¿Qué hay que conmemorar un 11 de
septiembre?
Marcos Roitman Rosenmann
Los recordatorios incitan a reflexionar. Son actos de
unidad en torno a un sentimiento, las más de las veces ligado a un hecho
desgarrador cuyos efectos pasan a formar parte de una memoria histórica, de un
imaginario social. Batallas, asesinatos, golpes de Estado, independencia
política, atentados o catástrofes naturales son parte de una larga lista de
circunstancias capaces de cohesionar a un colectivo en torno a una idea de
nación, valores e identidad colectiva. Cada celebración es un devenir con pista
de ida y vuelta. Está sometido a interpretaciones contradictorias. Unas lo
justifican, otras lo rechazan.
Cuando hablamos del 11
de septiembre, seguramente los nacidos en los años noventa del siglo pasado
visualizarán el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en
2001. Ingenuamente, podríamos preguntarnos, ¿acaso existe otro?; y si lo
hubiese: ¿tiene el mismo calado mundial?
La existencia de otros 11 de septiembre
ocurridos en el siglo pasado tal vez no supere las barreras de una historia
provinciana, regional o tal vez impactante, pero de corto recorrido. Pocos y
cada vez menos, tendrán en sus mentes, al hablar de un 11 de septiembre, el
golpe de Estado que derrocase, en 1973, al gobierno constitucional de Salvador
Allende en Chile. Pero ambos acontecimientos se entrecruzan y tienen explicaciones
complementarias. Para los estadounidenses, con honrosas excepciones, Chile, la Unidad Popular y
Salvador Allende no signifiquen nada. Aunque para los chilenos, el 11 de
septiembre de 2001 supone un punto de inflexión en su propia historia. Tal vez
un ajuste de cuentas donde es necesario guardar luto y expiar culpas.
Los chilenos no pueden
olvidar su 11 de septiembre. Hoy padecen sus consecuencias. Las fuerzas armadas
lo consideraron la segunda independencia, la liberación del comunismo. Banderas
en los balcones le dieron la bienvenida. Brindis con champan y vítores al
ejército simbolizaban, ese martes sangriento, el reconocimiento de la
burguesía, los terratenientes y la oligarquía a los alzados. Nunca dejaron de
pensar que eran los legítimos dueños de Chile. Después de tres años de gobierno
popular volvían a recuperar su poder.
Sin embargo, para la
mayoría del pueblo chileno, el bombardeo al palacio presidencial inauguró una
era de asesinatos, torturas, exilio, desaparecidos y violación de los derechos
humanos. Significó la pérdida de la democracia, de la libertad política
conseguida con mucho esfuerzo. Ya nada sería igual, instaurándose un régimen de
oprobio, muerte, corrupción y desigualdad.
El Chile actual parece
olvidar esta circunstancia. Al menos su clase política. Sin memoria, sin
dignidad ni ética, prefiere mirar hacia otro lado. No quieren recordar el
origen espurio que les ata al golpe de Estado, al mantener vigente la
Constitución elaborada por el pinochetismo en 1980. De nada sirve ocultarlo con
reformas de segundo orden, como las realizada durante la administración de
Ricardo Lagos. Los partidos de la concertación y la derecha no han roto el
cordón umbilical con el útero materno, la tiranía. Sus miembros
se sienten cómodos matando al pueblo mapuche y reprimiendo al movimiento
estudiantil con las mismas armas de la tiranía, la ley antiterrorista de 1984.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/09/11/opinion/004a1pol
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