PALABRAS DE HERMAN SCHILLER
DURANTE EL ACTO REALIZADO EN LA LEGISLATURA PARA
DECLARAR DE INTERÉS CULTURAL
(3-11-14)
Queridas compañeras, queridos compañeros, buenas tardes y bienvenidas y
bienvenidos a este acto organizado por el diputado Alejandro Bodart para
consagrar y hacer efectiva la decisión unánime de la Legislatura porteña que
declaró de interés cultural de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la obra “El señor
Galíndez”, la excepcional creación de Eduardo Tato Pavlovsky sobre la tortura y
los torturadores, escenificada en el Teatro El Vitral bajo la dirección de
Daniel Loisi; la asistencia de dirección y ejecución del sonido de Matías
Villa; y la actuación de Laura Manzaneda, Marilú Maygret, Christian Heredia,
Pablo Walluschek y el propio Loisi.
Mi nombre es Herman Schiller, soy periodista y, una vez más, es un honor para
mí coordinar estas actividades organizadas por el MST-Nueva Izquierda.
Y, como detonante, algunas palabras de introducción.
Había una vez un gran caricaturista y humorista cordobés que nació en 1930 y
murió en el 2006. Su nombre completo era Alberto Pío Augusto Cognigni y
se hizo famoso con “Hortensia”, la revista que contribuyó a crear.
A principios de la década del setenta, Cognigni publicó allí una historieta muy
incisiva sobre la tortura reproducida más tarde en 1981, en plena ferocidad
dictatorial, por el semanario “Nueva Presencia” que nosotros dirigíamos.
Esa historieta constaba apenas de cinco cuadraditos. En el primer cuadradito
aparecía un torturador torturando con la picana eléctrica a una persona que,
seguramente, era un militante político que gritaba su dolor.
En el segundo cuadradito seguía la escena de la tortura mediante otro
instrumento. Lo mismo ocurría en el tercer cuadradito.
En el cuarto cuadradito, el torturador guardaba sus tétricas herramientas y se
despedía de sus colaboradores: “Hasta mañana”.
Y, finalmente, en el quinto cuadradito se ve al torturador llegando a su casa,
saludado por sus hijos que le dicen con alegría “llegó papito, llegó papito” y
el torturador que se relaja exclamando “ahh, fue un día agotador”.
La obra de Pavlovsky escenificada por Loisi y sus compañeros es eso mismo:
refleja la imagen del torturador inmerso en la normalidad de lo cotidiano.
El propio Pavlovsky lo explicó en una nota periodística, subrayando que no le
interesaba tanto señalar en las escenas la patología individual de los
torturadores, sino la institucionalización de la tortura. Y Pavlovsky
agrega algo que nosotros lo hemos referido algunas veces para caracterizar a
los genocidas nazis: si insistimos en los cuadros psiquiátricos de los torturadores
perderemos de vista el eje central de la problemática que es la tortura y el
rapto como institución y política de Estado.
En “El señor Galíndez”, la institución está corporizada por el teléfono que da
las órdenes y contraórdenes a los torturadores --Beto y Pepe-- en
forma constante y contradictoria.
Ambos torturadores, no formados ideológicamente, de la vieja camada, dependen
absolutamente de Galíndez para todo tipo de tarea profesional, y están pendientes
de la simple aprobación o de las estimulantes felicitaciones de Galíndez. Son
el cuerpo menos pensante, institucionalmente los menos formados, o solo
formados en la práctica concreta. La mano de obra barata de la tortura.
Pero entra en escena Eduardo, un joven que concurre para aprender el oficio de
ambos torturadores. Pepe y Beto se limitan a revivir escrupulosamente las
órdenes de Galíndez. Órdenes institucionales. Pero Eduardo va más allá: ha
estudiado los libros de Galíndez y quiere ser un torturador pensante,
ideologizado, que hace esta tarea para defender lo que en la última escena de
la obra califica como “nuestro estilo de vida”.
Como aquellos torturadores griegos, ha recibido información a través de un
aprendizaje teórico, produciéndose un cambio cualitativo, con efectos en el
discurso institucional y en la producción de subjetividad de los personajes.
Para Beto y Pepe, la institución es el teléfono de donde reciben las órdenes
concretas de Galíndez. Sin órdenes del señor Galíndez, pierden existencia.
Eduardo, en cambio, es el nuevo torturador: el “ideologizado”, el Astiz de
1976. Para Eduardo, los libros del señor Galíndez son conceptos nuevos para
“pensar” institucionalmente cómo defender el sistema. Para Beto y Pepe son sólo
órdenes concretas.
La
obra de Pavlovsky fue escrita en 1973, hace más de cuarenta años, pero parece
escrita ahora mismo.
Y
es tal su vigencia, es tan actual, que dramáticamente continúan agolpándose los
ejemplos a diario.
Sin ir demasiado lejos y sin necesidad de escarbar mucho, el viernes pasado,
hace menos de 72 horas, la Comisión Provincial para la Memoria informó que
solamente en el año 2013, 1.151 víctimas denunciaron haber padecido en ese
ámbito 3687 hechos de malos tratos y/o tortura por parte de las llamadas
fuerzas de seguridad.
Eso pasó el viernes. Al día siguiente, sábado 1º de noviembre, organizaciones
políticas y barriales del Barrio Ludueña, cercano a Empalme Granados, provincia
de Santa Fe, acompañaron a los familiares de Franco Ezequiel Casco Godoy en una
movilización. Franco fue detenido el 7 de octubre último, pero ahora la policía
niega que lo tenga. Y Franco parecería que se va agregar a la larga lista de
213 desaparecidos en democracia. Como Julio López. Como Miguel Bru. Como Daniel
Solano. Como Iván Torres. Como Facundo Rivera Alegre. Como Luciano González. Y
como tantos otros.
“Alerta, alerta, que caminan, milicos asesinos por las calles rosarinas” fue la
consigna que más se escuchó gritar frente a la comisaría 7ª. de Rosario, cuyos
agentes, dicho sea de paso, están involucrados en casos de trata de niños y en
el asesinato de la dirigente de la Asociación de Mujeres Meretrices de la
Argentina, Sandra Cabrera, que denunciara en su oportunidad a la institución
policial por coimas y torturas.
Los datos que nos suele suministrar la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial
e Institucional) son elocuentes y aterradores. Desde 1983, más de 4300 personas
inermes fueron asesinadas por el gatillo fácil o la tortura. Alrededor
de 2600 pertenecen a la era K.
Tato Pavlovsky escribió “El señor Galíndez” en 1973, pero el señor Galíndez y
sus empleados han seguido desde entonces trabajando a destajo.
Desde que Pavlovsky concluyera esta pieza teatral, fueron presidentes de la
República, Lanusse, Cámpora, Lastiri, Perón, Isabel, Videla, Viola, Galtieri,
Bignone, Alfonsín, Menem, De la Rúa, Puerta, Rodríguez Saa, Camaño, Duhalde,
Néstor y Cristina.
Ustedes podrán decirme a lo mejor, y con justa razón, que no es lo mismo
Cámpora que Videla. Es muy cierto eso. Y no nos olvidamos del famoso discurso
del efímero ministro del Interior de Cámpora, Esteban Righi, llamando a la
policía a “humanizar” su actividad. Es cierto, hay graduaciones y enormes
diferencias. Pero mi hipótesis de trabajo es que el señor Galíndez, con
dictadura o con democracia, nunca se fue. Habrá cambiado estilos y tácticas,
pero nunca se fue. Porque sigue siendo el eje motor para resguardar los
privilegios de los sectores hegemónicos.
Y concluyo con otra hipótesis, cuya enunciación sólo tiene por objeto
contribuir al debate.
Bertrand Russell, que era matemático, filósofo y, fundamentalmente, un gran
humanista, murió en 1970 a
los 98 años. Y hasta muy pocas semanas antes de su muerte todavía participaba
de las grandes movilizaciones de obreros y estudiantes que se desarrollaban en
Londres contra la agresión yanqui a Vietnam. En 1950 fue galardonado con el
Premio Nobel de Literatura.
Y bien, Bertrand Russell solía decir que, a su juicio, no existe ningún país
del mundo que, en mayor o menor escala, no sea un Estado policial.
Supongo que muchos estarán en desacuerdo con esta frase categórica, porque
opinarán que no se puede medir a todos con la misma vara. Personalmente
comparto lo que dijo Russell, porque en todas partes --o, si lo
prefieren, en “casi” todas partes--, la policía tiene denominadores
comunes que están en las antípodas del respeto a los derechos humanos.
También comparto todo lo que Ricardo Rodríguez Molas dice en su muy documentado
libro “Historia de la tortura y el orden represivo en la Argentina”. En ese
libro, publicado en 1985, Molas enfatiza que no hubo un solo día en la historia
argentina sin algún hecho de tortura y/o represión.
Por eso entiendo que este merecido homenaje que hoy le hacemos a Daniel Loisi,
Marilú Maygret, Laura Manzaneda, Christian Heredia, Pablo Walluschek y Matías
Villa, es un pequeño y humilde aporte en la larga lucha por destruir los Estados
policiales y todos los Galíndez que hoy quedan aquí y en el mundo.
Muchas gracias y bienvenidas y bienvenidos a este acto.
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