Guerra corporativa x 20
Por Silvia Ribeiro* | 20 May 2014 | Biodiversidad 80 / 2014-2
No había transgénicos
plantados comercialmente en ningún país. Monsanto no estaba entre las mayores
semilleras. No existía la Organización Mundial de Comercio, ningún país del
mundo estaba obligado a establecer leyes de propiedad intelectual sobre seres
vivos, ningún país latinoamericano era miembro de la Unión Internacional
de Protección de Nuevas Variedades Vegetales (UPOV) ni había en todo el
continente “leyes Monsanto”, ni de “bioseguridad”.
Todo esto ocurría
apenas en septiembre de 1994, cuando publicamos el primer número de la revista Biodiversidad, por la necesidad de compartir
información, experiencias, ideas, de cuidar y afirmar la diversidad de la
semillas y la trama que las sostiene y alimenta: la vida campesina y las
comunidades locales.
En 1991, Larry Summers, entonces economista en jefe del
Banco Mundial, había anunciado la guerra proponiendo “incentivar la migración
de las industrias sucias a los países subdesarrollados”, argumentando que la
muerte por toxicidad en esos países era más barata, que esos países estaban
sub-contaminados y que de todos modos la gente moría antes de llegar a edad
suficiente para morir de cáncer por contaminación.
Las propuestas de
Summers causaron escándalo, pero no dejaron de aplicarse masivamente. La
contaminación de las industrias transnacionales avanzó de la mano de los
programas de ajuste estructural que las apoyaron y les dieron impunidad,
“liberalizando” el comercio y forzando la apertura desleal de los mercados
nacionales. En 1995, Renato Ruggiero, director general de la recién constituida
OMC, declaró: “estamos escribiendo la Constitución del mundo”. La OMC integró
toda la agricultura a las reglas de comercio, como una mercancía más para la
ganancia, que no debía estar sujeta a trivialidades como satisfacer las
necesidades de cada país, ser base de la soberanía y las culturas. Estableció
un capítulo sobre propiedad intelectual (ADPIC), redactado por la industria
farmacéutica —por entonces fusionada con los agronegocios— que obligó a todos
los países a adoptar legislaciones que defendieran en todo el mundo los
registros, marcas y patentes de las compañías, incluyendo sobre seres vivos.
De 1990 al 2000, la
concentración corporativa se acentuó vertiginosamente, y aumentó más de 750%.
El valor total de las fusiones y adquisiciones del planeta, pasó de 462 mil
millones de dólares en 1990 a
3 billones 500 mil millones en el año 2000, equivalente a 12% del producto
bruto global. Esta escalada siguió en curva ascendente, pero más lenta, hasta
2007, cuando estalló una tremenda crisis financiera del capitalismo. El valor
de las fusiones cayó 43% globalmente y no volvió al pico anterior: en 2013 el
valor global de fusiones y adquisiciones fue 2 billones 600 mil millones de
dólares.
La presencia de las mega corporaciones en todos los
sectores claves de la economía no se revirtió: las empresas pasaron a ser cada
vez menos pero más grandes, sobre todo en agricultura y alimentación. Con el
hambre y la crisis por los precios de los alimentos, esas empresas aumentaron
sus porcentajes de ganancias.
En 2002 por primera
vez un supermercado, Walmart, se convirtió en la mayor empresa del planeta. Se
mantuvo entre el primero y el tercer puesto global en lo que va del siglo,
siendo además el mayor empleador privado del planeta, hecho que causó un
retroceso brutal en derechos laborales y bajó el promedio de salarios cerca de
30%. En 2009, el mercado agroalimentario se convirtió en el mayor del mundo,
sobrepasando al de energéticos.
Hace 20 años, las diez mayores compañías de semillas tenían
30% del mercado comercial global y Monsanto no estaba en la lista. Actualmente
Monsanto sola, tiene cerca de ese porcentaje del mercado
global de semillas. Con DuPont y Syngenta, que tampoco estaban en la lista,
controlan hoy el 53% del mercado mundial de semillas comerciales. Las diez
mayores, el 75.3%.
Sí estaban ya entre los
10 principales fabricantes de agrotóxicos que en 1994 controlaban el 81% del
mercado mundial. Hoy, los primeros diez concentran el 95% del mercado mundial.
Para dominar el
mercado semillero, llave de todas las redes alimentarias, Monsanto compró entre
otras, las semilleras Dekalb, Agroceres, Asgrow, Seminis, Cristiani Burkard y
la división semillas de Cargill Norteamérica. DuPont compró Pioneer-HiBred;
Novartis y AstraZeneca se fusionaron formando Syngenta. En 1998, una
subsidiaria de Monsanto patentó, con el Departamento de Agricultura de Estados
Unidos, la tecnología “Terminator” para hacer semillas suicidas y que los
agricultores nunca más pudieran volver a guardar su propia semilla. La
resistencia mundial logró que Naciones Unidas estableciera una moratoria contra
esta inmoral tecnología desde el año 2000.
Este asalto al sector
semillero por parte de los fabricantes de venenos, explica que más de 85% de
los cultivos transgénicos se manipularan para tolerar agrotóxicos, el mercado
que les da más ganancias. La totalidad de las semillas transgénicas
sembradas comercialmente en el mundo es controlada por 6 empresas, todas
originalmente fabricantes de tóxicos: Monsanto, DuPont, Syngenta, Dow, Bayer,
Basf.
En 1996, comenzó Estados Unidos a sembrar estas semillas
adictas al veneno, seguido por Argentina en 1998. Las empresas contaminaron
intencionalmente el sur de Brasil, con semillas de contrabando, estrategia que
se repitió en Bolivia, Paraguay, Uruguay y otros países. Organizaciones
campesinas, ambientalistas y de consumidores resistieron por años la invasión
transgénica en Brasil, pero Monsanto consiguió que el gobierno de Lula
legalizara la
contaminación. Hoy 80% de los transgénicos en el mundo se
siembran entre Estados Unidos y esos cinco países de la región.
En el mismo periodo,
por presión de las empresas y para cumplir con la OMC, 12 países de América
Latina y el Caribe se afiliaron a UPOV, en su acta 1978, y recientemente, tres
países al acta UPOV 1991, aún más restrictiva.
Hace 30 años, sólo un
5% de las semillas estaba registrado. Las semillas en el mercado procedían de
investigación pública o pequeñas empresas semilleras, y ninguna de ellas tenía
ni el uno% del mercado global. En 1994, la proporción global de investigación
agrícola pública se estimaba en 60% y la privada en 40%. Hoy la privada tiene un
mínimo de 60%. Cerca del 90 % por ciento de las semillas comerciales está
restringido bajo propiedad intelectual.
Aunque el impacto de la guerra corporativa se manifiesta
en muchos niveles, la apropiación del sistema alimentario es particularmente
grave. Pese al sombrío panorama, esto sólo aplica al sistema alimentario
agroindustrial, que aunque es el que usa y abusa de la gran mayoría de la
tierra, agua y energía, sólo alimenta al 30 por ciento de la población mundial. La vasta
mayoría de las semillas están fuera del circuito industrial, en manos de las y
los campesinos. Más del 70% de la población del planeta se alimenta por lo que
producen “los pequeños”: campesinas y campesinos, indígenas, pescadores
artesanales, huertas urbanas, recolectores. En condiciones duras, caminando
entre la resistencia y la creación, pero al mismo tiempo, afirmando la
comunidad, la solidaridad, la
diversidad. Es verdad que los transgénicos han producido una avalancha
tóxica y contaminante, pero sin embargo, tras dos décadas el 98% de su siembra
sólo está en 10 países en el mundo: 169 países no los permiten. Y quizá lo más
importante: a diferencia de la Revolución Verde , que muchos creían que era un
“progreso”, con los transgénicos nunca lograron tal falacia. La vasta mayoría
los rechaza y ni siquiera los gobiernos que han sido comprados o convencidos
creen que son buenos.
La revista Biodiversidad ha sido una más de las muchas
semillitas que contra viento y huracanes, seguimos resistiendo esa colonización
de la mente.
*Silvia Ribeiro es
investigadora del Grupo ETC. Es cofundadora y primera editora de Biodiversidad,
sustento y culturas.
Fuente: http://www.grain.org/article/entries/4938-guerra-corporativa-x-20
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