas de conquistas sociales y debilitar, fragmentar y dispersar a la clase obrera y a los trabajadores en general, junto con todos los que apuntaban de un modo u otro a producir transformaciones con sentido progresivo. Cualquier pensamiento cuestionador quedaba censurado y un vasto conjunto de partidos políticos, organizaciones sociales, agrupaciones estudiantiles, organismos de derechos humanos, fueron proscriptos, amén de la intervención de numerosos sindicatos.13 Las patronales argentinas participaron de modo directo en la represión, incluyendo la confección de listas de delegados y activistas a ser “eliminados” en las diferentes empresas. Hubo una verdadera revancha de clase, con múltiples manifestaciones, entre las que la eliminación física de trabajadores activos en el cuestionamiento al poder patronal en los lugares de trabajo, ocupó un lugar destacado.14
Las clases dominantes de los dos países compartieron los objetivos, y avalaron los métodos de las dictaduras, sin cortapisas ni atenuantes. Y se comprometieron más o menos directamente en la comisión de los actos represivos, incluidos los de más manifiesta ilegalidad y reprochabilidad ética.

La represión: Secreto o “publicidad”
Los actos criminales del “Proceso de Reorganización Nacional” revistieron un amplio predominio de usos sigilosos y clandestinos. No hubo nunca condenas a muerte oficiales; la pena capital había ingresado en la legislación penal15, pero jamás fue llevada a efecto. El asesinato a escondidas, cuidadosamente ocultado y negado a cómo diera lugar, fue la regla, precedido en la mayor parte de los casos por el secuestro hecho por fuerzas que solían disimular su carácter oficial. El patrón más común era la internación en campos de concentración mantenidos en riguroso secreto, con la desaparición del cuerpo como fase final. También menudearon las detenciones “a disposición del Poder Ejecutivo”16, llevadas a efecto en cárceles oficiales y existieron juicios que dieron lugar a algunos procesamientos y condenas. Pero como ha afirmado una estudiosa de la represión dictatorial “El eje de la actividad represiva dejó de girar alrededor de las cárceles para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de personas”17. El secuestro y desaparición fue la táctica privilegiada, útil para mantener el terror de la incertidumbre en la población en general y en los familiares y en los compañeros de ideas y militancia de las víctimas en particular. Servía también para el intento de generar una falsa imagen, interna y hacia el extranjero, que admitiera el carácter autoritario del régimen, pero que no dejara en evidencia a la dictadura sanguinaria que en realidad era. Tal vez el principal provecho para la dictadura del secreto aplicado a la represión, fue la posibilidad de torturar de modo ilimitado a sus prisioneros clandestinos, y luego matarlos por millares, una verdadera aniquilación del “enemigo”, que nunca hubieran estado en condiciones de realizar por medio de sentencias de consejos de guerra o cualquier otro procedimiento público y reconocido, por más discrecional y draconiano que fuera.18 También la práctica masiva de las “desapariciones” puede ser interpretada como un siniestro acto de “autoridad”, a modo de demostración práctica de que los detentadores del poder podían hacer literalmente lo que quisieran con la población, aplicando a su antojo “castigos” que nadie podía prever ni medir. Los cuerpos ausentes testimonian así un estado de amenaza indefinida sobre el conjunto de la sociedad.19 Se ha sostenido que la “estructura represiva” dictatorial se asentaba en un modelo que conjugaba el secreto de las detenciones y ejecuciones con la necesidad de exponer parcialmente los efectos de la represión para instalar el temor y mostrar los “éxitos” obtenidos.20 La ambigüedad entre el “saber” y el “no saber”, el conocimiento directo sobre acciones que todos los organismos del Estado no asumían y negaban activamente, generaban cierta dialéctica de “ocultamiento-exhibición”, dotada de deletérea eficacia a la hora de expandir el terror.
El franquismo integró a sus prácticas, sobre todo durante la guerra civil, y en particular en sus primeros tiempos, los “paseos” y las “sacas”, modalidades del asesinato “extraoficial” y no asumido.
Muerte en forma de 'paseos', que mancharon con sangre aquella atmósfera inclemente. Las víctimas eran detenidas en las calles o en sus casas, por ser 'significados izquierdistas', por oponerse al 'glorioso Movimiento Nacional', buscadas porque aparecían en la documentación confiscada en las sedes de las organizaciones políticas y sindicales, señaladas por sus vecinos o marcadas por su irreligiosidad. Se las encerraba en los numerosos edificios habilitados como cárceles en los primeros días, donde permanecían hasta la 'saca', otra palabra que se hizo con un puesto de honor en el vocabulario de las represiones en los dos bandos durante 1936. A los elegidos en las 'sacas' se les 'paseaba' por las noches y antes del amanecer.21
La “ley de fugas” tenía una larga tradición, y también fue utilizada. Pero no se escatimó, y de hecho predominaron cada vez más a medida que se consolidaba el régimen, las ejecuciones públicas, fuera previa orden de “ser pasados sin más por las armas”, sin formación alguna de proceso, o con algún modo de juicio sumarísimo, mediante consejos de guerra o tribunales militares. Esas penalidades fueron establecidas ya en los bandos que declaraban el Estado de Guerra en alguna ciudad o provincia, al comienzo del conflicto. Por ejemplo, el de la provincia de Huelva:
Ordeno y mando: 1. Queda declarado el ESTADO DE GUERRA en toda la provincia de Huelva. 2. En el plazo de cuatro horas quedarán entregadas en el Cuartel de la Guardia Civil todas las armas blancas y de fuego, siendo juzgados los contraventores en Consejo sumarísimo y pasados por las armas, quienes hubiesen hecho uso de ellas. 3. Queda terminantemente prohibido todo intento de huelga; los inductores serán pasados por las armas sin previo juicio y juzgados en sumarísimo los que participasen en ella.”.22
Se celebraron procedimientos con mucho de farsa, que solían durar pocos minutos y en los que no intervenía la defensa, pero tuvieron lugar:
“Tras la típica explosión de venganza en las ciudades recién conquistadas, los ‘paseos’ y las actuaciones de poderes autónomos, como los escuadrones de falangistas, dejaron paso al monopolio de la violencia del nuevo Estado, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de terror sancionados y legitimados por leyes.”23
A diferencia de la última dictadura militar argentina, el franquismo sentenciaba a muerte, ejecutaba a los “culpables” en público, abandonaba cadáveres en espacios abiertos. Baste recordar, entre otros ejemplos posibles, el fusilamiento de miles de prisioneros después de la toma de Badajoz, parte de ellos a plena luz del día24 y sin que nadie se molestara en negarlo. Al contrario, el jefe al mando, el entonces coronel Juan Yagüe, lo reconoció expresamente25. Es cierto que asimismo se mató por la noche, al lado de las carreteras y en las tapias de los cementerios, y eso en gran número, pero incluso parte de esos actos dejaban algún rastro escrito, así fuera un certificado de defunción impreciso o abiertamente falso,26 o un registro incompleto en un cementerio. Con todo la cifra total de desaparecidos durante la guerra y en los primeros años del franquismo es particularmente impresionante. Numerosos informes y artículos proporcionan cifras que oscilan entre 120.000 y 150.000 desaparecidos, cantidad que suele incluir a fusilados en circunstancias públicas sin formación de juicio, o condenados por consejos de guerra y tribunales militares, en aquellos casos en que no se conoce su lugar de entierro o sus restos no han podido ser identificados de un modo fehaciente.
El franquismo fue administrador de todo un sistema de campos de trabajo cuya existencia no se ocultaba y estaban incorporados a un procedimiento de “redención por el trabajo” de las penas. Estos “campos” fueron creados en 1937, como modo de mejor administrar una cantidad de presos que empezaba a contarse por cientos de miles. Un decreto de junio de ese año establecía una modalidad de trabajo virtualmente esclavo, presentado como una solución al problema planteado por el inusitado incremento del número de presos, a medida que avanzan las tropas “nacionales”.27 El sistema de “campos” franquistas tuvo mucho que ver con la idea “redentora” de unos presos a los que se atribuía rasgos deshumanizados, que incluían la afirmación “científica” de que eran portadores de graves perturbaciones psiquiátricas. El “nuevo Estado”, guiado por sus “principios cristianos”, encaraba la rehabilitación de los delincuentes “rojos” que no hubieran incurrido en los actos más graves.
En Argentina, los campos fueron el correlato de los secuestros y desapariciones, con las peculiaridades que el estricto secreto imponía. Su objetivo no era el trabajo ni el cumplimiento de penas que nadie había dictado, sino la antesala del exterminio, en general precedido por prolongadas sesiones de torturas y de los más variados ultrajes.
Puede discurrirse con amplitud sobre las razones del secreto y el ocultamiento sistemático practicado por los militares argentinos, y de la admisión en el caso español de la responsabilidad gubernamental sobre la muerte de muchos millares de hombres y mujeres, la mayoría al margen de operaciones bélicas. Veamos algunas motivaciones posibles.
El franquismo era, durante la guerra civil y en los años inmediatos posteriores, un fascismo orgulloso de serlo. Se ha negado con frecuencia el carácter fascista de la dictadura franquista, en buena medida aduciendo la fuerte presencia de la Iglesia y el Ejército en el régimen, y el papel relativamente débil de Falange. Esos argumentos son rebatidos con eficacia por Julián Casanova, que destaca la existencia de otros poderes por fuera del partido y de la burocracia estatal, también en el caso alemán y, sobre todo, el italiano.28 El régimen se caracterizaba a sí mismo como una dictadura que aspiraba a “redimir” al suelo de España y a su población de la influencia de corrientes socialistas, “separatistas” y liberales, y consideraba a todas las formas democráticas como fruto de ideas extrañas al espíritu hispánico. Esas características, invocadas con orgullo, eran altamente compatibles con un terror “ejemplarizador”, cuyo ejercicio público y amparado por normas pseudolegales, era un instrumento para paralizar cualquier signo de oposición y resistencia.
A la dictadura argentina iniciada en 1976, en cambio, le interesaba sobremanera presentarse como un decidido integrante del “mundo occidental”, aspirante a ser aliado de las potencias consideradas democráticas, con EE.UU a la cabeza. En la coyuntura inmediata, la dictadura argentina procuraba no ser sometida a un aislamiento internacional del tipo del sufrido por el abiertamente represor régimen chileno.29Trataba en lo posible de eludir sanciones que pudieran devenir de la política de derechos humanos asumida por el presidente norteamericano James Carter, poco tiempo después del advenimiento de la dictadura30. Los militares represores pudieron además capitalizar las experiencias de exterminio desarrolladas en épocas de “guerra fría”, de un terror de estado ejercido en nombre de la libertad y la democracia, que no estuvieron al alcance de Franco.31 Con ese propósito se articulaba el aparecer como un régimen que, pese a su origen golpista, tenía el retorno a un gobierno constitucional como objetivo mediato, para lo que hablaba de una “convergencia cívico-militar”32 y en consecuencia no apelaba a procedimientos que la sensibilidad política y jurídica vigente desde el final de la segunda guerra mundial consideraba repudiables y delictivos. Por debajo de esa fachada de “moderación” y hasta de “liberalismo”, la dictadura militar usufructuó las ventajas que, para su accionar de exterminio, brindaba el carácter secreto de la represión, que volvió factible acciones que no habría podido realizar, y mucho menos legitimar, de ser sometidas a la luz pública.

El carácter del conflicto armado y el papel de los civiles en la represión
La guerra civil fue un conflicto armado abierto, que comenzó como resistencia contra un golpe militar de civiles en armas, con una minoría de militares y parte de los cuerpos de seguridad que se oponían a los sediciosos. Evolucionó luego hacia un enfrentamiento entre dos fuerzas que tenían dominio territorial efectivo y un aparato estatal más o menos organizado, poseyendo cada una su ejército, con base ambos en el reclutamiento masivo, posesión de armamento moderno y poder de fuego más o menos equiparable, más allá de la mejor provisión de armas y equipo para el bando de los “nacionales”.
Los militares argentinos se esforzaron desde el primer momento en legitimar la masacre que cometían como episodios de una supuesta “guerra sucia” que estarían librando. Sin embargo, la llamada “guerrilla” nunca poseyó un dominio territorial estable, ni aun de espacios reducidos, menos aún algún esbozo de poder estatal. La integraban distintos grupos, sin ninguna instancia de coordinación efectiva entre ellos y menos aún un mando unificado. Su poder de fuego y número de efectivos no resistía la menor comparación con los de las fuerzas armadas y de seguridad al servicio de la dictadura. Por añadidura, al momento de producirse el golpe del 24 de marzo de 1976, una de las dos principales organizaciones se encontraba ya desarticulada, y la restante había sufrido derrotas importantes, además de experimentar un aislamiento político que redundaba en muy escaso consenso en la población para su accionar. La virtual destrucción de las dos principales organizaciones armadas, Ejército Revolucionario del Pueblo y Montoneros, fue cuestión de meses, una vez que los militares asumieron el poder.
Antes de finalizar 1976 el ERP casi había dejado de existir. De Montoneros habían sido desmanteladas regionales enteras, con alrededor de 2000 muertos.33 La acentuada debilidad del enemigo no era óbice para que las Fuerzas Armadas argentinas consideraran que libraban una “guerra total”, que requería métodos “excepcionales” para alcanzar el triunfo, “victoria” que constituiría la fuente central de legitimidad de la dictadura.34 No se alcanza el sentido de la supuesta “guerra total” si no se comprende que la lucha era librada por el estado terrorista contra ámbitos sociales, activos o potenciales cuestionadores del orden existente, que excedían muy ampliamente y en variadas direcciones a los pocos miles de militantes que habían tomado las armas.
Los represores de la dictadura de 1976 pertenecían, en su amplísima mayoría al aparato estatal. Los “agentes civiles de inteligencia”35, y algún “informante rentado”, era lo más alejado de la estructura oficial que se podía encontrar, y eso en corto número. Se podría decir que predominó la acción clandestinizada del propio Estado y sus instituciones armadas. Una formación estatal; militar, policial y de servicios de información, que actuaba sin identificación, con alteración de las jerarquías formales y operó mediante grupos con alto nivel de autonomía. Todo al servicio del carácter secreto, de una masacre cuya magnitud y carácter no se quería asumir.
Por el contrario, en la represión franquista durante la guerra, los civiles jugaron un papel gravitante36. Sobre todo las milicias de Falange tuvieron una vasta actuación en la “limpieza” de la retaguardia. Como explica un historiador del período:
La doble necesidad bélica de ocupar el territorio y de asegurar la retaguardia reprimiendo la disidencia política incluso de los meros simpatizantes o votantes del Frente Popular en las elecciones de febrero., se combinó con la escasez de efectivos militares de las primeras columnas de avance del ejército franquista en “todos los frentes. Las formaciones paramilitares de Falange permitían no distraer fuerzas en el avance franquista.”37
También actuaron en la retaguardia distintas “guardias cívicas”, más informales, a menudo integradas por quienes eran inaptos para el combate en el frente, que constituyeron otra importante, y poco recordada, fuerza auxiliar de la represión.38

El componente fascista
Pocas dudas pueden caber sobre lo inadecuado e improductivo de la aplicación del término “fascista” a las dictaduras latinoamericanas de la época de la “guerra fría”, y a la argentina iniciada en 1976 en particular. En casos como el de Videla y sus sucesores, los dictadores fueron más bien “hombres grises”, personajes burocráticos de escaso relieve y carentes de todo “magnetismo” personal, sin casi puntos en común con los líderes carismáticos característicos de los fascismos. No recurrieron a la movilización de masas, menos aún formaron partidos con una base popular. En general su ideología estuvo articulada sobre el “occidentalismo” de la época de la guerra fría, fortalecido por la “doctrina de la seguridad nacional”39. No tuvieron inquietud ni capacidad para generar doctrinas propias de ningún tipo, ni instituciones de pretensión innovadora, como sí hicieron todos los fascismos, que generaron regímenes políticos nuevos, con elementos de representación corporativa, presentados como alternativa superadora de la democracia representativa y portadores de una doctrina nacional específica.
El fascismo, el nazismo, y el franquismo, hicieron uso de un lenguaje y consignas de intencionado tono “anticapitalista”, para atraer simpatías en ámbitos obreros o con inclinaciones radicalizadas.
En el caso de este último, constituye ejemplo claro de esos postulados el punto 10 de los 27 que constituyen el programa de Falange:
Repudiamos el sistema capitalista que se desentiende de las necesidades populares, deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas informes, propicias a la miseria y a la desesperación. Nuestro sentido espiritual repudia también el marxismo. Orientaremos el ímpetu de las clases laboriosas, hoy descarriladas por el marxismo, en el sentido de exigir su participación directa en la gran tarea del Estado nacional.40
Las dictaduras latinoamericanas, en cambio, se autoproclamaron como una transición más o menos prolongada hacia alguna forma de “república” o “democracia” convenientemente depurada de cualquier influencia considerada “subversiva”, desde una perspectiva temerosa en extremo de algún proceso de radicalización de las clases populares. Y en cuanto a la retórica “anticapitalista”, jamás recurrieron a ella, su rechazo a todo elemento sindical u obrero, y su pronunciamiento a favor de una ideología de propiedad privada y libre mercado irrestrictos, inhibían su aparición. La dictadura argentina de 1976 tuvo aspiraciones “refundacionales” sobre su sociedad, de las que puso plenamente en práctica la represión sangrienta, que supuestamente daba las bases para una transformación de fondo. Así, su obra destructiva tuvo terribles efectos y fue en parte exitosa en cuánto a la aniquilación de las fuerzas “subversivas“ que se propuso. “Triunfo” que hay que tener en cuenta no iba sólo dirigido al aplastamiento de la contestación armada, sino sobre todo a minar las bases de la elevada movilización popular y la expansión de una cultura política contestataria, que habían tenido lugar en Argentina, sobre todo a partir de 1969.41
El franquismo, en cambio, abrevó de lleno en la ideología y las prácticas de los fascismos. Se ha discutido mucho acerca de si los cuarenta años de dictadura española pueden ser caracterizados de modo adecuado como fascismo. Nos parece que, sobre todo durante la guerra civil y los primeros años de la posguerra, los rasgos compartidos con los totalitarismos alemán e italiano fueron predominantes en un régimen que comenzaba por adoptar simbología fascista y seguía por identificarse con entusiasmo con el programa y las políticas que se desenvolvían en Italia y Alemania. Al mismo tiempo abrevaba en un modelo de partido único y liderazgo carismático, que lo emparentaba con sus explícitos modelos italiano y alemán. La relativamente escasa propensión a la movilización de masas del régimen, así como el signo conservador del poderío eclesiástico e incluso de las instituciones armadas en su seno, que atenuaría los rasgos modernizantes propios de otros fascismos pueden, nos parece, contribuir al establecimiento de necesarios matices en la caracterización de la dictadura franquista. No alcanzan, sin embargo, para desvirtuar su fuerte “parecido de familia” con las de Hitler y Mussolini.
Respecto a las ideas, profesó e impuso un nacionalismo exacerbado y proyectado en “vocación imperial”, incluidos ribetes racistas, el repudio al mundo de ideas procedente de la Ilustración del siglo XVIII con apelación a valores de fe e irracionales, anticomunismo extremo, orientado a la supresión del movimiento obrero y de toda organización popular autónoma, en la perspectiva de construcción de un orden político antiliberal, con una visión en que las instituciones parlamentarias aparecían como generadoras de desorden y posible antesala del comunismo. Las ideas ligadas al repudio a la Ilustración del siglo XVIII tenían arraigo desde la conformación de una derecha radical en España, como reacción a la implantación de la IIa. República. En ese campo tenía influjo decisivo, en el nivel de la elaboración intelectual el grupo de Acción Española, constituido ya en 1931.42
En cuanto a las prácticas, la presencia del jefe carismático dotado de todos los poderes, tanto en el aparato del estado como en el partido oficial, acompañó al franquismo desde los primeros meses de la guerra civil. A partir del 1° de octubre de 1936, quedó consagrado Franco como “Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire”, y “Jefe de gobierno del Estado español”, que a poco andar fue transformado en “Jefe de Estado” a secas, de modo de aventar cualquier idea de provisionalidad o carácter temporario del cargo43. La maquinaria estatal incorporó y absorbió la del partido único, situado también bajo la jefatura intangible del Caudillo, como base para suscitar un apoyo movilizado de sectores de la pequeña burguesía. Caudillo y Falange fueron claves en la supresión de todas las libertades y en la construcción de un régimen político antiliberal, con rasgos de corporativismo.44
Cabe la aclaración que descartar que la dictadura cívico-militar argentina tuviera carácter fascista, no implica ninguna atenuación en la gravedad y el carácter sistemático y masivo de sus comportamientos criminales. Sólo apunta a precisar mejor los rasgos de sus prácticas e ideología, los que podría argumentarse que eran incluso demasiado elitistas y reaccionarios como para incorporar los procedimientos de movilización y la retórica “obrerista” y hasta “anticapitalista” que constituyó una de las fachadas de los fascismos.

La cuestión nacional y la tendencia a la uniformación cultural forzosa.
Una parte sustancial de la doctrina franquista fue la idea de “Imperio español”, una remembranza de la España que fuera potencia mundial en el siglo XVI y una pretensión de revancha del “desastre” de 1898, que buscó compensar la pérdida de las últimas colonias americanas mediante la ampliación de las posesiones coloniales en el norte de África. Era también un imperio “cristiano”, poder mundial capaz de defender y expandir la cristiandad.45 Esto se traducía en la reivindicación de un nacionalismo agresivo que, hacia adentro de la sociedad española se expresaba a través de un centralismo “castellano” que negaba de plano cualquier identidad nacional diferenciada e incluso las manifestaciones de regionalismo. Castilla, era la tierra de origen de la monarquía española, de allí habían salido el Cid y el Quijote, de la corona de Castilla dependieron “las Indias”, pieza fundamental del Imperio. El “castellano”, que se pretendía expandir como lengua exclusiva por todo el territorio, se tornaba idioma “español”. Lenguas de vasta tradición como el catalán y el vasco eran degradadas a “dialectos” y la propaganda del régimen predicaba “Habla la lengua del imperio” o bien “Sana y noble advertencia, hablad castellano”.46. Las literaturas en esas lenguas y todas las manifestaciones de sus culturas eran sospechosas de ser manifestaciones de la “Antiespaña”. Los lemas “España una, grande y libre” y “Una Patria, un Estado, un Caudillo”, indicaban la vocación exclusivista de una “hispanidad” que no admitía distingos ni matices. Los nacionalismos quedaban condenados como “separatismo” y colocados en el index de los enemigos ideológicos a extirpar del cuerpo social de España. Ello fue acompañado por el tratamiento de las regiones que más habían resistido al franquismo como “culpables” cuyos habitantes debían ser “castigados” en conjunto. Cataluña, por resistir hasta el final de la guerra, lo padeció en grado sumo, y Barcelona fue tratada como “ciudad enemiga”. La victoria del bando reaccionario inauguró varias décadas de españolismo autoritario y compulsivo, con anulación de toda autonomía y los aparatos estatales, desde el educacional al represivo, estuvieron dedicados con entusiasmo a la tarea de aplastamiento de toda identidad que pretendiera ser alternativa o complementaria de la “hispanidad”.
Aunque sin la presencia de reivindicaciones nacionales a las que combatir, la dictadura argentina también se dedicó a buscar la uniformación en una “argentinidad” definida a gusto y placer de los sectores más conservadores y autoritarios de las clases dominantes. El pasado indígena era relegado a una trastienda de barbarie, y en 1979, el cumplimiento de su centenario fue ocasión de la glorificación oficial de la “conquista del desierto”47, y 1880 fue entronizado como el momento fundacional del estado argentino, a través de un acontecimiento de tinte “unitarista”, la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Se podría decir que no carecía de lógica que los genocidas de la segunda mitad del siglo XX tomaran como referencia histórica loable a los autores del genocidio del siglo XIX.
Sin abandonar el discurso de celebración del aporte inmigratorio, tradicional en Argentina, éste se inscribía en la idea del “crisol de razas” que aplastaba toda peculiaridad, además de reducir el afluente inmigratorio deseable al de origen europeo, tendiendo un manto de sospecha sobre el más reciente, proveniente de los países limítrofes. Valga como ejemplo de esto último la política de vigilancia estrecha a los residentes chilenos en las áreas de frontera que acompañó a los momentos álgidos del entredicho por el canal de Beagle. El tinte racial “blanco” y europeo que se asignaba al “ser” argentino tenía como correlato ideológico la negación de la pertenencia a la comunidad nacional de quienes sostenían ideas y prácticas “subversivas”.

¿A quiénes se atacaba?
Con las modificaciones de lenguaje que la época y las respectivas modalidades nacionales imponían, el objeto de la represión era presentado de modo similar.
En primer lugar, aunque tanto en España como en Argentina se había producido una irrupción ilegal e ilegítima, apuntada a desplazar por la fuerza a gobiernos constitucionales; los golpistas respectivos presentaron a sus adversarios como a los violadores de la ley y el orden. Los franquistas fueron quizás los más groseros, al acusar y condenar por “rebelión militar” a los defensores del gobierno legítimo, cuando precisamente eran ellos los pasibles de ser condenados por ese tipo de delito. Se ha hablado muchas veces de una “justicia al revés”48 En Argentina se aplicó a quienes sustentaban al gobierno derrocado como “corruptos”, sin distinción alguna, y a quienes estaban sobre las armas desde años antes como “subversivos”. Y también los acusaron penalmente de esos delitos, en los casos en que no optaron por el secuestro y la desaparición.
La “subversión internacional” y la “antipatria” de Argentina eran más o menos equivalentes al “bolchevismo internacional y sus cómplices” y a la “antiespaña” del discurso franquista. De hecho el término “antipatria” era utilizado por el propio Franco:
La guerra de España no es una cosa artificial, es la coronación de un proceso histórico, es la lucha de la Patria con la antipatria, de la unidad con la secesión, de la moral con el crimen, del espíritu contra el materialismo, y no tiene otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos sobre los bastardos y antiespañoles.49
Quienes eran construidos como “el enemigo interior” eran arrojados fuera de la comunidad nacional, presentados como servidores de intereses foráneos y, en el límite, se los trataba como seres deshumanizados. Se les endilgaba ser contrarios a todos los valores auténticos del patriotismo, el orden social, la familia, la moral, la religión, sujetos activos de todos los comportamientos incivilizados o delictivos.
Una diferencia importante en el discurso legitimador la proporciona el protagonismo del componente religioso en el franquismo. Es cierto que la dictadura de 1976 evocó la defensa del “modo de vida occidental y cristiano”, y tuvo en la cúpula eclesiástica una base de apoyo no desdeñable, que osciló entre el entusiasta panegírico del terror y el silencio cómplice.
Pero el franquismo se planteó la defensa de España como nación católica a modo de objetivo central. En acuerdo con los obispos, pasó a denominar el conflicto como “cruzada”, y condenó a sus adversarios como “enemigos de la religión”, “contrarios a la moral cristiana”, etc. No hay nada de casual en esto, el predominio ideológico de la Iglesia ocupaba un lugar en la Península muchísimo mayor que en Argentina y el catolicismo tenía allá una monolítica identificación con los sectores más ricos y conservadores. Junto a ello la pertenencia al catolicismo, siquiera nominal, de la casi totalidad de la población50, existía el enorme poder institucional de una Iglesia que no admitía la libertad de cultos, la educación laica, la libertad de prensa sin previa censura eclesiástica, el matrimonio civil, registros de nacimientos y muertes que no fueran los parroquiales, el divorcio y mucho menos el aborto. Y aspiraba al mantenimiento e incremento de sus privilegios económicos en forma de “presupuesto de culto y clero”, suprimido por la República. La jerarquía católica aborrecía a la República, que había avanzado, o intentado hacerlo en todos esos terrenos, en dirección a una mayor laicidad de la sociedad, e independencia del Estado frente a la Iglesia. Los sectores conservadores eran unánimes en considerar a la “Santa Madre Iglesia” como “pilar del orden social”51. La Iglesia sancionó y glorificó la violencia ejercida por el franquismo y se sumó a su sistema de represión, asociada al logro de revertir las conquistas del laicismo y darle a la Iglesia una hegemonía y manejo en el terreno de la educación, la cultura, la moral y la vida cotidiana, que superó los mejores sueños de la dirigencia eclesiástica.52 El entusiasta respaldo del episcopado español a Franco y los prohombres de la “Cruzada” se manifestó de continuo, siendo quizá la Carta Colectiva firmada por casi todos los obispos españoles a pedido del propio Franco, su expresión institucional más sistemática. Allí se caracteriza a la guerra como

“un plebiscito armado (...) lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la novísima "civilización" de los soviets rusos.”53

Como respuesta, la institución eclesiástica era percibida como un enemigo irreconciliable por todas las fuerzas de izquierda y buena parte de las clases explotadas de España. Eso era válido tanto para los obreros urbanos como, muy en particular, los jornaleros y campesinos pobres de pueblos y aldeas donde la Iglesia contribuía con todo su poderío y su prédica, a la opresión y reducción a la miseria de la población rural. Las quemas de iglesias y conventos que constituyeron luego una de las justificaciones de la sedición, respondieron a la explosión de esos sentimientos. Lo mismo las matanzas de eclesiásticos que se desencadenaron después del golpe militar.54

Corresponde aquí recordar que, pese al fervor religioso que exhibían y utilizaban en su beneficio, ambas dictaduras no tuvieron reparos en reprimir y eliminar a los sacerdotes y religiosos que se le opusieron. Los dieciséis curas vascos fusilados por el ejército franquista van en paralelo con los casos argentinos de los obispos Enrique Angelelli y Carlos Ponce de León, los sacerdotes y seminaristas palotinos, las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, los curas Gabriel Longueville y Carlos de Dios Murias.55 Mientras Franco avaló la ejecución pública de miembros de un clero mayoritariamente nacionalista, la dictadura argentina puso en juego su gama de recursos de ocultamiento y clandestinidad para terminar con la vida de quienes, desde el seno de la Iglesia profesaban inquietudes sociales, predicaban en sitios “conflictivos” o desarrollaban perspectivas críticas del sistema social y de la acción dictatorial. Si para ambos regímenes, todo el que no era católico estaba sospechado de pertenecer al campo contrario, la pertenencia a esa religión, ordenamiento eclesiástico incluido, no eximía de ser tratado como el peor de los enemigos a quien se comportara como adversario del orden dictatorial.

La definición del sujeto a combatir y exterminar, con sus disimilitudes, tuvo parecidos resultados en España y en Argentina. No sólo el tomar las armas contra el régimen, sino la militancia o la mera pertenencia a organizaciones sindicales o partidos de izquierda, así como cuales cualesquiera manifestaciones de apoyo a posiciones más o menos radicalizadas (y en ocasiones sólo a un democratismo consecuente) quedaban sujetos a un castigo que a menudo incluía la eliminación física. El aplastamiento de las organizaciones populares y la aniquilación por el terror de las ideas consideradas subversivas, era un objetivo principal, común a las dos dictaduras. Y la amplitud desbocada de los blancos de la represión, se expresaba tanto en el franquismo que establecía penas hasta para la llamada “pasividad grave”56, como en los dichos del encumbrado general argentino Ibérico Saint Jean, que manifestó el propósito de eliminar a los “indiferentes” e incluso a los “tímidos”.57

Las intenciones de perdurar y la sucesión a la que apuntaban.
Ambos regímenes tenían vocación de permanencia, sin fijación de plazos para su acción, e invocaban por igual los derechos de la “victoria” obtenida, como justificativo de su continuidad en el poder.
La diferencia central es que el Proceso de Reorganización Nacional no dejaba de referenciarse como una “transición”, todo lo larga que se pudiera, hacia alguna modalidad restringida de la democracia liberal. Los objetivos eran la reconfiguración de la sociedad, la apertura de un futuro deseable cuya formulación inicial se asentaba en el borramiento, todo lo sangriento que fuera necesario, de un pasado de desorden, subversión e “ideas foráneas extrañas al ser nacional” que se repudiaba en su totalidad. Pero la ideología del liberalismo, tradicional y mayoritaria en las clases dominantes de Argentina, continuaba invocándose. Hasta la Constitución liberal de 1853, metódicamente conculcada, se mantenía en teoría como norma vigente, por debajo del “Estatuto” aprobado después del golpe.58
En cambio para Franco todas las formas del parlamentarismo eran “invenciones extranjeras”, ajenas al “temperamento español”, ocasión, cuando no causa, de aberraciones sociales, políticas, culturales y religiosas a las que había que arrancar de raíz. La sociedad española debía quedar “redimida” de la destructiva amenaza que solía cifrarse en el “marxismo”, y también en la “masonería”, el “liberalismo” y el “separatismo”59. El futuro fijado por el régimen era la monarquía, acompañada por unas Cortes de carácter corporativo, con la menor influencia del sufragio popular (reemplazado en el franquismo tardío por el “sufragio familiar”) que se pudiera, y con Falange como única fuerza política legal. La restauración monárquica (en realidad “instauración”60 en el vocabulario oficial) se fue difiriendo hasta después de la muerte del dictador, ya que Franco estaba interesado, por sobre todo, en mantener su poder con carácter absoluto y vitalicio.

La proyección internacional de la acción represiva.
Tanto el “Nuevo Estado” como el “Proceso” llevaron a otros países la captura y supresión de los considerados enemigos que habían logrado escapar hacia el exilio, contando para ello con el auxilio indispensable de dictaduras afines.
Ya en los primeros tiempos de la guerra civil, el gobierno de Antonio de Oliveira Salazar “devolvió” a los sublevados a partidarios de la República que se habían refugiado en territorio portugués, sobre todo durante el avance de Franco por tierras de Andalucía Occidental y Extremadura. Terminado el conflicto, ya en el transcurso de la guerra mundial, la derrota de Francia y la subsiguiente ocupación nazi del país, constituyó una verdadera bendición para los propósitos de venganza de los vencedores. Lluis Companys, Joan Peiró y Julián Zugazagoitía fueron las figuras más destacadas, pero no las únicas que, arrestadas por los nazis, fueron remitidas a España para enfrentar consejos de guerra inexorables y el fusilamiento.
En el caso argentino, la actuación represiva en el plano internacional fue más amplia y sistemática, con la conformación del Plan Cóndor y la colaboración entusiasta de las demás dictaduras del Cono Sur.61 Intercambios de prisioneros clandestinos, operativos de secuestro conjuntos, vía libre para el asesinato de opositores refugiados en otro país, acciones de inteligencia coordinadas, integraron el repertorio de una “lucha contra la subversión”, que los distintos regímenes sudamericanos, bajo la inspiración de la Doctrina de la Seguridad Nacional pergeñada en EE.UU, vivían como parte de una “tercera guerra mundial contra el comunismo”, de la que se imaginaban como luchadores invictos.

A modo de síntesis.
A la hora de reseñar las similitudes sin menospreciar las diversidades, resulta indispensable el señalamiento de que las dictaduras española y argentina desarrollaron ambas la práctica de la masacre de las clases populares, al servicio de la consolidación de un orden social más injusto y desigual que todo lo preexistente en los respectivos países. Las dos encarnaron ofensivas contrarrevolucionarias para destruir la capacidad de organización, movilización y lucha de amplios sectores de la sociedad, de modo de imponer en toda la línea tanto los intereses materiales de los dueños del poder económico, como la “agenda” política y cultural de los sectores más conservadores y reaccionarios, que se habían sentido amenazados por sendos procesos de ascenso del conflicto social y de radicalización ideológica. Su acción represiva se orientó en primer lugar a los sectores trabajadores y pobres sin circunscribirse a ellos, alcanzando también a los portadores de un pensamiento progresivo y cuestionador, e incluso a quienes sólo procuraban ser consecuentes en una reflexión y una acción de signo democrático. Produjeron en las dos sociedades transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales de sentido claramente regresivo, con consecuencias de largo plazo sobre sus respectivas sociedades, con poblaciones diezmadas por la acción del terrorismo de Estado y con buena parte de su dirigencia política, social e intelectual muerta o exiliada. En ambos casos, sus actos de exterminio estuvieron orientados a producir efectos definitivos, actuando incluso sobre las generaciones futuras, como se puede apreciar en el robo de niños de padres “rojos” o “subversivos”. La diferencia, como en otros campos, fue que el accionar del régimen español se desenvolvió a través de acciones estatales abiertas y sistemáticas, con amplia intervención de instituciones católicas, y en el argentino primó la más estricta clandestinidad.62

Junto a estos parecidos de signo ominoso, hay una semejanza auspiciosa que, por fortuna, podemos constatar ya desde hace tiempo, no ya entre las dictaduras, sino en la respuesta de las sociedades actuales a las consecuencias de la represión. Se trata de la común reacción contra la impunidad, a pesar del largo tiempo transcurrido desde que se consumaron los hechos, prolongado en particular en el caso español. Se iniciaron o se retomaron acciones judiciales, la búsqueda e identificación de los cuerpos que los asesinos ocultaron, las investigaciones históricas, no sólo las generales sino las hechas lugar por lugar y sector por sector, el señalamiento no sólo de los autores directos de los crímenes, sino de sus instigadores, cómplices, y de quienes los avalaron con manifestaciones entusiastas o con la participación en el ocultamiento. Se hacen cotidianos homenajes y recordatorios a los caídos y a todos los que lucharon por la libertad, por las soberanías nacionales, por las transformaciones sociales profundas y las utopías socialistas y libertarias. Se ha librado y sigue en curso una batalla cultural, por una recuperación de la memoria histórica que extienda al conjunto social el conocimiento y el repudio de las acciones de las dictaduras, y eduque a las nuevas generaciones en el mismo sentido.

*Este trabajo forma parte del libro “La guerra civil española, Argentina y los argentinos”. Daniel Campione es profesor de la Universidad de Buenos Aires y miembro de la Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP). Como escritor publicó decenas de artículos en distintos medios y el libro “Para leer a Gramsci”. Actualmente es colaborador de Contrahegemonia y uno de los autores de “Resistencia o Integración. Dilemas de los movimientos y organizaciones populares de América Latina y Argentina” editado recientemente por Contrahegemonia y Herramienta.

Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/dictadura-franquista-y-dictadura-civico-militar-de-1976

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