viernes, 14 de marzo de 2014

Averigüemos cuál es el fondo de la idea CFK de poner "racionalidad y prudencia" a la protesta social que fue adoptada por el Parlamento en forma casi unánime hasta decidir legislar sobre un marco de "convivencia urbana".

1. DERECHO Y CONFLICTO SOCIAL

El lugar de la Justicia
En este artículo, el autor discute algunos de los argumentos jurídicos más significativos con los que nos encontramos a la hora de pensar en el papel que juega o puede jugar el derecho frente al conflicto social.

Roberto Gargarella
Abogado y sociólogo, doctor en derecho por la UBA y la Universidad de Chicago. Estudios post-doctorales en la Universidad de Oxford.
 
Derechos vs. “bien común”
Ante todo, merece enfatizarse la idea de que los derechos no deben ceder frente a generalizaciones o reclamos hechos en nombre del “bien común” o los “intereses generales” del país.
En nuestro discurso jurídico habitual parecen coexistir una postura respetuosa y aun devota hacia los derechos con otra que asegura que los derechos son muy importantes pero... en tanto y en cuanto ellos no contradigan ciertos intereses aparentemente más importantes, asociados con el “bienestar general” o nociones afines. La premisa que se apresuran a invocar estos últimos, en su propuesta limitativa de los derechos, es aquella según la cual “no hay derechos absolutos”. Por supuesto –y salvo para quienes, por ignorancia o mala fe, continúan insistiendo con tal afirmación–, dicha premisa no dice absolutamente nada acerca de lo que importa, esto es, cuándo y por qué razones es que puede limitarse un derecho. Si no se nos aclara esto, luego tiende a ocurrir que quienes están a cargo de pronunciarse sobre dichos límites –los jueces– terminan fijándolos de modo discrecional. 

Los problemas de una postura como la anterior (que subordina los derechos a nociones generales) son numerosos. En primer lugar, dicha posición se encuentra demasiado abierta a los abusos, dado que nunca se nos dice con claridad a qué se está haciendo referencia cuando se habla de “intereses generales” o “bien común”. ¿Se alude a decisiones que la mayoría respalda con su voto? ¿Se hace referencia a cuestiones que la mayoría de hecho respalda, aunque no haya votado por ellas? ¿Se apunta más bien –como suele ocurrir– a intereses que la ciudadanía no reconoce o no valora de modo explícito pero que, sin embargo, debería valorar? Esta “vaporosidad” que rodea a tales nociones hace que ellas permitan, finalmente, que bajo un “paraguas teórico” atractivo, el juez de turno –de buena o mala fe– “contrabandee” o incluya su propia visión acerca de los valores que la comunidad debería defender. 

Esta alternativa es extraordinariamente problemática, ante todo, por la discrecionalidad que encierra. Pero lo sería aun si se precisara algo más el sentido de ideas tales como la de “bien común”. Frente al caso más habitual, la pregunta es ¿por qué un grupo de sujetos que no hemos escogido ni podemos remover por el voto debería tener la capacidad de decirnos cuáles son nuestros intereses fundamentales? Más aún, ¿por qué es que ellos deben arrogarse dicha facultad cuando, en los hechos, ya hemos fijado cuáles son nuestros intereses fundamentales, al escribir una declaración de derechos? ¿Cuáles son, entonces, los intereses fundamentales “más fundamentales” de los ya incorporados en la Constitución? ¿Y para qué sirven, finalmente, los derechos allí incorporados, si ellos son removibles frente a cualquier invocación hecha en nombre del “interés general”? Posiciones críticas como la anterior fueron resumidas bien por el jurista Ronald Dworkin cuando sostuvo que los derechos debían ser vistos como “cartas de triunfo” frente a dichas pretensiones generales [1].

Derechos vs. derechos
 
La situación anterior se complica, hasta tornarse jurídicamente trágica, cuando un derecho entra en colisión con otro derecho. Aquí no hay solución feliz posible, ya que alguno de los derechos involucrados, si no es que todos ellos, van a sufrir restricciones o “recortes” destinados a resolver de algún modo la situación de conflicto. Frente a tales situaciones trágicas, por supuesto, resulta torpe pensar que lo mejor es “recortar” un poco cada uno de los derechos en juego, a los fines de equilibrar las pretensiones en juego o con el objeto de ser ecuánimes. En una mayoría de casos, ésta es una solución desafortunada, en la medida en que desconoce algo muy importante, y es que no todos los derechos tienen –ni merecen tener– la misma jerarquía. Así lo reconoció la Corte Suprema de los Estados Unidos, por ejemplo, en el famoso caso “New York Times v. Sullivan” (376 U.S. 254, 1964) cuando, confrontada al trágico dilema que enfrentaba el derecho al honor del comisario Sullivan con los derechos del público a seguir gozando de un debate público “vigoroso, desinhibido, robusto”, no dudó en privilegiar este último derecho –es decir, una noción fuerte del derecho de libertad de expresión– frente al primero. En dicho caso, el desplazamiento del derecho al honor resultaba desgraciado pero –determinó la Corte– ése era un doloroso costo que merecía pagarse frente al representado por la alternativa contraria.

 
La lección de casos como “Sullivan” es interesante, porque nos fuerza a pensar con más profundidad sobre nuestro compromiso con los derechos, y nos obliga a todos –especialmente a los jueces– a justificar y hacer públicas las razones para inclinarnos hacia uno u otro lado. Sobre lo primero, diría que nuestros jueces, muy habitualmente, no teorizan sobre los derechos y ni siquiera frente a los casos concretos hacen los esfuerzos necesarios para “desentrañar” la madeja de derechos que pueden encontrarse allí involucrados. Casos recientes, de pública importancia, como los referidos a los “cortes de ruta” resultan de especial interés en este respecto. Ellos suelen implicar situaciones muy complejas, en donde son múltiples los derechos enfrentados: el derecho de petición; el derecho de asamblea; el derecho a la libertad de expresión; el derecho al trabajo; el derecho a la igualdad; el derecho de transitar; el derecho a un medio ambiente limpio; el derecho a no escuchar ruidos molestos; etc., etc. 

Notablemente, y sin embargo, nuestros jueces actúan frente a dichas situaciones de un modo extraordinariamente simplista –si no malintencionadamente– al menos en relación con dos puntos.

 
  • En primer lugar, ellos parecen taparse un ojo para reducir aquella complejidad de derechos enfrentados a una situación pobre que, en el mejor de los casos, enfrenta solamente dos derechos: el derecho de tránsito vs. el derecho de petición y/o expresión de los demandantes. La selección, además de perezosa, resulta muy poco atractiva: ¿cómo puede ser que queden desatendidos tantos derechos, tan importantes? 
  • El segundo error judicial resulta todavía más grave. Y es que, puestos a “balancear” un derecho frente a otro, nuestros jueces suelen marcar la prioridad del derecho al tránsito frente a otros como los de expresión o petición, o simplemente negar la existencia de un conflicto de derechos [2]. La solución debería resultar asombrosa para cualquiera puesto a reflexionar detenidamente sobre la cuestión: el derecho al tránsito, deberíamos acordar, no puede sino estar en un lugar bastante bajo dentro de nuestra pirámide de derechos. En definitiva, si los derechos, en general, merecen una protección especial frente a otro tipo de intereses generales, ciertos derechos en particular –como la libertad de expresión– merecen una sobreprotección, dada su proximidad con el nervio democrático.
    Democracia, debate público y dificultades expresivas.
 
Las observaciones avanzadas en el párrafo anterior nos ayudan a pensar más directamente en una conexión crucial a la hora de pensar en cómo actuar frente a situaciones de conflicto social: me refiero a la conexión entre democracia y derecho. Al respecto, puede resultar conveniente comenzar reconociendo que, en una democracia representativa, la única alternativa con la que cuentan los ciudadanos para cambiar el rumbo de las cosas es la de protestar y quejarse frente a las autoridades. Si se socava dicha posibilidad, la democracia representativa se convierte en una oligarquía o una plutocracia, es decir, la democracia llega a su fin. De allí que una democracia, aun modesta, no sólo no puede darse el lujo de perder ciertas voces críticas sino que más bien, y por el contrario, debe hacer todo lo posible por potenciar a cada una de ellas. Resulta esencial que los representantes se encuentren permanentemente al tanto de las necesidades y urgencias que afectan a la población, como forma de remediar el problema que significa no haber optado por una forma más directa de democracia, y como forma de dotar de sentido a la democracia representativa.
 
  • Hay al menos dos cuestiones relacionadas con el punto anterior, y que tiene sentido enfatizar. En primer lugar, cuando se reconoce la importancia de escuchar permanentemente voces críticas, como modo de dotar de sentido a la democracia representativa, uno debe empezar a mirar de modo distinto algunos casos habituales, de fuerte resonancia política: casos sobre financiamiento de campañas políticas; sobre el diseño de leyes electorales; sobre la organización de los partidos políticos; sobre los debates preelectorales. Todos estos casos –por ejemplo, una impugnación a la cantidad de fondos utilizados por ciertos partidos políticos en sus campañas– no pueden resolverse, meramente, como si se agotaran en dos partes que sostienen posiciones encontradas. En realidad, en dichos casos se ponen en juego algunos de los temas más centrales que enfrenta nuestra democracia. De allí que una mala resolución de los mismos amenaza con socavar las bases de la forma política con la que nos organizamos.
     
  • La otra cuestión central a la que me quisiera referir tiene que ver con la posibilidad de que algunos grupos resulten sistemáticamente excluidos de nuestro debate público. Esta posibilidad implica riesgos muy serios para la calidad de la democracia, y ello muy en particular cuando –como suele ocurrir– los excluidos forman parte de grupos con reclamos valiosos, fuertes y urgentes. Es decir, una democracia representativa decente no puede convivir con la exclusión sistemática de ciertas voces, y mucho menos con la marginación de voces que tienen mensajes muy importantes para transmitir. Cuando ello ocurre, el sistema institucional pleno comienza a viciarse, y las decisiones que se adoptan pierden –cada vez más– imparcialidad y, por lo tanto, respetabilidad.
    Enfrentados a casos de conflictos sociales graves, los jueces no pueden dejar de reconocer en sus decisiones el impacto de hechos como el citado (la existencia, en la práctica, de voces sistemáticamente silenciadas). Más bien, sus decisiones deben mostrarse plenamente informadas por situaciones como la descripta, y dejar en claro el compromiso del poder público (y, muy en especial, el compromiso de los principales controladores del poder público) con la protección de las voces excluidas.

La doctrina del “foro público”
Contemporáneamente, suele decirse que el ejercicio pleno de derechos como el de la libertad de expresión requieren, al menos, que el Estado asegure que ciertos lugares estén siempre abiertos a la expresión crítica de la ciudadanía. Como dijera el juez William Brennan, en los orígenes de dicha doctrina, “el derecho a hablar sólo puede florecer en la medida en que pueda operar en un foro efectivo, ya sea un parque público, el aula de una escuela, el foro de las audiencias públicas, una frecuencia de radio o televisión” [3]. Tales foros públicos, sostenía Brennan, debían ser “regulados en el interés de todos”, algo que todavía se sigue intentando.
La Corte norteamericana reconoció en las “calles y parques” los “foros públicos” centrales o “tradicionales”, ya que ellos habían servido desde “tiempo inmemorial” como ámbitos de expresión crítica. Las restricciones que quiera imponer el Estado sobre la expresión en dichos ámbitos deben quedar, por tanto, sujetas al análisis más estricto: en principio, ellas deben ser miradas con la más alta sospecha. De modo similar, la Corte consideró que las reglas aplicadas sobre los “foros públicos tradicionales” debían ser extendidas a otros ámbitos que se habían “dedicado” a reunir tales expresiones (por ejemplo, plazas que el Estado había abierto a las manifestaciones ciudadanas).
La pregunta que queda frente a nosotros es: ¿qué regulaciones son posibles, en aquellos ámbitos especialmente protegidos, y en áreas tan sensibles como la de la libertad de expresión? El acuerdo más general que existe sobre la materia es el de que las únicas regulaciones admisibles son aquellas de “tiempo, lugar y modo” y no de “contenido”. Por ejemplo, puede resultar admisible, desde esta postura, impedir que una manifestación se haga a las tres de la mañana, o que se manifieste de modo ruidoso junto a la escuela. Pero no sería admisible, en cambio, que se prohíba sólo a los “partidos de izquierda” que se manifiesten ruidosamente; o sólo a los “partidos de derecha” que hagan manifestaciones a las tres de la mañana. 
Dicho lo anterior, conviene agregar algunas consideraciones acerca del tipo de regulaciones de “tiempo, lugar y modo” que pueden resultar admisibles. Ello, en particular, dado lo restrictivas que suelen ser las regulaciones que sí se permiten, bajo aquella cláusula general. Ante todo, y según lo afirmado por el tribunal supremo norteamericano, el principio general es que las regulaciones de “tiempo, lugar y modo” deben ser neutrales en materia de contenido; deben estar diseñadas del modo más estrecho o fino posible; deben servir a propósitos gubernamentales de importancia; y además deben dejar abiertos amplios canales alternativos de comunicación [4].
Hemos repasado hasta aquí algunas consideraciones que merecen ser tenidas en cuenta –ya sea para aceptarlas o para argumentar en su contra– por aquellos encargados de tomar decisiones jurídicas en situaciones de conflicto social. Dichas consideraciones nos sugieren ser extremadamente cuidadosos antes de desplazar derechos (reconociendo que escasean los buenos argumentos para justificar dicha operación); meditar detenidamente acerca de las razones para remover un derecho frente a otro derecho (advirtiendo la preeminencia de los derechos más cercanos al nervio democrático); sopesar debidamente las dificultades que enfrentan algunos grupos para expresar sus válidas quejas en público (y, consecuentemente, para encontrar adecuada satisfacción a las mismas); y, en parte a resultas de lo anterior, advertir la importancia extraordinaria –en una democracia representativa– de preservar ámbitos adecuados para la expresión de la crítica social (tomando en cuenta las fuertes limitaciones que deben guiar las regulaciones sobre tales ámbitos). Tomar en serio estas consideraciones puede ayudarnos enormemente en la tarea de mejorar nuestra discusión jurídica en situaciones socialmente delicadas.

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2. LA PROTESTA SOCIAL Y SU CRIMINALIZACIÓN                                        

¡Cuidado, protestante a la vista!
Los que no tienen derechos, los que no comen, los que perdieron hace tiempo su trabajo y los que no tienen dónde ir cuando se enferman están haciendo una carrera acelerada de protestante. “Si protesta debe ser piquetero, si es piquetero seguro que protesta incorrectamente.” Nadie puede ser lo que socialmente no es aceptado y, si lo es, se arriesga a que sea visto como un criminal. Por lo tanto, si se ve como un piquetero es un protestante, el etiquetamiento funciona y quedan excluidos los excluidos de reclamar por su exclusión. Entonces, preguntarse por la criminalización de la protesta social es entrar, al menos parcialmente, en el entramado de las redes fantasmáticas que cubren el conflicto social en la Argentina de hoy.
 
Por Sofía Tiscornia 
Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
Una primera versión de este trabajo fue presentada en la reunión “opinión pública, sentido común, violencia y derechos humanos”, organizada por el centro de estudios legales y sociales (cels), el 9 de diciembre de 2003
                             
 “En algo andarán”, “algo habrán hecho”, “esto es un caos”, “es imposible seguir así”, son frases que escuchábamos en plena represión militar en los años ’70 y que hoy se repiten en boca de muchos. Acompañan a esta red de enunciados explicativos otros tan afamados como los primeros: “hace falta mano dura”, “hay que poner orden”, “alguien tiene que hacer algo”. Este conjunto de afirmaciones se transforma día a día en mecanismos ideológicos que ocultan las redes conflictuales que son las causas de los hechos que se quieren explicar y solucionar con las aludidas afirmaciones. Una sociodicea que crea mitos, símbolos y rituales que posibilitan la represión. Preguntarse por la criminalización de la protesta social es entrar, al menos parcialmente, en el entramado de las redes fantasmáticas que cubren el conflicto social en la Argentina de hoy. 
No es posible elaborar una respuesta a la problemática de la criminalización de la protesta social si no se observa, al menos esquemáticamente, la acción colectiva desde una mirada “histórica” o, para decirlo más concretamente, lo que ha pasado entre el 2001 y el 2004. Como tampoco hay que aislar esta respuesta de las transformaciones y adaptaciones que ha sufrido el proceso de refundación capitalista y las estrategias neoliberales y globalistas entre el 9/11 y nuestros días. Dado el espacio que disponemos no podemos analizar estas redes conflictuales, pero digamos enérgicamente que no es un mero “dato” de la realidad, paralelo al tema, sino parte indisoluble de lo que podríamos llamar “represión preventiva”. 
En este contexto, queremos concentrarnos en lo que implica la criminalización de la protesta y no quedarnos presos del cerco discursivo “represión sí, represión no”, pues obviamente no existen argumentos para tan siquiera plantear la pregunta en un estado de derecho cuyo régimen político es el democrático. 
¿Qué significa la criminalización de la protesta social?
Es fácilmente perceptible que la pregunta que nos hacemos elude la jaula de hierro que significaría aceptar como único campo discursivo, propuesto desde ciertos sectores, represión o caos. Volvemos a reiterar que lo importante es indagar qué hay “detrás” de ese campo discursivo. A continuación se resumen algunos de los rasgos sobresalientes de la criminalización de la protesta en tanto problemática social.

El borde como recurso de visibilidad 
Lo ilegal como recurso expresivo es una constante de la protesta social en Argentina.
Desde 1991, sólo para poner una fecha de referencia asociada a los cortes de ruta, el borde entre lo legal (reclamar derechos) y lo ilegal (violar alguna norma de convivencia o estructura legaliforme) ha sido utilizado como el espacio de aparición de los sujetos que protestan. Desde esta perspectiva, el espacio borroso de conflictividad es un medio para obtener visibilidad. Sea dicho de paso, esto es una constante en toda Latinoamérica en aquellas protestas asociadas a la resistencia contra los programas estructurales de ajuste en tanto política del neoliberalismo. El razonamiento es muy sencillo: ante el cese de la vigencia de derechos sociales, su reclamo obviamente pasa por “expresarse” desde ese vacío y, por lo tanto, coloca al que protesta en un terreno muy cercano al reverso del derecho que es lo ilegal. 

 
La juridización como lógica de la exclusión 
Al menos desde la década de los ’70 la no aceptación de lo diferente, de aquello que emergía como “no-ubicable”, es tratado como “caso” de subversión a las normas sociales y jurídicas. La lógica de los autoritarismos fue transparente: “el que no está de acuerdo con el Gobierno está en contra del Estado y, por lo tanto, atenta contra los intereses de la Nación”. Toda exclusión del régimen de garantías y derechos constitucionales estaba consagrada como defensa de la nación. La discursividad democrática introduce la máxima del derecho individual como otra forma de juridizar lo inesperado, lo extraño, lo no correcto, poniendo a todo individuo en una posición a la vez más fuerte y más débil: ahora no valen ya las justificaciones colectivas a la hora de explicar una conducta no tipificada. Lo extraño de esta segunda ola de juridización es que, por un lado, supone lo individual pero, por el otro, no mira la no-pertenencia que implica estar en situación de exclusión, por lo que se cierra un circulo vicioso: “Ud. será juzgado si viola los intereses particulares, pero no tiene instrumentos para reclamar su interés particular violado socialmente”. Es decir, piénsese en un pobre demandando a una multinacional ante tribunales por no poder acceder al agua, bien colectivo por excelencia si los hay. O, para decirlo más brutalmente: los pobres sólo tienen “reclamo” cuando se juntan, los “ricos” son los que pueden accionar individualmente.
En relación con lo anterior, para enviar a tribunales a los que protestan hay que imputar criminalidad. Ahora bien, es obvio que si se protesta no se haga solamente desde lo que ya se ha probado es ineficaz. Es fácil advertir que quien protesta lo hace desde la incorrección. Lo atenido a normas es lo que impide que millones sean escuchados o simplemente vistos, entonces esos mismos procedimientos no son eficaces cuando esos silenciados quieren hablar. ¿Cuál es el delito grave, es decir, cuándo se convierte en crimen una protesta?, ¿qué es protestar correctamente?, ¿habría alguna forma de protesta que no moleste? Entonces, la imputación de criminalidad se cruza con otros mecanismos que les sirven de condición de posibilidad al establecimiento de dispositivos clasificadores entre buenos y malos. 

La lógica lombrosiana de la protesta social 
“No se viste bien, no sabe hablar, no tiene pinta de haber comido bien, está en la calle a la hora en que la ‘gente’ trabaja, entonces es uno de esos que protestan.” Los que no tienen derechos, los que no comen, los que perdieron hace tiempo su trabajo y los que no tienen dónde ir cuando se enferman están haciendo una carrera acelerada de protestante. “Si protesta debe ser piquetero, si es piquetero seguro que protesta incorrectamente.” Nadie puede ser lo que socialmente no es aceptado y, si lo es, se arriesga a que sea visto como un criminal. Por lo tanto, si se ve como un piquetero es un protestante, el etiquetamiento funciona y quedan excluidos los excluidos de reclamar por su exclusión. Los juegos discursivos de hacer de todo aquel que reclama un piquetero se orientan a la criminalización y potencian la represión preventiva. Es decir, ante la duda, si protesta seguro que algo criminal hace.

La inseguridad como mecanismo ideológico
Piquetero, secuestrador, ladrón, peligroso, anti-social, jubilado, ahorrista, gay, todos juntos en una misma bolsa. Es por demás obvio que esta bolsa es un efecto ideológico de los que están interesados en ocultar algo. Decimos algo pues también es pueril pedirnos a los ciudadanos comunes que sepamos quiénes son las mafias de la droga, del secuestro, del robo, de las armas y la venta de personas. Mezclar inseguridad con protesta es al menos un indicador de cuán devaluado está nuestro sentido común a los ojos de quienes estructuran estos discursos.
La consecuencia lógica es que en vez de debatir el desempleo, la pobreza, la salud y la educación estamos parapetados en el miedo que lógicamente provoca la inseguridad. El discurso de la inseguridad ocluye las redes de conflictos que, tal vez, sean las mismas que originan una práctica reproductiva de inseguridad. Millones de compatriotas están inseguros de poder comer, inseguros respecto de su futuro, inseguros de existir hoy, no mañana. Por estos motivos ésta no es una sociedad segura. 
 
La violencia como práctica social 
Nadie acepta ni aceptaría “normalmente” que su vida es violenta. Cansados de los violentos, millones de argentinos hoy no saben cómo “correrse” de episodios de violencia. La vida cotidiana de muchos es ya una violencia. La violencia de la violencia social, económica, cultural. Una violencia que crece espiraladamente desde el pie, desde los desdentados, los hambrientos, los condenados al NO (no tienen educación, salud, trabajo). La instalación de una lógica de lo violento es, por definición, “inmanejable”, es siempre una violencia social que condena de antemano y se multiplica en los intersticios de la bronca que todos tienen más allá de sus motivos particulares. Para analizar la protesta social hay que partir de lo que significa un país que todos los días ahoga la bronca de no entender del todo qué le pasó para estar así. 
Anudando los ejes que hemos construido es posible advertir la configuración de una red de enunciados que funcionan como las marcas de un “complejo fantasmático”. Fantasmas que ocultan unos antagonismos y conflictos y que dan visibilidad a otros. El estar al borde, tal vez como único recurso para obtener visibilidad desde los márgenes; la juridización de lo “incorrecto”, en tanto lógica de la exclusión de lo que molesta y amenaza; la inseguridad como mecanismo ideológico que aúna a todos contra “lo peligroso”; la violencia instalada como práctica social donde toda relación es atravesada por lo agresivo y la lógica lombrosiana que etiqueta y explica, en lógica policial, a la protesta social son algunos de los nudos por donde pasa la malla de la tentación autoritaria. 
Esta malla instala una lógica práctica de visiones sociales que termina delineando divisiones entre buenos y malos, duros y blandos, agoreros y “del palo”, divisiones que, obviamente, son construidas por el acto de tener la palabra para decir quién es malo y quién es bueno. 
Se ha consagrado una forma social de condena: el llamarlo piquetero. Los que deben protestar son rehenes de una represión preventiva; según la duplicidad del discurso oficial “no hay que ser piquetero”. “Los que protestan no ven lo bueno que está pasando, son agoreros, no son positivos”. Estos y otros artilugios discursivos marcan la naturalización del no protestar. 
Pero como hemos señalado ya, para nosotros lo importante no es solamente explicar qué es la criminalización sino, y principalmente, sus consecuencias. En este sentido, algunas de dichas implicancias pueden ser sintetizadas del siguiente modo: 
a. La criminalización de la protesta como problemática social señala que las formas sociales de enfrentar, procesar y resolver la conflictividad social están en crisis;
b. Que la acumulación de demandas sociales en un momento u otro hará entrar en cortocircuito el no-diseño alternativo de políticas sociales;
c. Que la sociedad no encuentra formas institucionales adecuadas para visibilizar y procesar la petición de reconocimiento de derechos; 
d. Que, una vez más, el sistema político partidario ha fracasado como mediación institucional de las tensiones sociales fruto de las desigualdades de poder económico y simbólico;
e. Que el querer cubrir toda protesta con un manto de sospecha criminal no frena sino que aumenta los potenciales niveles de conflictividad social. 


Para poder analizar alguna forma de predicado explicativo que asuma el futuro de las protestas sociales en la Argentina como objetivo, existen tres ejes centrales, en tanto condicionales: el lugar de los piqueteros, el lugar de la administración actual y el lugar de los millones que deberían protestar
Primero, no hay que confundir las posiciones internas de los piqueteros con una venta de caramelos: “duros”, “semi-duros”, “semi-blandos” y “blandos”. Los procesos vividos desde las protestas sociales que comenzaron en 1991 como corte de ruta, su generalización como recurso de lucha social, la institucionalización del movimiento piquetero y la cooptación político-partidaria de algunos dirigentes no solamente es natural en todo movimiento social en el mundo sino que no es el centro del problema de la criminalización. Los diversos movimientos y acciones colectivas que configuran los colectivos piqueteros no se agotan ni comienzan en los referentes mediáticos. Los luchadores sociales (que son más de 3000) procesados por reclamar derechos atestiguan a favor de esto. 
Segundo, no es cierto que la actual administración camine por una cornisa entre el cambio social y la gobernabilidad.
El modelo económico es el mismo, el modelo político es el mismo y los actores políticos son los mismos, salvo que en la desesperación aceptemos que las mínimas diferencias con Menem transforman a todo otro dirigente político en un potencial revolucionario. 
Tercero, el no aceptar los discursos etiquetantes no transforma a cualquier otro discurso en anti-político o contra-revolucionario. Hay millones de seres humanos que, bajo amenaza, ya sea la de perder lo poco que tienen, ya sea bajo la forma de sanción social, ya sea bajo la tentación autoritaria, permanecen rehenes de la criminalización. 

Orden y Caos: de la mitología necesaria 
Orden o Caos: la mesa está servida para la represión. El bien y el mal. Afortunadamente los argentinos, luego de varias décadas de escuchar la narración dicotómica, estamos alertas frente a sus consecuencias. O, no es el mismo estilo narrativo de los militares del ‘76, de Menem del 1991, de Cavallo (vaya a saber cuántas veces) por lo que, al menos, es obvio que conflicto no es igual que caos y que represión no es igual a orden. Estar alertas al pasado puede cumplir el rol de antídoto para el discurso del orden, pues seguramente la pregunta que se formula cada uno es ¿qué orden? 
A los que están en contra (no importa de qué ni de quién) se les sentencia al ostracismo de la anti-política y éste es el atolladero de la derecha y de los grupos que dominan el país. 
Aun así, millones de cuerpos desafiliados frente a la no aceptación de la identidad desgarrada de la política institucional reclaman y reclamarán: algunos días, unos, otros días, otros, y la espiral represiva comenzará nuevamente.
 Fuente: http://www.uba.ar/encrucijadas/septiembre_4/notas.htm

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