Hacer balance del progresismo
6 de agosto de
2015
Por Raúl Zibechi (Resumen Latinoamericano )
En la medida que el ciclo progresista latinoamericano se está
terminando, parece el momento adecuado para comenzar a trazar balances de largo
aliento, que no se detengan en las coyunturas o en datos secundarios, para
irnos acercando a diseñar un panorama de conjunto. De más está decir que este
fin de ciclo está siendo desastroso para los sectores populares y las personas
de izquierda, nos llena de incertidumbres y zozobras por el futuro inmediato,
por el corte derechista y represivo que deberemos afrontar.
Decir progresismo suena demasiado vago, porque en esa categoría
pueden entrar procesos bien distintos. Entiendo por progresismo aquellos
gobiernos que han intentado cambios en lo que fue el Consenso de Washington,
pero nunca aspiraron a trascender el capitalismo en su fase extractiva y
financiera.
Los gobiernos de Brasil, Argentina, Uruguay,
Chile y Ecuador, así como Paraguay cuando fue gobernado por Fernando Lugo,
entran de lleno en esa categoría. Los de Venezuela y Bolivia merecen un trato
aparte, ya que han declarado su voluntad de trascender la realidad que
heredaron y no sólo administrarla.
¿Por qué incluir al gobierno ecuatoriano de
Rafael Correa en esa lista? Porque la relación con los movimientos sociales
hace la diferencia.
Los movimientos populares de Ecuador, indígenas, obreros y
estudiantiles, están convocando un gran paro nacional para el 13 de agosto
contra un gobierno autoritario, que persigue a dirigentes y organizaciones
populares.
En toda la región sudamericana arrecian las campañas de las
derechas mediáticas y los grupos empresariales, alentados por los Estados
Unidos, para modificar los equilibrios de fuerzas a su favor. Pero asistimos
también a una reactivación de los movimientos populares, de modo particular en
Brasil, Chile, Ecuador y Perú, siempre en contra de un modelo que sigue
concentrando la riqueza y frente a gobiernos que no han realizado cambios
estructurales.
A mi modo de ver, es en Brasil donde se está
produciendo un debate más profundo sobre los doce años de gobiernos del Partido
de los Trabajadores (PT) encabezados por los presidentes Lula da Silva y Dilma
Rousseff. Quizá porque Brasil representa la mitad de la región sudamericana en
términos de población y producción, por su innegable trascendencia regional y
global y, sobre todo, porque el PT fue creado desde abajo por sindicalistas,
exguerrilleros y comunidades eclesiales de base, siendo el mayor partido de
izquierda de América Latina, el impulsor de los foros sociales con los
movimientos y del Foro de São Paulo con los partidos de izquierda.
El filósofo marxista Paulo Arantes, situado a
la izquierda del PT y referente de buena parte de los debates sobre las
izquierdas, sostiene que el país y la izquierda están cansados y exhaustos. «Agotamos por
depredación extractivista el inmenso reservorio de energía política y social
almacenada a lo largo de todo el proceso de salida de la dictadura», sostiene en una de
sus últimas intervenciones (“Correio da Cidadania”, 15 de julio de 2015).
La energía agotada es de carácter ético, es la que permitió la
creación del PT, de la central sindical CUT y del Movimiento Sin Tierra, las
principales organizaciones sociales y políticas del país. La exigencia de
resultados rápidos, «un deterioro social jamás visto», que resume en «el
derecho de los pobres al dinero», es en su opinión una de las claves del fin de
ciclo al que se asiste. Donde siempre se había priorizado la dignidad de la
clase trabajadora, aparece una gama de preocupaciones que se centran en
administrar en vez de vez de transformar, apostando todo al crecimiento de la
economía, sin más objetivos.
El sociólogo Francisco de Oliveira es uno de
los intelectuales más respetados, fue fundador del PT en los estertores de la
dictadura (1980) y luego del PSOL (Partido Socialismo y Libertad) cuando el
Gobierno de Lula implementó reformas neoliberales (2004). Acuñó el concepto de
«hegemonía al revés» para explicar cómo los ricos consentían ser políticamente
conducidos por los dominados, con la condición de que no cuestionaran la
explotación capitalista. En su opinión eso sucede tanto en Brasil como en
Sudáfrica bajo los gobiernos del Congreso Nacional Africano.
En un artículo de 2009 realizó una afirmación
valiente y polémica: «El lulismo es una regresión política» (Piauí, octubre de
2009). En aquel momento, el último año del segundo Gobierno de Lula, la
afirmación parecía fuera de lugar, aunque muchos brasileños de izquierda la compartieron. De
hecho, en las elecciones presidenciales de 2006 Heloísa Helena (expulsada del
PT por negarse a votar la reforma previsional) obtuvo 6,5 millones de votos
como candidata del PSOL, casi el 7% de los votos totales.
Seis años después de aquella sentencia, en
medio de un ajuste neoliberal que vulnera derechos sociales y con un escándalo
de corrupción alucinante (Dilma reconoció que los dineros sustraídos equivalen
a un punto del PIB), podemos volver a preguntarnos si el progresismo fue una
regresión o un paso adelante.
Uno de los argumentos centrales de De
Oliveira es que los gobiernos de Lula y Dilma provocaron una gran
despolitización de la sociedad, en gran medida porque la política fue
sustituida por la administración y porque «se cooptaron centrales sindicales y
movimientos sociales, entre ellos el Movimiento de los Sin Tierra, que aún
resiste».
En este punto, los análisis se bifurcan. No sólo en Brasil sino en
la izquierda de toda la
región. Una parte sostiene que los gobiernos progresistas fueron
un avance, siendo su principal argumento que redujeron la pobreza llevándola a
los niveles más bajos en la historia reciente. En esa reducción aparecen dos
elementos a considerar: por un lado, el crecimiento económico permitió que más
personas se incorporen al mercado de trabajo. Por otro, las políticas sociales
y el aumento del salario mínimo jugaron un papel indudable en la caída de la
pobreza.
Pero otro sector, en el que me incluyo, argumenta que no hubo
cambios significativos en la desigualdad, ni reformas estructurales, que hubo
desindustrialización y se registró una re-primarización de las economías
(centralidad de las exportaciones de bienes primarios). En este sentido se
puede afirmar que el progresismo no fue un avance.
Pero ¿fue un retroceso como argumenta De
Oliveira? Si colocamos la política en el centro, las cosas cobran otra
tonalidad. La
política, desde una mirada de izquierda, gira en torno a la capacidad de los
sectores populares de organizarse y movilizarse para debilitar al poder económico
y político, y abrir así las posibilidades de cambios. Desde este punto de
vista, la energía popular latinoamericana ha sido fuertemente desgastada por el
progresismo. Las grandes movilizaciones de junio de 2013 en Brasil, que fueron
criticadas por el PT porque supuestamente favorecen a la derecha, son claro
testimonio de los cambios que hubo arriba y abajo.
El problema ahora es cómo enfrentar la
ofensiva de las derechas con sociedades despolitizadas y desorganizadas, porque
la izquierda dilapidó la energía social acumulada bajo las dictaduras. No es,
por cierto, la única región del mundo donde esto sucede.
A tres décadas de distancia, ¿la llegada del
PSOE al gobierno del Estado Español, fue un paso adelante o un retroceso? No
pretendo comparar al socialismo europeo con el progresismo latinoamericano,
sino reflexionar sobre cómo se produjo la pérdida de la energía social, en
ambas situaciones.
Fuente original: http://www.resumenlatinoamericano.org/2015/08/04/hacer-balance-del-progresismo/
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=201832
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