¿Por qué hablamos
de crisis civilizatoria?
Breve genealogía de nuestro actual tiempo
19 de diciembre de 2019
Por Emiliano Teran Mantovani
El tiempo que vivimos es un tiempo
extraordinario. Todo está en juego. Las posibilidades de vida en el planeta
Tierra, tal y como las conocemos, pueden cambiar radicalmente. Eso, más allá de
diversos imaginarios sociales sobre colapsos y apocalipsis, tiene efectos
concretos en los marcos de convivencia social, los ciclos de lluvia y períodos
secos, en las migraciones, la producción y distribución de alimentos, la
pérdida de los últimos refugios ecológicos, la conflictividad social y
geopolítica por los recursos indispensables para la vida, el nivel de los
océanos, el mantenimiento de las instituciones sociales y las infraestructuras,
y un muy largo etcétera.
La diferencia de éste, con tiempos
anteriores, pudiésemos resumirla en tres factores: uno, que llegamos
a límites de capacidad de muy buena parte de los sistemas sociales y
ecológicos para soportar las perturbaciones y agresiones que están sufriendo
estos; dos, que los eventos sociales y ecológicos van teniendo características
de eventos extremos; y tres, que dichos sistemas tienden a
la caotización y que por su alto nivel de integración (dada en buena
medida la globalización) pueden generar una cadena de acontecimientos o puntos de
inflexión –que también pueden ser pensados como ‘efecto
dominó’– con consecuencias imprevisibles.
Pero
precisamente por las dimensiones y la profundidad de esta crisis, se nos abre
una oportunidad para re-pensárnoslo todo, absolutamente todo. No es sólo el
problema del cambio climático, que además no se puede ni se debe segmentar como
problema. No vivimos sólo una crisis de las democracias o las instituciones
modernas. Tampoco esta crisis puede explicarse únicamente por una ‘escasez’ de
recursos o por un ‘desbordamiento’ demográfico. Y aunque es un factor
determinante, tampoco es únicamente un problema de la crisis estructural del
capitalismo.
Se trata de una crisis total, esencial y existencial, que
trastoca incluso el orden de la vida en la Tierra (y por tanto de las otras
especies que conviven con nosotros), que nos interpela como especie en relación
a nuestro rol en ella. No basta entonces rastrear sólo el ‘error’ en nuestro
propio proyecto de construcción social contemporáneo, sino también el cómo se
fue configurando lo que podríamos llamar la verdadera Gran
Divergencia (nada que ver con lo planteado por Huntington y Pomeranz sobre el despegue del
poderío de Occidente); esto es, la que se produjo entre los patrones
civilizatorios dominantes de las sociedades humanas, y los ritmos y dinámicas
ecológicas y simbióticas de la Naturaleza.
Por
ello, necesitamos también rastrear los antecedentes de más largo alcance de
esta crisis, una de carácter civilizatorio.
¿Por qué hablamos de crisis
civilizatoria?
Brechas en el debate sobre Antropoceno
Desde hace unos dos lustros el debate
sobre el surgimiento de una nueva era geológica, el ‘Antropoceno’, ha cobrado
gran popularidad y difusión, no sólo en el ámbito de las ciencias, sino también
de las ciencias sociales y sectores del activismo global (en buena medida
vinculados a reivindicaciones ecológicas). El Antropoceno tendría la
particularidad de ser un período geológico en el cual el principal factor de
cambio y transformación en la Tierra sería el humano.
Entre
varias de las implicaciones de este debate, una de las que nos parece más
interesante es que permite inscribir el debate político sobre las causas y
orígenes de la crisis ecológica actual, en la propia historia reciente del
planeta Tierra. Esto resulta en una invitación a rastrear factores de mucho más
largo alcance temporal, y no sólo los recientes cambios en el metabolismo de
las sociedades industriales contemporáneas. Esto, a su vez, nos permite enlazar
con la idea de que la crisis en la que estamos inmersos es en realidad una de
carácter civilizatorio.
Dos de las principales polémicas que se
han generado en torno al debate sobre el Antropoceno nos pueden ayudar a dejar
más claro por qué hablar de una crisis civilizatoria. La primera, tiene que ver
con la crítica que se le ha hecho al concepto, por colocar al humano en
abstracto como responsable de la crisis, cuando en cambio esto ha sido el resultado
de patrones específicos de poder que han generado divisiones sociales y
desigualdades en los procesos de apropiación, usufructo y degradación de la
riqueza natural. De ahí que Jason Moore haya hablado del ‘Capitaloceno’,
señalando que es precisamente el capital y todas sus estructuras de poder, el
factor que define esta nueva era geológica; o bien, Christophe Bonneuil
proponga el ‘Occidentaloceno’, haciendo referencia a la responsabilidad de la
crisis por parte de los países ricos industrializados de Occidente.
La
segunda polémica tiene que ver con el punto de origen del Antropoceno. ¿Cuándo
se produce el punto de inflexión histórico que convierte al humano o al
particular orden civilizatorio, en la principal variable de transformación
geológica?
A
nuestro juicio, esto es fundamental pensarlo no a partir de un solo punto de
origen (dado que la historia no es lineal y luego de un punto de inflexión se
producen nuevas tensiones y diversas posibilidades), sino en el escalamiento de
al menos tres períodos que han sido determinantes para comprender, en
su profundidad, el carácter de la crisis civilizatoria.
El Imperio de los combustibles
fósiles
Vayamos
de adelante hacia atrás. Ciertamente el período más evidente es el radical
cambio de metabolismo social y de las relaciones espacio-temporales que se
produce a escala global a partir de los siglos XVIII/XIX con las llamadas
‘Revoluciones Industriales’, que van a desembocar en un cada vez más acelerado
sistema mundializado de extracción, procesamiento y consumo de naturaleza, sin
precedentes en toda la historia de la humanidad. Este
momento particular del Antropoceno va a ir en escalada hasta que a mediados del
siglo XX (con la imposición del modelo capitalista de la posguerra) se va a
configurar “La Gran
Aceleración ”, un proceso en el cual las tasas de uso de
energía, crecimiento del PIB, crecimiento de la población, de las emisiones de
CO2, entre otros se disparan a niveles insospechados, intensificando esta
particular relación depredadora con la naturaleza. El
período neoliberal, en el marco de la llamada ‘globalización’, va a
intensificar aún más este proceso.
El período
previo al del Imperio de los combustibles fósiles, y constitutivo del mismo,
pudiésemos ubicarlo desde mediados/fines del siglo XV en lo que se entiende
como la Génesis
de la modernidad capitalista colonial. Este proceso allanó el camino al
particular desarrollo histórico del capitalismo, y destaca, al menos para lo
que tratamos de explicar, en tres aspectos: la expansión geográfica de
circuitos comerciales que, por primera vez en la historia de la humanidad, va a
crear un sistema y una economía mundial; una lógica de colonización
civilizatoria imperante, también expansiva, que va a tener como uno de sus
objetos fundamentales a la Naturaleza (bases para la conformación histórica del
extractivismo); y la configuración de patrones de poder que, como lo plantea
Donna Haraway, se originaron y expresaron con fuerza en la generación de
plantaciones. De ahí que Haraway reformule la apreciación sobre el Antropoceno
y proponga en cambio el término Plantacionoceno, tomando en
cuenta que en las plantaciones se evidenciaron (y se evidencian aún) la
conjunción entre simplificaciones ecológicas –el disciplinamiento de las
plantas en particular– y el diseño de sistemas de trabajo humano forzado en
torno a ellas (basado generalmente en patrones racistas). Para Haraway fue la
Plantación la que generó el legado de esta nueva era geológica.
La verdadera Gran Divergencia
Pero, ¿por qué no mirar más hacia atrás, muy atrás, para
poder formularnos ciertas preguntas esenciales? Hay algo aún más constitutivo,
más raizal de este proceso histórico, que tiene precisamente que ver con un
quiebre particular que ocurre en la ‘larga’ historia del homo sapiens, que
remonta a unos 300.000 años. Dicho quiebre es en realidad ‘reciente’, y
pudiésemos ubicarlo en un proceso que se desarrolló desde hace unos 9.000-7.000
años con la llamada ‘Revolución neolítica’, a inicios del Holoceno.
Ciertamente en este período se va a ir generando una
multiplicación de las comunidades horticultoras, las culturas sedentarias y el
surgimiento de las sociedades agrícolas, lo que al mismo tiempo va a ir
produciendo un desplazamiento y progresivo desvanecimiento de las sociedades
cazadoras y recolectoras, de perfil igualitario, que fueron imperantes en
tiempos previos (sociedades que no tienen por qué ser romantizadas). Pero lo
esencial de este proceso no es sólo el desarrollo de unas particulares
condiciones materiales que van a cambiar drásticamente la forma de vida de la
humanidad, sino que previamente y en ellas fueron surgiendo jerarquías que
fueron configurando estructuras sociales de la dominación de unos pocos por
sobre otras mayorías.
La ecología
social, en especial la obra de Murray Bookchin,
contribuye a comprender dos elementos cruciales cuando hablamos de estas
jerarquías: el primero es que no hay que entenderlas sólo en su dimensión
inter-subjetiva (la gradación desigual que se da entre personas), sino primordialmente
en su sentido socio-político y epistemológico. Es decir, en cómo estas
jerarquías particulares se terminan traduciendo en sistemas integrales de
dominación y en cosmovisiones piramidales y/o lineales que rompen con
concepciones holísticas y fragmentan la construcción social de la realidad. El segundo
elemento es fundamental: las jerarquías y los sistemas integrales de dominación
son también causa y efecto de la ruptura de la relación holística que las
sociedades reproducían con la naturaleza, lo que se tradujo no sólo en un
enfoque de dominio sobre la misma, sino también en esquemas de organización e
interacción social que van diferenciarse notablemente de la forma como lo hacen
el resto de las especies.
A este, como
uno de los tres períodos determinantes para comprender, en su profundidad, el
carácter de la crisis civilizatoria, lo llamaremos la verdadera Gran
Divergencia , dada la brecha histórica que se abre desde
entonces en la relación entre los humanos, y entre estos y la naturaleza. Este
momento particular del antropoceno, va a devenir en la emergencia de las
grandes civilizaciones, de las economías de excedentes, de la configuración de
nuevos metabolismos sociales, del surgimiento de las estructuras estatales, de
la génesis del patriarcado, de la sociedad de castas y clases, de las lógicas
imperiales. Se expanden las disputas por la tierra cultivable, y por ende la
guerra se hace cada vez más común. En este entorno, van emergiendo los asuntos
políticos y militares, con claros patrones masculinos, y estos asuntos van a
escindirse, jerárquicamente, sobre la esfera doméstica.
Pero es fundamental subrayar que esta, no tenía que ser
necesariamente la única evolución histórica de la humanidad, ni mucho menos la
única forma que adquiriese la configuración de las civilizaciones. El comienzo
de la dominación de los patrones civilizatorios jerarquizados no supuso la
desaparición de otras formas de relacionamiento socio-ecológico más igualitario
y armónico. Más bien revela una disputa de esta lógica civilizatoria/racista/imperial
contra toda su otredad. No es una disputa que deba ser entendida en código
binario. Más bien hay una enorme diversidad, grises, matices, entrecruzamientos
entre ellos.
Sin embargo, lo que queremos resaltar es que
los sistemas de jerarquías, la dominación de la naturaleza y el
patriarcado, preceden al sistema capitalista y la modernidad. Y no son
rasgos naturales, ontológicos ni inevitables. Son en realidad la expresión de
una historia reciente del homo sapiens en la Tierra.
Además de la apuesta post-capitalista, el
cambio es civilizatorio
A pesar de su longevidad, al día de hoy estos patrones de
poder, conocimiento, subjetividad y relacionamiento socio-ecológico, persisten,
aunque varíen en muchas de sus características. Son estos los pilares de esta
crisis civilizatoria y, como plantea Bookchin, debemos escarbar, hacer
arqueología, construir genealogía, en la vasta y milenaria historia de la
sociedad jerárquica. Si el cambio tiene que ser del modelo civilizatorio, esto,
repitámoslo, pone ante nosotros la necesidad de re-pensárnoslo todo.
Sabemos que es un cuestionamiento radical, porque pone en
cuestión no sólo al capitalismo histórico y la modernidad colonial, sino
incluso los rasgos históricos dominantes de la propia condición humana. Pero
nos invita y permite reformular toda la cartografía de la transformación
socio-ecológica.
No parece bastar la apuesta post-capitalista si no podemos
resolver, retejer, rearticular, reconstituir el vínculo esencial entre humanos
y naturaleza, compaginar nuestro estar en la Tierra con los ritmos de la vida
en el planeta. No parece bastar aquella apuesta sin desarmar al patriarcado, al
racismo, los esquemas de dominación jerárquica, los binarismos, las
cosmovisiones fragmentadas, sin recuperar la relación holística y de totalidad
con la naturaleza.
¿Es posible reformular el proyecto civilizatorio sin contar
con las otras especies vivientes? ¿Es posible superar el antropocentrismo en
vías hacia una nueva senda biocéntrica? Si así fuese, ¿cuál sería nuestra
forma, nuestra condición, nuestro rol como humanos en esa nueva ruta?
Estos dilemas no han podido aún ser resueltos, no sólo por
los conductores políticos e institucionales, o por los voceros de los saberes
científicos dominantes, sino tampoco por las fuerzas políticas
contrahegemónicas principales; las izquierdas incluidas. Las ideas de
transformación imperantes deben ser interpeladas, escrutadas. No sólo las de
progreso y desarrollo, sino la propia idea de revolución. E incluso la de
emancipación. ¿Qué se revoluciona? ¿Qué se emancipa? ¿Quiénes se emancipan?
¿Cómo? ¿Por qué medios? ¿A costa de qué?
Todo esto no es un llamado a una supuesta apoliticidad.
Nuestra apuesta podría ser en cambio la búsqueda de nuevas y otras
politicidades. Tampoco es un llamado a una vuelta al pasado ancestral. No es
posible ningún retorno. Todo debe ser reformulado, transformado, creado, desde
aquí y desde ahora; desde lo que somos. Vivimos un tiempo extraordinario, y
como tal, requiere de nosotros acciones extraordinarias. Se trata de una
oportunidad histórica para transitar hacia otro mundo, a otra forma de
relacionarnos y reproducir la vida radicalmente diferente a esta que domina el
mundo.
Más allá de ser sólo una ‘eco-utopía’, este es en realidad
el camino que esta larga historia civilizatoria nos ha puesto enfrente, para
transitarlo. La gran crisis no es ya un panorama futuro de tiempos difíciles,
de tiempos que vendrán. Es en cambio el tiempo actual. Estamos ya al interior
de la gran crisis.
Ante la confusión que reina, lo mejor es siempre consultar y
recurrir a los principios de la naturaleza, que tiene sus propios ritmos, sus
formas simbióticas, interdependientes, cooperativas y mutuales de reproducirse.
De reajustarse, de adaptarse, de transformarse. Los comunes parece
ser un horizonte político constituyente, en el que pueden converger las bases
de un proyecto de gestión colectiva, descentralizada y eco-social. Pero el giro
a los comunes no puede esperar mucho más. Este es el tiempo de los cambios. Es
ahora.
- Fotografía de Glenn Nelson, 2009.
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